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+ secreto+ Holland+ Leonor+ Aquitania+ Cecelia
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En 1151 Leonor, duquesa de Aquitania, continúa sin dar a luz a un heredero varón, a pesar de llevar casi quince años casada con Luis VII, rey de Francia. La duquesa es una mujer inteligente y ambiciosa, que se siente infeliz tanto en su matrimonio como en la corte de París, en la que es poco más que una prisionera rodeada de espías que controlan cada uno de sus movimientos. Sintiéndose llamada para emprender mayores tareas, toma la decisión de conseguir la nulidad de su matrimonio y regresar a Poitiers, capital de su propio feudo. Su plan dará un giro crucial cuando conoce a Enrique de Anjou, joven duque de Normandía, que lucha por heredar el trono de Inglaterra. Es a partir de ese instante cuando Leonor tendrá que poner en marcha todos sus recursos, toda su influencia, para conseguir llevar a cabo sus propósitos. Para ello contará con la inestimable ayuda de su hermana, Petronila, repudiada por su esposo y que ha vivido siempre a la sombra de la reina, y del incondicional caballero de Rançun, que no disimula su amor por su señora. Pero nada saldrá como la reina espera: la iglesia se opondrá a sus intenciones, sus más allegados servidores la desobedecerán e incluso Petronila comenzará a alzarse como una amenaza. Sin embargo, Leonor está dispuesta a luchar por lograr aquello que desea: convertirse en la mujer más influyente de su tiempo… aunque para ello tenga que ocultar un secreto que cambiará el futuro de Europa.
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Cecelia Holland
El secreto de Leonor de Aquitania ePub r1.0 Icaza 30.08.14
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Título original: The Secret Eleanor Cecelia Holland, 2010 Traducción: Carlos Ossés Torrón Diseño de cubierta: Javier Perea Unceta Editor digital: Icaza ePub base r1.1
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Luis, rey de Francia, el séptimo monarca en gobernar bajo ese nombre, congregó a la corte en su gran salón de París, situado en una pequeña isla arenosa enclavada en el río Sena. Aquella sala no era más que una reducida galería hecha de piedra, tenebrosa y sombría, que se abría en el centro del palacio y de cuyo techo colgaban una serie de mugrientas telas de araña. En sus paredes pendían algunas banderas y estandartes, cuyas divisas resultaban difíciles de distinguir, tanta era la suciedad que los cubrían. Unas enormes puertas de doble hoja, en ese momento abiertas de par en par, permitían el acceso a la sala desde el amplio pórtico mientras el griterío de la multitud que se agolpaba en su interior emanaba como si se tratase de un cálido aliento, formando un coro de centenares de inagotables voces que no paraban de golpear y de arrastrar los pies. Petronila encabezaba el pequeño desfile de las damas de la reina que avanzaba por el pórtico; luego se detuvo, mirando a su alrededor en busca de Leonor. Su hermana avanzó hacia ella hasta colocarse a su altura. Leonor, ataviada con una majestuosa túnica larga y luciendo una corona de oro sobre su cabeza, atraía hacia sí todas las miradas. Se volvió hacia Petronila y asintió. Petronila se puso en marcha para conducir a la comitiva hasta el interior del recinto. Aquello le aterraba, ya que no soportaba que los demás se fijaran en ella. No obstante, tal y como hacía siempre, obedeció las órdenes de Leonor. Extendió sobre su rostro el borde del velo de viuda, lo sujetó por encima de la oreja y avanzó hacia donde se encontraba el trono. La corte del rey siempre atraía a una multitud de parásitos: monjes y eclesiásticos, personas cuya única intención era presentarle peticiones, curiosos, los hombres de Luis y los pocos caballeros leales de Poitiers que habían seguido a Leonor hasta París cuando su señora contrajo matrimonio… El calor que reinaba en la sala era sofocante y el aire pesado y húmedo estaba envuelto de un aroma nauseabundo debido a todos aquellos cuerpos apiñados. Cuando Petronila cruzó la puerta y penetró en la sala, se sintió como si estuviera adentrándose en el mar. Como era de esperar, en un primer momento nadie le prestó atención. Al principio, nada más entrar en la sala, lo único que acertó a distinguir fueron las espaldas de los cortesanos, una barrera de cuerpos que miraban en dirección al trono; pero cuando los pajes exigieron paso a través de aquella maraña, las cabezas comenzaron a girarse, una tras otra. Por un instante, las miradas de todos los presentes se detuvieron en Petronila, que avanzaba entre la multitud sujetando con las manos el dobladillo de su falda para evitar
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que entrara en contacto con las mugrientas esteras que cubrían el suelo, sin dejar de mirar hacia el frente. A continuación, de forma unánime, todos los presentes dirigieron sus miradas por encima de ella y divisaron la figura de Leonor. En cuanto se escuchó su nombre, todos los presentes se volvieron, arrastrando y golpeando el suelo con los pies como si de una manada de caballos desbocados se tratase. Los cortesanos se apartaron para dejar paso a Petronila, doblando sus cuerpos en unas reverencias que llegaban hasta el suelo, pero apenas prestaron atención a la dama: todos mostraban su adoración por Leonor. Luego se cernió sobre los presentes un instante de silencio. Petronila llegó hasta el estrado, situado en el extremo del gran salón, e hizo una reverencia hacia la apagada figura que se hallaba sentada en el trono; a continuación, se apartó a un lado y observó cómo se aproximaba su hermana. Leonor avanzó entre la multitud como un cisne deslizándose sobre las aguas de un lago, sin mirar a izquierda ni a derecha, mientras los cortesanos la rodeaban, inclinándose, dedicándole reverencias y agitando las manos mientras gritaban su nombre, suplicando a la dama que les concediera una mirada. El nombre de Leonor se escuchó sin cesar por toda la sala. En medio de este homenaje, ella seguía avanzando como si se encontrara completamente sola, sin apartar la atención del trono, y toda la multitud la siguió con la mirada como si la dama llevara atados sus ojos con unas correas. Cuando llegó a los pies del estrado, hizo una amplia reverencia e inclinó la cabeza hasta que dejó asomar su delicada nuca. —Mi señor —dijo, levantando la cabeza y mirándole directamente al rostro—. Que Dios conceda toda la gracia y honor al rey de Francia. El rey Luis se inclinó ligeramente hacia delante, con el rostro descolorido e hinchado y la mirada débil. Su cabello lacio estaba grasiento, y sus largas y huesudas manos delataban que se mordía las uñas. —Leonor. Mi reina y esposa, venid a sentaros —dijo. Leonor se enderezó. Thierry Galeran, el secretario del rey, se encontraba de pie junto al trono, tal y como hacía siempre, con sus rechonchas mejillas barbilampiñas arrugadas por los efectos de una sonrisa forzada. Avanzó unos pasos para ayudar a incorporarse a la reina y le tendió la mano, pero esta ignoró su ofrecimiento. Una vez en el estrado, Leonor se volvió pausadamente hacia la multitud, les dirigió una mirada prolongada y pesada, como si se pudiera fijar en cada uno de ellos, como si les hablara de manera individual, y bajo la presión de su mirada, todos se volvieron a inclinar al unísono, como si interpretaran una danza, formando una ola de cuerpos flexionados que se extendía por la enorme y sombría sala. Petronila agarró con fuerza las manos de la reina, llena de orgullo. Esta es la auténtica reina, pensó, de eso no cabe duda. Las demás señoras se acercaron, rodeando a Leonor, ayudándole a acomodarse en el asiento que se encontraba junto a Luis, enderezando sus faldas y ahuecando sus mangas, y luego retrocedieron hasta colocarse detrás de la reina.
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Petronila se acomodó sobre el estrado, detrás del asiento de Leonor, escondiendo los pies por debajo de la falda, y se sentó en silencio a esperar. Luis se volvió hacia Leonor, tan anhelante como todos los presentes, y le dirigió una mirada dulce y húmeda. —Cada día estáis más hermosa, mi querida Leonor. La mano de Leonor, que se encontraba apoyada sobre el muslo, se apretó con fuerza hasta casi cerrarse en un puño. Petronila se alegró de que el velo ocultara su sonrisa. Con el rabillo del ojo, lanzó una mirada rápida a Luis, al que podía ver perfectamente al otro lado de Leonor, sentado en su majestuoso trono. El rostro del monarca estaba demacrado, arrugado, todavía pálido como el vientre de un pez por efecto de unas recientes fiebres, y algunas canas asomaban a través de sus cabellos dorados. Recordó cómo su antiguo esposo Raoul solía comentar que cuando el rey nació ya era un anciano. Se santiguó, enterrando el dolor habitual que le producía aquella pérdida. —Señor, espero que os sintáis mejor —dijo Leonor. —La verdad es que me siento mucho más recuperado, querida. Sois muy amable por preocuparos. Petronila se encontraba tan cerca de su hermana que podía percibir hasta el más leve movimiento. Sintió cómo Leonor retrocedía ligeramente y supuso que el rey había intentado tocarla. Petronila se dio cuenta de que Luis todavía quería a su esposa. Él todavía la amaba; todo el mundo la amaba. —¿Qué nos espera hoy, mi señor? ¿Ha llegado ya el conde de Anjou? —preguntó Leonor. —Oh, no os preocupéis por eso, Majestad —atajó con voz servil Thierry Galeran desde el otro lado del estrado—. Esa es una tarea que le corresponde al rey. Thierry no paraba de sacudir su cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Corría el rumor de que había sufrido una lesión en los genitales que lo había dejado castrado, y su aspecto físico confirmaba ese punto. Petronila apartó la mirada de ellos. Le desagradaba Luis, aunque sabía muy bien que el monarca no se lo merecía. No era un hombre mezquino; simplemente era débil. Se preguntaba si ser débil en este mundo no era peor que cometer un pecado. La presencia de Luis siempre le hacía recordar el día que lo conoció y todas las desdichas que eso le acarreó: la muerte de su padre, mientras se encontraba de peregrinación, las repentinas noticias, la terrible desazón que sintió cuando fue consciente de que no iba a regresar jamás, de que no volvería a ver a aquel hombre que había sido más extraordinario que un dios, a aquel hombre que se lo había dado todo. Y, lo que era peor aún, su presencia le hacía sentir que iba a estar condenada al exilio durante el resto de su vida. A continuación, Leonor comenzó a hablar con el rey: —Mi señor, cuando llegue el conde de Anjou debéis insistir en defender vuestros
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derechos. Ha cedido Normandía a su hijo y, por tanto, el muchacho debe rendiros el debido homenaje. Vos sois su soberano y no podéis permitir que este asunto se os escape de las manos. En el otro extremo del estrado, lejos del alcance de la vista de Petronila, Thierry intervino con tono de reprobación: —Excelencia, dejad que nosotros nos ocupemos de ello. Ese no es asunto para una dama. Luis se agitaba en el trono con aspecto infeliz. Su cuerpo desprendía cierto hedor y daba la sensación de que se sentía débil. Petronila se dio cuenta de que Leonor estaba empezando a perder los estribos, no por culpa del rey, sino de Thierry. La reina se acomodó en su asiento con el cuerpo en tensión, inclinándolo ligeramente hacia delante y dirigiéndole una mirada feroz, mientras cerraba la mano con fuerza sobre su regazo. En ese momento, Luis volvió la mirada hacia la gran sala y su voz delató su alegría y alivio: —Demos gracias a Dios. Aquí llega el bendito Bernard —dijo poniéndose de pie, con las manos extendidas—. Mi señor Abad, siempre sois bienvenido. Vuestra presencia nos colma de gracia. Petronila se encogió de hombros, juntó las manos y se pasó la lengua por los labios. El Abad de Clairvaux le producía pavor. Tenía la esperanza de que aquel hombre no reparara en ella, que ni si quiera la mirara, ya que el abad había logrado convencer al Papa para que condenara su matrimonio y, además, albergaba todo tipo de oscuros deseos para su hermana. Oculta tras el cobijo que le proporcionaba su velo, Petronila observó cómo el abad se acercaba, erguido y adusto como una cigüeña, descollando por encima de la multitud como si caminara sobre unos zancos. Leonor, que se había girado para lanzar una mirada asesina a Thierry, volvió a recostarse en su asiento, con las manos apoyadas en el regazo. Bernard de Clairvaux era tan delgado como el bastón que portaba en su mano. Su rostro pendía del cráneo como una sábana sobre un andamiaje, sus mejillas hundidas se plegaban con tirantez por encima de una estrecha mandíbula y sus párpados caían sobre los ojos, que estaban clavados en unas profundas cuencas. Sus manos eran dos garras llenas de huesos. El pesado hábito blanco de la orden cisterciense le cubría como si fuera una cáscara. Corría el rumor de que comía con menor frecuencia de la que la mayoría de los hombres ayunaban. Parecía haberse consumido hasta alcanzar su verdadera esencia, duro como el diamante y puro como una llama. Su figura hacía parecer a los demás burdos comerciantes de carne, y a menudo se deleitaba calificándolos de ese modo. —Mi rey —dijo Bernard. Su voz sonaba cavernosa. Se apoyó sobre su vara como una vid sobre un olmo. Su mirada pasó fugazmente sobre Leonor y se detuvo fijamente en el monarca—. Me agrada profundamente volver a veros, ya que me habían comentado que habíais caído enfermo.
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En su voz se adivinaba cierto tono de reproche, como si el hecho de enfermar fuera culpa de Luis. Se dirigía hacia el monarca como si se tratara de uno de sus monjes y no el mismísimo rey de Francia. —Así es —replicó Luis, con voz trémula al recordar sus tribulaciones—. Mi cuerpo ardía de fiebre, como si sufriera las desdichas del infierno, y cuando desperté de ella, me sentí tan feliz al verme con vida que me eché a llorar. Petronila sintió una súbita punzada de desprecio hacia él, tanto por haber admitido algo así como por el hecho de haber llorado, y, entre dientes, Leonor murmuró algunas palabras en ese mismo sentido. Inclinado sobre su bastón, Bernard dedicó a la reina otra mirada penetrante, pero no prestó la menor atención a Petronila. Dirigiéndose de nuevo al rey, el santo hizo la señal de la cruz y dijo: —Dios os ha permitido recuperaros con un propósito, mi señor. —Su voz sonaba como un trueno que emergiera de la caverna de su pecho—. Escuchad a Dios, mi señor, y a los designios que tiene reservados para vos, y haced caso omiso a todo lo demás. —¿Y cuál es vuestro propósito, mi señor abad? —preguntó Leonor. La cabeza del abad se volvió hacia la reina, con sus hundidos ojos casi ocultos tras las cortinas de los párpados. —No tengo ningún propósito personal, señora. Sólo sirvo a Dios. —¿Y os sentís orgulloso de esa humildad, mi señor abad? Asustada, Petronila se cubrió la boca con la mano. Solo Leonor se habría atrevido a provocar al santo, pero Bernard desvió de nuevo la mirada hacia el rey y la ignoró. —Mi señor, he venido aquí con la intención de establecer la paz entre Francia y Anjou, y tenéis que darme vuestra palabra de que aceptaréis la paz que os ofrezco sin imponer condiciones. Al escuchar esas palabras, Leonor se recostó en su asiento y Petronila sintió un ligero temblor. Bernard, un simple abad, no podía hablar al rey de ese modo, por muy cerca de Dios que estuviera. Leonor apretó los labios con fuerza y miró a Luis detenidamente. Pero el monarca respondió: —Mi señor abad, habéis prestado un gran servicio tanto a mi persona como a mi reino haciendo venir al conde de Anjou para que se reconcilie conmigo. Aceptaré la paz sin condiciones, siempre y cuando él haga lo mismo. —Me ha dado su palabra —contestó Bernard. —Bah —dijo Leonor, furiosa. Petronila estiró el brazo y volvió a cogerle la mano, temerosa de lo que la reina pudiera decir o del daño que les pudiera causar. De repente, se escuchó un estrépito en el otro extremo del salón y la puerta principal se abrió de golpe. Una agitada algarabía inundó el amplio y abarrotado salón. A través de las puertas penetró una ráfaga de viento, haciendo que se agitaran los estandartes que colgaban de las paredes. Todo el mundo se volvió a mirar hacia la entrada, mientras un grupo de
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hombres avanzaba a toda prisa, ataviados con mallas y cascos, con las espuelas tintineando en sus pies, como si acabaran de desmontar de sus caballos. Eran unos diez o doce hombres y, en medio de ellos, llevaban a rastras a otro que iba atado con cadenas. Abriéndose paso a empujones a través de la multitud, avanzaron a través del salón hasta llegar a los pies del trono y allí se detuvieron, arrojando al hombre encadenado al suelo para que se postrara ante el rey. El monarca se encogió en su trono. Thierry Galeran se interpuso rápidamente, gritando con voz aguda: —¿Qué sucede aquí? Mi señor conde, ¿qué manera es esta de entrar al salón del rey? El conde Godofredo de Anjou se adelantó, con el rostro todavía oculto tras las piezas del casco que le cubrían las mejillas. Todos sus hombres retrocedieron salvo dos de ellos, que se colocaron a sus espaldas como si fueran un par de lobos envueltos en pelajes de metal. Delante del trono real, el conde se despojó del casco y permaneció allí, resueltamente, con una rodilla doblada y el casco sujeto bajo la articulación del brazo. Cuando era un muchacho le apodaban Le Bel, el Apuesto, y había buenas razones para ello: era una bestia espléndida, un león varonil, y su encendido rostro estaba cubierto con rasgos fuertes y marcados. Cuando solo contaba quince años, su padre había abandonado su tierra para ocupar el cargo de rey de Jerusalén, cediéndole el condado de Anjou. Godofredo había liderado a sus hombres durante veinte años y conocía muy bien aquel arte. En la cresta de su casco había encajado una ramita verde que lucía para ahuyentar a los demonios, ya que se rumoreaba que descendía de ellos. Se plantó ante el rey con la cabeza erguida, dirigiéndose directamente a él, sin la menor muestra de cortesía o respeto. —Sois vos quien me pedisteis que viniera, abad, así que no os toméis la molestia de preguntarme qué hago aquí. ¡Lo hago por respeto a la Madre Iglesia! —dijo el duque de Anjou, sacando pecho y dejando entrever una sonrisa—. No os debo nada, Luis Capeto. Soy el señor de Anjou y llevamos gobernando estas tierras mucho antes de que vuestra familia hubiera oído hablar de París. A continuación, armó el pie y pateó al cautivo que se encontraba en el suelo, haciendo que las cadenas rechinaran y que el encadenado dejara escapar un grito de dolor. —Este maldito perro se atrevió a defender su castillo contra mí, y esto es lo que les pasa a los que se rebelan contra mi autoridad. Por lo visto, Bernard no había conseguido una paz tan firme como pensaba. Petronila miró a Leonor, que seguía en tensión sobre su asiento, con las manos apretadas sobre el regazo y la mirada fija como la de un halcón sobre el conde de Anjou, mientras su marido permanecía sentado al otro lado con los hombros encorvados, permitiendo que todo aquello pasara, mostrando una actitud pasiva como si se tratara de un simple espectador. Petronila volvió a fijarse en el duque de Anjou, preguntándose qué haría a
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continuación, qué pretendía ganar con todas esas bravatas. Los dos lobos jóvenes, que iban cubiertos con la cota de malla y le escoltaban, probablemente eran sus hijos; uno de ellos se encontraba inmóvil, vigilante, pero el otro no paraba de agitarse, como si tuviera necesidad de acabar cuanto antes con todo aquello o como si necesitara encontrar una víctima sobre la que poder abalanzarse. Al otro lado del trono sobre el que descansaba el rey Luis, Bernard, ataviado con su larga sotana blanca, había permanecido completamente inmóvil, con su figura de grulla desgarbada ligeramente inclinada hacia adelante y la mandíbula apretada. Pero, de repente, se interpuso entre el rey y el conde e hizo resonar su voz. —¡Anjou! ¿Acaso no os ordené que liberarais a este hombre? ¿Qué pretendéis entrando aquí de esta manera, como una jauría de perros arrastrando por la fuerza a un cordero? Soltadlo; si no ponéis fin a esto ahora mismo, el castigo de la excomunión caerá sobre vuestra cabeza. Godofredo de Anjou avanzó desafiante hacia él, pero, en cierto modo, sus intenciones intimidatorias no surtieron el efecto esperado, porque Bernard era mucho más alto, aunque el conde angevino le dedicó un gesto de desprecio, apretando los puños sobre las caderas. —¡Por el amor de Dios! Os dije que vendría; os dije que lo traería, aunque debería haberlo ahorcado cuando conseguí recuperar mi castillo. Y así lo habría hecho si no hubiera sido por el decreto de inmunidad firmado por el Papa. Pero ahora se acabó. — Con un gesto brusco, como el ataque de una serpiente, giró la cabeza hacia Luis, y sus labios se retorcieron despectivamente—. Vaya, veo que por fin habéis regresado de vuestra gloriosa Cruzada. El rostro de Bernard estaba tenso; dio un paso hacia un lado para apartarse un poco del rey y, consiguiendo que la voz profunda y arrolladora del sacerdote se extendiera por el amplio salón sin necesidad de gritar, replicó: —No aceptaré que regreséis a la comunidad de los fieles a menos que lo liberéis, mi señor conde. —¡Por los clavos de Cristo! —El conde de Anjou se volvió hacia él, hasta el punto de dar casi la espalda a Luis. Armó de nuevo el pie y volvió a patear al quejumbroso amasijo de cadenas—. Me trae sin cuidado si me absolvéis del castigo o no, abad. ¿Qué necesidad tengo de ir a la iglesia? Poseo mi propio pan y mi propio vino. Tengo intención de ahorcarlo. ¿Me habéis oído? Pienso ahorcarlo hoy mismo, y desde la viga más alta del castillo. Bernard retrocedió un paso, dejando entrever que las palabras del conde le habían afectado como el impacto de una piedra, y levantó la mano hasta la altura del pecho de su raído hábito blanco. Su cuerpo, alto y desgarbado, se tambaleó, pareciendo por un instante que se fuera a desplomar. Petronila admiraba la capacidad que tenía el abad de atraer hacia sí todas las miradas. Incluso el propio conde de Anjou permaneció inmóvil,
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observándolo fijamente; la agitación del hombre que se encontraba a sus espaldas era el único movimiento que se podía percibir en la fascinada quietud de la sala. A continuación, Bernard se enderezó completamente, estirando los brazos como si lo hubieran clavado en la cruz, e inclinó la cabeza hacia atrás, levantando la vista al cielo. Su voz era suave, hasta el punto de que todos los presentes tuvieron que agudizar el oído para poder escucharlo, y, sin embargo, sus palabras se percibieron con total claridad. —Oh, Dios. Tú que eres digno de toda gloria y alabanzas, contén Tu poderosa mano, aunque Tus criaturas se burlen de Ti, y ten piedad de esta escoria, que se engaña pensando que son hombres libres, atreviéndose a poner en su boca Tu sagrado nombre y a profanarlo, más de lo que lo profanan sus abominables juramentos y sus aborrecibles actos. Mientras pronunciaba estas palabras, su tono de voz se fue elevando hasta llegar a percibirse con total claridad entre aquel manto de silencio; apretó con fuerza el brazo derecho, como si estuviera armándose con la cólera divina, y con la mano izquierda señaló al conde de Anjou, quien, por una vez, permanecía en silencio y era capaz de escuchar a los demás. Incluso el hombre que se agitaba a sus espaldas dejó de moverse, contagiado por aquel momento de quietud, tras despojarse del casco. Bernard bajó la cabeza hacia el conde de Anjou y, de repente, sus ojos se abrieron de par en par y sus párpados retrocedieron hasta revelar el asombroso fulgor azul cristalino que desprendía su mirada. Petronila no era la primera vez que contemplaba este sorprendente efecto, en el que parecía que el mismísimo Dios estuviera mirando a través de los ojos de Bernard. A continuación, la voz del monje se desgarró como un trueno por todo el silencioso salón. —Escuchad lo que os voy a decir, conde de Anjou. Habéis ido demasiado lejos. En el plazo de un mes, habréis muerto y os tendréis que someter al juicio divino. Ya no quedará tiempo para rectificar ni para mostrar arrepentimiento. Oíd, y escuchadme, porque Dios habla a través de mí. Arrepentíos. ¡Arrepentíos ahora, antes de que sea demasiado tarde, porque el Infierno clama por vos! Inundando la quietud de la sala, aquella maldición parecía hincharse como una rana venenosa. Todos los rostros boquiabiertos apuntaban hacia las figuras de Bernard y el conde. En ese momento, Petronila sintió que su hermana sufría una sacudida violenta y volvió la mirada hacia Leonor, que se encontraba junto a ella. Sorprendida, observó que la reina ni siquiera prestaba atención a Bernard, sino que su mirada se dirigía más allá, con los ojos abiertos de par en par, llenos de brillo y calor. Petronila volvió la cabeza para seguir su línea de visión y al final de la misma encontró a uno de los hijos del conde de Anjou. El mayor de ellos, el que no paraba de agitarse, ahora permanecía inmóvil y sostenía el casco sobre el costado. Al igual que Leonor, no prestaba la menor atención a Bernard. La reina era la causante de que se frenara su agitación, así como la razón de la quietud
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que ahora le invadía. El joven le devolvía la mirada con una expresión en el rostro que obligó a Petronila a contener la respiración. Volvió a observar a Leonor, que miraba fijamente a los ojos del joven, y su hermana sonrió, como si sobre la faz de la Tierra no existiera nadie más que ella y el muchacho. Petronila extendió la mano y sujetó a Leonor por el brazo, tratando de sacarla de su ensimismamiento; estaba convencida de que todo el mundo tendría que ver por fuerza lo que ella adivinaba en el rostro de su hermana. Leonor apartó repentinamente la mirada del joven angevino y la dirigió hacia Petronila, pero con un aire distraído que delataba que ni siquiera era capaz de verla. A continuación, su mirada se enfocó y sonrió a su hermana, aunque no de la misma manera; agarró su mano y la apretó con fuerza. El conde de Anjou replicó con desdén a Bernard. Su voz era estridente y estaba cargada de un repentino tono de inseguridad. A sus espaldas, su hijo había empezado de nuevo a agitarse, como si no fuera capaz de permanecer quieto por mucho tiempo. No era un muchacho alto, pero tenía anchas espaldas y un pecho fornido, el pelo de color rojizo y lucía una barba corta, clara y rizada. Petronila cayó en la cuenta de que aquel joven debía ser Enrique, el hijo que estaba obligado a rendir homenaje a Luis por sus posesiones en Normandía. Pero no se trataba de ningún niño. El muchacho despertó en ella un cierto interés, como si se tratara de un vigoroso animal que se encontrara próximo; pero, al instante, pensó en Raoul y se sintió culpable. Se preguntaba por qué razón seguía siendo fiel a Raoul, habiéndole dado este multitud de pruebas de su infidelidad. Luego bajó la cabeza, sintiéndose apesadumbrada. Sobre el asiento que se encontraba junto a ella, Leonor se acomodaba con el rostro encarnado y sonreía como si no fuera capaz de evitarlo. —Podéis despotricar todo lo que os plazca en vuestro afeminado francés —bramó el conde de Anjou a Bernard—. Comprobaréis que estoy hecho de un metal más resistente que vuestra verborrea. Dios me concedió el condado de Anjou y a vos solo os ha dado un montón de palabras —prosiguió, mientras volvía a patear al encadenado que se encontraba en el suelo, haciendo que se retorciera de dolor—. Podéis quedároslo. No tengo nada más que decir. Tras darse la vuelta, se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas, con sus hombres pisándole los talones. Mientras se alejaban, Enrique únicamente dejaba entrever su ancha espalda adornada con una corta capa roja angevina. Petronila levantó la cabeza, sorprendida, y volvió a mirar a Leonor. Su hermana había dejado de sonreír y se agitaba en su asiento con el cuerpo en tensión, mirando furiosamente a los hombres que se disponían a marchar. A su lado, Luis se había desplomado en su trono, incapaz de pronunciar palabra y adoptando una actitud pasiva. Bernard todavía se encontraba de pie ante ellos, con los ojos cerrados, la cabeza agachada y los labios temblando. Nadie hacía nada para reparar aquella situación. Entonces, Leonor se puso bruscamente de pie.
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Su voz estalló con la claridad y estridencia de una trompeta de guerra, atravesando el creciente murmullo de voces. —¡Conde de Anjou, deteneos ahora mismo! No os hemos dado permiso para marchar. En ese instante, la ruidosa multitud guardó silencio. Todo el mundo se volvió a mirar a Leonor. Envuelto en la repentina y centelleante quietud de la sala, el conde de Anjou se agitó, con el rostro encendido y fulminándola con la mirada. —¿Quién os creéis que sois para darme órdenes, maldita ramera? Todos los presentes se quedaron boquiabiertos, arrastrando los pies por el suelo e inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante, con los ojos centelleantes de atención. Sobre el estrado, Leonor se irguió por encima de todos y sonrió, serenamente, sin apartar la mirada del conde. —Bonita forma de dirigirse a mí, teniendo en cuenta que viene de un hombre que ha engendrado bastardos en la mitad de las aldeas de Anjou. ¡Guardias, bloquead las puertas! En el otro extremo del gran salón, un puñado de hombres avanzó rápidamente hacia las puertas abiertas de doble hoja. Petronila comprobó que entre ellos se encontraba Joffre de Rançun, el capitán de su hermana, que se había plantado firmemente en mitad de la salida, con la mano apretada en la empuñadura de su espada. El conde de Anjou dio media vuelta y clavó su encendida mirada en Leonor. —Os recuerdo que tengo un salvoconducto. Leonor dejó escapar una sonrisa de desdén. —Si lo que os han dado es un salvoconducto, entonces yo puedo enseñar a un caballo a trepar por los árboles. No os permito que deis la espalda al rey de Francia, mi señor. Volved inmediatamente a obtener su permiso, ya que no abandonaréis esta sala hasta que no os sea concedido. Regresad aquí y esperad a oír su palabra. La agolpada concurrencia permaneció con la boca abierta, en silencio, embelesada. Petronila estaba henchida de orgullo; lanzó una mirada furtiva a Leonor y luego se volvió para recrearse en el amargo trago por el que estaba pasando el conde de Anjou. Luego escuchó cómo Luis llamaba entre susurros, «Leonor», reprendiéndola, y cómo luego le espetó de nuevo, quejumbroso: «Leonor». Con destreza, Thierry Galeran se subió de un brinco al estrado y le tiró de la manga, separándolo de la reina. A un lado del estrado, Bernard había adoptado un gesto tenso, y su rostro enjuto se asemejaba a una terrible máscara, mientras su mirada pasaba constantemente de Leonor al conde de Anjou. El conde se recompuso, como si no quisiera agitarse de nuevo. —¡Por Dios, no pienso obedecer la palabra de una vulgar mujer! A continuación, giró la cabeza, mirando hacia la puerta y hacia los caballeros que allí se encontraban agrupados. Algunos hombres más de Luis se habían situado alrededor de Rançun, haciendo que la salida quedara totalmente bloqueada. El conde de Anjou se dispuso a marcharse de nuevo, con un gesto de inquietud en el rostro que delataba su indecisión.
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De repente, su hijo avanzó hacia él con actitud impaciente; le habló al oído, haciendo que su padre se enderezara con el rostro encarnado como la cresta de un gallo, y luego asintió. Enrique, hijo también de la emperatriz Matilde, avanzó con actitud templada hasta el rey de Francia e hizo una reverencia, aunque no demasiado amplia. —Mi señor y rey. Os pido que me concedáis permiso para marchar. —Os doy mi permiso —dijo Luis, parpadeando perplejo—. A todos vosotros. Enrique dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. En medio del repentino silencio, el tintineo de sus espuelas se percibía como un repicar de campanas. Leonor se recogió la falda con las manos y volvió a acomodarse en su asiento. Petronila le dedicó otra mirada y observó cómo su hermana contemplaba al muchacho; cuando este llegó a la altura de su padre y de los demás angevinos, se dieron la vuelta y le siguieron. Al llegar a la altura de las puertas, la barrera que formaban los caballeros se dispersó en silencio y les abrieron paso. —Bien —dijo Leonor—. Ha sido una escena realmente interesante. Bernard avanzó pesadamente hacia el estrado, con los ojos casi tapados y la mandíbula apretada, frunciendo el ceño. Al llegar a la altura de Leonor, se dirigió directamente a ella: —Qué vergonzoso sonó vuestro nombre, señora, en la sucia boca de un angevino. —En ningún momento escuché que pronunciaran mi nombre —replicó Leonor con despreocupación. Bernard bajó la voz, haciendo que sonara muy suave. —En ese caso, debieron pronunciar el nombre de una ramera. Y, dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó. Petronila dio un respingo y su cuerpo se puso en tensión, lleno de furia. Sabía muy bien que a Leonor le consumía la ira, pero la reina no dijo nada, aunque volvió la cabeza, con los ojos entreabiertos, observando cómo aquel desgarbado abad con aspecto de grulla abandonaba la sala sin el permiso de nadie, ya que era un santo y eso le daba derecho a ir donde quisiera. Algunos de sus monjes le siguieron. Petronila se sintió abatida. Bajó la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre el regazo. La absoluta claridad de Bernard le intimidaba. Para él, todo era muy simple: o Dios o nada. Aquel abad le hacía sentirse confusa, dispersa, insignificante e inferior: la perfecta definición de una mujer. Se volvió para observar la puerta principal, por donde se habían marchado los angevinos. Había mucha agitación en la sala y las voces se elevaban rivalizando entre sí como el murmullo de los juncos secos. —Menudo embrollo —murmuró Leonor entre dientes. —Debisteis dejar esa clase de asuntos en mis manos, querida; aunque, no obstante, quiero que sepáis que os admiro —dijo Luis, dirigiéndose a la reina. A continuación, bajando la mirada hacia el quejumbroso caballero que se encontraba tendido en el suelo, envuelto en cadenas, ordenó—: Que alguien libere a este desdichado.
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Petronila apartó la mirada de ambos. Desde luego, aquella situación era un enorme embrollo. Nada era como se suponía que debía ser: la debilidad del rey dejaba un enorme vacío que Leonor, Thierry Galeran y Bernard de Clairvaux pugnaban por ocupar en un interminable combate cuyo resultado nunca resultaba decisivo. Una parte importante de la multitud se acercó hacia ellos, y algunos comenzaron a empujar, gritando al rey, tratando de llegar hasta él con sus ruegos y sus demandas. Thierry se marchó con la intención de tomar nota de las más importantes o, para ser más precisos, de atender a los que ofrecían los mayores sobornos. Petronila comenzó a sentir fuertes deseos de encontrarse en otra parte. Juntó las yemas de los dedos y agachó la cabeza. De repente, a su lado, Leonor se dirigió a Luis empleando un tono de voz bajo y apremiante. —¿Os acabáis de dar cuenta de lo que ha sucedido, mi señor? Es el hijo con quien debemos tratar, con ese Enrique. Es evidente que maneja a Le Bel a su antojo. Se dice con acierto que los angevinos no permiten que sus padres lleguen a ancianos. Debemos hacer que os rinda homenaje por Normandía, mi señor, antes de que este príncipe se vuelva más poderoso y decida que no tiene necesidad de cumplir con esa obligación. Petronila apartó la mirada de ambos, cansada de tantas tribulaciones y maquinaciones políticas. Luis, cuya actitud delataba que se encontraba en la misma situación, disuadió a Leonor con un tono de voz que denotaba agotamiento. —He estado enfermo. Me encuentro cansado y ahora no puedo pensar. Dejemos este asunto en manos de Thierry. Bernard se encargará de tomar las medidas oportunas. Su secretario se encontraba atendiendo a un demandante que todavía le presentaba su alegato, un anciano noble y robusto que, sin ningún disimulo, en ese momento depositaba una bolsa de dinero en la mano de Thierry. Leonor se removió sobre su asiento, invadida por la agitación, y dirigió la mirada hacia la puerta, siguiendo el rastro del pelirrojo duque de Normandía. Petronila bajó la cabeza; se sentía consumida por una carga enormemente pesada, confusa y perdida. Fuera de la sala, en el patio, mientras los mozos de cuadra traían sus caballos, Enrique se volvió hacia su padre. —Ya os dije que venir aquí no nos traería más que problemas. Su padre entregó su casco a uno de sus hombres. —Luis es un don nadie. Sus ojos centelleaban; se atusó la barba con sus dedos. Enrique respondió: —Es un don nadie fuera de París, pero aquí es el rey. Deberías haber previsto esto. Pensaste que podrías desafiarlo a la cara pero, en cambio, tuviste que ceder. Has perdido toda la ventaja que habías cobrado cuando abandonó la guerra. Enrique se apartó un poco para abrirle paso. Para él, la mayoría de las veces su padre era una carga. No obstante, se alegró de que hubieran llegado a París.
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La reina era una mujer magnífica, pensó, cuya belleza estaba a la altura de los rumores que la habían pintado; probablemente más. Además, el fuego se consumía en el interior de aquella dama con el ardor de una estrella. La duquesa de Aquitania y reina de Francia, orgullosa y salvaje, era la mujer más refinada que había visto jamás. Mientras pensaba en ella, sintió cómo se tensaba su entrepierna. Su padre prosiguió: —Le hiciste una reverencia. —Hice lo que tenía que hacer para salir de aquella situación —replicó Enrique, volviéndose hacia él con los puños cerrados, listo para empezar una pelea—. Fuiste un estúpido dejando que ese monje se burlara de ti. A continuación, lanzó una mirada furiosa a su hermano, que se encontraba junto a su padre. Los labios del conde se apretaron con fuerza, como si tratara de contener algún comentario hiriente. Enrique le miró fijamente hasta que su padre bajó la mirada. Su hermano se aclaró la garganta y dijo con voz potente: —Aquí llegan los caballos. Los mozos de cuadra les ayudaron a subir a sus monturas y salieron del patio, cabalgando a través de la isla. El conde poseía una casa en Saint Germaine, al otro lado del río que corre junto al monasterio. Enrique volvió a pensar en Leonor y ralentizó la marcha de su caballo, quedándose muy rezagado de su padre, tratando de distanciarse de la comitiva. Los demás hombres le superaron, y entre ellos se encontraba su propio caballero, Robert de Courcy, que le dedicó una mirada, pero Enrique le hizo un gesto con la cabeza indicándole que permaneciera junto al conde. En el otro lado, su hermano se giró y, con el ceño fruncido, le miró fijamente. Robert, con voz cortante, avanzó al galope, llevando tras de sí al resto de los caballeros de Enrique para que apartaran a la muchedumbre del puente. En aquel punto de su recorrido, las aguas del río emanaban un olor nauseabundo. Enrique dijo: —Os veré después. Su hermano replicó: —¡Eh! Su padre le miró fijamente, retorciéndose en su silla de montar. —¿A dónde vas? Enrique no se molestó en responder. Toda la comitiva de jinetes ya le habían adelantado y los demás caballeros angevinos siguieron cabalgando sin él, aunque el conde se quedó observando, por encima de su hombro, hasta que alcanzó el puente. Enrique hizo virar a su caballo y regresó al trote hacia el palacio real, que se levantaba en el extremo sur de la isla.
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El sol de mediodía de agosto caía con toda su fuerza sobre la ciudad. De vuelta a sus sofocantes aposentos, enclavados en una torre, Leonor se despojó rápidamente de las capas de su túnica, se soltó el cabello y dejó que sus damas la cubrieran con un sencillo vestido de lino. Marie-Jeanne se llevó los vestidos de la corte para cepillarlos y airearlos. Petronila parecía sentirse de mejor humor que antes. Se sentó en el suelo riéndose con Alys y ordenó que trajeran vino, fruta y algunos dulces. Alys sujetaba entre sus manos un bordado que estaba tejiendo, y el resto de las damas se congregaron a su alrededor, concentrándose en sus propias tareas. Sus voces se fueron elevando hasta convertir la sala en un gallinero con el cacareo de sus chismorreos, excitadas tras el incidente que acababan de presenciar con los angevinos. Especialmente, les había impactado la maldición que profirió Bernard. —¿Creéis que surtirá algún efecto? —preguntó la pequeña Claire. La mirada de Leonor se detuvo brevemente en aquella joven. Tenía la sospecha de que era una espía y le molestaba escuchar su voz: no soportaba tenerla en su presencia. Se volvió hacia la ventana, dando la espalda a las damas de compañía. —Anjou es un hombre malvado —dijo Petronila—. Es como una maldición abominable. Alys comenzó a relatar una leyenda popular en la que se decía que, unos años atrás, un conde angevino se había casado con una mujer diabólica que había salido volando por la ventana de la iglesia durante la Consagración, y que lucía un largo rabo y posiblemente también pezuñas hendidas. Leonor nunca había visto ningún rabo y anhelaba con fuerza que se volviera a presentar la ocasión de fijarse en las pezuñas de la mujer. Se encaramó en el profundo alféizar de la ventana y miró hacia el exterior. El río corría a poca distancia, más allá de los muros que rodeaban el jardín que se extendía a sus pies. Le complacía enormemente observar los pájaros que vivían a lo largo de su ribera, lanzándose en picado y zambulléndose sobre las apacibles aguas del riachuelo. No sentía el menor interés por la maldición que profirió Bernard. El abad acostumbraba a pronunciar ese tipo de anatemas, pero nadie le prestaba la menor atención, a menos que alguno de ellos llegara a cumplirse. Si Bernard tuviera el poder de hacer realidad todas las maldiciones que lanzaba a su antojo, ella se habría convertido a esas alturas en una bruja decrépita. Aunque puede que ya lo fuera y no se hubiera dado cuenta de ello. Y, sin embargo, sentía admiración por el monje blanco. Aquel abad contrastaba
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enormemente con Luis. El rey era un hombre sin carácter. Algunas veces, le invadían las ganas de deslizar sus brazos por las mangas del monarca y mover las manos por él, pero aquello tampoco habría sido una buena idea. El rey la escuchaba, pero eso era algo que hacía con todo el mundo, y carecía de voluntad propia. El monarca flotaba en el aire como una semilla de diente de león, cuya ligereza le hacía ser impulsada por la brisa más ligera. Los hombres que le rodeaban no deseaban ningún bien a Leonor, ya que sólo esperaban obtener de ella un heredero y su ducado de Aquitania. Si, por alguna asombrosa casualidad, la reina diera a luz un hijo, un príncipe de Francia, se vería obligada a permanecer allí prisionera durante el resto de su vida. Tenía la sospecha de que acabaría desapareciendo, convirtiéndose en una especie de mueble con forma humana: no sería más que la madre del futuro rey. Lo más probable es que, después de haber cumplido con su cometido, la obligaran a ingresar en un convento. Aunque pudiera quedarse en la corte, siempre y cuando siguiera siendo estéril, sentía que allí no se respiraba la alegría y el bullicio que recordaba haber vivido en la corte de su padre, allá en Poitiers, donde reinaba una felicidad eterna y se experimentaba a todas horas la excitación de lo nuevo: siempre había un juglar con antorchas, un predicador santurrón, canciones y relatos que no había escuchado jamás, hombres jóvenes y galantes y mujeres hermosas e inteligentes, personajes ingeniosos y brillantes, jardines, música y torneos. Sin embargo, lo único que había en París eran tramas políticas, la planificación de la red de poder, el juego de reyes y, para colmo, le prohibían participar de todo eso. Se sentó a mirar hacia las aguas, tratando de no escuchar los chismorreos y las risas que las damas proferían a sus espaldas hasta que, de repente, con el rabillo del ojo, contempló que algo se movía en el jardín que se extendía a sus pies. Agudizó la mirada. Se inclinó ligeramente, mirando hacia abajo, y acertó a divisar, mezclada con los macizos de romero azul y las hierbas, una silueta de color rojizo. Observó aquella sombra con mayor detenimiento. Allí había un hombre que le devolvía la mirada. Un arrebato de satisfacción le recorrió la espalda. Se trataba de Enrique, el hijo de la emperatriz Matilde, ataviado con su corto abrigo rojo. —¿Leonor? —dijo Petronila. La reina no respondió. Se inclinó sobre la cálida piedra de la ventana y miró hacia aquella figura. El joven permaneció inmóvil, con la cabeza recostada hacia atrás, elevando la mirada hacia ella, sin dedicarle ningún gesto, ningún sonido, limitándose a mirar. Por unos instantes, se le pasó por la cabeza la idea de arrojarse por la ventana y aterrizar en los brazos de aquel muchacho, y se dio cuenta de que estaba precipitándose al vacío, como si estuviera a punto de echar a volar. El joven se giró repentinamente y desapareció de su vista. Unos instantes después, dos cocineras entraron en el jardín y comenzaron a cortar algunas hojas de romero. —Leonor —insistió su hermana—. ¿Qué estás haciendo?
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Leonor regresó al interior de la torre con el corazón golpeando fuertemente en su pecho. Deseaba con todas sus fuerzas bajar corriendo al jardín, encontrarse con aquel joven sin demora, en seguida, despojándose de sus ropajes mientras avanzaba hacia él. Pero no se atrevió a moverse. Detrás de los rostros redondos y tersos de las mujeres que en ese momento se fijaban en ella, tenía la seguridad de que alguna de aquellas entrometidas ya estaba maquinando la posibilidad de relatar a alguien aquel incidente, ya que tenían la costumbre de contar cualquier cosa que veían. Leonor dijo: —Nada. El calor que se respira aquí es insoportable. Me siento como un capón hervido. Caminó alrededor de la sala, fuera del círculo que formaban las damas, con las manos entrelazadas. Unos años atrás, habría abandonado sus aposentos sin dudarlo. Recordaba que, cuando era joven, había desafiado a todos, siguiendo únicamente su propia voluntad, y había amado a quien había querido sin prestar atención a las lenguas afiladas de los clérigos ni a las historias que contaban de ella. Pero ahora no podía permitirse la libertad de cruzar la puerta. Leonor deseaba a aquel joven. Deseaba su juventud, su fuerza, su admiración. Por encima de cualquier otra cosa, deseaba ser libre de poder hacer lo que quisiera. Comenzó a pensar en el modo de satisfacer ese anhelo mientras su pensamiento iba dando tumbos de una idea a otra, tratando de organizar un encuentro, de poder enviarle un mensaje. Aquello sería muy sencillo. Lo más difícil era hallar la manera de distraer a los demás para poder desaparecer durante unas horas. Mientras su mente estaba ocupada con estos pensamientos, su corazón comenzó a latir con más fuerza, embriagado por la excitación. Es la pasión que despierta el anhelo del encuentro, pensó, mientras reía en voz baja. —Leonor —dijo Petronila apareciendo a su lado, mientras pasaba una mano por su cintura. A su espalda, todas las mujeres miraban con curiosidad—. ¿Qué te ocurre? Te encuentro muy extraña. Leonor se volvió y le dedicó una sonrisa. —Querida Petra. —Cogió las manos de su hermana y le besó en la mejilla. En ese momento encontró la manera de conseguir que Petronila participara en sus proyectos. Se dijo a sí misma que eso complacería a su hermana, que le levantaría el ánimo—. Salgamos a dar un paseo por el jardín para hablar de los viejos tiempos.
—Mi vida ha llegado a su fin, Leonor. No creo que sea capaz de volver a sonreír —dijo Petronila. Su voz sonaba pesada y apagada. Avanzaron por el jardín, dirigiéndose a su punto más alejado, donde se encontraba la pequeña puerta de hierro. Leonor le agarró la mano y la envolvió entre sus brazos. www.lectulandia.com - Página 20
—Lo que necesitas, querida, es un nuevo amante. Su hermana dejó escapar un grito ahogado. —¡Leonor! Oh, oh… —Trató de soltarse, con el rostro encendido. Un mechón de su cabello rojizo se había deslizado sobre sus sienes—. No lo entiendes. —Las lágrimas resbalaban a borbotones por sus mejillas—. Mi marido me ha repudiado. Nadie me quiere. Soy una mujer despreciable. Trató de retirar su brazo del de Leonor, pero la reina la sujetó con fuerza. Con la mano que le quedaba libre, Petronila se enjugó las lágrimas. —Bueno —dijo Leonor—, pues yo sí que necesito un amante, y tú puedes ayudarme. Petronila le señaló con su puño. —Para esas empresas nunca has necesitado la ayuda de nadie. —Su voz estaba cargada de un tono de reprimenda, más que de aflicción. —Me ayudarás, ¿verdad? —Leonor miró a su alrededor; se encontraban lejos del alcance de oídos curiosos, aunque en la ventana que se abría en lo alto de la torre del castillo divisó a contraluz la silueta de unas cabezas que todavía las observaban desde el alféizar. —Siempre me has protegido —dijo Petronila—. Aunque no sé qué puedo hacer por ti. Te lo juro, Leonor: prometo hacer todo lo que esté en mi mano, sea lo que sea lo que necesites de mí. —Magnífico —repuso Leonor y, acto seguido, le cogió la mano y se la besó. Petronila retorció la boca, tratando de dibujar una sonrisa contra su voluntad. Su aspecto era mucho más hermoso cuando sonreía. Sus verdes ojos emitieron un destello, estrechándose. —Háblame de ese amante. Estoy segura de que ya has escogido uno, ¿verdad? —Sí. Pero, como ya dije, necesito tu ayuda. Ahora, escúchame.
Petronila regresó a la torre, dejando a Leonor en el jardín paseando de acá para allá, tratando en vano de templar la inquietud de su energía. El caballero poitevino Joffre de Rançun se encontraba junto a la puerta que conducía a la escalera y dedicó a Petronila una rápida sonrisa cuando esta pasó a su lado. La dama tuvo que contener el impulso de pararse a conversar con él, ya que el caballero pertenecía a Leonor, lo cual hacía que se encontrara lejos de su alcance, así que decidió dirigirse directamente a la escalera. Cuando penetró en los aposentos, las damas estaban profundamente concentradas en sus faenas, tal y como las había dejado cuando se marchó. Alys se encontraba sentada junto a la ventana, con las manos ocupadas en sus labores de costura, trabajando en una inmensa banda verde de seda que se extendía sobre sus rodillas hasta alcanzar el suelo. Marie-Jeanne estaba ahuecando los cojines que descansaban sobre el lecho de la reina y la pequeña Claire se ocupaba de doblar los ropajes que se guardaban en el armario. www.lectulandia.com - Página 21
De repente, Alys dijo empleando un tono severo: —Claire, ¿qué tienes en las manos? Lo estás poniendo todo perdido. —Se levantó de un salto del taburete y, unos segundos después, se escuchó el sonido de una bofetada, seguido de un grito de dolor de Claire—. Ve a lavarte las manos. Claire salió del aposento apresuradamente. Petronila se acercó a la ventana y se inclinó sobre el alféizar. Bajó la mirada y vio cómo Leonor seguía paseando de acá para allá entre el romero, como si de una leona enjaulada se tratara. Sus pensamientos se agitaban incesantemente recordando todo lo que su hermana le había contado. Conocía a Leonor lo suficiente como para saber que no le había contado toda la verdad; que aquello no era más que el principio de uno de sus temerarios proyectos, arriesgado, probablemente pecaminoso, e indudablemente peligroso para ambas. Sus ojos siguieron el agitado paso de Leonor por el jardín. A continuación, se santiguó, convencida de que haría cualquier cosa por su hermana. En ese momento, un pequeño pensamiento comenzó a inquietarla en el fondo de su mente: algún día, llegaría el momento en el que su hermana tendría que hacer algo por ella, ya que, de lo contrario, todo aquello acabaría por consumirla. Pero descartó aquella idea rápidamente, convencida de que no se merecía tener una hermana buena y leal. Mientras se encontraba allí, luchando contra sus inquietantes recelos, Alys extendió el brazo y le tiró de la manga. Petronila se volvió hacia ella. Los ojos azul pálido de la anciana se encontraron con los suyos. Luego, en voz baja, dijo: —La pequeña, Claire, salió de la habitación y nos dejó durante unos minutos. Cuando regresó, tenía las mejillas sonrosadas, parecía muy satisfecha y traía los dedos pegajosos, como si alguien le hubiera dado unos dulces. A Petronila le dio un vuelco el estómago. Apartó la mirada de Claire, que en ese momento se encontraba lavándose las manos en una palangana, con la mirada apuntando hacia el suelo y las mejillas encendidas. A continuación, se llevó la palangana fuera de la alcoba. Petronila sintió que se le encogía el corazón al darse cuenta de que habían sido descubiertas. La muchacha había revelado sus planes a cambio de un puñado de nueces con miel. Después volvió a encontrarse con la mirada de Alys, que tanto amaba a las dos. —Muchas gracias —dijo, moviendo únicamente sus labios. Alys respondió de la misma manera, formando palabras con la boca que carecían de aliento. —Tened cuidado.
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Por la mañana regresaron de nuevo a la corte. A pesar de su actitud desafiante, el duque de Anjou no se había marchado de París, y se presentó ante el rey para hablar sobre el homenaje que Enrique estaba obligado a rendir por poseer el ducado de Normandía. Thierry Galeran se encargaba de dirigir las negociaciones, encaramado en el otro extremo del estrado, cara a cara con el conde. A Leonor le hubiera complacido enormemente haberse podido sumar a la conversación, aunque Thierry se encontrara allí, pero sabía que no le habrían permitido decir una sola palabra. Petronila se encontraba sentada a su lado, tal y como hacía siempre, y se agachó para cogerle la mano durante unos instantes. Sumisa y dulce, pequeña Petra, pensó Leonor. Así es como quieren que seas. La reina trataba por todos los medios de no mirar a Enrique, que saltaba con impaciencia de un pie a otro mientras su padre discutía con Thierry. Las pocas personas que se habían congregado allí estaban muy ocupadas, divididas en pequeños grupos de hombres que hablaban, hacían negocios, bromeaban, saldaban deudas y aceptaban favores. Junto a la puerta, Joffre de Rançun, de anchos hombros, cabello leonado y ataviado elegantemente con su abrigo rojo, le dedicaba una sonrisa. Al igual que Alys, Marie-Jeanne y la propia Petronila, aquel hombre había acompañado a su reina desde Aquitania cuando esta contrajo matrimonio y nunca la había abandonado, mostrándose fiel como un hermano. Aquel caballero conocía todos sus secretos y los guardaba celosamente. Leonor podía confiar plenamente en él. En ese momento hizo su aparición el conde de Champaña, con cierta ceremonia, consiguiendo que todos dejaran lo que estaban haciendo y se volvieran a mirarlo. Aunque todavía era joven, aparentaba tener mayor edad. Era un hombre ancho, jovial, vestido de manera llamativa, con varias cadenas de oro colgando alrededor de su cuello y una medalla encajada en su tocado, que agitó espléndidamente cuando hizo una reverencia. Una docena de lacayos se agolparon a su alrededor, dando así más afectación a su presencia. Leonor se alegró de verlo, ya que el caballero siempre hablaba bien y procuraba mostrarse alegre. Pensó en la posibilidad de que aquel hombre hubiera traído consigo a un tañedor de laúd, ya que toda su familia era muy aficionada a la música. Luis dejó de prestar atención a la conversación que mantenían el conde de Anjou y Thierry. Su mirada se dirigió hacia el conde de Champaña y sus dedos comenzaron a tamborilear nerviosamente sobre su rodilla. —Paz, señor —le dijo Leonor al rey—. Es el hijo el que ha venido, no el padre.
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Haced que traigan a la princesa Marie. El caballero lanzó un profundo suspiro y sus ojos se hundieron. El padre del conde de Champaña, un hombre persistente y de fuerte carácter, había sido el héroe de juventud de Luis hasta que un día mantuvieron una disputa y se enemistaron. A Luis todavía le dolía el recuerdo de aquel incidente. Finalmente, el rey y el conde de Champaña se reconciliaron formalmente, pero en lo más profundo de su corazón nunca llegaron a superar sus diferencias. El padre había fallecido el pasado invierno y aquel suceso hizo que Luis llorara amargamente durante varios días. Su hijo era una persona más afable. Para reparar el distanciamiento que se había producido entre ambos, aceptó casarse con la hija mayor de Luis y Leonor. Sin embargo, el rey todavía recelaba de él, como recela un caballo que hubiera visto una serpiente y que, desde entonces, se estremece cada vez que pasa por ese lugar. Leonor volvió a murmurar algo y, en voz alta, Luis dijo: —Mi señor, nos complace enormemente veros. A continuación, envió a un paje para que trajera a la pequeña princesa. La niña, que contaba con seis años, apareció con su nodriza y su propia corte de damas, y delante de todo el mundo, ella y el conde de Champaña intercambiaron algunos besos y anillos. El conde tuvo que arrodillarse para depositar gentilmente sus labios en los de la joven. Leonor se sentó con las manos apoyadas sobre el regazo mientras observaba detenidamente a su hija: otra boda más en la que la novia no tenía elección. Le resultaba duro ver que aquella niña no tenía nada en común con ella. No era capaz de encontrar nada que le resultara reconocible en la forma de su rostro, en el color de su cabello o de sus ojos, ni tampoco en su figura. Tenía la sensación de que eran dos desconocidas. En cuanto nació, mientras Leonor todavía se agitaba en su lecho, el bebé fue depositado en los brazos de una nodriza. La primera vez que Leonor pudo verla, Marie no era más que una cabecita redonda y sin pelo metida entre los pechos de otra mujer. Después, Leonor y Luis partieron hacia las Cruzadas, y cuando regresó, aquel bebé envuelto en ropajes al que recordaba vagamente se había convertido en una niña pálida ataviada con un largo vestido, perfectamente moldeada para afrontar su destino como mujer. —Que la bendición de Dios recaiga sobre vuestra gracia, mi reina. A continuación, la muchacha extendió la mano para que el conde de Champaña le pusiera el anillo; sonreía, y sus ojos brillaban. De inmediato, una de las damas de la niña le acercó el otro anillo. Ella lo cogió y se lo puso al conde. Tuvo que extender la mano que tenía libre y sujetar el dedo de su prometido para ponérselo, mientras Leonor observaba en su rostro lo mucho que al conde le conmovió ese gesto. Aquello le animó un poco. Después de todo, es posible que aquel hombre fuera un marido amable y gentil. Marie estaría a salvo con él. Se preguntaba si era eso lo que quería la muchacha, simplemente sentirse a salvo, con
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un marido amable y gentil, y le invadió la esperanza de que no fuera así. La pareja de prometidos se separó. Marie, de pie en medio de sus damas de compañía —espías de la reina—, giró bruscamente la cabeza, con el rostro agitado por la curiosidad, y miró a su madre. Cuando se dio cuenta de que Leonor la observaba, apartó tímidamente la mirada. Leonor le dedicó una sonrisa y en los labios de la niña se dibujó otra, esta insegura. En ese momento, alguien se dirigió a ella, haciendo que desviara su atención. Mantenedla alejada de la ramera de su madre, pensó Leonor. Se preguntaba a quién pertenecían aquellas palabras que había escuchado en su cabeza y miró a su alrededor en busca de Bernard. —Mi señora de Aquitania. Escuchó a su izquierda una voz áspera que reconoció inmediatamente. Su cuerpo se agitó invadido por la lujuria, despertando repentinamente. Se volvió para observarlo: de pie, a un lado del estrado, dándose cuenta de que sólo les separaba unos metros. Aquellos pálidos ojos eran grises como una piedra. Encerrada en una barba corta y rojiza, la boca de aquel hombre se retorcía dibujando una sonrisa, que se ensanchó cuando sus miradas se encontraron. Leonor sonrió, rebosante de satisfacción. Varios centenares de personas los observaban, y todas las palabras que pronunciaran serían escuchadas por docenas de oídos. —Buenos días, mi señor —dijo Leonor. Todavía no quería llamarle duque de Normandía, al menos hasta que no les rindiera homenaje—. Espero que estéis disfrutando de vuestra estancia en París. —Mucho, mucho —respondió el joven. El caballero se encontraba en el suelo de piedra que se extendía bajo el estrado, de tal modo que sus ojos todavía se hallaban ligeramente por debajo de los de la reina, aunque esta estuviera sentada. El aspecto de aquel hombre tenía algo que recordaba al duque de Anjou, aunque era más áspero, duro y fiero. El joven cruzó los brazos por delante de su musculoso pecho mientras cambiaba constantemente el peso de su cuerpo, apoyándolo primero en un pie y luego en el otro, como si no pudiera soportar estarse quieto. Su elegante abrigo rojo estaba confeccionado con hilos de oro y decorado con leones rampantes, pero no portaba anillos de oro ni joyas, así como ningún otro tipo de adorno. Aunque era unos cuantos años más joven que ella, aquel hombre desprendía una enorme seguridad en sí mismo, un apetito que recordaba al de un lobo: decididamente, no se asemejaba a la tranquilidad que transmitía Champaña. Luego dijo: —En mi opinión, es de las más grandes ciudades de la cristiandad. —Su sonrisa se hizo más amplia y sus ojos se llenaron de intencionalidad—. Pero, en cierto modo, encuentro que habita en ella demasiada gente. Leonor mantuvo la calma, consciente de que estaba inclinándose hacia él, sintiendo en su piel la atención de todas las personas que los rodeaban, y dijo:
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—Yo también la considero así. ¿Habéis estado en las afueras de la ciudad, en Saint Denis? La nueva iglesia que han levantado allí es realmente hermosa. —¿Soléis acudir allí para escuchar misa? —preguntó el caballero. —Algunas veces —repuso la reina. Leonor miraba fijamente a sus pálidos ojos, como si a través de ellos fuera capaz de hacerle entender el significado de sus palabras—. Normalmente rezamos aquí, en la capilla del palacio, tal y como haremos durante las Vísperas, pero encuentro que es demasiado oscura y vieja y no es de mi agrado. Especialmente el deambulatorio de la reina. Sin embargo, Saint Denis es una iglesia que me gusta mucho más. —Tal vez, cuando mi padre ultime los asuntos que lo han traído hasta aquí, nos acerquemos a ver la nueva iglesia —comentó Enrique. —Me complacería mostrárosla —dijo, mientras sus mejillas se tensaban al dibujar una sonrisa y entrecruzaba las manos, que descansaban sobre su regazo. —Se lo comentaré al duque de Anjou —dijo Enrique y, retrocediendo un paso, dedicó una reverencia a la reina y se marchó. Leonor volvió a tomar asiento, dándose cuenta en ese momento de que su cuerpo había estado inclinado hacia delante hasta el punto de casi sobresalir del estrado, con los músculos en tensión. Petronila la observaba frunciendo gravemente el ceño y dedicándole un pequeño movimiento de advertencia con la cabeza. En la parte trasera del estrado, Claire, toda pálida, se tapaba la boca con la mano mientras miraba fijamente a la reina. Leonor bajó su mirada, repasando mentalmente la conversación que había mantenido con Enrique y llegó a la conclusión de que sus palabras habían sido lo bastante discretas como para negar cualquier intención de la que se le pudiera acusar. Pero fue consciente de que podrían sospechar de ella, aun cuando no la atraparan cometiendo algún acto imprudente. No le cabía la menor duda de que el duque había captado sus intenciones. Sintió cómo un hormigueo le recorría la piel y dejó correr su mano por el lustroso tejido de su túnica, impaciente por que llegara la misa de la noche.
La tarde fue deslizándose lentamente. Mucho antes de que llegaran las Vísperas, Leonor estaba segura de que lo había malinterpretado, de que las palabras de aquel caballero no albergaban ningún tipo de intención y de que simplemente trataba de mantener una conversación trivial con ella. Era un hombre tan joven… Era un hombre tan impulsivo y entusiasta… Comenzó a mostrarse impaciente con todas las damas; cuando envió a la pequeña Claire a por agua y esta volvió con una jarra de vino, Leonor la abofeteó y la echó a empujones. —¡Fuera de aquí, maldita mocosa sin cerebro! Claire le dedicó una mirada cargada de pavor y salió precipitadamente entre sollozos. Las damas de compañía apenas le prestaron atención. Estaban atareadas limpiando el www.lectulandia.com - Página 26
suelo, sacando de los aposentos los viejos juncos y trayendo algunos nuevos. Leonor se acercó a la ventana para mantenerse apartada de su camino. Su hermana se acercó a ella. En medio de todo ese ajetreo, por una vez, nadie les prestaba demasiada atención. —Estás inquieta como un grillo expuesto al calor del verano. —Bah —repuso Leonor—, se trata de eso, del calor. —De cierto tipo de calor, pensó irónicamente. Y, sintiendo la necesidad de cambiar de tema, dijo—: ¿Has visto lo admirablemente que se ha comportado Marie? —Sí. Sin embargo, dicen que es una niña muy impulsiva y no siempre muestra el debido recato —dijo Petra y, a continuación, bajó la voz, hablando entre susurros—. Creo que no fue Marie la que concentró toda tu atención, querida hermana. —No he escuchado una sola palabra sobre ella —dijo Leonor—. Cuando escuches algo, deberías decírmelo. —¿Qué es lo que te dijo él? Leonor guardó silencio, volvió la cabeza y miró por la ventana. Petronila miró por encima de su hombro, observando cómo Claire recogía del suelo un puñado de romero viejo. A continuación, la joven salió por la puerta y Petronila volvió a mirar a su hermana. —Ten cuidado, querida. Bernard posee recursos mucho más perniciosos que sus maldiciones. Leonor se volvió hacia su hermana, la abrazó con fuerza y le habló al oído. —Cuando vayamos a escuchar misa voy a necesitar tu ayuda, tal y como habíamos acordado. En ese momento entró Alys, la fiel y competente Alys, que comenzó de inmediato a arrancar las hierbas más firmes y nuevas, demasiado ocupada como para escuchar a hurtadillas la conversación de las dos hermanas. Petronila apoyó la cabeza sobre su hombro. —Tengo miedo. ¿Qué pasaría si…? —Chisss —respondió Leonor—. No obstante, Marie… parecía tan tímida cuando estaba en la corte. Sin embargo, no lo es, ¿verdad? —No, les va a dar muchos quebraderos de cabeza —dijo Petra, dejando escapar una risa cargada de incertidumbre, retrocediendo con la mirada cautelosa, fija en Leonor—. No creo que vaya a escuchar a nadie y estoy segura de que va a hacer lo que se le antoje. Esa actitud me resulta muy familiar. —Eso es bueno —dijo Leonor—. Sabe defenderse sola. Eso está bien. Petronila parecía compungida. Añadió en voz baja. —Cuando se gana, merece la pena luchar. Pero cuando se pierde… Leonor pasó su brazo por el de su hermana. —No voy a perder. Petronila se apoyó en ella y su voz apenas resultó perceptible.
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—Sin embargo, algunas veces, la victoria también genera cierto tipo de maldición, Leonor. Piensa en eso. Es posible que… Leonor le replicó, volviéndose hacia la ventana. —No discutas conmigo, Petra. —¿Alguna vez lo he hecho? Petronila le dedicó otra suave caricia y la dejó sola. Tenía por costumbre dirigir a las damas cuando Leonor necesitaba que la dejaran en paz. La reina les dio la espalda. Los ojos grises del caballero angevino vinieron a su memoria, humeantes de deseo. Volvió a asomarse por la ventana sin mirar a nada en concreto, deseosa de escuchar el sonido del campanario que anunciaba las Vísperas. Cuando por fin repicó la campana, todos se dispusieron a acudir a misa. La ceremonia pareció durar eternamente, mientras el sacerdote hablaba como si cada una de las palabras que pronunciaba fuera una piedra que hubiera que levantar con esfuerzo y colocar en su lugar. El ruido constante que invadía la oscura iglesia le entumecía los oídos y las mujeres que se encontraban a su alrededor no paraban de susurrar. Leonor no tenía la menor intención de rezar. Aquella empresa ya era bastante complicada de por sí como para tratar de explicar sus intenciones a Dios. En cualquier caso, Dios era un hombre y no lo comprendería. Cuando el servicio, por fin, llegó a su término y todos los presentes comenzaron a abandonar el lugar, le dijo a Petronila, que se encontraba junto a ella: —Llévatelas de vuelta a casa, ahora mismo. Y, dicho lo cual, abandonó el lugar en medio del grupo de mujeres. Pero cuando llegó al deambulatorio, mientras se dirigían hacia la puerta, tomó otro camino y se adentró en la oscuridad que cubría la parte trasera de la iglesia. Se escuchó la voz de Petronila, que sonaba hueca bajo la bóveda de piedra, y las pisadas de las damas se desvanecieron. Leonor se quedó de pie, tamborileando nerviosamente con los dedos, en medio del silencio oscuro como la boca de un lobo que se cernía en la parte posterior del coro de la reina. Allí no había nadie. Había malinterpretado las palabras del caballero. O puede que este simplemente hubiera jugado con ella. Pero, en ese momento, a sus espaldas, le pareció escuchar, o sentir, que alguien se movía. —Estoy aquí —dijo una voz áspera. Leonor se volvió hacia él, envuelta en la oscuridad, y extendió los brazos a ciegas. Sus manos pasaron nerviosamente por encima del grueso abrigo del caballero y, entonces, los brazos del angevino la rodearon con fuerza y ferocidad. Leonor levantó el rostro y sintió cómo los labios del caballero le besaban la frente, la mejilla. El hombre desprendía el intenso calor de la pasión, como si entre sus brazos hubiera un horno. Leonor acarició con sus manos los bordados de su ropaje, ascendiendo hasta su pecho ancho y musculoso, apretó sus manos contra el cuello del caballero y le besó apasionadamente. Los brazos del angevino se comprimieron alrededor del cuerpo de la reina y luego
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separó los labios, mientras ella tocaba la punta de la lengua del joven con la suya, cerrando los ojos, sintiendo cómo un hormigueo recorría todo su cuerpo en una embriagadora llamarada de deseo. El caballero le dijo al oído: —Eres la mujer más hermosa que he visto jamás. Eso fue lo que pensé desde el principio, pero cuando te enfrentaste a mi padre de esa manera… ¿Dónde podemos ir? —Sus manos se deslizaron por el interior de los ropajes de la reina y su muslo se levantó entre los de ella—. No pude despegar los ojos de ti. —Sus manos comenzaron a zambullirse entre los ropajes de la túnica—. ¿Dónde podemos ir? La reina se contagió de su pasión. Envuelta entre sus brazos, se dio cuenta de que aquello no podía suceder, al menos no allí, de aquella manera, y dijo: —Ahora no. No tardarán en venir a buscarme. El caballero dejó escapar un gemido y sus brazos se tensaron alrededor de Leonor, con fuerza y seguridad. Apretó su cuerpo contra el de ella y la reina sintió en su muslo una turgencia entre sus piernas. —¿Cuándo entonces? —Mañana —repuso Leonor, y apretó su cuerpo contra el de él, empapándose de su sudor—. Hay una casa llamada El Amanecer, en Saint Germaine, enclavada en la orilla izquierda del río. Espérame allí a media tarde —dijo apoyando la mejilla sobre el hombro de Enrique—. Te quiero. —Yo también te quiero —dijo Enrique—. Cuando te vi hoy, lo interpreté como una señal. Haré lo que sea por tenerte. Nos pertenecemos. Alguien viene. Ante la inminente llegada del extraño, se soltaron. Leonor se enderezó apartándose de él. —No dejan de vigilarme en todo momento. —Eres la criatura más hermosa de este reino, por eso tienen que vigilarte bien. — Enrique retrocedió, envuelto en la oscuridad, apoyando las manos en los brazos de la reina—. ¿Estás segura de que no puedes escaparte ahora? —Mañana —repitió Leonor—. Prometo que no te decepcionaré. A su espalda, junto a la puerta, escuchó algunas pisadas sobre el tosco suelo de piedra. —Yo tampoco lo haré —dijo Enrique—. Te lo prometo. —Márchate. Date prisa, si te sorprenden aquí, estás perdido. Leonor le dio la espalda y se adentró en el frío vacío de la oscuridad. A su espalda, escuchó: —Mañana. Y desapareció. Leonor se quedó de pie, agitándose en la oscuridad, mientras sentía la huella de Enrique por todo su cuerpo, como si el caballero la hubiera marcado con su propia lujuria. Se dio la vuelta y se recompuso lo mejor que pudo. Cuando se encontró cerca de
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la puerta, vio que el espacio medio iluminado que se divisaba se encontraba lleno de gente que no paraba de pronunciar su nombre. Leonor juntó las manos y avanzó, saliendo de la oscuridad, pasando entre ellos, atravesándolos, llegando hasta Petronila, a quien Thierry Galeran tenía sujeta por el codo. —Me encontraba rezando —dijo Leonor, sin detenerse, y se dirigió hacia la torre.
Por la noche, tras haber acostado a Leonor, las damas de compañía se fueron a los aposentos adyacentes, pero los guardias que se apostaban en el rellano eran hombres de Thierry, y a menudo escuchaban desde el otro lado, hasta el punto de que a veces se atrevían a abrir la puerta para hacerlo. Petronila remetió los gruesos pliegues de la cama y, en medio de la oscuridad, susurró: —¿Qué pasó? ¿Os encontrasteis? Leonor estaba tumbada boca abajo, apoyada sobre sus codos. Se acercó a su hermana, hablándole al oído por miedo a que alguno de los guardias que se encontraban fuera escuchara algo. —Lo bastante como para concertar un encuentro. Petra se acercó un poco más a la reina. A pesar de sus recelos, estaba empezando a disfrutar con todo aquello. —Suena como si sólo os hubierais dado un apretón de manos. ¿Eso fue todo? —Me besó —dijo Leonor dejando escapar una risa exultante al recordarlo—. Por el amor de Dios, es como un toro, y estoy deseando que llegue el momento en el que pueda montarme, Petra. Petronila murmuró algo inaudible. Aquella era la suerte que le correspondía a una viuda: se había mantenido casta durante meses y ahora la sangre le comenzaba a arder, la piel a sentir anhelo y los sueños resultaban mucho más placenteros que la vigilia. —Es mucho más joven que tú —dijo. Leonor se echó a reír. —Sí, pero está bastante desarrollado para su edad. Habían hablado demasiado alto. La tensión invadió sus cuerpos y permanecieron inmóviles durante unos instantes, conteniendo la respiración, agudizando el oído para captar cualquier indicio de que alguien las estuviera escuchando. Finalmente, Petronila sintió cómo su hermana se relajaba en la oscuridad, acercándose de nuevo a ella. —Bah. ¿Y eso qué importa? Pues mucho mejor. Le dije que nos volveríamos a encontrar mañana. —¿Y cómo lo vas a hacer? ¡Ellos te siguen a todas partes! —Tengo un plan —repuso Leonor—. Con tu ayuda, podré disponer de mucho tiempo. —Estiró su cuerpo, apoyándolo sobre el costado, con los brazos por encima de la cabeza—. Oh, por ahora, es perfecto. Petronila cruzó los brazos por debajo de la barbilla. www.lectulandia.com - Página 30
—¿Qué hay de perfecto en él? Ni siquiera es muy atractivo. ¿Lo habías visto antes? Leonor se echó a reír. —Oh, su padre es mucho más encantador. Pero Enrique está… mejor dotado. Posee Normandía y pronto será dueño de Anjou. Petronila lanzó un resoplido en la oscuridad. —Eres fría como una piedra. —Sí, pero… —Leonor se acercó un poco más hacia ella—. Su madre es la emperatriz Matilde, la hija de Enrique I, que era el rey de Inglaterra antes de que comenzara la lucha por hacerse con ella. Por tanto, este Enrique tiene excelentes razones para reclamar la corona de Inglaterra. —Fría como una piedra y mucho más. —Por el amor de Dios. —Leonor se movió haciendo que el colchón crujiera en la oscuridad—. ¿Acaso París es un lugar tan dulce y alegre? Y, acto seguido, le dio la espalda. Se produjo un prolongado silencio entre ellas. Una gota de sudor resbaló por las sienes de Petronila. Envuelta en el irrespirable espacio que quedaba dentro de los pliegues de la ropa de cama, se sintió un poco acalorada. Se dio cuenta de que Leonor había hecho planes que iban más allá del simple hecho de jugar a ser la Fedra del toro de Enrique. —Bueno, París es todo cuanto tenemos. Y Enrique ni siquiera posee todavía Inglaterra. —Yo le ayudaré —dijo Leonor por encima de su hombro—. Lo conseguiremos juntos. —Además, Inglaterra todavía cuenta con un rey —dijo pensando que la madre de Enrique, Matilde, había fracasado en su intento de apoderarse de la corona y ahora no era más que una anciana—. Tal y como, por cierto, te sucede a ti, que ya tienes un rey. —Sí —dijo Leonor—. Ese es un asunto delicado. —Y el rey de Inglaterra es Esteban de Blois, cuyo hijo, y heredero, por cierto, se ha casado con la hermana de tu marido. —Cómo le gusta a Luis elegir al hombre equivocado —repuso Leonor. —Todo lo que hagas, Leonor, afectará a una corona u a otra. ¿Qué quieres que haga mañana? —Necesito que te encuentres con Enrique por la tarde. He estado pensando y me he dado cuenta de que, de vez en cuando, sales de la alcoba y nadie te sigue. Petronila estaba empapada en su propio sudor; deseaba poder retirar la ropa de cama y dejar que penetrara un poco de aire frío, pero no se atrevió a hacerlo. —Nadie repara en mí, Leonor. Podría saltar por el Pont Neuf hacia las aguas del Sena y a nadie le importaría. —Eso no es cierto; yo te quiero por encima de todo. Por cierto, hablando del Pont
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Neuf, tendrías que llegar hasta la orilla izquierda. —Ah. —Petronila pasó la lengua por los labios, tratando de contener la sensación de que estaba yendo demasiado lejos—. Eso es, podría ir al Studium y escuchar allí a los maestros. Es algo que hago muy a menudo. Le gustaba practicar su latín mientras escuchaba debatir a los profesores, ya que allí exponían sus ideas con la misma despreocupación con la que los chiquillos juegan con una pelota en la calle. —Eso es perfecto —dijo Leonor—. Y si me disfrazo con tu túnica blanca y tu velo de viuda y cabalgo en tu anciana yegua, podría hacer lo que quisiera. Así, una vez que me haya alejado del palacio, nadie se fijará demasiado en mí. Pero eso no será suficiente. —¿Cómo dices? —dijo Petronila, alarmada. —Tenemos que dejar un rastro falso, pues de lo contrario se darán cuenta de mi ausencia. —¿Qué propones? —Bueno, se me ocurrido una idea —dijo Leonor. Se acercó tanto que sus labios rozaron la oreja de Petronila, y susurró.
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La lluvia estuvo cayendo con estrépito durante toda la noche, acompañada de un fuerte viento. Petronila se despertó de un ligero y sudoroso sueño y permaneció tumbada en la oscuridad junto a su hermana, escuchando el bramido de la tormenta. Leonor seguía dormida, relajada sobre la cama, con los brazos completamente extendidos. Las sábanas se agitaban con el viento. Petronila hundió la cabeza en la almohada tratando de conciliar el sueño. El rostro de Raoul se le vino a la mente y recordó de nuevo sus palabras: «No debemos estar juntos. Nunca hemos estado casados». Petronila apretó los dientes con fuerza, consumida por la ira. Repudiada. Desechada. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Al otro lado de la ventana, el viento soplaba como si se tratara del mismo demonio, y se tapó la cabeza con la ropa de cama. A su lado, Leonor hablaba en sueños, deseosa una vez más de escapar. Hacía demasiado calor como para poder respirar por debajo de las sábanas y volvió a retirar la ropa de cama. Anhelaba poder regresar a casa, volver a vivir en Poitiers, el lugar donde había crecido. Deseaba, por encima de cualquier otra cosa, tener la oportunidad de empezar de nuevo. La oscuridad que la envolvía hacía que los recuerdos revivieran en su mente. Podía ver los jardines, las rosas rojas que brotaban sobre la piedra gris, la Torre Maubergeon y la música que flotaba en el ambiente, así como el revoloteo de las faldas y el tamborileo que producían los refinados zapatos al interpretar una enardecedora danza. La llamada de los vendedores que se apostaban en la calle y a las mujeres tocadas con sus cofias hablando de una ventana a otra. Su boca se llenó del recuerdo de un sabor afrutado. La piel crujiente de un pollo cocinado con limones, el plato preferido de su infancia, y la corteza del pan, el queso cremoso, cuyo sabor permanecía eternamente en la lengua. El pueblo occitano le parecía muy diferente a los habitantes de París: era ruidoso, pero no desagradable; enjundioso, pero no crítico; orgulloso, pero no despectivo. Anhelaba con fuerza poder regresar; deseaba volver a ser de nuevo una niña, allá en Poitiers. Pero ellos retenían a Leonor aquí, en París, bajo llave, y eso suponía que Petronila también debía permanecer allí. Nunca más volvería a ser una niña. Y tal vez Poitiers se había convertido también en un lugar que se encontraba lejos de su alcance, en un reino de hadas, perdido por obra de un encantamiento. Su ánimo se vino abajo. Preveía que un desastre se cernía sobre sus
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cabezas. Su hermana, en su constante deseo de obtener todo lo que quería, se estaba enamorando del peor enemigo de su marido. Leonor no le había pedido su ayuda, sino que se lo había ordenado. Volvió a apretar los dientes con fuerza, enfadada consigo misma por su debilidad. Tal vez lograran huir de allí. Tal vez, en Poitiers, podría olvidar a Raoul y volver a ser feliz. Quería olvidar a Raoul. En aquel momento tuvo la sensación de que todo lo que hubo entre ellos no fue más que una farsa. Se frotó los ojos con la húmeda ropa de cama. No podía huir sin más. El matrimonio de Leonor era como una jaula de hierro que las mantenía encerradas sin que fueran capaces de encontrar la puerta de salida. No tenía más remedio que confiar en su hermana. Sólo podía tener fe en que, fuera lo que fuera lo que su hermana hubiera planeado, aquello iba a hacer que las dos volvieran a ser felices. De todos modos, sabía que haría lo que Leonor le pidiera. Al final, todo el mundo hacía lo que la reina quería. Y ella no era más que la hermana pequeña de Leonor, ni siquiera era ya la esposa de nadie. ¿Qué elección tenía? Cerró los ojos con fuerza, lamentándose de su incapacidad para dormir.
La lluvia no cesó durante toda la noche, pero por la mañana, afortunadamente, el tiempo mejoró y no hacía tanto calor. Las mujeres entraron en la alcoba ruidosamente, transportando una bandeja, copas, pan caliente y pequeñas jarras de especias. Se congregaron en mitad de la alcoba. Petronila tenía aspecto somnoliento. —No he dormido bien —dijo—. Sin embargo, tú has vuelto a soñar —continuó como si Leonor hubiera cometido algún tipo de delito por ello. Leonor se inclinó hacia ella, deseosa de seguir con su conspiración, y preguntó a su hermana entre susurros: —¿Estás preparada? La reina hizo caso omiso a los pequeños indicios de duda que se adivinaban en la actitud de su hermana. Estaba segura de que Petronila se divertiría con todo aquello; desde que eran niñas, siempre habían disfrutado mucho tomando el pelo a la gente. Petronila hizo una reverencia con la cabeza. Estiró el brazo para alcanzar la copa de vino y anunció, como si fuera una especie de heraldo, que saldría después de la misa y cruzaría el río hasta llegar al Studium para escuchar a los maestros debatir sobre Aristóteles. —Consigue un paje para Joffre de Rançun. Quiero que me escolte. Alys dijo: —Mi señora, dijisteis que os sentíais cansada… —Ahora me encuentro perfectamente —repuso—. No puedo permanecer aquí todo el día sin hacer nada. www.lectulandia.com - Página 34
Parecía estar un poco enfadada, así que Alys retrocedió, con las manos levantadas, tratando de aplacar su ira. Leonor dijo: —Ten cuidado, Petra. Puede que Alys tenga razón. Su hermana le dedicó una mirada temerosa cargada de advertencia. —Estaré perfectamente. Sabes que me complace mucho ir al Studium. Su voz sonaba cortante como un cuchillo. «¿Quieres que siga adelante con este asunto o no?». —Muy bien —se apresuró a responder Leonor—. Ya sabes que no soy capaz de negarte nada. Alys dijo: —Mi señora, ¿no debería acompañaros alguna de nosotras? Leonor se puso rígida, alarmada, pero Petronila se echó a reír. —¿A cuál de vosotras no le invadiría el sueño en presencia de los maestros y me haría quedar mal? Joffre estará allí —dijo sacudiendo la mano con la intención de dar por zanjada aquella conversación—. Me marcho; ni una palabra más. En cualquier caso, nadie va a lamentar mi ausencia. A continuación, fueron a misa y comieron pan con queso. Después, Petronila envió a un paje para asegurarse de que Joffre de Rançun le había llevado su pequeña yegua. Se dio la vuelta y Alys le pasó su túnica blanca por encima de los hombros. Petronila sujetó el velo que le cubría su rostro. Por encima del pliegue superior, los ojos de su hermana se encontraron con los de Leonor. —Que tengas un buen día, Leonor. La reina le dedicó una sonrisa cómplice. Petronila salió por la puerta. Leonor empezó a deambular alrededor de la alcoba, incapaz de permanecer quieta, mientras las mujeres la observaban con cautela. Claire se clavó una aguja y dejó escapar un grito de dolor, haciendo que las damas de compañía se echaran a reír. Después de haber llegado a lo que parecía ser la mitad del día, las campanas comenzaron a sonar anunciando las Nonas que, según habían acordado, era la señal. No llevaba puesta más que una sencilla túnica oscura, así que se dirigió al armario y sacó su abrigo rojo con capucha. —¿A dónde vais? —dijeron todas las damas al unísono. Leonor pasó la capa alrededor de su cuerpo. —Salgo un momento al jardín. Y no quiero que nadie me acompañe, ni que tampoco me siga. Debéis quedaros aquí, ya que, de lo contrario, os retorceré el pescuezo, una a una —dijo fulminando a todas con la mirada, incluso a Marie-Jeanne y a Alys, a las que amaba y en quienes confiaba ciegamente—. Si alguna de vosotras se asoma a la ventana, me daré cuenta de ello. Dicho lo cual, les frunció el ceño y salió por la puerta.
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El guardia que se encontraba apostado allí, como era habitual, estaba medio dormido. Leonor pasó por delante de él antes de que pudiera despertarse y bajar corriendo las escaleras. Allí, en el primer descansillo, en el oscuro ángulo que se abría entre la escalera y la pared, Petronila la estaba esperando. No tuvieron necesidad de pronunciar palabra, sino que actuaron como si fueran una. Petronila tomó el abrigo rojo de Leonor y esta se puso la túnica blanca y se ajustó el velo sobre su rostro. A continuación, siguieron descendiendo por el siguiente tramo de escaleras casi sin hacer una pausa, hasta adentrarse en la intensa luz del sol. De Rançun, un hombre bondadoso y fiel, se encontraba allí, tal y como había prometido, con la pequeña yegua parda de Petronila. Leonor galopaba a horcajadas, pero Petronila siempre cabalga de lado, así que tuvo que dejar que Joffre la ayudara a sentarse lateralmente en la silla de montar, con las rodillas recatadamente juntas. Luego, la condujo hasta el pequeño puente, que se elevaba sobre la orilla izquierda del Sena. Leonor bajó la cabeza y se sujetó con fuerza al pomo de la silla, aparentando mostrarse precavida, tal y como solía hacer Petronila, pero interiormente reía y bailaba como si fuera una bacante, inspirada por la libertad de la que estaba disfrutando.
Petronila, ataviada con su rojo gabán, mantuvo la cabeza escondida bajo la protección de la capucha mientras se alejaba del guardia. Desde allí, un breve recodo la condujo a través de la puerta que servía de acceso al jardín. Una vez dentro, cuadró los hombros, tratando de expresar en su caminar el orgullo y el porte tan característicos de Leonor, con la cabeza bien alta. Aquella pose le resultaba completamente antinatural, como si una barra de hierro le recorriera la espalda, y tenía la sensación de que los dedos de los pies apenas tocaban el suelo. Pero decidió seguir caminando entre las hileras de arbustos de romero, dirigiéndose hacia la pared más alejada del jardín. Su enfado con Leonor se disipó. Le sorprendió observar que estaba disfrutando con todo aquello, especialmente después de haber pasado un largo y aburrido verano obsesionada con Raoul. Si supiera que estaba haciendo algo tan atrevido, se habría sorprendido enormemente e, incluso, puede que hubiera llegado a admirarla. Él siempre había admirado a Leonor por ser tan atrevida. Se preguntaba qué estaría haciendo su hermana en ese momento. Caminó un largo trecho por el jardín sin atreverse a dar la vuelta, pero cuando casi llegó a la pequeña puerta trasera, giró la cabeza y miró a sus espaldas. Hacia la parte superior de la torre, en la ventana de sus aposentos, varios rostros se ocultaron rápidamente de su vista. Antes de que pudieran desaparecer, Petronila pudo distinguir que se trataba sólo de dos figuras y dejó escapar una fuerte carcajada. Sin querer esperar a descubrir más indicios de que la estaban siguiendo, comenzó a pasear de nuevo por el jardín hasta la salida trasera y se deslizó por la estrecha puerta de madera. Decidió avanzar más despacio, con la intención de permitir que, fuera quien fuera la www.lectulandia.com - Página 36
persona que la estaba siguiendo, pudiera continuar con su tarea. El extremo occidental de la isla se estrechaba hasta convertirse en saliente de arena, plano y amarillo, cuyas orillas apenas se elevaban por encima de la superficie del río. Por encima del mismo había una pendiente que estaba cubierta de hierba y de flores amarillas. En aquel lugar, muchos años antes, un rey había construido una pared de tierra que, desde entonces, se había ido agrietando por efecto de la exposición a la lluvia hasta convertirse en una serie de montículos apelmazados. Avanzó por la curva que formaba aquel vestigio del pasado sin volver en ningún momento la mirada, en dirección a los jardines y las casas de la ciudad. Cuando se aproximó a una bandada de pequeños pájaros, las aves salieron volando, agitando nerviosamente las alas. Tras girar de nuevo hacia el este, casi llegando al borde del agua, ascendió por la orilla y pasó por delante de un hombre que manejaba una azada y al que las ramas de las cebollas le llegaban hasta las rodillas. Le hizo una reverencia y se atusó el flequillo sin dejar en ningún momento de realizar su faena. En la primera hilera de casas, una cabra que pastaba sobre uno de los tejados de paja le dedicó una prolongada mirada, con las mandíbulas en continuo movimiento. Entre dos de las pequeñas casas hechas de barro había una perfecta panorámica del río, donde las mujeres se afanaban por lavar la ropa. El bullicio de la ciudad comenzó a envolverla. Petronila percibió el sonido atronador del molino que se levantaba junto al gran puente y, delante de ella, una voz aguda pregonaba a gritos las delicias de unos pasteles de carne. En aquel punto, el sendero era amplio y polvoriento. Un pollo blanco rascaba afanosamente el suelo como si quisiera convocar a los gusanos. El aire estaba envuelto en un amasijo de aromas a humo, ajo y pan recién horneado. Un grupo de chiquillos semidesnudos pasó corriendo junto a ella, gritando ruidosamente. Comenzó a volverse para observarlos, recordando los tiempos en los que había sido una niña despreocupada, pero pensó en la tarea que le habían encomendado y decidió mantener la mirada al frente. Avanzó a lo largo de una desvencijada pared hecha con piedras amarillas cubiertas de enredaderas rosadas, de la cual una lluvia de pétalos del mismo color caía sobre el suelo como si fuera una cálida nieve. Al otro lado de aquella pared había un pequeño establo que estaba conectado con el monasterio que se levantaba unos metros más allá. Los monjes, como muy bien sabía, apenas lo utilizaban. Los resplandecientes líquenes anaranjados, que brillaban como viejas insignias, crecían sobre la pared de piedra, y la mitad de las tejas que cubrían el tejado habían desaparecido. La puerta estaba atascada, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para abrirla de un empujón. En su interior, el aire estaba estancado; el lugar era polvoriento y oscuro. Percibió cómo algo se alejaba corriendo de ella para buscar cobijo en la pared de piedra. Un enorme montón de heno mohoso se levantaba en mitad de aquel lugar. Lo rodeó, dirigiéndose hacia un lado de la estancia, donde una celosía desvencijada trataba de
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cubrir una pequeña ventana. Las tablillas que faltaban en la celosía permitían que penetraran algunos finos haces de luz, que mostraban de forma diáfana algunas partículas de polvo suspendidas. Se quitó el abrigo rojo y lo colgó sobre la contraventana, para que cualquiera que tuviera la curiosidad de mirar en el interior pudiera verlo. A continuación, salió ágilmente por la parte trasera, encaramándose como una chiquilla sobre un pesebre, atravesando con aprietos otra pequeña ventana, y rodeó el descuidado huerto del monasterio en dirección a la vieja pared cubierta de rosas. Decidió esconderse allí, acurrucada detrás de las piedras, desde donde podía divisar la puerta del establo. Por unos instantes no sucedió nada y se temió que la artimaña no hubiera dado resultado, que incluso hubieran sorprendido a Leonor. Pero, entonces, junto a ella pasó la pálida figura de Claire, acompañada por Thierry Galeran. Petronila juntó las manos y su corazón se embriagó de alegría al darse cuenta de que habían reparado en su abrigo rojo. Claire lo señaló y el secretario del rey agarró bruscamente a la muchacha, tapándole la boca con la mano. Con la mirada encendida y lleno de entusiasmo, Thierry abrió la puerta y penetró en el establo, llevando a Claire pegada a sus talones. Petronila contuvo la respiración, esperando, con la mirada fija en el pedazo de tela roja que asomaba a través de la celosía. Luego escuchó un grito de rabia y observó cómo el abrigo rojo desaparecía de su vista. Se cubrió la boca con la mano para evitar que el sonido de su risa la delatara. A continuación, se escuchó un ruido que procedía del interior y vio cómo Thierry pateaba el suelo con furia, buscándola entre los pesebres y el mohoso heno. Se escuchó un grito de dolor en el interior del establo, seguido de una sarta de injurias y, a continuación, un fuerte golpe. Acto seguido, observó cómo Claire salía por la enorme puerta, gimiendo, con la cofia rasgada y colgando sobre un lado de la cabeza, y los brazos extendidos por delante del cuerpo mientras trataba de huir. Tras ella salió Thierry, abalanzándose sobre la joven y golpeándola con el puño hasta hacerle caer al suelo, donde comenzó a propinarle varias patadas. Petronila se quedó paralizada por el miedo. No podía protestar por lo que estaba viendo, no podía intervenir, ya que eso supondría desvelar todo el engaño de forma prematura. En cualquier caso, posiblemente no sería capaz de detener a Thierry, y lo único que conseguiría sería recibir su propia ración de castigo. Finalmente, Claire consiguió zafarse de aquel hombre. Demostrando una fuerza sorprendente, la muchacha se soltó de Thierry y salió corriendo. A sus espaldas, el secretario del rey le dedicó todo tipo de improperios. Llevaba el abrigo rojo en la mano. Luego bajó la mirada para examinarlo detenidamente, lanzó otra sarta de palabras malsonantes y salió corriendo. Cuando se aseguró de que ambos se habían marchado, Petronila salió de su escondite. Su regocijo se había desvanecido como la niebla bajo el sol. No era capaz de
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quitarse de la cabeza la imagen de Thierry golpeando a la muchacha. Se sentía culpable por ello. Lo que le había pasado a la chica era culpa suya y, después de todo, no era más que una niña, por muy malvada que fuera. Dominada por las tribulaciones, se santiguó, imploró el perdón de Dios y prometió hacer penitencia, aunque eso no sirviera de mucho a la pobre Claire. No le aliviaría los moratones ni le privaría del temor. Volvió a invadirle la sensación de que estaba adentrándose en una empresa que a cada minuto le parecía más peligrosa. Lo había hecho por el bien de Leonor. Pero eso, por supuesto, no cambiaba las cosas. Con el corazón apesadumbrado, regresó bordeando la orilla occidental de la isla, dirigiendo de nuevo sus pasos hacia el jardín real, con la intención de esperar el regreso de la reina.
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Leonor se recostó sobre el lecho arrugado y desarreglado, con la cabeza apoyada sobre el brazo. Estiró la otra mano y la pasó sobre el pecho de Enrique, que estaba salpicado de un ensortijado vello rojizo. El caballero sonrió a la reina. Su cuerpo joven y musculoso estaba perfectamente moldeado. Leonor había apretado aquel duro y cuadrado pecho sobre el suyo y ahora lo observaba de manera posesiva. Sus dedos se deslizaron suavemente, descendiendo por la línea de vello que se extendía más allá de su ombligo. El joven la agarró por la muñeca y presionó la palma de la mano de ella contra su miembro, cuyo tacto todavía estaba pegajoso con su semilla. —Eso fue muy valiente, mi leopardo rojo —dijo Leonor, enroscando sus dedos alrededor de su cuerpo—. Fue un movimiento muy atrevido. —Ese pusilánime de Luis no te merece —dijo Enrique—. Si me lo permitieras, te llevaría conmigo ahora mismo —dijo. Y, apretando la mano de Leonor contra su cuerpo, se masajeó con ella—. Huye de aquí conmigo. Sé mi Leonor, a pesar de él. Leonor se recostó sobre el joven, con la cabeza apoyada en su hombro. —No, al menos no de esa manera. ¿Es que no lo ves? Está en juego mucho más que eso. Si fuera libre… si pudiéramos casarnos… Me casaría contigo mañana mismo si fuera libre. Pero… —En ese caso, escápate conmigo. Sobre las sábanas de lino que se extendían entre ellos, Leonor trazó un círculo con su dedo. —La tierra de los francos… a primera vista, parece un gran reino, y así lo fue en los viejos tiempos. Pero en los últimos años ha perdido grandes porciones de tierra, como Anjou, o los ha cedido a modo de feudos, como tu Normandía. Francia cada vez se encoge más, hasta el punto de que actualmente apenas es un puñado de tierra que se extiende alrededor de París. Si nos casamos, yo tendría Aquitania y tú tendrías Normandía y Anjou… —E Inglaterra —dijo Enrique con la voz entrecortada—. Me haré con la corona de Inglaterra aunque para ello tenga que hacer pedazos a Esteban. —¡Ah! —exclamó Leonor—, me alegra mucho oírte decir eso, porque entonces, fíjate, dispondríamos de un reino tan grande que devoraría al pobre Luis y a su diminuta Francia —dijo. Y, clavando su mirada en la de Enrique, trazó un círculo alrededor del colchón que se extendía entre ellos—. Francia está moribunda y ha llegado el momento de que algo nuevo pueda cobrar vida.
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Leonor comprobó cómo los ojos de Enrique se abrían a medida que iba comprendiendo la situación. —Podríamos tener el reino más grande de toda la cristiandad —añadió Enrique—. Más grande incluso que el Imperio, y tan rico como las principales potencias del este. Atraída por el tono de lujuria que percibía en su voz, Leonor se apretó con fuerza a él y sus cuerpos se volvieron a unir con la fiereza del leopardo, arañándose, clavándose las uñas y gimiendo con pasión cuando alcanzaron el clímax, embriagados por la sensación de que podían conquistar mundos enteros. A continuación, apoyando su peso sobre el cuerpo de la reina y con su miembro todavía dentro de ella, dijo: —Ven conmigo ahora. Podemos arrebatarle Aquitania. Es un pusilánime. Escápate conmigo, permanece siempre a mi lado. Leonor se echó a reír, sintiendo un profundo arrebato de amor al escuchar sus palabras, dándose cuenta de que Enrique no conocía límites. —No, no. Debemos jugar nuestras cartas con astucia. Hay mucho que ganar aquí. En primer lugar, debo deshacerme de mi esposo, y luego me casaré contigo. De ese modo, nadie osará desafiarnos. —Las mujeres no podéis romper los votos de vuestro matrimonio. Él tendría que renunciar a ti y sería un loco si lo hiciera. Ven conmigo, mi Leonor. Te convertiré en la reina más grande de la cristiandad y estarás condenada al matrimonio. —Oh, no dejes que un sacerdote escuche tus palabras. —Odio a los sacerdotes. Leonor se echó a reír, le volvió a besar en la boca, larga y dulcemente, y luego se apartó de él. La masculinidad de Enrique se deslizó lentamente fuera de su hendidura. —Te lanzaste al agua antes de llegar al río. Haré lo que haya que hacer y después podremos estar juntos y en paz con Dios y con los hombres. Se sentó sobre el borde del lecho y utilizó su traje para limpiarse el esperma que le escurría por los muslos. —Debo partir. Ya se habrán dado cuenta de que me he escapado, aunque mi hermana los haya conseguido engañar. Apenas le importaba el hecho de que supieran que se había ido si no podían detenerla o atraparla. Incluso era todavía mucho mejor que lo supieran, siempre y cuando no fueran capaces de demostrar nada. Aquello haría que Luis se enfrentara a ella y, de ese modo, estaría más dispuesto a dejarla marchar. —¿Volveré a verte? ¿Me lo prometes? —Enrique le agarró de la cintura como si quisiera retenerla allí—. Moriré cada día que pase sin verte de nuevo. —Lo prometo —repuso Leonor y, acto seguido, hizo la señal de la cruz sobre su pecho. Sus ropajes estaban esparcidos por la pequeña alcoba y los fue recogiendo. Luego se pasó la túnica por la cabeza, tirando a un lado la ropa interior. Enrique se dispuso a levantarse, cogió entre sus manos la ropa que había desechado la reina y enterró su rostro
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en la seda, inspirándola profundamente como si con ello fuera capaz de inhalar a su amada. Cuando levantó la mirada, una sonrisa malévola adornaba su rostro. —Me lo quedo. Leonor lanzó una risita, encantada por su ardor juvenil. —Como desees, mi querido pelirrojo. Enviaré a por ti, cuando sea libre. —Te estaré esperando, a cada instante —dijo Enrique. De repente, Leonor se percató del abismo generacional que los separaba, como si aquel muchacho mirara a través de una hoja de la ventana de los tiempos y ella mirara a través de la otra. Leonor sabía que esa pasión no iba a durar eternamente. Pero, mientras tanto, hizo todo lo que pudo por abrasarle con ella y mantener viva la llama. Se inclinó y le volvió a besar, mientras Enrique trataba de que la reina se volviera a tumbar en el lecho. Leonor se echó a reír y consiguió soltarse. —¿Cómo? ¿Acaso quieres más? Enrique se rio tontamente. —De ti, siempre —dijo, y le volvió a coger la mano y a besarla. Leonor levantó la suya y le devolvió el beso, tras lo cual, abandonó la casa.
De Rançun se encontraba apoyado contra el muro que bordeaba el muro, mientras los caballos pastaban algunas briznas de hierba que encontraron a un lado de la casa. Leonor se envolvió de nuevo en su abrigo de viuda, extendió el velo sobre su rostro y, sin necesidad de pronunciar una sola palabra, de Rançun la ayudó a montar en su caballo. Durante todo el camino de vuelta, el caballero mostró un gesto adusto en su rostro claro y honesto. Leonor prefirió no decir nada. Sabía muy bien que de Rançun desaprobaba aquello. Habían crecido juntos y Joffre siempre la había amado, había sido como un hermano mayor, como un compañero occitano, su caballero preferido. Era un hombre leal. Eso significaba que Leonor no terna que preocuparse por lo que él sintiera, ya que se mostraría resignado, tal y como siempre había hecho. Su cuerpo se estremeció con las pasiones secretas del amor. Recordó el encrespado vello rojizo que lucía en su pecho, así como sus fornidas y musculosas piernas de jinete. Recordó la primera vez que lo vio en el pabellón del rey, su rapidez mental para tomar decisiones. Aquel hombre estaba decidido a hacerse con el mando de Inglaterra y ella estaba dispuesta a acabar con su matrimonio. Cada cosa requería su tiempo. Todo lo que no tenía con Luis lo tendría con él. El único problema era su marido. Una vez en el palacio, de Rançun le ayudó a desmontar del caballo junto a la puerta de la torre. Leonor se despojó del gabán blanco que ocultaba su cuerpo y lo colgó sobre la silla de montar con la intención de recuperarlo más tarde. A continuación, ascendió ligeramente las escaleras, en dirección a la maraña de ruido que procedía de la parte superior, donde se podía percibir la voz aceitosa y rasgada de Thierry Galeran y a www.lectulandia.com - Página 42
Petronila, discutiendo. El centinela permanecía de pie con el cuerpo en tensión, junto a la puerta. Extendió un brazo para abrir la puerta. Cuando penetró en la sala, todos se volvieron hacia ella con la boca abierta. Thierry tenía el abrigo rojo entre sus manos y un torrente de palabras recorría su garganta. —Su Majestad, esto es una afrenta… —Ah —repuso Leonor—. Lo habéis encontrado. Me preguntaba dónde podía estar. Debí perderlo en alguna parte —dijo. Y, a continuación, arrebató el abrigo de las manos de Thierry y se envolvió en él, temerosa de que alguien advirtiera que no llevaba nada por debajo de la túnica—. Os estoy muy agradecida. Ahora debo irme, he estado rezando; una tarea muy ardua, como bien sabéis, y desearía descansar. —¿Dónde habéis estado, Majestad? —preguntó Thierry, plantándose ante ella. A sus espaldas, las damas de compañía se arremolinaron como si fueran un fardo de troncos que se apoyan entre sí. Claire no se encontraba entre ellas. Petronila se había quedado apartada junto a la ventana. —Estuve en la capilla —dijo Leonor, elevando las cejas hacia el secretario—. ¿No habéis mirado allí? Thierry lanzó un áspero juramento y salió a toda prisa de la habitación. Sus pies resonaron con fuerza sobre las escaleras que se enroscaban hacia abajo, justo antes de que la puerta se cerrara con estrépito. El secretario descubriría que Leonor había llegado a lomos de la yegua parda, pero ya era demasiado tarde para detenerla, incluso era demasiado tarde para descubrir a dónde había ido. Leonor disfrutaba sabiendo que Thierry se sentiría rabioso y lleno de impotencia. Junto a la ventana, Petronila se dio la vuelta, con la cabeza agachada y mostrando un aspecto sombrío, pero las mujeres comenzaron a rodear a Leonor como un impaciente pescado acechando un cebo. —Estaba muy enfadado —dijo Alys, con los ojos abiertos como platos—. ¿Y dónde está Claire? —Su mirada se detuvo en Leonor—. Tenéis un aspecto… resplandeciente, Majestad. —Ah —dijo Leonor—, es el poder de la oración. Y, sonriendo, se dirigió hacia el armario para despojarse de su abrigo.
Claire se había escabullido hasta una esquina de la pared que se extendía junto al río y estuvo llorando hasta que sus ojos fueron incapaces de derramar una lágrima más. Le dolía la cara, así como la muñeca por la que el secretario del rey le había agarrado, pero tenía la sensación de que lo que estaba por suceder iba a ser todavía peor. No podía regresar junto a Leonor; al menos, no ahora. Sabían que las había traicionado, se dio cuenta de que la habían utilizado para engañar a Thierry. Thierry… las damas no sentían mayor preocupación por ella de que la que sentía él. Mientras www.lectulandia.com - Página 43
acababa de enjuagar de sus ojos las últimas lágrimas, comenzó a regodearse de cómo habían conseguido burlar al secretario. Pero en aquel momento no podía acudir a él, eso era evidente. Tampoco podía volver a casa, ya que su padre había dejado bien claro que debería tomar un esposo en la corte y permanecer allí, y nada era más importante que eso. Se frotó la nariz con la mano. Sentía un intenso dolor en el pecho y tenía la mente en blanco como consecuencia del miedo. La oscuridad estaba comenzando a extender su negro manto. Pasados unos minutos, salió caminando pesadamente de la isla en dirección al último refugio donde encontraban cobijo los ancianos y los mendigos, al Hotel-Dieu, donde los pedigüeños y los repudiados encontraban un lugar donde morir.
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Enrique nunca había soñado con hacerse con Aquitania. Duque de Normandía, algún día duque de Anjou, sí, y desde los nueve años había reclamado sus derechos a la corona de Inglaterra; pero, hasta ahora, Aquitania no había entrado en sus planes. En ese momento le vino a la memoria todo lo que había escuchado de aquel lugar: sus añejas ciudades, las mujeres hermosas, el vino y los trovadores. Un lugar difícil de gobernar, decían. Pero muy rico. Se preguntaba si Leonor podría romper sus votos matrimoniales. No era capaz de imaginarse cómo podría conseguirlo. Sin embargo, ahora que la llama de esa empresa habría prendido en su interior, ardía en deseos de hacerse con esa tierra. Comenzó a hacer conjeturas sobre cómo se las arreglaría Leonor para llevar adelante sus propósitos. Aquel plan le traería problemas con su padre, por no hablar del propio rey. Después de abandonar la casa donde habían celebrado el encuentro, decidió ir a dar una vuelta por la ciudad. Había oído hablar del Studium, que estaba enclavado en la ribera izquierda del río, y estuvo deambulando por varias hileras de pabellones destartalados. Luego entró en una taberna que estaba llena de hombres ataviados con unas túnicas negras rematadas con una capucha, propias de los sacerdotes, bebiendo, hablando en latín y agarrándose a las mujeres. Les estuvo escuchando, pero no dijo nada, prefiriendo mantener una actitud prudente antes que arriesgarse a exponer su latín de monaguillo al azote de sus lenguas ágiles y afiladas. Cuando cayó la noche, regresó a la casa de su padre, que estaba situada en la aldea de Saint Germaine, al oeste del Studium. Robert de Courcy le estaba esperando en el patio, acompañado de Reynard, otro de sus caballeros. —Mi señor, el conde no ha parado de preguntar por vos. —La ciudad es grande —dijo Enrique—. Y hay muchas cosas que ver. ¿Dónde están todos? La mayoría de los caballeros que se habían llevado consigo a París eran hombres de su padre. También los habían acompañado algunos de los suyos, como estos dos, pero no fue capaz de ver a ninguno más. —Mi señor —Reynard era más bajo que Robert y, como consecuencia de ello, tenía que adoptar una postura más erguida—. Regresarán, os lo prometo. —Me lo prometes —repitió Enrique en tono cortante—. ¿Dónde diablos están? —Regresarán. He dejado apostados centinelas para toda la noche. —Bien. No confío en este lugar —contestó Enrique, comenzando a subir por las
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escaleras en dirección al pabellón con Robert pegado a sus talones. El aire del recinto estaba viciado y olía mal. En uno de los extremos estaban hacinados un montón de cachivaches. Alrededor del otro extremo, los sirvientes habían estado arreglando precipitadamente la estancia para su padre: habían extendido un tapiz, cubierto una mesa con un paño de seda y a su alrededor habían dispuesto algunas sillas. Su padre se encontraba de pie delante de la mesa, de cara a tres o cuatro hombres que hacían reverencias y asentían con la cabeza continuamente, haciendo arrastrar sus sombreros por el suelo. Aquellos hombres procedían de la ciudad. Eran los espías que el conde de Anjou tenía apostados en París. Enrique se acercó al extremo de la mesa, como si no estuviera escuchando, y se dispuso a despojarse de su capa. Su hermano Godofredo se sentó en la otra punta de la mesa con una copa de vino en la mano, dando la espalda al enorme brasero que proporcionaba calor a la estancia. La luz de la hoguera centellaba a sus espaldas, haciendo que Enrique no fuera más que una silueta oscura. En ese momento, uno de los parisinos dijo: —Se comenta que el rey estaba tan enfermo que no era capaz de comer. Otra voz le interrumpió: —En realidad, no era nada grave. Cada vez que el rey de Francia se siente indispuesto, le entra pánico pensando que va a morir porque aún no tiene heredero. —Herederos varones —soltó el conde de Anjou con evidentes muestras de que aquello le resultaba muy divertido, y los demás hombres rieron obedientemente. Enrique bajó la mirada al tapete que adornaba la mesa mientras un sirviente colocaba una copa de vino en su mano. Los espías siguieron hablando, compitiendo entre sí por ver quién transmitía la noticia más acertada y mejor pagada. —Thierry Galeran es su mano derecha, pero los monjes siempre han gozado de ventaja sobre él. —Te equivocas. Al final, solo escucha a la reina. —Ella casi nunca está con él. Thierry Galeran siempre lo acompaña. La reina procura evitarlo. —Los monjes… —Es una mujer malvada y cargada de lujuria. Todos dicen que debería encerrarla en un convento. —Pero, si hiciera eso, nunca tendría un heredero —dijo el conde de Anjou, al que el temblor de su voz delataba que aquello todavía le divertía enormemente. Todos comenzaron a farfullar a la vez, expresando al mismo tiempo sus puntos de vista, por lo que el conde decidió dirigirse a Enrique—. En el nombre del diablo, ¿dónde te habías metido? El conde de Anjou despidió a los espías con un gesto de la mano y se volvió para sentarse en la mesa. Se derrumbó sobre el banco, apoyó un brazo sobre el paño de seda
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que cubría la mesa y agarró una copa de vino con la otra. Los espías procedieron a retirarse entre reverencias. —Fui al Studium —dijo Enrique—. Ya sabes, allí hay personas que piensan. Es una experiencia interesante —añadió, tapándose los labios con las manos mientras recorría con la mirada primero a su padre y luego a su hermano—. En cualquier caso, ¿qué piensas hacer, ahora que nos has conducido hasta aquí y no hay manera de salir? —¿Te has pasado todo el día en el Studium? —preguntó su hermano, mientras levantaba su copa y sorbía un trago. —¿Ha ocurrido algo? —dijo Enrique. Su padre apartó su copa vacía. Estaba comenzando a sentir los primeros síntomas de embriaguez, si es que no le habían invadido ya. —He tomado la decisión de regresar a casa y olvidar todo este asunto —dijo, pero le costaba tanto hablar que tuvo que repetirlo lentamente—. Olvidar todo este asunto. Enrique se volvió hacia la parte central de la estancia. Robert se encontraba allí, esperando sus órdenes; le señaló con el dedo: —Ve a reunirte con los demás hombres y tráelos aquí. —Sí, mi señor. En el otro extremo de la mesa, su hermano Godofredo habló con tono sombrío: —El castillo de Gisors. ¿Habéis oído eso? Quiere que entreguemos el castillo de Gisors a cambio de aceptar tu homenaje. ¿Qué sentido tiene? No deberíamos rendirles tributo por Normandía ni, mucho menos, cederles algo, especialmente si se trata de una posición tan importante. Enrique se volvió hacia su padre: —¿De qué está hablando? El conde de Anjou se apoyó pesadamente en el antebrazo que descansaba sobre la mesa. Sobre ella había desparramados algunos bártulos: pernos cruzados y unas espuelas rotas. Los dedos del conde de Anjou juguetearon distraídamente sobre la seda arrugada. —Nos han hecho llegar un mensaje mientras estabas fuera —dijo con tono de reproche, como si la ausencia de Enrique hubiera desatado aquella situación—. Quieren que vayas a rendir homenaje por Normandía, tal y como prometimos, dentro de dos días y, a cambio, tenemos que ceder la fortaleza de Gisors. Enrique se quedó mudo durante unos instantes. En su mente se formó la imagen de la inmensa fortaleza que dominaba la frontera en Gisors, y sintió cómo se le encogía el estómago. Ceder alguna de sus posesiones era como permitir que le cortaran un pedazo de su propia carne. Su padre dijo: —Podemos regresar a Angers. Enrique se debatía entre dos cuestiones: ceder una porción de sus dominios o poner las manos sobre Leonor y su ducado. Y, a continuación, comentó:
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—Si hacemos lo que nos piden obtendremos algunas ventajas. Tengo que rendir homenaje por Normandía. Ese deber se remonta a un centenar de años o más, a los primeros duques. Pero si lo hago, Luis, puesto que es mi señor, tiene que defender esa frontera. Incluso contra el rey Esteban. Eso acaba con cualquier posibilidad de que se firme una alianza entre él y el rey inglés. De ese modo, puedo dar la espalda a Francia y lanzarme a por Inglaterra. Era Inglaterra y su corona lo que le convertía en un hombre digno de Leonor. Su padre lanzó un gruñido con las mejillas encendidas. —Inglaterra. No creo que la consigamos jamás. Hasta tu madre renunció a seguir intentándolo. —Ya has tenido tus oportunidades y, por lo que me consta, no te fueron demasiado bien las cosas —le reprochó Godofredo. —Todavía no he acabado —repuso Enrique. —Estás haciendo que seamos el hazmerreír de la cristiandad. El conde de Anjou se recostó sobre su banco. —Callaos los dos. Podemos escupir a Luis en la cara. Yo regreso a Angers; Enrique, tú irás a Ruán y fortificarás todo el país. Godofredo podría bajar a Mirebau, Chinon y a los demás castillos que se encuentran por allí —dijo, volviendo la cabeza hacia su otro hijo—. Esos castillos serán tuyos, Godofredo. —Y, a continuación, asintió con la cabeza hacia su tocayo—. A ver si ese mocoso de rey se atreve a venir a por nosotros. Que se atreva. Enrique se puso tenso. Últimamente su padre había insinuado varias veces que tenía intenciones de ceder a Godofredo algunas de las tierras de Anjou. Aquello le puso furioso. Godofredo era un completo inútil y, por encima de todo, un consumado mentiroso y conspirador. No tenía ningún sentido cederle ni una migaja de pan. —Tengo la intención de hacerme con el control de Inglaterra —dijo—. El viejo rey me ha inscrito en la lista de sucesión —prosiguió. Luego comenzó a caminar alrededor de los presentes, invadido por la furia que le producía ver que no le apoyaban. Se inclinó hacia su padre como si estuviera arrojándole las palabras a la cara—. Como verás, fue un error por tu parte tratar con ese francés. No debiste juntarte con ese Bernard para luego venir aquí y tener que dar marcha atrás delante de toda la corte. Aquello fue una estupidez. Dejaste que esa mujer te obligara a retractarte. Hazme caso, una paz con Luis significa que puedo llevar a nuestros hombres hasta Inglaterra. En el otro extremo del brasero, el rostro de su hermano resplandecía bajo la luz, con los ojos centelleantes. —Sin lugar a dudas, cuando poseas Inglaterra podrás cederme tu herencia de Anjou —dijo asintiendo hacia el conde—. Esa es la voluntad de nuestro padre. Enrique repuso: —Lo que te voy a dar es a probar de mi puño. —Y luego se volvió a su padre—. Me
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diste tu palabra de que me cederías Anjou. Tenía que hacerse con Inglaterra, pero también necesitaba Anjou, más que nunca, para poder unir su imperio, ligando de ese modo Normandía e Inglaterra con Aquitania. Vislumbró cómo se unían esas tierras a la vez que se unía a la reina, que la poseía. Comenzó a caminar nerviosamente en círculos. No era capaz de quitarse de la cabeza las palabras de Leonor, las enormes posibilidades que se abrían ante él. Sería el rey más grande de la cristiandad, sin tener que rendir vasallaje más que a Dios. Por eso necesitaba apoderarse de Anjou. Y de Inglaterra. Y para conseguir Inglaterra necesitaba conseguir que Normandía estuviera segura, ya que el ritual de homenaje le permitiría afianzarla. Se dirigió de nuevo a su padre. —Estuviste de acuerdo en esto. Nos has dejado arrastrar por los caprichos de ese monje. Hagamos lo que haya que hacer y acabemos con este asunto. Cédele Gisors. Después de todo, estamos hablando de Luis, una persona totalmente incapaz. —Pero yo me quedaré con Anjou —dijo Godofredo. —Lo único que vas a recibir es un puñetazo en la cara. —Cerrad la boca —espetó el conde de Anjou, agitando los brazos entre ellos—. Dejad de discutir. De todas las maneras, tenemos que salir de aquí, y de ese modo levantará la prohibición. —Estaba claro que todo ese asunto de la excomunión le había puesto nervioso. Encontró su copa y la sujetó en alto, mientras un criado se acercó a recogerla—. Le cederemos Gisors —dijo, sin apenas levantar la mirada hacia Enrique. Una vez más, había cedido a su voluntad. A Enrique le complació escuchar sus palabras. Su padre prosiguió, mirando hacia otra parte—: Como muy bien has dicho, al fin y al cabo, se trata simplemente de Luis. El sirviente regresó con la copa llena y el conde la cogió. —Una cosa más —dijo Enrique, recordando—. Dile que nuestra voluntad es que el ritual se celebre en la nueva iglesia, en Saint Denis. Pensó que así ella captaría el mensaje y se daría cuenta de sus intenciones. Su hermano frunció el ceño. —¿Y por qué allí? ¿Esa iglesia no se encuentra en el campo? —He oído que es un edificio muy interesante —dijo Enrique. Robert había entrado en la sala y estaba esperando el momento de poder hablar con él. Se dirigió hacia la puerta para asegurarse de que todos sus caballeros habían regresado.
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Unos días más tarde, se dirigieron a Saint Denis para celebrar el ritual de homenaje. El día era agradable, soleado y cálido. Abandonaron el palacio cabalgando sobre sus monturas y cruzaron el río por el puente viejo. Joffre de Rançun y algunos caballeros de Luis encabezaban la comitiva, seguidos por los propios Leonor y Luis, que cabalgaban juntos. El conde de Anjou, y sus hijos y partidarios, les seguían a continuación. Petronila decidió no acudir, ya que no le agradaban las multitudes. Salieron por la puerta del palacio en dirección a la ciudad. Leonor miró a su alrededor. Cuando ella y Luis se casaron, el simple hecho de que se abrieran las puertas del palacio habría atraído a una multitud de curiosos que se habría acercado a observar. Sin embargo, ahora nadie parecía reparar en ellos. Si ella hubiera sido Luis habría hecho que aquel acontecimiento hubiera sido un espectáculo, habría traído cestas de frutos secos y fruta para repartirla entre la gente y habría organizado un desfile con gaiteros y tambores. Habría conseguido que todos se llenaran de júbilo al ver a su rey. Luis no hacía la menor ostentación de sí mismo; de hecho, no se parecía en nada a un rey, con su sencilla túnica y su humilde capucha, hasta el punto de que algunas veces su propio pueblo no era capaz de reconocerlo. Avanzaron por la calle, pasando por delante de varias hileras de casas hechas de piedras viejas, con sus fachadas cubiertas de musgo y teñidas de verde y sus techados de paja cubiertos de flores e invadidos por los ratones. Las palomas se agitaban y arrullaban sobre los tilos. La pequeña plaza del mercado, que se extendía más allá, ya estaba muy concurrida, y se escuchó un grito al paso de la procesión, haciendo que la multitud se precipitara a contemplarla. Alguien lanzó una aclamación y el resto de la muchedumbre se unió a ella en una sola voz. «¡Dios ama al rey Luis!». Las mujeres del mercado, ataviadas con túnicas negras, con sus delantales manchados y arrugados, los niños con el rostro cubierto de suciedad y los fornidos portadores medio desnudos se abrían paso a empujones desde un lado de la calle para contemplar el paso del rey, mientras extendían las manos como si fueran capaces de absorber una parte de su realeza. Impulsada por un arrebato, Leonor extendió la mano hacia ellos con la intención de devolverles el honor. El gentío se aferró a ella y sus voces se elevaron formando un coro con su nombre. Leonor se echó a reír, tratando de liberar su brazo, acariciando con sus dedos la firme sucesión de manos extendidas y anhelantes. La plaza fue quedando atrás y Leonor se enderezó en su silla de montar, dándose cuenta repentinamente de que las personas que cabalgaban a su lado se sentían molestas.
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Luis repetía su nombre una y otra vez, reprendiéndola. Al otro lado, Thierry Galeran la miraba fijamente. Leonor se mordió la lengua, consciente de que en ese momento no tenía sentido comenzar una disputa. Pero, no obstante, sus ojos se giraron para mirar a su alrededor, con el deseo de verlo todo. Siguieron avanzando a través de las cabañas de la gente más humilde, donde un grupo de mujeres que cargaban con cubos de agua se detenían y se hacían a un lado para dejar paso a la comitiva, elevando sus rostros curtidos por el sol para observarlos. Sujetaban sus faldas con las manos para evitar que se llenasen de la mugre de la calle, mostrando sus piernas desnudas y sus pies descalzos cubiertos de barro. Frente a ellos, el puente se encontraba abarrotado de carretas que penetraban en la ciudad, procedentes de las zonas rurales, cargadas de cebollas y repollos, y la calle apestaba a fruta podrida y a boñigas pisadas. Los caballeros se adelantaron para abrirse paso en el puente. Cuando se acercaron a la pendiente de piedra del mismo, el tronar de la rueda de molino que se agitaba bajo el primer arco ahogó cualquier otro sonido, levantando un muro sonoro. A ambos lados del viejo puente se apiñaban multitud de tenderetes que no eran más grandes que una alacena: pequeñas tiendas de tesoros, orfebrería y joyas, puestos de especias que llenaban el ambiente con sus esencias; judíos ataviados con gabardinas, de pie con las manos ociosas, esperando con avidez la llegada del dinero. El puente se elevaba formando un arco que se extendía hasta más allá de la otra ribera del río, donde un grupo de mujeres tocadas con cofias pregonaban la venta de flores y pájaros enjaulados. Las calles de la ciudad dieron paso a una serie de callejones, que se extendían entre una hilera de casas que cada vez estaban más separadas entre sí. Luego pasaron por algunos pequeños jardines hasta llegar a los campos y a los huertos del monasterio. Atravesaron a caballo la puerta de la abadía y dejaron sus monturas debajo de los árboles que se elevaban en el otro extremo del gran patio. El rector salió a recibirles y avanzaron junto a él hacia un amplio porche que estaba flanqueado a cada lado por una sucesión de figuras de santos. Detrás de Leonor y de Luis iba el conde de Anjou acompañado por sus hijos, y la reina sintió deseos de volverse para contemplar cómo le cambiaba la cara a Enrique cuando la viera. Desde fuera, la nueva iglesia probablemente no parecía ser demasiado distinta a las demás, a pesar de sus estatuas, aunque las puertas de la fachada principal eran magníficas y Leonor no conocía otra iglesia que tuviera un rosetón tan grande cubriendo la portada. Los angevinos, al ver aquello, no sabrían qué esperar. Hasta que no atravesaron la puerta de la fachada, como si levantaran un velo, no se darían cuenta de ello. Pero Enrique sí lo vería. Leonor sentía deseos de ver la reacción de su amado al contemplar la iglesia. Pero siguió avanzando por delante de él, con la mirada clavada al frente. Penetraron a través de las colosales puertas, como si se estuvieran aventurando al interior de una montaña. Una vez dentro, como siempre, a Leonor le invadió una repentina sensación de tremenda altura, de encontrarse en un espacio que se extendía hacia los cielos. A sus
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espaldas, incluso a través del ruido que producían el caminar de tantos pies, escuchó una inhalación intensa y aguda, como un suspiro de asombro. Avanzó firmemente hacia el centro del espacio bañado por la luz, donde los rayos de sol parecían ser más sólidos que la piedra de la que estaban hechas las paredes. A su frente se extendía el altar principal, mientras que a un lado, elevadas como las nubes, una a una, las enormes vidrieras resplandecían como si se trataran de visiones, proyectando miles de colores sobre la lúgubre bóveda. En ese momento, a Leonor le invadió su habitual elevación de espíritu enardecido que percibía su llamada a la gloria. A pesar de toda la ostentación que hacían los sacerdotes, y de las palabras grandilocuentes de los abades, ella sabía que la verdadera iglesia la formaba aquel espacio, aquella luz, el trabajo de mampostería que se había realizado con la única intención de darle forma. Mientras caminaba, sintió cómo su espíritu se expandía a través de la vacía quietud, avanzando con esfuerzo hacia el centro, en un punto donde se respiraba mucha paz. El elevado altar ascendía como una escalera que condujera a los cielos y, colgando por encima de él, el estandarte del rey pendía agitado por las misteriosas corrientes de aire como si lo meciera una mano de seda. Leonor llegó al centro de aquel espacio. Luego se detuvo y se dio la vuelta. A su alrededor, todos los hombres detuvieron también su paso, se giraron y levantaron la mirada mientras se escuchaba cómo los angevinos lanzaban al unísono un grito sofocado. La reina comprendió perfectamente la sensación que se había apoderado de su ánimo. Ella también percibía todo su impacto, a pesar de haber contemplado aquel lugar un centenar de veces. El enorme rosetón que se extendía ante ellos, inmerso en la oscuridad, brillaba tan puro como la luz del sol, emitiendo destellos de color azul, rojo y verde. En el centro, una figura de Cristo le dedicaba una sonrisa, bendiciéndola con Su mano. Cada vez que la contemplaba, un torbellino de placer, tan intenso como el sexo, le invadía hasta el punto de casi llegar a desvanecerse. Este es Dios, pensó exultante. Esta belleza, este deleite, esto es Dios, diga lo que diga Bernard. El monje era un santo, pero estaba demasiado encerrado en sus viejas creencias y no era capaz de percibir todo el poder que había encerrado en ello. Celebraron la ceremonia en una de las capillas que se abrían a lo largo del deambulatorio, donde todo el ritual se llevó a cabo meticulosamente. Enrique se postró con la cabeza descubierta, desarmado y solo ante el rey, que se encontraba sentado delante del altar luciendo la corona sobre la cabeza. Intercambiaron las palabras propias del ritual, tan solemnes como las oraciones y, probablemente, también más antiguas. Enrique se arrodilló, colocó sus manos dentro de las del rey y se encomendó tanto él mismo como su ducado a la potestad del monarca francés. Llegados a ese punto, el ritual dictaba que Luis cerrara las manos con fuerza alrededor de las de Enrique, haciéndole un poco de daño, con la intención de recordarle el enorme poder que ostentaba el rey. Leonor, que se encontraba sentada detrás, a la
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izquierda, contempló cómo se tensaban las pálidas manos del rey. Luego, observó cómo los ojos de Enrique se abrían de sorpresa y, a continuación, se entrecerraban llenos de contento. Luis no tenía la fuerza necesaria para humillarle. Cuando el rey se agachó para darle el beso de la paz, Enrique cerró los ojos. A continuación, se dirigieron al jardín del monasterio, al abrigo del cobijo que proporcionaban los perales, donde celebraron un banquete con el joven duque sentado a la derecha del rey. El sol se asomaba dulcemente por entre las hojas de los árboles y proyectaba algunas sombras moteadas. En el extremo del huerto se elevaban los muros del monasterio, cuyos sillares de piedra caliza estaban cubiertos por la hiedra. Leonor se sentó a la izquierda del rey; era la única mujer que tuvo el privilegio de disfrutar de aquel ágape. Bernard había acudido para ser testigo de la ceremonia y se encontraba sentado en la mesa, convirtiéndose en un espectro más oscuro que las propias sombras moteadas que proyectaban los perales, sentándose entre sus seguidores en el otro extremo de la mesa, donde estaban los representantes del condado de Anjou. Los propios pajes de los angevinos les servían, lo cual a Leonor le pareció que era una medida sabia. Había mucha gente que trataba de contribuir a que se hiciera verdad la maldición que en su día profirió Bernard. Los monjes les habían agasajado con un buen surtido de carnes y algunos panes elegidos, todos ellos elaborados con formas extrañas y colores poco habituales. Leonor tenía que compartir la copa con el rey, así que no bebió nada, evitando en todo lo posible tocar con sus labios cualquier cosa que ya hubiera entrado en contacto con los de Luis. Solo tomó algunos bocados de pechuga de pato asado bañada en salsa de cerezas. Tenía las manos extendidas sobre su regazo y comenzó a estudiar a los hombres que la rodeaban, observándolos por el rabillo del ojo a través de sus pestañas, de tal modo que no pudieran acusarla de estar mirándolos. Bernard, como era costumbre en él, no probó bocado, pero se sentó con la espalda encorvada, la cabeza agachada, los ojos cerrados y los labios en constante movimiento. Se apartaba de todo tipo de placeres, de todo lo que fuera carnal, como si aquello fuera un peso en la tierra que alejara a su alma de Dios. Su piel presentaba un aspecto tan seco como el papel, y su cabello se asemejaba a un montón de paja. De repente, Leonor pensó: su fe le consume. Las viejas dudas que asaltaban a la reina comenzaron a atormentarla. Sin lugar a dudas, una persona que se entrega completamente a Dios tiene que obtener algo a cambio; es posible que aquel monje tuviera razón. Y llegó a la conclusión de que, tal vez, ella misma debería someterse a la voluntad de Dios. Pero decidió disimular ese impulso, apartando su atención de él y dirigiéndola hacia los demás hombres que se encontraban sentados alrededor de la mesa. Todos los demás presentes masticaban ruidosamente, como un caballo en un pesebre: Luis se encontraba extrayendo la carne de un capón con los dedos, Le Bel Anjou estaba empapando un pedazo de pan en el sanguinolento jugo de la carne y el único sonido que se percibía en el
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ambiente era el del movimiento satisfecho de sus mandíbulas. La contemplación de aquella escena le recordó a un rebaño pastando. Justo al otro de Luis, Enrique se recostó sobre su asiento, plantando un codo sobre la mesa. Luego apartó un montoncito de huesos de la tabla que tenía ante sí y alargó la mano para coger su copa de vino. Los ojos del duque se dirigieron hacia la aguja de Saint Denis, que se elevaba hacia el cielo por encima del tejado de paja del refectorio. Levantando la copa, hizo un pequeño homenaje a aquella imponente estructura y bebió de ella. —Así pues, ¿qué pensáis de mi iglesia, mi señor de Normandía? —preguntó Leonor. Más allá del caballero, envuelto en la sombra que proporcionaba la frondosidad de los perales, vio cómo Bernard hacía un repentino gesto de crispación y se volvía hacia ella, preguntándose qué es lo que la reina diría esta vez. Enrique respondió: —Creo que es una gran maravilla. Sin lugar a dudas, no existe en el mundo nada tan espléndido. En cierto modo, me recuerda a una iglesia que hay en Inglaterra, aunque esa no es tan grandiosa… se trata de la iglesia de Durham. Bernard se inclinó hacia adelante, exponiendo su cuerpo a la luz del sol, y apretó los labios, mientras sus ojos medio ocultos pasaban sucesivamente de Enrique a Leonor. —Muchos de los albañiles procedían de Durham. —Sí, aunque no es lo mismo —dijo Enrique—. Durham es un lugar excelente, pero esta iglesia es todo un descubrimiento. Parece mucho más grande: la bóveda, el modo en el que las columnas están separadas, las ventanas, todo ello unido en una sola obra, en un solo concepto del espacio, de la luz. Se trata de un concepto nuevo. Sus ojos resplandecían. Se removió sobre su banco, embriagado por el entusiasmo y su voz se aceleró elevando el tono, siguiendo la senda que le marcaban sus pensamientos. —Hay muchos conceptos nuevos. En el Studium que vos tenéis aquí, en los nuevos libros, en el propio aire, uno tiene la sensación de que nos encontramos inmersos en una época de importantes cambios. Es como si un fuerte viento, que avanzara soplando por todo el mundo, estuviera despejando todas las telas de araña. A mi abuelo lo apodaban el Estudiante, porque era un hombre muy erudito, y, sin embargo, no sabía de la existencia de esta iglesia, aunque sí conocía la vida de Alhazen y el orden de las estrellas. Leonor le dedicó una mirada cálida, sonriendo. Al otro lado del duque, por encima de su hombro, Bernard se quedó mirándola fijamente, pero su voz era una guadaña dispuesta a segar las nuevas ideas de Enrique. —Dios ordenó las estrellas antes de que creara al propio Adán. No hay nada nuevo bajo el sol. Luis comenzó a susurrar, inclinándose hacia Enrique, tratando de refrenarlo. Leonor, entusiasmada, vio cómo el joven hacía caso omiso al rey. Enrique se había vuelto hacia Bernard y su voz no contenía el más mínimo indicio de respeto. —Sí, las estrellas siempre han estado allí, lo dice el primer gran Libro, pero nadie las
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entendía antes. Enrique estaba dando la espalda a Leonor mientras esta veía a Bernard por encima del hombro del duque. El piadoso monje dio un respingo, volviendo a deslizarse entre las sombras, extendiendo las manos por delante del cuerpo como si quisiera formar una barrera. —Es un conocimiento peligroso y falso, lleno de engaño y orgullo. Enrique se encogió de hombros. —Lo que es un peligro para uno mismo es también un arma para sus enemigos. Leonor apoyó las manos sobre la mesa. —En ese caso, ¿solo se trata de eso? —dijo con voz serena, sabiendo muy bien que todos la escucharían—. ¿Es que siempre todo se reduce a la guerra? Las ideas del abad Suger dieron como fruto la belleza sublime de esta iglesia y no un campo de batalla. Enrique volvió la mirada hacia ella con el rostro resplandeciente. Leonor se dio cuenta de que a su amante le complacía enormemente discutir. Antes de que el duque pudiera hablar, la voz de Bernard volvió a inundar el aire. —Se trata de una iglesia que aparta al alma de Dios. Enrique volvió a girar la cabeza hacia el monje. —O transporta a la mente hacia Él. Leonor apoyó los codos sobre la mesa y colocó la barbilla entre sus manos. Podía percibir cada movimiento que su amante hacía, cada respiración que salía de su aliento, como si todo aquello le perteneciera a ella. Luego añadió, con un tono de voz sereno, haciendo que todos la escucharan: —¿Por qué Dios nos dotó de la capacidad de pensar si solo tenemos que hacer lo que nos dicta? La voz del monje restalló como el batir de una puerta. —Dios nos tienta, pone a prueba nuestra fe. Pone ante nosotros la posibilidad de escoger entre una serie de opciones. Pero, en realidad, no tenemos elección. —Todos vuestros silogismos tienen una única expresión —repuso Enrique. Inmediatamente después, la campana que anunciaba las Nonas comenzó a tañer. Bernard se puso de pie con la intención de dirigirse a cumplir con sus oraciones. Bajó la mirada hacia Enrique, quien todavía se encontraba sentado sobre su banco, y dijo: —Cuando esa expresión es Dios, no se necesita nada más. —Oh —dijo Enrique dejando escapar un bufido—, sin lugar a dudas, eso hace que os encontréis más allá del alcance de la razón. Bernard se quedó de pie como un árbol marchito, mirándole fijamente. Su cabeza colgaba ligeramente por delante del cuerpo, como si un alambre pendiera por encima de su columna vertebral y le conectara directamente con los cielos. —La razón no os servirá de nada si vuestra fe os falla, muchacho. Es la fe la que os guía. La razón se limita a seguirle los pasos.
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—Eso no es más que palabrería —respondió Enrique—. Personalmente, dejaré que sea la lógica y las ideas las que me guíen. Encuentro mucha más sustancia en ellas. ¿Me vais a condenar por eso? Bernard bajó la mirada a lo largo de su larga nariz, depositándola sobre el duque. —No tengo la menor necesidad de condenaros. —Su mirada se volvió hacia Leonor. Por un instante, los ojos del monje se abrieron de par en par, dejando entrever un fulgor azul como las estrellas—. Habéis elegido vuestro propio destino. Y, dicho lo cual, dio la vuelta y se alejó caminando lentamente, seguido de cerca por su séquito de acólitos. Leonor miró fijamente hacia otra dirección, luchando por contener un creciente arrebato de ira. Pensó: para él, yo estaba condenada desde que nací. Quería mirar a Enrique, pero no fue capaz. ¿Y qué pasaría si se retracta?, continuó con su meditación. Si Bernard lo hubiera intimidado, ya no sería capaz de amarlo. A su derecha, entre ella y Enrique, Luis dijo: —¿Qué ha querido decir con eso? Leonor lanzó un suspiro. Había permanecido todo ese tiempo con la espalda tensa sobre su asiento y decidió relajarse un poco. Por el rabillo del ojo, más allá de Luis, vio cómo el conde de Anjou se dirigía a su hijo, que por una vez se encontraba tranquilamente sentado, con las manos levantadas por delante del cuerpo y la cabeza agachada. El rostro de su padre se retorció en una mueca cargada de sospecha. —Vámonos de aquí. —Su mirada se apartó de Enrique, deslizándose hasta Leonor y de nuevo a su hijo—. Mi señor —dijo a Luis—. Debemos partir. Hemos pasado aquí demasiado tiempo. Ya hemos cumplido con nuestra obligación y nos espera un largo camino de regreso hasta Angers. Leonor se volvió para mirarlo, sumida en un profundo desconcierto. Bajo el cobijo del peral, las sombras moteadas y la luz del sol difuminaban el rostro del duque de tal modo que la reina no era capaz de distinguirlo perfectamente, como si se estuviera desvaneciendo delante de sus propios ojos. La maldición que profirió Bernard todavía surtía efecto. Se quitó esa idea absurda de la cabeza. Enrique estaba intercambiando algunas palabras de despedida con Luis. Leonor apartó la mirada de él, tratando de aparentar que no estaba demasiado interesada. No importaba, porque de algún modo todos los que la rodeaban lo sabrían. Les unía una especie de cordón místico. Leonor estaba a punto de estallar ante la necesidad que sentía de volver a hablar con él. De escuchar aquella voz áspera y profunda declamando a Alhazen, llena de pasión por las novedades y las ideas, dispuesta a cualquier cosa. Deseándolo todo. Y, sin embargo, tuvo que dejar que Bernard le cerrara la boca. Leonor se dio cuenta de que había cruzado los brazos, como si tratara de evitar algo. No podía levantar la mirada para verle marchar. Si descubriera que su amado se había dado la vuelta para mirarla, se habría arrojado en sus brazos. Y, una vez que el caballero partiera,
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el espacio que se extendía entre ellos se haría cada vez más gélido. Le invadió la sensación de que una enorme puerta de piedra se cerraba ante ella, aislándola del mundo. Tal vez aquello sucedió mucho antes de que comenzara. Levantó la mirada hacia la espalda de su amado, que cada vez se alejaba más, sintiendo que le privaban de algo.
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Alys, la dama principal de la reina, procedía de una familia de noble alcurnia de Aquitania, pero lamentablemente había nacido en el lado equivocado de la manta. Por tanto, se había visto obligada a servir a Leonor: se encargaba de sus labores de costura, y daba la sensación de que se sentía contenta con ello. Petronila envidiaba su temple, su manera de corresponder. Se inclinó hacia adelante y escarbó en el amasijo de sedas enredadas que había en el interior de la cesta de Alys. Contrastando con el púrpura pálido, el verde de repente parecía ser mucho más alegre. —Estos colores son hermosos. Y lo son aún más cuando se combinan. Tienes muy buen ojo para estas cosas. Alys emitió algunos gruñidos imperceptibles de desacuerdo, sonriendo. Su modestia le convenía, porque era evidente que sabía muy bien que se había ganado los elogios, así que se dispuso a cambiar de tema. —¿Por qué no habéis acudido al banquete? ¿Acaso la catedral no os parece hermosa? La luz allí es maravillosa. La primera vez que tuve la suerte de contemplarla, no pude evitar romper a llorar. A continuación, se santiguó. Sus manos eran largas, finas y huesudas, rematadas con unas uñas perfectamente ovaladas. —Sí —dijo Petronila—. Pero es una caminata demasiado larga para la carne de monje. Estuvieron paseando por la calle que se extendía desde el Petit Pont, donde Alys había adquirido los lazos de seda que ahora se apiñaban en el interior de la cesta. El día era de nuevo caluroso, seco, salpicado de algunas enormes nubes hinchadas que se aglomeraban en la distancia, huyendo de la neblina. Dos pajes las siguieron, acompañados de MarieJeanne. —Además, dentro de poco tiempo estaremos cabalgando durante varios días. —¿Vamos a acompañar al rey en otro viaje? —Se supone que iremos a Poitiers —dijo Petronila. —¡A Poitiers! —Alys se volvió y le dedicó una sonrisa. Petronila sintió la misma excitación con solo pronunciar el nombre. En el curso del viaje del rey, pasarían todo el otoño cabalgando hasta Limoges para celebrar allí las Navidades, deteniéndose durante unos días. Hacía muchos años que no iba y el camino hasta llegar a aquella ciudad parecía abarcar el mundo entero. Sin embargo, volvería de nuevo a Poitiers, y Leonor sospechaba que esta vez ya no la abandonarían jamás. Fuera lo
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que fuera lo que su hermana estuviera tramando, se centraba tanto en Aquitania como en Enrique. A continuación, mientras se aproximaban a la calzada que se extendía por delante del palacio, un caballo se acercó trotando hacia ellos y, acto seguido, el jinete desmontó. Antes de verle, ya sabía que aquellas largas piernas pertenecían a Joffre de Rançun, el caballero de su hermana. Al verlo, en su rostro se dibujó una sonrisa, alegrándose de que el velo la ocultara. El hombre se despojó del sombrero y se acercó a ella, conduciendo tras de sí a su caballo. —Mi señora —dijo dedicándole una pequeña reverencia, algo que siempre hacía cuando se encontraban en presencia de más gente—. Me enviasteis a buscar a Claire y así lo hice. Se encuentra alojada en el Hotel-Dieu. A sus espaldas, Alys lanzó un suspiro. Petronila se humedeció los labios y su mirada se encontró con la de Joffre. Dominada por la impaciencia, levantó el brazo y desenganchó el velo. —¿Y qué hace allí? —Tal vez tenga miedo de acudir a cualquier otra parte. —Pobre muchacha —dijo Alys. Petronila se volvió hacia ella. —Regresa a la torre. Marie-Jeanne, tú también. Joffre, ven conmigo —dijo, apartándose a un lado para que las damas de compañía pudieran pasar por delante de ella. —Mi señora, es un lugar abominable… —repuso Alys. —Márchate —dijo Petronila. De Rançun permanecía a su lado, pasando en silencio el cuero de sus riendas por entre sus dedos. Cuando se marcharon, el caballero se volvió hacia ella: —¿Qué estáis haciendo? Su tono había dejado de ser ceremonioso. Como se habían criado juntos, el caballero las trataba tanto a ella como a su hermana con una afable y cortés informalidad cuando se encontraban a solas. Petronila se volvió y comenzó a avanzar por la estrecha callejuela que conducía al lado este de la isla. —Bueno, alguien tiene que hacerlo. De Rançun caminó a su lado, mientras el caballo avanzaba pesadamente a sus espaldas. Siguieron por la pedregosa carretera salpicada de surcos que se extendía entre varias hileras de puestos y de casas. Pasaron junto a un burro que se balanceaba bajo una montaña de leña y luego por delante de las vendedoras del mercado que transportaban sus bolsas de cebollas y frutos secos, con sus pollos a medio desplumar. —Lamento mucho lo que te hizo. —Se refería a Raoul, el marido que la había repudiado, que había sido el Conde de Vermandois.
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Petronila se mordió los labios. —Debería habérmelo imaginado —dijo. Desde el principio, había pasado por alto cierto tono de reproche en su voz. ¿Qué esperaba sacar casándose con la hermana de la reina? Petronila comenzó a pensar que lo había amado porque tenía la sensación de que él la amaba profundamente. Su mirada se deslizó hacia Joffre de Rançun. Deseaba… lo que ella deseara no tenía importancia. A su izquierda, pasando un cementerio, se extendía una pequeña pradera donde una vaca pastaba amarrada a una cuerda. El largo cobertizo bajo el que se ubicaba el Hotel-Dieu se levantaba al otro lado de la carretera. —Bien —dijo el caballero que se encontraba a su lado—, él es un cerdo y se lo pienso decir cuando lo vuelva a ver. —El bueno de Joffre —dijo Petronila, dedicándole una sonrisa de agradecimiento. Se acercaron a la destartalada casa de beneficencia. La hierba crecía sobre su tejado, extendiéndose por sus desvencijadas paredes. En el patio, media docena de personas vestidas con harapos descansaban sentadas esperando la llegada de la ración de pan de la tarde. Petronila sintió cómo sus ojos se hinchaban a medida que penetraba en aquel lugar, mientras el caballero avanzaba a su lado, y sintió vergüenza por disfrutar del privilegio de llevar zapatos y ropa. La enorme puerta doble se encontraba entreabierta. Petronila la cruzó, pero se detuvo al instante, parpadeando entre la penumbra. El hedor que emanaba de aquel lugar hizo que se le revolviera el estómago. Segundos después, de Rançun apareció a su lado. Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella oscuridad, divisó que al frente se abría una larga y oscura sala, dividida por dos hileras de postes que sujetaban las vigas del tejado. En su interior se hacinaban varias personas, la mayoría de ellas medio desnudas, con la espalda arqueada, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, durmiendo con el cuerpo enroscado: un hombre paseaba arriba y abajo siguiendo la línea de una pared, un bebé lloraba en un rincón, una monja portaba una palangana llena de agua y la gente no paraba de suspirar, de cantar y de gritar. El aire estaba cargado de nombres, de ruegos y de maldiciones, como si se tratara de un bosque envuelto en el trino de las aves. Petronila dio un paso hacia adelante, estirando el brazo para volver a extender el velo sobre su rostro. De Rançun se adelantó un poco a ella y asintió con la cabeza cuando vio a Claire. La muchacha se encontraba sentada con la espalda pegada a la pared y los hombros encogidos, la cabeza agachada, medio dormida. Petronila levantó la mano para taparse la boca. Sin querer, recordó que fue ella la que había empujado a Claire a aquella situación. La muchacha estaba muy sucia y tenía el rostro teñido de moratones. Después de sentarse, había cubierto su cuerpo con un gabán. Por esa razón, Petronila no era capaz de identificar sus ropajes, si bien advirtió que llevaba los pies desnudos. Petronila avanzó unos pasos, incluso antes de haber visto su aspecto, se acercó a la
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muchacha y se arrodilló a su lado. —Claire —dijo, poniendo la mano sobre aquel pequeño y sucio hombro—. Claire, despierta. La muchacha se sobresaltó e inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos abiertos de par en par, volviéndose hacia Petronila. Su rostro estaba hinchado y lleno de moratones. No llevaba cofia y tenía el cabello enmarañado. Retrocedió asustada, pero Petronila le cogió de las manos y se echó a reír. —¿Dónde has estado? He venido para llevarte de vuelta a casa, muchacha. Ven conmigo —dijo incorporándose, mientras cogía a Claire de la mano—. Ven a casa.
Una vez que el banquete de Saint Denis llegó a su fin, Leonor decidió regresar unos instantes a la iglesia para disfrutar de nuevo de su belleza, pero en seguida requirieron su presencia. Ya habían llevado su caballo hasta las escaleras. Se subió a su grupa y, por tanto, no le quedó más remedio que unirse a su esposo. Regresaron a la ciudad dejando el sol a su izquierda, atravesando praderas y jardines, pasando por mercados de flores, en dirección al Sena. Pero, justo antes de que hubieran llegado al puente, Enrique de Normandía avanzó al galope hasta ellos. Leonor y el rey cabalgaban hombro con hombro, sin pronunciar una sola palabra. Thierry se encontraba a la derecha del rey, a sus espaldas. Por delante de ellos sólo avanzaban algunos pajes y escuderos. Cuando Enrique llegó al galope y se colocó a su altura, se dispersaron, y el caballero pasó a través de ellos deteniéndose delante del rostro del rey, justo en frente de la reina. Leonor no pudo contener el impulso de dedicarle una sonrisa. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Enrique y emitieron un fuerte brillo. —He venido a despedirme —dijo Enrique, mirando primero a Luis y luego de nuevo a Leonor. La reina bajó la mirada, pero no pudo ocultar una sonrisa. —Bueno, en ese caso, os digo adiós, mi señor —dijo el rey, un tanto desconcertado. Durante unos instantes, el joven normando permaneció allí, bloqueando el camino. Leonor se preguntaba insistentemente si el joven contemplaba la posibilidad de raptarla, justo en ese momento, y sintió cómo todo su cuerpo se estremecía, aunque sabía muy bien que aquello era una locura. Pero, en ese momento, el joven se dio la vuelta y se marchó al galope. —¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Luis, con cierto tono inexpresivo. A su espalda, Thierry lanzó a Leonor una miraba torva. —¿Por qué ha hecho eso? Leonor mantuvo la mirada baja sin dejar de lucir una amplia sonrisa. Sabía muy bien lo que significaba ese gesto. Apremió a su caballo y penetró en el puente en dirección a la isla real. www.lectulandia.com - Página 61
—¿La has traído de vuelta a casa? —dijo Leonor. Descalza, vestida con su túnica, se dejó caer sobre el taburete de la ventana y miró a su hermana—. Eres demasiado benévola. —Leonor. —Petronila se sentó a su lado—. No es más que una niña. Deja que vuelva. Se puso de pie y se pasó una mano por el cabello, que estaba empapado en sudor. El desagradable hedor que desprendía la casa de acogida todavía seguía impregnado en ella. —Espiará de nuevo —dijo Leonor. Las damas de compañía se habían llevado a Claire para lavarla. Leonor sólo la había podido ver fugazmente, pero era evidente que su aspecto había dejado de ser propio de la corte. —Fui testigo de lo que Thierry le hizo —dijo Petronila—. Ya no volverá a espiar más para él, de eso estoy segura —repuso, sin llegar a decir: vi lo que le estaban haciendo y no hice nada por impedirlo. Luego le cogió la mano a Leonor—. De todos modos, la vamos a necesitar… Alys y Marie-Jeanne no pueden hacerlo todo y se acerca la fecha del viaje del rey. Leonor apretó los dedos con fuerza. —Supongo que ya habrán enviado a otra espía. Con la mano que le quedaba libre, se frotó el rostro. Sus ojos proyectaban una mirada introspectiva y soñadora. —¿Le gustó la iglesia a los angevinos? —preguntó Petronila. —Oh, sí. Ah, fue magnífico. Y, después, para mi deleite, disfruté de una pequeña disputa entre eruditos —dijo torciendo la boca repentinamente. Luego, acercó la mano de Petronila hasta sus labios—. Haz que entre la chica. Tengo que hablar con ella.
Alys y Marie-Jeanne habían hecho todo lo que estaba en su mano por ayudar a Claire: le habían lavado el rostro y las manos, le habían cepillado el cabello y le habían puesto sus mejores ropajes. Le habían dado un par de zapatos, pero, aun así, Claire era incapaz de dejar de llorar. Sentía pánico de Leonor, y cuando se acercó hacia el corrillo que formaban las damas de compañía, no fue capaz de despegar la mirada del suelo. Se postró de rodillas, juntando las manos como si estuviera rezando, y entre sollozos y lamentos lo confesó todo, admitiendo que desde el primer día había corrido a contar todos los secretos de Leonor a Thierry, que le dio varios dulces y dinero a cambio de todos los chismorreos sobre los sueños de Leonor, de saber lo que comía, qué clase de chanzas escuchaba y cómo perdía en las mesas de juego. Las mujeres que se encontraban en la cámara de la reina formaron un círculo alrededor de ella. Petronila avanzó hasta quedar al lado de su hermana, que estaba sentada junto a la ventana, con las manos apoyadas sobre el regazo. Cuando Claire, jadeante, se acercó al final de su discurso, Leonor sacudió ligeramente la cabeza. www.lectulandia.com - Página 62
Petronila se sintió alarmada y alargó la mano, pero su hermana le hizo un gesto para que la retirara. Alys y Marie-Jeanne se encontraban detrás de Claire, con las manos asidas por delante del cuerpo. Claire comenzó a llorar de nuevo, derrumbándose sobre sus rodillas, con el cabello alborotado y húmedo. Alys había tratado de disimular el enorme moratón que la muchacha lucía en su mejilla, pero la hinchazón todavía dominaba su rostro. Con tono abrupto, Leonor dijo: —Bueno, hija mía. ¿Has aprendido la lección? ¿Vas a volver otra vez a acudir a Thierry para entregarle tus informes de espionaje? Acurrucada sobre los pies de Leonor, la muchacha lanzó un gemido, con los dientes apretados. —No, mi señora. Os lo juro. Lo prometo —dijo, invadida por un nuevo arrebato de llanto—. Le odio. Le odio. Levantó la cabeza y escupió con vehemencia, como si se tratara de un mozo de cuadra. Leonor se echó a reír. —Bueno. Espero que, por el contrario, a mí me llegues a querer. Te perdono. Puedes quedarte con nosotros. Petronila sintió cómo se le hinchaba el pecho, complacida. Levantó la mano y la depositó sobre el hombro de Leonor. Las otras dos mujeres que estaban esperando se sumieron en un arrebato de sincero y sentido regocijo. Claire levantó la mirada, con el rostro hinchado y descolorido sumido en la sorpresa, repentinamente lleno de esperanza. Se abalanzó hacia Leonor, le cogió de la mano y comenzó a besarla. —Majestad… Majestad… Leonor retiró la mano y, apoyándola sobre el hombro de Claire, la apretó con firmeza. —No lloriquees encima de mí. Me estás empapando la túnica. Conserva tu orgullo, muchacha. O trata de demostrar que lo tienes, lo que prefieras. —Sí, Majestad; sí, Majestad —dijo Claire, volviendo a postrarse de rodillas. Leonor levantó la mirada hacia las damas de compañía, con los ojos abiertos de par en par y un gesto de gravedad en el rostro. —Y ahora, tenemos que prepararnos para el viaje. Teniendo en cuenta que solo sois tres, y que nosotras somos dos, tenéis mucho trabajo por delante. ¿Necesitamos contratar a alguien más? —No, mi señora —dijo Alys—. Nosotras, que os amamos, podemos hacer todo lo que preciséis. Marie-Jeanne se acercó a Leonor y la besó en ambas mejillas. Esta aceptó complacida sus besos, levantando su rostro hacia la anciana niñera, mientras lucía una amplia sonrisa. Claire había retrocedido, dejando asomar de nuevo algunas lágrimas en su rostro, con la
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mirada fija en Leonor. Luego su mirada avanzó hasta Petronila y sonrió.
Unas horas después, tras haber cumplido con las oraciones, mientras las mujeres estaban preparando el aposento para que la reina se pudiera acostar, Leonor dijo: —Petronila, espero que en este asunto hayas obrado con la sabiduría que demuestras siempre. Petronila no dijo nada. Claire estaba ayudando a Alys a sacudir la ropa de cama. Ahora que la muchacha había regresado con ellos, las sospechas volvieron a asaltarle de manera inconsciente, mientras las dudas ponían en entredicho sus buenas intenciones, repletas de espinas. —No lo sé —dijo—. Leonor, nunca sé qué es lo que va a suceder. —Ah —dijo Leonor—. En ese caso, deja este asunto en mis manos. Petronila no dijo nada. Lo único que sabía era que todo estaba cambiando. —¿Qué nos va a suceder, Leonor? —No lo sé. Pero no voy a quedarme aquí sentada hasta que me pudra. Sea como sea, voy a regresar a Poitiers y a convertirme en una mujer libre —dijo su hermana. —¡Poitiers! —Petronila sintió un fuerte arrebato en el corazón—. Oh, ojalá sea así, y que suceda pronto. Leonor pasó su brazo alrededor de la cintura de su hermana y apoyó su mejilla sobre la de Petronila. —Te lo prometo, querida. —Su voz estaba envuelta en un susurro cargado de excitación—. Volveremos a casa. Y una vez allí, tendremos nuestra propia corte, con música e historias, juglares y trovadores… —Se echó a reír, exultante, como si aquello ya estuviera sucediendo—. Se abre una nueva época ante nosotros. Lo escuché cuando los maestros que visitan el Studium hablaron en la corte: lo que el duque Enrique dijo en nuestro banquete. Y la gobernaremos a nuestra voluntad. Abriré las puertas de mi palacio a cualquier idea nueva, a todo aquel que demuestre poseer algún talento extraordinario, ya lo verás. Estoy dispuesta a convertir Poitiers en el jardín del mundo —prosiguió, depositando un beso en la mejilla de Petronila—. Te lo prometo. Petronila dejó escapar un suspiro. Mentalmente, divisó los estrechos callejones en pendiente de Poitiers. Su imaginación voló más allá de las palabras de su hermana hasta abarcar la promesa que se encerraba en ellas: una nueva etapa en un alegre palacio, donde los hombres y mujeres se movieran libre y felizmente, donde ya no tuviera que vigilar cada palabra que se pronunciara, donde no tuviera que preocuparse de que nadie fuera corriendo a contar un secreto a tal o cual enemigo. A continuación, Claire volvió a entrar, portando una jarra en la que aparecía tallado el rostro de un perro. De repente, un frío presentimiento invadió su cuerpo. Se preguntaba si, con su gesto, www.lectulandia.com - Página 64
no habría cometido un error. Se enderezó sobre su asiento, apartándose un poco de Leonor. —Eso hace que mi preocupación vaya en aumento, especialmente ahora, que tenemos tanto que perder. Petronila dirigió la mirada hacia el centro de la sala, donde Alys estaba sentada, concentrada en sus labores de costura. Marie-Jeanne había abierto el armario y estaba colgando la túnica en su interior, metiendo flores secas en los pliegues de la tela. Claire vertía el vino en las copas. Eso al menos lo había aprendido a hacer de forma majestuosa. Leonor estiró el brazo y colocó la manga de la túnica de Petronila, que presentaba algunas arrugas. —Algunas veces, querida, tienes que arriesgar algo. De lo contrario, nunca ganarías nada. Sus ojos desprendían alegría y, bañados bajo la luz del sol, emitían un destello verde, sin delatar el menor indicio de temor. Petronila se volvió hacia ella, deseando para sí esa claridad, y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su hermana.
Claire ayudó a Alys a sacudir el vestido de la reina, tratando de imitar la elegancia que demostraba la anciana. Mientras se regocijaba en el alivio de saber que había regresado al lugar al que pertenecía, había llegado a convencerse de que realmente no sabía tantas cosas como pensaba. No se trataba de que no fuera buena, sino de que no había descubierto la manera de serlo. Alys sabía muchas cosas, lo demostraba continuamente, y dominaba a la perfección el arte de combinar los polvos en el rostro y los colores en los ropajes. Pero había algo más que eso. Siguió pensando en el Hotel-Dieu, en aquel lugar tan frío, en cómo luego apareció Petronila diciéndole «Vuelve a casa», y en cómo le hicieron sentir aquellas palabras: deseó convertirse en una persona que algún día llegara a pronunciarlas y, de ese modo, conseguir que alguien se llegara a sentir como ahora se sentía ella. De nuevo a salvo. Querida. Leonor lucía un aspecto magnífico y estaba demasiado por encima de ella como para pretender ponerse a su altura. Eso sería como una burla. Sin embargo, Petronila, la gentil Petronila, se encontraba a su alcance. Trataría de ser como ella. Con cuidado, depositó la ropa de la reina en el interior del cofre.
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Desde París, el conde de Anjou y sus hijos cabalgaron hacia el oeste, en dirección a Angers. El sol golpeaba sus rostros con fuerza, dejando caer sobre ellos todo el peso del calor del verano. A mitad del segundo día, hicieron un alto en una posada, decidiendo hospedarse en la habitación trasera. El posadero les llevó una jarra de cerveza y un plato de anguilas acompañadas por un poco de pan. El conde estuvo charlando con su hijo menor, intercambiando cumplidos de compromiso, y ambos miraron de soslayo a Enrique. Este apenas podía soportar permanecer sentado. Salió de la posada y supervisó personalmente los cambios de caballos, pero tuvo que volver a entrar para comer. Todo lo que hacía su padre parecía tener como única intención interponerse en sus planes, mantenerlo atado, ir en su contra, y ese repentino amor que demostraba por su hermano menor era una muestra más de ello. Hacía tanto calor en aquella polvorienta habitación que se tuvieron que sentar vestidos únicamente con sus camisas, aunque eso no impidió que continuaran sudando. Enrique se sentó junto a la puerta, por donde se dejaba sentir una ligera corriente de aire y, en ese momento, recordó los magníficos ojos verdes de la reina. No encontró la manera de que su amada pudiera escapar de su marido. Le sorprendía que un hombre como aquel tuviera esa mujer, tratándose de un polluelo tan asustadizo. El simple hecho de pensar en los dos yaciendo juntos en el lecho hizo que le invadieran las ganas de reír, o tal vez de vomitar. Estaba seguro de que Leonor dirigía a Luis, pensó, de que ella llevaba las riendas, y la imagen de esa escena pasó fugazmente por su cabeza. Se dio cuenta de que estaba sonriendo, al pensar que había sustituido al rey en su lecho, colocándose encima de la reina. Su hermano lo observaba con detenimiento. Godofredo estaba despeinado, con el cabello alborotado tras haber pasado toda la jornada a caballo. Estaba bebiendo demasiado y tenía el rostro encendido. —Oh, mi señor de Normandía, ha llegado el momento —dijo, levantando la copa y acercándola a los labios. Enrique le dedicó un gruñido, mostrando una actitud despectiva. Sacó su cuchillo y lo hundió en la carne fibrosa que tema ante su plato. Hizo caso omiso a su hermano, pero siguió vigilando estrechamente a su padre, que se encontraba recostado sobre su banco. El conde estaba devorando las anguilas asadas. A continuación, lanzó una mirada a Enrique.
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—¿Qué diablos quiso decir ese condenado de Bernard? La anguila tema un sabor desagradable y Enrique se vio obligado a escupirla. Estiró el brazo para alcanzar una rebanada de pan, mientras un escudero entró para volver a llenar su copa de vino. —¿Dónde está Robert? Sabía que el sol estaba poniéndose por el oeste y deseaba volver cuando antes a emprender el camino. —Será mejor que no pierdas el tiempo con esa ramera de… Enrique se levantó como un resorte de su banco y agarró a su padre por la solapa de la camisa hasta ponerlo de pie. El asiento se partió en dos. El conde de Anjou se tambaleó, con los ojos en blanco. Enrique le soltó al instante. Sus manos temblaban mientras pasaba las yemas de los dedos por el pecho de su padre, como si pretendiera despojarse de su último contacto. El sudor cubría la frente del conde, que se echó hacia atrás para escapar del alcance de su hijo y, sintiendo que le faltaba el aliento, dijo: —He probado a esa ramera en mis propias carnes. Recuerda aquel pasaje de la Biblia que habla de penetrar allá donde haya estado tu padre. Enrique apretó los puños con fuerza. —También hay un pasaje que habla de la lengua bífida del diablo —dijo, sintiendo que estaba a punto de explotar—. Me marcho. El conde de Anjou mentía constantemente sobre las mujeres. Si hubiera estado con todas las mujeres de las que alardeaba, no habría tenido tiempo para entrometerse en su camino. En ese momento, apareció un escudero con su sombrero y Enrique lo cogió. —Tengo cosas que hacer en Ruán y no tengo necesidad de escuchar vuestras estupideces. Os veré en Lisieux, el día de San Juan, y hablaremos de cómo vamos a atacar Inglaterra. Si es preciso, lo haré sin vosotros. Pensó que debería haberse escapado con Leonor, sin importarle nada lo que pensaran los demás. Les dedicó una última mirada y salió de la habitación, gritando a Robert para que preparara las monturas a sus hombres.
Cabalgaron hacia el norte, en dirección a Ruán, mientras la tierra se cocía bajo el calor del verano. —¿Qué opinas de París? Es mucho más grande que Londres —dijo Enrique. —No creo que sea más grande —dijo Robert. Era un hombre de mediana edad, nacido en Inglaterra y exiliado de su tierra cuando el rey Esteban se apoderó del país. Enrique lo había conocido durante la primera y desastrosa campaña que emprendió para apoderarse de Inglaterra y, desde entonces, Robert no se había apartado de su lado—. Pero hay muchas más cosas… —prosiguió, ahuecando las manos—. Dinero. Cosas que comprar con él. www.lectulandia.com - Página 67
—Sin lugar a dudas, es más grande que Ruán —dijo Enrique, dirigiendo su caballo alrededor de una piara de cerdos que se había apiñado a lo largo del cenagoso camino. Si se hubiera tratado de ovejas o de vacas habría pasado a través de ellas, pero los cerdos podían hacer daño a un caballo—. Ojalá contara con un lugar en las proximidades de Ruán como ese Studium. Allí existía el Yeshiva, donde al parecer se debatía sobre el significado de las palabras, pero eran todas en otro idioma. —Dicen que el Studium está lleno de herejes —comentó Robert. —Herejes. Pues mucho mejor. Son la sal de la carne, por si lo quieres saber. ¿Qué sentido tiene hacer preguntas si ya sabes cuáles son las respuestas? Estaba tratando de olvidar lo que su padre había dicho sobre Leonor. Siguieron avanzando por el camino hasta el punto en el que se bifurcaba hacia el norte. Recordó el momento en el que tuvo el cuerpo de la reina entre sus brazos, sinuoso y dulce, sintiendo el arco de su figura, mientras sus piernas se entrelazaban con las suyas. Luego pensó en ella en los brazos de su padre, adoptando la misma postura. Sintió deseos de golpearle hasta reducirlo a cenizas. Sabía que estaba mintiendo, siempre mentía. Pero ella era una mujer disoluta; lo había comprobado. Sin embargo, también era la duquesa de Aquitania. Y, desde hacía tiempo, la esposa de otro hombre. Se dio cuenta de que no era una virgen recatada. Cuando se casaran, la obligaría a ser fiel, aunque para ello tuviera que encadenarla a la cama. Eso si alguna vez llegaban a casarse. Todo eran ensoñaciones, sin duda, conversaciones de cama que se desvanecen como la espuma. Fuera como fuese, en aquel momento le invadía la desesperación al pensar que podría perder Aquitania, una tierra que nunca había poseído. Siguieron cabalgando. A medida que se acercaba el final de la jornada a caballo, viendo que no había ninguna aldea en las proximidades, pensaron en acampar debajo de un árbol, pero entonces apareció un hombre que avanzaba al galope por detrás de ellos. Aquel hombre resultó ser un mensajero enviado por su padre. —Debéis venir —dijo el hombre, que tenía los ojos hundidos. Su caballo flaqueaba, mientras la espuma se tornaba en costra alrededor de su nariz. Su caballo moriría en una hora—. El conde ha enfermado y es probable que no viva para contarlo. —¿Qué? —Los demás hombres se arremolinaron en torno a Enrique. —¿Cómo dices? —preguntó Enrique, mudo de sorpresa. —Nos detuvimos junto a un río. El conde decidió darse un baño y cuando salió del agua estaba temblando, así que lo llevaron a una casa que se hallaba próxima y lo depositaron en un lecho. La fiebre había invadido su cuerpo. Estaba caliente y seco y era incapaz de dominar sus esfínteres, mi señor. Ningún hombre puede vivir mucho tiempo en ese estado. Enrique hizo girar a su caballo y miró a Robert por encima de la silla de montar,
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cuyo amplio rostro pálido estaba plagado de arrugas, empezando a comprender la gravedad de la situación. —Ve a Ruán. Custodia el tesoro que se guarda allí y también a mi madre. Esto no tiene buena pinta —dijo Enrique. —Sí, mi señor —dijo Robert y regresó inmediatamente a su caballo. El mensajero que envió el conde de Anjou se había desplomado en el suelo y alguien le estaba entregando un trago de vino. Enrique se agachó sobre él, mientras Robert ya se alejaba al galope. —¿Dónde se encuentra ahora mi padre? —En el castillo ese del Loira, en aquella vieja torre que se levanta junto al río. Enrique se giró, buscando entre los pocos hombres que le quedaban si veía a Reynard, el más bajo de sus dos lugartenientes. Lo encontró con la mirada. —Dirígete a Caen, convoca al resto de mis guardias y, si puedes, recluta a algunos más. Consígueme cuarenta hombres, dos caballos y un escudero para cada uno. A poder ser, quiero hombres armados. Reúnete conmigo en Lisieux el día de San Juan. En ese instante, le vino a la memoria los feroces ojos azules de Bernard de Clarvieux mientras predecía los sucesos que estaban aconteciendo. Agarró las riendas, se subió a su silla de montar y comenzó a desandar el camino.
Estuvo cabalgando sobre su montura hasta que el caballo no pudo más y encontró otro. Luego cabalgó hasta que llegó tambaleante a la puerta de la torre donde se hallaba postrado su padre. Mucho antes de que le condujeran al aposento donde se encontraba el conde de Anjou, ya podía percibir el olor. El mensajero no se equivocaba. Ningún hombre podía vivir mucho tiempo si las entrañas salían de su cuerpo de aquella manera. A pesar del fuerte hedor que inundaba el ambiente, una docena de hombres, entre los que se encontraba su hermano Godofredo, permanecían alrededor de la alcoba. El conde yacía en el lecho, convertido en un tronco ennegrecido, con los ojos centelleantes, rodeado de velas. Un crucifijo pendía por encima de su cabeza, como si se estuviera pertrechando para contener la acometida de los demonios. La luz brillaba con fuerza a su alrededor, pero se tornaba amarilla y brumosa por encima del conde, en el techo, sin parar de temblar ante la acometida de la corriente. —Es mi testamento. —La cabeza del conde se giró sobre el colchón. Su mano se movió y Enrique observó que sobre la cama había una bola de papel arrugado—. Debes cumplir con mi voluntad. Enrique miró a su alrededor a los demás hombres y vio entre ellos a los que iban a poner en entredicho su nombramiento como conde de Anjou: el obispo de Lisieux, su tío Elías, y su hermano, sonriéndole burlonamente, triunfante sobre el lecho. —Dejadme leerlo —dijo Enrique. —¡No! ¡Debéis aceptarlo! www.lectulandia.com - Página 69
—¿Cómo puedo aceptar algo que todavía no he leído? —levantó la mirada hacia los testigos que rodeaban el lecho de muerte. Todas las miradas se depositaron sobre él, formando un muro de piedra. —Se lo deja todo a Godofredo, ¿no es así? —gritó Enrique. Salió violentamente de la estancia y comenzó a deambular por el patio, dando violentas palmadas. El obispo de Lisieux apareció caminando sigilosamente tras él. Se trataba de un hombre menudo y sincero que portaba el suficiente oro en su toga como para comprar pan a un centenar de mendigos. El obispo, resoplando mientras corría y llevando tras de sí a sus clérigos, llegó a la altura de Enrique mientras descendía por la rampa. —Esperad, hijo mío. Enrique se volvió hacia él. —Hijo mío. Mi padre está allí arriba, tratando de arrebatarme la herencia. —Escuchadme, hijo mío. —El obispo de Lisieux le miró a la cara, sonriendo. Tema unos ojos diminutos y brillantes, como si fueran un pájaro que revoloteara por encima de sus sonrosadas mejillas. Pasó la mano por encima del hombro de Enrique y le dio unas palmaditas—. Os equivocáis. Sólo quiere concederle a Godofredo unos cuantos castillos enclavados a lo largo de la frontera oriental… de ese modo, podrá disponer de algunas tierras. Eres su hijo primogénito. La mayor parte de sus bienes pasarán a tu poder. Enrique apretó los dientes con fuerza. Lo quería todo. Miró fríamente por encima del hombro del obispo. El clérigo volvió a darle unas palmadas en el brazo. —Tenéis que daros cuenta de cuál es la situación. Está a punto de morir. Nos ha hecho jurar a todos que no le veremos enterrado antes de que el testamento se abra y se acaten sus disposiciones. Enrique consideró que aquello era un abismo que se abría bajo sus pies. La amenaza del entierro iba en serio. Si su padre yacía sin ser enterrado, no podría convertirse en el conde de Anjou con todos los derechos, independientemente de lo que dijera el testamento. Al menos, la mayor parte de sus bienes pasaban a su poder. Se convertiría en el nuevo conde de Anjou. —¿Ha recibido ya la extrema unción y ha sido ungido? —Sí. Está preparado para encontrarse con Dios. —Lo dudo mucho —replicó Enrique. Permanecieron envueltos en la oscuridad que cubría el empedrado en pendiente de la torre. Al otro lado de los muros podía ver el valle que adornaba al río, el agua que centelleaba bajo la luz de la luna, y el fuego tenue de un cobertizo que se levantaba en la lejanía. Allí a lo lejos, en alguna parte, se encontraba la frontera de Aquitania. Pensó de nuevo en la maldición que profirió Bernard. El santo había sido el causante de todo aquello, o al menos lo había predicho de alguna manera. Luego decidió borrar esa idea de la cabeza. El anciano había tenido suerte. Aquello
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simplemente era obra del destino. De la causalidad. No parecía tener mucha importancia. Si Bernard estaba en lo cierto, entonces todos estaban condenados. A fin de cuentas, todos estamos condenados a que nos llegue nuestra hora. Se preguntó, por un instante, si su hermano habría hecho algo. —Mi señor. —Un paje llegó descendiendo a toda prisa por la pendiente—. Mi señor, el conde os requiere de nuevo en su presencia. —Jesús —exclamó Enrique. Avanzó por el irregular firme con el obispo caminando a su lado. —Mi señor, debe ser enterrado en cuanto fallezca. Es una afrenta a Dios dejarlo por encima del nivel del suelo. Lo llevaremos a Le Mans, ya que es el lugar más próximo. —A Le Mans —dijo. No estaba preparado para aquello: su padre era un hombre joven y fuerte que siempre había estado a su lado, que estaría ahí para siempre. Había odiado a su padre, pero también había confiado en él. Aquello era algo tradicional en su familia. Su padre le odiaba, algo que también se había convertido en una tradición. Y, a pesar de todo, podía haber concedido la mitad de sus posesiones a su hermano. Aunque el testamento dijera que él era el conde de Anjou, muchos de sus vasallos se habrían rebelado al enterarse de la noticia. Tendría que reclutar a todos los que se mantuvieran fieles, ir de bastión en bastión, obligándoles a que le abrieran las puertas, obligando a cada uno de los nobles a someterse. Y en Normandía también se verían obligados a abrirle las puertas. Todas sus posesiones podrían acumularse como una pila de yesca. Tenía enemigos por todas partes y, a pesar de la paz que habían firmado, estaba seguro de que el francés se entrometería e Inglaterra podría atacarle. Lo primero que tenía que averiguar era el contenido del testamento y la única manera de conseguirlo era mostrar su acuerdo con lo que había estipulado en él. Avanzó con gesto solemne hasta la puerta y penetró en la estancia donde el conde se encontraba pudriéndose, moribundo; y mordiéndose la manga de rabia, aceptó el testamento tal y como estaba redactado.
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París, agosto de 1151 —David tañía el laúd —dijo Leonor—. El amado de Dios. El antecesor de Jesús. Luis apenas la miraba. Sus manos descansaban sobre las rodillas y dirigía la mirada con determinación sobre ellas. Luego respondió: —Si lo único que hacen es cantar salmos, les daré la bienvenida —citó. Sus manos se movieron, juntando una palma sobre la otra—. Debo cumplir con mi deber, Leonor. Para eso soy el rey. —Miró hacia su esposa, con los ojos rutilantes, casi con nostalgia—. No deberíais hacer acto de presencia en la corte, tal y como afirma Thierry. Los asuntos que se discuten allí son cosa de hombres y lo único que hacéis es alterar los debates. Es un lugar poco adecuado para vuestra delicadeza. Sin embargo, me alegra que vengáis, me alegra veros allí. ¿Acaso eso no es una forma de sufrimiento? ¿Por qué no os importo nada? Leonor le dio la espalda y miró hacia el bullicioso y abarrotado pabellón. La agitación que acompañaba a la voz del rey le producía repulsa. Bastante tenéis con preocuparos de vos mismo, señor, como para necesitar nada de mí, pensó, pero no dijo una palabra. En su lugar, alimentó sus sentidos con el color y el bullicio de la corte. Si no podía tener a un tañedor de laúd, ni juglares, ni entretenimiento, al menos podría disfrutar con la dura agitación de la vida real. Por debajo de las telas de araña y de los viejos estandartes que engalanaban el elevado techo, la cavidad de aquella galería estaba atestada de gente, todas ellas participando en pequeñas tertulias repartidas por toda la sala, algunos moviéndose de acá para allá, pasando de un grupo a otro. Pensó que podría conocer las noticias con solo desplazarse de uno a otro, escuchando los cotilleos, las bromas, las amenazas y las ofertas. Thierry Galeran se encontraba sentado a la izquierda del rey sin pronunciar palabra, pero, de vez en cuando, el gentío se acercaba hasta él y le susurraba al oído para luego dirigirse a otras personas que se hallaban en la sala y hablar con ellos, inundando la estancia con crecientes murmullos cargados de influencias e intereses políticos. Leonor quería hablar con Luis para tratar el asunto de su matrimonio, pero no fue capaz de hallar una forma sutil de afrontar tan delicado asunto. Se sentó distraídamente juntando los dedos, intentando encontrar la manera de abordar el tema. En ese momento, a través de la multitud, se abrió paso una bandada de mirlos; se trataba de cuatro hombres ataviados con largas túnicas negras parecidas a las que lucen los benedictinos, con capucha y la cabeza tapada, portando varios rollos de papel en el interior de sus amplias y holgadas mangas. Leonor los reconoció al instante, ya que eran
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los maestros que impartían lecciones en el Studium que se encontraba en el margen izquierdo del río. Allí leían a Aristóteles, a Alhazen y discutían sobre los maravillosos pensamientos de los grandes hombres de la antigüedad. A Petronila le complacía enormemente poner a prueba su ingenio con ellos, y la propia Leonor recientemente había hecho buen uso de él. Los maestros se postraron frente al rey e inmediatamente comenzaron a presentar sus demandas, sin siquiera esperar a Thierry. —¡Mi señor! ¡Hemos venido para suplicar vuestra protección! Intrigada por su osadía, Leonor se sentó a escuchar su severo langue d’oeil, en absoluto temperado por la humildad o la oblicuidad. Desde el otro lado de la sala, Bernard se aproximó a ellos, con todo su séquito de acólitos a sus espaldas. Thierry avanzó hasta colocarse entre el espacio que dejaban el rey y el maestro, que a continuación se volvió y comenzó a discutir con él. El rey dijo: —¿Qué sucede aquí? —Dejadles hablar —dijo Leonor—. Como veis, Bernard siente curiosidad por escuchar lo que tengan que decir. La cabeza de Luis comenzó a dar vueltas, tratando de encontrar con la mirada la figura enjuta del monje vestido de blanco, que ahora se encontraba cerca del estrado. Aparentemente, Bernard le dirigió una señal afirmativa, porque el rey se volvió hacia Thierry y luego dijo, empleando el tono de voz elevado que utilizaba cuando trataba de demostrar autoridad: —Dejad que se acerquen. ¿Cuál es vuestro caso, amigo mío? ¿Por qué aparecéis ante el rey? El maestro, que estaba un poco enardecido por el enfrentamiento que había mantenido con Thierry, desvió su atención de él, recuperó la compostura con un tirón de mangas y se acercó al rey con la cabeza inclinada hacia atrás. —Mi señor, hemos venido a pediros que protejáis a nuestros alumnos del Preboste de París. Ayer, mientras me encontraba impartiendo una clase sobre Analítica, un puñado de sus hombres irrumpió en el aula y se llevaron a algunos de mis alumnos, desatándose una violenta disputa, haciendo que muchos de ellos huyeran presa del miedo. Sin embargo, no debería tener ningún poder sobre nosotros, ya que somos clérigos, y por eso solicitamos vuestra intervención, en nombre de la justicia, puesto que vos sois el rey. Bernard intervino, haciendo resonar su auténtica voz de mando: —¿Pero qué clase de locura es esa? Vos enseñáis a discutir. Recogéis los frutos de lo que sembráis. Permitís que los hombres se aferren a ideas nuevas y peligrosas y fomentáis entre ellos la disputa. A vuestros alumnos les gusta sembrar la polémica y las dudas, en lugar de ser unos humildes creyentes, y su pensamiento corrupto se extiende a sus actos. Por esa razón, la policía local se abatió sobre ellos, tal y como hacen con los delincuentes comunes.
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El monje blanco se iba acercando cada vez más a medida que hablaba y ya se encontraba más cerca del trono que del maestro. Luego se dirigió a Luis: —Dejemos que el Preboste limpie de escoria el margen izquierdo del río. Ese lugar está podrido desde el principio, cuando el inestable Abelardo lanzó allí su primer discurso. Y todavía siguen leyendo allí, junto al fuego hechicero de su falsa brillantez. Leonor replicó: —Al contrario, señor, deberíais protegerlos. ¿Quién va a escribir vuestras cartas magnas? ¿Quién se encargará de mantener vuestros registros, si no ellos, las personas que aprenden de sus escritos en esas escuelas? Luego también pensó que, cuanto más interviniera el rey, más fuerte se haría. Thierry se había mantenido apartado del enfrentamiento. El maestro del Studium se enfrentó a Bernard sin la menor muestra de temor. Su voz se dejaba escuchar con total claridad, tan suelta como la del propio Bernard. Era una voz cultivada, que hablaba con facilidad tanto un perfecto latín como el francés de la calle. —Con todos los respetos hacia el santo abad de Clairvaux, que Dios lo exalte, le pido que considere que Dios no concedió a los hombres la facultad de razonar, ni todo el cosmos para que lo explorara, para que luego no podamos preguntarnos por las cosas que hay en él y aprender de ellas. Alimentamos nuestra fe con el entendimiento de la Creación. Gracias a los libros, San Agustín encontró el camino a Dios. Bernard no se molestó siquiera en mirarlo, pero habló casi por encima de su hombro, mientras los párpados caían pesadamente sobre sus ojos. —Dios os dio fe para disciplinar a vuestra razón, pero, al igual que hace el ganado incauto, os habéis descarriado y ya no apacentáis en la tierna hierba de los prados, sino que preferís ronzar las espinas. El maestro permaneció inmóvil sin inmutarse lo más mínimo. —Con todo, la esencia de un hombre radica en su libre albedrío, tal y como manifestó Erigena. Y entre las espinas a menudo crecen las flores más refinadas. Son las flores del pensamiento, que brotan entre las espinas de la controversia. Bernard se volvió hacia él, atraído con desgana hacia un combate dialéctico. Su voz estaba cargada de aspereza. —Estáis pisando un terreno muy resbaladizo, hermano. Habéis mencionado a Agustín, el padre de todos nosotros, quien escribió que los hombres están tan corruptos por la caída en desgracia de Adán que si actuaran libremente lo único que podrían hacer es incurrir en el pecado. Y os recuerdo que Erigena está proscrita. —No obstante —replicó el maestro—, deberíamos acudir a Dios libremente y por nuestra propia voluntad, tal y como nos dijo el propio Jesús. Y si existe pecado en acudir a Dios, mi señor abad: ¿no creéis que Dios vería con dulzura que pecáramos? Leonor se echó a reír y se tapó la boca con la mano. Luis estiró el brazo y le agarró de la manga. Bernard se volvió hacia ella por unos instantes y luego se encaró de nuevo con
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el maestro. —Os burláis de todos los asuntos que tratáis, hasta de vuestro propio razonamiento falso. Marchaos, desapareced. No pertenecéis a este lugar. Luis seguía tirando a Leonor de la manga. —No tratéis de intervenir en este asunto, ya que es una disputa entre sacerdotes, ¿o es que acaso no lo veis? A continuación, hizo un gesto con las manos hacia los maestros, que ya se disponían a abandonar el pabellón. Thierry había rodeado sigilosamente el estrado y se encontraba en la parte posterior del mismo. Colocándose delante del rey, Bernard se volvió hacia el trono. Su demacrado rostro parecía una reja de arado, con su prominente mandíbula. —Os reís del pecado, mi señora —dijo a Leonor. —Solo emití un sonido dirigido hacia el Señor que delataba mi regocijo —dijo ella. —Sí. Las aves también son capaces de emitir sonidos sin saber lo que significan. También son muy hermosas y pertenecen completamente a este mundo. Leonor levantó las cejas hacia el monje. —¿Estáis dedicándome un cumplido, mi señor abad? Si es así, lo acepto. En ese momento, a sus espaldas, la voz de Thierry se derramó sobre aquel momento fugaz de buen humor como un jarro de agua fría. —Señor, escuchad al reverendísimo abad: encerrad a la reina en un convento, apartadla de todas las tentaciones que asedian a este mundo ya que, de ese modo, podrá salvarse ante Dios. Leonor se puso tensa, fría como un témpano; se había olvidado completamente de la presencia del secretario, su peor enemigo. En ese momento se dio cuenta de que estaba rodeada, sabiendo que Thierry se encontraba a sus espaldas, Bernard estaba delante de ella y, tras mencionar el convento, la visión de la vida retirada pasó fugazmente ante sus ojos: sintió el tacto de la fría piedra bajo sus rodillas, las constantes oraciones, el sucio hábito lleno de pulgas, los días carentes de sol y de aire. —El propio Santo Padre nos exhortó a que permaneciéramos juntos —intervino Luis. La descarnada cabeza de Bernard se inclinó hacia él. —Habéis hecho todo lo que Dios podría desear de vos, mi señor, y sin embargo, os priva de la bendición de un hijo varón. —Sus ojos se volvieron hacia la reina como dardos—. Dos hijos en quince años y, en ambos casos, nacieron féminas. Dios os habla empleando palabras sabias. La vasija que es impura solo puede derramar impurezas. Tal vez un convento pueda, ciertamente… Leonor se sentó con la espalda recta, retorciendo las manos sobre su regazo. La voz de aquel abad estaba cargada de malicia y le aterraba la idea de permanecer encerrada en un convento, aunque aquella solución le abría las puertas de una salida. No podía mostrarse demasiado dispuesta a aceptarla. Tenía que mostrarse reacia.
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—Es cierto, no contamos con un príncipe —dijo Leonor, bajando la cabeza, como si aquello le ocasionara una terrible angustia. Por el rabillo del ojo vio cómo al rey le cambiaba el gesto del rostro, lleno de inquietud, y cómo sus dedos acariciaban la túnica que cubría sus rodillas. Luis habló sin dejar de mirar hacia ellas. —No puedo hacerlo… esa no puede ser la voluntad de Dios, confinarla entre los muros de un convento. Si lo hago, jamás podrá darme un príncipe. Leonor levantó el rostro con gesto solemne, ardiente por sus graves pensamientos. Dejó que su voz se deslizara lentamente, como si las palabras no desearan salir de su boca: —Majestad, puede que el bendito abad tenga razón… Es posible que Dios vea con buenos ojos la presencia de otra mujer, otra esposa que sea capaz de entregar un hijo varón a Francia. Esa sería la única solución. Bernard dejó escapar un sonido gutural impropio de su santidad. Leonor se volvió para mirarlo. —Es cierto: no deberíamos seguir casados por más tiempo. Los ojos de Bernard se abrieron de par en par, cargados de furia. —Majestad, si el matrimonio llega a su fin, perderemos Aquitania —dijo Thierry. Leonor prefirió ignorar sus palabras, dedicando toda su atención al espigado y desgarbado abad de Clairvaux, su presa. El abad se dio parcialmente la vuelta, cubriendo sus ojos con las persianas de sus párpados. Su túnica blanca caía alrededor de su cuerpo como si fueran sucias alas y su escaso cabello blanco colgaba sobre su cuero cabelludo como si se tratase de la lana más refinada. Cordero de Dios, pensó Leonor, despójame de mi pecaminoso matrimonio. —¿Mi señor abad? ¿Qué decís a todo esto? —preguntó la reina. —En eso le asiste la razón, por muy retorcida que sea la idea, ya que todo lo que ella concibe es retorcido. Vuestro matrimonio es una maldición que pesa sobre vos como una losa. —Su voz rechinaba como los dientes rotos. Leonor se sintió repentinamente agigantada, ligera, y dotada de alas, como si acabara de salir de una pequeña y estrecha caja, dejando entrever una sonrisa. Empleando un tono de voz que no podía mantener completamente firme, dijo a Luis: —Rezad, mi señor. Dios os mostrará lo que debéis hacer. Bernard se volvió hacia ella, con la mirada torva y sus manos entrelazadas con fuerza. Leonor percibió que el abad se había dado cuenta demasiado tarde de cómo era capaz de manejarlo para sus propios intereses. La voz del abad se precipitó sobre ella como una lluvia de flechas. —¡Mujer insensata! Lo único que deseáis es quedar libre, tal y como hacen esos eruditos que están convencidos de que lo son, para luego aparecer revoloteando por aquí, suplicando que los defiendan de sus enemigos. ¿Quién os dará protección si el rey
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renuncia a vos? Pasaréis del cobijo de un corazón tierno a la rapiña de los lobos. Os convertiréis en una cierva huyendo en una cacería. No confiéis en nadie, os lo advierto, ya que, cuando llegue ese momento, hasta aquellos de los que nunca habéis dudado se precipitarán sobre vos. El silencio se había adueñado de todo el pabellón, pues todos los presentes deseaban ser testigos de aquel instante. Como siempre, el abad atraía la atención de todos los presentes, manteniendo a la multitud completamente bajo su poder. Todos los testigos, pensó Leonor, interpretarán sus palabras como otra maldición. Sólo ella era capaz de ver la puerta que se abría ante sus ojos. Leonor siguió insistiendo en el tema con entusiasmo. —Debemos conseguir una anulación, majestad. Llagárnoslo por el bien de Francia. Como veréis, hasta el bendito Bernard está de acuerdo en esto. —Majestad… acordaos de Aquitania… —bramó Thierry. Leonor contestó: —¿De qué os sirve Aquitania si no alumbro ningún príncipe para que lo gobierne cuando muráis? —dijo, apuñalando a Thierry con la mirada—. Es evidente que lo de la herencia es algo que nunca será de su interés —dijo con mala intención. Thierry echó la cabeza hacia atrás. Luis miró a su esposa, con los ojos completamente en blanco y la boca entreabierta. Los afilados dedos de Bernard se levantaron como si fuera capaz de despedazarla con ellos. Levantó los párpados y clavó en ella su sanguinaria mirada azul. —Cómo os atrevéis —espetó—. Cómo os atrevéis. Leonor se recostó en su asiento con gesto triunfante, disfrutando del arranque de mal humor del abad, y juntó las manos sobre su regazo. Sabía que no era preciso decir nada más. Luis acataría la voluntad de Bernard más que de ningún otro, y ahora tenía la fortuna de que el santo estaba de su parte, aunque fuera en contra de su voluntad, pero afirmando, al fin y al cabo, que no deberían seguir casados por más tiempo. Bernard apartó la mirada de Leonor y se volvió hacia el rey. Por unos instantes, la reina temió que el abad se fuera a retractar de todo lo que había dicho. Las persianas de sus pesados párpados se volvieron a bajar. El abad se había quedado repentinamente pálido y su voz sonaba pesada y fatigosa. —Majestad, creo que es la última vez que me tomo la molestia de venir aquí. Estoy completamente cansado de tratar sobre los mismos asuntos una y otra vez. He cumplido con mi voluntad y he establecido la paz entre vos y el conde de Anjou, aunque a un precio imprevisto. Luis se volvió hacia él, empleando por una vez un tono de voz cortante, cargado de turbación, y dijo: —Mi señor abad, me gustaría que permanecierais a mi lado. Hacedme saber qué es lo que puedo hacer para volver a daros la bienvenida a mi corte.
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Bernard sacudió la cabeza lentamente. —Siento el peso de los años sobre mis hombros. Desde que murió el anciano Suger he pensado muchas veces en la muerte y sé que se acerca la hora en la que tenga que emigrar de este mundo. Por ello, desearía que el comienzo de mi nuevo periplo me sorprendiera en mi propia abadía, encerrado en mi celda. —Sin vos no podré saber lo que Dios desea de mí. Pensad en vuestro señor. Pensad en mi reino —dijo Luis. El santo se encogió de hombros. No volvió a mirar más hacia Leonor. Le acababa de dar lo que quería, pero los ruegos del rey le conmovían tan poco como una piedra. —Majestad, debo irme —dijo. —Os lo ruego… —protestó Luis. Pero el abad ya se había puesto en marcha. Avanzó pesadamente hacia la puerta apoyándose sobre sus rígidas piernas. Sus acólitos le seguían de cerca mientras el santo se deslizaba por el pabellón con la cabeza agachada. —Entonces, ¿no se queda? —dijo Luis, con tono infantil. Leonor le miró fijamente. Aparentemente, no había aceptado nada y, sin embargo, algo había sucedido, algo que seguramente sería irrevocable. Thierry lo sabía y se inclinó sobre el rey, tirando de su manga, mientras le susurraba al oído. Leonor distinguió la palabra Aquitania, que se repetía una y otra vez. Luis miró a su esposa, parpadeando continuamente, con los ojos humedecidos. Leonor se sintió conmovida. —Con vuestra venia, mi señor. Leonor le dedicó una ligera reverencia y sus damas se pusieron de pie, la rodearon envueltas en el susurro de sus faldas y la siguieron, pero a Leonor le dio la impresión, sumida en su sensación de alegría y de triunfo, que más que caminar, volaba.
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—El rey consentirá la anulación y podremos regresar a Poitiers. Petronila agarró la mano de Leonor entre las suyas. —¡Poitiers! Leonor pasó el brazo alrededor de la cintura de Petronila y apoyó la mejilla contra la de su hermana. —Te lo dije. El rey se va a dar cuenta de que nuestro matrimonio está acabado. Aquitania es mía, así que se queda conmigo. —Su tono de voz fue en descenso hasta caer en un exuberante susurro—. Volveremos a casa. Y allí podré controlarlo todo. Llevaré a Poitiers a los mejores trovadores, a los grandes poetas, a todo hombre que piense por sí mismo —añadió recostándose sobre su asiento, con la mirada cargada de alegría, sin temor, emitiendo un fulgor verde bajo la luz del sol—. Me invade el deseo de celebrar la victoria. ¡Bailemos! —prosiguió, poniéndose de pie de un salto mientras, dando una patada al aire, se despojaba de los zapatos—. Marie-Jeanne, cierra la puerta. Nadie nos detendrá, ni siquiera el mismísimo rey. Alys, canta un rondó para nosotras. ¡Y venid todas a bailar conmigo! Por un momento, nadie movió un músculo, pero luego, como si el sol comenzara a ascender por el cielo ante sus ojos, sus rostros se colmaron de excitación. Marie-Jeanne echó el cerrojo de la puerta. Alys, que contaba con una excelente voz, se aclaró la garganta y comenzó a entonar una vieja melodía. Petronila sintió cómo se le erizaba el cabello. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, como si, de algún modo, en aquella pequeña habitación fuera libre como un pájaro que surca el cielo. Comenzó a cantar con Alys. Recordaba aquella canción desde la infancia y pensó que tal vez su padre, el gran trovador, fue la primera persona a la que escuchó cantar. Cogió la mano de su hermana y la apretó, luego asió la de Alys con la mano que le quedaba libre y Marie-Jeanne se unió al círculo. Todas cantaban a pleno pulmón. Sin saber muy bien qué hacer, la pequeña Claire se acercó y le dejaron que se colocara entre Marie-Jeanne y Alys. —Blanca y radiante va la novia… —cantaba Alys. —¡Uno, dos, tres, patada! —gritó Leonor. Siguieron moviéndose en círculo alrededor de la estancia, golpeando los taburetes y tirando al suelo los cojines. Estaban armando mucho escándalo. Petronila parecía radiante y no podía parar de reír. Se sentía embriagada y agitaba los brazos, mientas todos cantaban con Alys.
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—Los indicios presagian el ascenso de un nuevo amor, sagrado en el altar… Colocándose en medio de ellas, Leonor se recogió las faldas, apuntó con un pie hacia adelante, luego con el otro, y dio un giro, con los brazos extendidos por encima de la cabeza sin dejar de agitar las caderas. Las damas de compañía aplaudían y la animaban con sus gritos. Hasta Claire parecía sentirse feliz en aquel instante y, de repente, también comenzó a cantar, sin entonar la letra, porque no se la sabía, sino siguiendo el tono. Tenía una voz clara, elevada y refinada, que sonaba muy pura en contraste con la de Alys. Leonor volvió a incorporarse al círculo que formaban las damas de compañía. En ese momento, alguien golpeó la puerta, dejando escapar un grito apagado de indignación, pero las mujeres lo ignoraron. Juntaron las manos y todas corrieron hacia el centro del círculo, con los brazos levantados. —¡Amor! ¡Amor! Glorioso es el nuevo amor… Luego volvieron hacia atrás, haciendo una reverencia, y comenzaron a bailar en círculos alrededor de la estancia. Obviamente, todas las personas que se encontraban en la torre podían escucharlas. Sin lugar a dudas, aquel arrebato de incontenible alegría estaba llegando hasta el propio Luis. Petronila se colocó en el centro del círculo, dio varios pasos, y una vuelta, y volvió a unir las manos con las damas de compañía. —Claire —gritó Leonor—. ¡Te toca a ti, Claire! El rostro magullado y amoratado de Claire mostró cierto sonrojo. Mientras avanzaban en círculos por alrededor de la alcoba, se pasó la lengua por los labios, y miró con timidez primero a un rostro, luego a otro. Después, las damas de compañía retrocedieron unos pasos y comenzaron a dar palmadas, consiguiendo que Claire saltara al centro del círculo. La muchacha no se sabía los pasos. Torpemente, lanzó una patada al aire con un pie y luego otra patada con el otro. Leonor saltó al centro para unirse a ella. Cogiéndola de la mano y apartando sus faldas con la otra, le enseñó cómo apuntar con los dedos de los pies, cómo saltar de un pie a otro. Claire se echó a reír. Levantó su rostro hacia la reina, sin temor alguno, con las mejillas resplandecientes. Leonor se inclinó hacia delante y la besó en los labios. Comenzaron a realizar giros, luego volvieron al círculo y todas las mujeres comenzaron a lanzar gritos de alegría. Una oleada de golpes estuvo a punto de hacer que la puerta de la estancia se viniera abajo, pero nadie acudió a abrirla. —Besa la cruz y abandona el llanto… Petronila se dio cuenta de que Claire había sido seducida. Su hermana la había convertido. Chocó las manos de Alys contra las suyas y comenzó a dar vueltas y vueltas, completamente embriagada. —Gloria, gloria al nuevo amor, al amor que siempre había esperado. Oh, pensó Petronila, esperemos que sea así. Esperemos que sea así.
Al día siguiente, tras la misa de la mañana, el rey envió a su chambelán para que llevara a www.lectulandia.com - Página 80
Leonor ante su presencia. Petronila hizo ademán de acompañarla, pero el chambelán, deshaciéndose en reverencias, se lo prohibió. El rey quería ver a Leonor a solas. Su hermana le lanzó una mirada temerosa. Leonor sonrió para tranquilizarla, pero comenzó a sentir que sus nervios le lanzaban una señal de advertencia. Sintió en el estómago una pequeña náusea. Era posible que Thierry y Luis hubieran descubierto algo. Quizás supieran lo que había pasado con Enrique de Anjou. De alguna manera, tal vez conocieran lo que ella ahora sólo comenzaba a sospechar vagamente. Si habían descubierto algo, no habría manera de convencer a Luis, y le invadió la sensación de que no tenía el control sobre lo que iba a pasar en el futuro. Se preguntó si había celebrado demasiado pronto la victoria. Comenzó a avanzar detrás del chambelán, haciendo acopio de todos sus argumentos mientras caminaba. El anciano la condujo hacia la torre norte, donde se hallaban los aposentos privados del rey, luego anunció su presencia y le abrió la puerta para que Leonor pasara. La reina esperaba encontrar a Thierry allí, escuchar todo tipo de reproches y, posiblemente, encontrar algunas pruebas de su adulterio, así como de otros pecados que había cometido. Mientras caminaba, iba preparando mentalmente su defensa, pensando en dedicar algunas palabras de desprecio a Thierry y en la manera de echar por tierra cualquier sospecha que pudiera haber surgido. Pero cuando entró en la cámara, el rey estaba a solas. Se encontraba rezando arrodillado, en un prie-dieu que se hallaba por debajo del nivel del suelo, bajo el crucifijo que colgaba de la pared, y se puso de pie en cuanto la reina entró. Iba vestido con su túnica más sencilla y estaba descalzo. Su cámara era tan austera como la celda de un monje, salvo por el crucifijo, que estaba hecho de bermellón y joyas, la palangana de plata donde se lavaba y las espléndidas pieles que cubrían su enorme cama. Las desnudas paredes de piedra estaban desprovistas de cualquier tipo de decoración, y las esterillas de junco que cubrían el suelo eran sencillas y estaban tan sucias como las de la cabaña de un campesino. El único mobiliario que había, además de la cama y de unos cuantos taburetes, era el reclinatorio, sin acolchar, que se encontraba completamente desgastado como consecuencia del continuo uso que le daba el soberano. En el centro de la sala, Luis permaneció de pie con la cabeza inclinada y las manos juntas, como si fuera un monje. Leonor se inclinó a modo de saludo hacia el rey preguntándose, todavía más alarmada que antes, cuáles eran las intenciones de su esposo. —Mi señor —dijo—. Os deseo un buen día, majestad. Espero que os encontréis bien. Luis estaba demacrado como un pedazo de papel y tenía el contorno de los ojos enrojecido. —Leonor. Mi Leonor. Os doy las gracias por haber venido —dijo.
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—Señor, me lo habéis ordenado tajantemente —repuso Leonor, lanzando una risa cargada de contrariedad, de tensión y de inseguridad. —Oh, siento mucho que haya sido así —dijo Luis. Se acercó a un taburete que descansaba junto a la pared y, tras desplomarse sobre él, se pasó la mano por el rostro—. Pero vos sois vuestro propio amo, mi Leonor, y solo seguís vuestras propias directrices. Venid a sentaros a mi lado y compartid vuestros pensamientos conmigo, tal como hicisteis el día en el que nos casamos. Arrastrando los pies, la reina se acercó hacia él. El otro taburete se encontraba en el extremo opuesto de la estancia, así que extendió sus faldas sobre las mugrientas esterillas y se sentó en el suelo, junto a él. Así lo había hecho cuando eran mucho más jóvenes, cuando acababan de ser coronados y se sentían frescos como una flor. Aquel día hablaron alegremente sobre los grandes planes y los ambiciosos proyectos que les rondaban por la cabeza y, en aquel momento, Leonor se dio cuenta de que todos los planes y proyectos habían sido ideados por ella y el rey solo los había compartido. En ese instante, el rey tenía aspecto de sentirse pesado y viejo. Recorrió de nuevo su rostro con la mano, como si con ello fuera capaz de dar forma a sus rasgos faciales. Por unos instantes no pronunció palabra y ella no le apremió a que lo hiciera, temerosa de lo que pudiera decirle. Al final, el monarca habló: —El propio Santo Padre declaró que encajábamos perfectamente para contraer matrimonio. Nos condujo hasta los aposentos con su propia mano. No puedo creer… —Ya escuchasteis a Bernard —dijo Leonor, sintiendo cómo se le tensaba el vientre. Todo lo que creía que estaba arreglado parecía estar a punto de deshacerse—. Majestad, no podemos permanecer juntos. El propio Dios ha condenado nuestro matrimonio, impidiéndonos disfrutar del sello de nuestro casamiento, nuestro hijo, el príncipe de Francia. Sé que ese ha sido el juicio de Dios y estoy dispuesta a obedecerlo. Nunca más volveré a acercarme a vos como vuestra esposa. —Pero ¿qué será de vos? —gritó el rey—. Es decir… —Se inclinó hacia ella y agarró su mano entre las suyas. A pesar del calor que hacía en la estancia, sus palmas estaban frías y húmedas—. Si pudierais oír lo que dicen de vos… De lo que puede aconteceros si os retiro mi protección… No puedo soportarlo. —Se apartó de la reina y levantó las manos hacia su rostro, con los dedos entrelazados en sus cabellos—. Dios me entregó a ti y ahora estoy renunciando a mi custodia. Una vez más, soy un fracasado. —Majestad —dijo Leonor, levantando la mirada hacia él—, os ruego que os calméis. Recordad que sois el rey de Francia. —Nunca puedo olvidarlo —dijo Luis, bajando las manos hasta su regazo. Encaramado sobre su taburete, se enderezó ligeramente apretando los labios, como si le costara un gran esfuerzo, y dedicó a la reina una mirada prolongada—. Todo lo que tengo de realeza lo he aprendido de los demás: de Suger, de mi Padre y de vos. Pero vos
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habéis nacido siendo una soberana. —Bah —repuso ella. —Sin embargo, yo nunca he sabido qué es lo que tenía que hacer —prosiguió Luis —. Y, no obstante, todo lo que concibo hace que el mundo se agite. —Sin mi presencia aquí os resultará todo mucho más sencillo. Podréis casaros con una princesa germana. Sé muy bien que el clima frío les concede unos úteros de hierro, donde podréis engendrar a un príncipe —repuso Leonor. Los pálidos ojos de Luis analizaron el rostro de la reina. —Entonces, a pesar de todo, ¿vos deseáis que suceda eso? —Sí —respondió la reina—, por el bien de los dos. Luis, es la única solución. El rey estiró la mano y ella la asió, tratando de mostrarse paciente, esperando a que Luis diera su consentimiento, ya que tenía que hacerlo. Pero antes de que el rey hablara, un violento golpe sacudió la puerta. Leonor se puso de pie, consciente de quién procedía ese imperioso clamor, y Luis le apremió a que entrara. Thierry Galeran penetró en la estancia con el rostro resplandeciente de sudor, arrastrando tras de sí a un hombre ataviado con un abrigo sucio. El secretario eunuco se plantó ante el rey, que todavía se encontraba sentado en su taburete, sujetando la mano de la reina. Leonor retrocedió, soltándose de Luis. Esperaba recibir un torrente de acusaciones de Thierry, pero el secretario habló directamente al rey. —El conde de Anjou ha muerto. —¿Cómo? —dijo Leonor, sin dar crédito a sus palabras. Al principio, pensó que se refería a Enrique y su corazón se encogió de angustia. Luis se limitó a parpadear con incredulidad, mientras sus labios se separaban. La mirada de Thierry pasó de Luis a Leonor y luego volvió a posarse en el rey. —El conde de Anjou, Godofredo Le Bel, ha muerto. Se encontraban cabalgando de regreso a Anjou tras abandonar este lugar y se detuvieron a nadar en el río, ya que hacía mucho calor, como bien recordaréis. Esto sucedió hace una semana, menudo calor hacía… de cualquier modo, el conde salió del agua y comenzó a sentir temblores, teniendo que postrarse en un lecho hasta que le sobrevino la muerte. Leonor se dio ligeramente la vuelta, tratando de ocultar sus caóticos pensamientos de aquellos dos hombres. En su mente, comenzó a resonar la voz de Bernard, anunciando al conde de Anjou que iba a morir en el plazo de un mes, tal y como así había sucedido. Un escalofrío recorrió por todo su cuerpo. La voz de Luis se quebró. Leonor sabía muy bien que el rey también recordaba la maldición. —¿Quién es el hombre que os acompaña? ¿Se trata del mensajero? Contadme las noticias. Leonor miró por encima de su hombro. El mensajero avanzó un paso. El polvo del camino había tendido un manto de arena sobre su piel.
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—He visto al conde postrado en su lecho de muerte, frío como un queso —dijo. Leonor apretó sus manos con fuerza, sin llegar a rezar. Obligó a su mente a despojarse de la maldición que había lanzado Bernard, tratando de dirigirla hacia otros pensamientos: ahora que su padre había muerto, Enrique era el nuevo conde de Anjou, así como el duque de Normandía, lo cual le favorecía enormemente en sus aspiraciones a hacerse con la corona de Inglaterra. Recordó la impaciencia del joven, la fiereza con la que le hacía el amor, y comenzó a sentirse mejor. Un torbellino de deleite recorrió todo su cuerpo, un ansia llena de lujuria, al pensar que el hombre que la amaba se estaba volviendo más poderoso cada día. Apoyó una mano sobre su vientre. Allí había algo, se temió, que crecía a cada día que pasaba, y eso podría echarlo todo a perder. El mensajero siguió hablando: —Lo han trasladado a Le Mans y será enterrado allí. Se ha convocado un consejo, por llamarlo de alguna manera, pero no se prevé que acuda nadie, ya que todavía están litigando por sus posesiones. Thierry dijo: —Es suficiente. Ahora que nos hallamos sumidos en esta época de incertidumbre, podríamos agitar un poco las viejas rivalidades —dijo, frotándose las manos y sonriendo como un mercader delante de su balanza—. La mitad de los barones se declararán en rebeldía y lo mismo sucederá en Normandía. En seguida veremos lo bien que maneja la situación el nuevo conde. Luis rechazó esa idea con un ademán. —Harán lo que suelen hacer —dijo, moviendo la cabeza y bajando la mirada. La muerte del conde de Anjou todavía le afectaba—. Ha sido demasiado repentino. Era un hombre en la plenitud de sus fuerzas, no mucho mayor que yo —dijo, sin pensar por un instante en la política y todavía acordándose de Godofredo El Bello, ahora convertido en comida para los gusanos, y de que la maldición que profirió Bernard se había cumplido. Se levantó de su asiento, haciendo rechinar el suelo, y Leonor se volvió hacia él, levantando la mirada. El rey hizo lo propio y dijo: —Bernard lo sabía. —Sí —repuso la reina, con aspereza, llevando el camino al que conducía aquella situación hacia sus propios deseos—. Bernard sabe cuál es la suerte que nos espera a todos, mi señor. Obedecedle en lo que dice respecto a nuestro matrimonio. —Ahora no —dijo Luis pesadamente—. El conde de Anjou ha muerto y ha estado aquí, entre nosotros, hace pocos días, lleno de vida —dijo, volviéndose luego hacia Thierry—. Salid. Esperadme fuera. —Mi señor… —Marchaos. Thierry salió de la estancia, acompañado de su polvoriento mensajero. Luis se
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enfrentó a su esposa, encogido de hombros, mientras la tensión se dibujaba en su rostro. Ahora, ante la perspectiva que se abría ante ella de poder escapar, miró a través del espacio cada vez más amplio que se extendía entre ellos y se dio cuenta de lo mucho que Luis se estaba esforzando por ser mejor. La impaciencia y el resentimiento que albergaba el corazón de la reina se dirigieron hacia él, ya que el monarca nunca podría ser lo suficientemente bueno. Luis comenzó a hablar: —Sed consciente de cómo son las cosas. Pensamos que tenemos tiempo y, si hiciéramos las cosas siguiendo la voluntad de Dios, así sería, el mismo Dios nos lo concedería, hasta que un día la cuchilla cayera sobre nosotros con toda su fuerza —dijo, asintiendo con la cabeza hacia ella—. Mi querida Leonor. Siempre tendrás todo lo que desees, sea o no la voluntad de Dios, pero es posible que Dios así lo quiera. Veré lo que puedo hacer. —Señor —dijo Leonor, excitada. —Me voy a tomar un tiempo —dijo el rey—. Tendrá que formarse un consejo, algo, no lo sé. En cualquier caso, dentro de poco tenemos que viajar hasta Aquitania y supongo que allí podremos reunir a ese consejo. Tal vez en Poitiers. Tenemos que convocar a sacerdotes, a obispos, ya que ellos conocen las leyes. Debéis ser paciente. Obispos y sacerdotes. Leonor sabía hasta qué punto esos hombres retuercen las leyes siguiendo sus propios designios. Una nueva necesidad urgente corrió por sus venas. Es posible que algo hubiera sucedido ya. Leonor replicó: —La paciencia no se encuentra entre mis virtudes, señor. Leonor no había reparado demasiado en cómo iban a llevar a cabo aquella empresa. —Tenemos que hacer algo para aferramos a la ley, para respetar la ley sagrada, para que la decisión sea anunciada y proclamada convenientemente. No somos aldeanos. No podemos limitarnos a quedarnos en el umbral y a contárselo a los que pasan por las calles —dijo. Luego se echó a reír y se pasó la mano sobre el rostro—. Dejad que me encargue de esto, Leonor. Ya veremos lo que pasa. —Os lo agradezco —respondió ella, e hizo una reverencia para ocultar al rey lo que delataba su cara. En el rellano, Thierry todavía se encontraba de pie junto a su mensajero y algunos hombres más, departiendo entre ellos. Por el modo repentino en el que detuvieron su conversación cuando Leonor apareció, sabía de qué estaban hablando. Todos ellos se inclinaron dedicándole atentas reverencias, pero la observaban con los ojos centelleando bajo la tenue luz, como si fueran una manada de lobos. No se atreverían a hacer nada en ese momento, pensó. Pero en los próximos días, estaba segura de que lo intentarían. Cuando se liberara de Luis, tendrían el terreno libre para hacer cualquier cosa. Sería como una cierva, tal y como dijo Bernard, perseguida por un grupo de cazadores. Y no tendría a un hombre que la protegiera. Acto seguido, comenzó a bajar por las escaleras.
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Thierry pronunció algunas palabras y un paje la acompañó, ya que no se le permitía estar sola en ningún instante. A sus espaldas, sobre el rellano de la escalera, las voces de los hombres volvieron a elevarse en un estallido de excitación. Leonor no les tenía miedo, a ninguno. En caso de que fuera necesario, sabía protegerse por sí misma. Aquellos hombres no lo comprendían. Se dirigió hacia sus aposentos y, mientras caminaba, pensó sin querer en el conde de Anjou, lleno de vida; aquel león apuesto, aquel cuerpo espléndido que se mostraba tan incauto cuando se pavoneaba y se excitaba. Aquel que, tal y como dijo Luis, tenía que pensar en la muerte como en un hecho lejano. Y entonces, de repente, esta se precipitó sobre él. No había forma de escapar de sus garras, no aceptaba negociaciones, ni se le podía convencer para que llamara a otra persona. También se dio cuenta de que el nuevo conde Enrique estaría ahora más que ocupado. El joven podría fracasar: su nuevo amante podría desvanecerse como consecuencia de otro giro del destino. Puesto que el tejido de su vida en aquel reino se había deshecho, tendría que urdir otro nuevo, y hacerlo con hilos que le resultaban desconocidos, que estaban plagados de peligros. Petronila ya había previsto esa posibilidad, aunque Leonor había echado por tierra sus preocupaciones de manera airada. Avanzó con paso firme hacia su torre. Su estómago todavía estaba cargado de incertidumbre. Tal vez aquellos síntomas no fueran nada. Tal vez simplemente se debían a que había comido algo en mal estado. Pero ya había estado embarazada otras veces y conocía muy bien las sensaciones. Ascendió por las escaleras que conducían a sus aposentos con la intención de contarle a su hermana lo que había sucedido.
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—¡El conde de Anjou está muerto! —dijo Petronila. Habían salido al jardín para hablar. Leonor había apostado a de Rançun en la puerta para asegurarse de que nadie se acercara lo suficiente como para poder escuchar lo que decían. Petronila se preguntaba si no se estaba mostrando demasiado temerosa, teniendo en cuenta que la desgracia que le había acaecido al conde de Anjou era algo muy frecuente. Sin embargo, aquello resultaba sorprendente y, al mismo tiempo, aterrador. Es cierto, Bernard posee el don de realizar profecías, pensó. Mientras se le encogía el corazón, se volvió hacia Leonor, recordando lo que el abad había dicho sobre ella. Su hermana la estaba observando pensativamente. —Y tengo la sospecha de que puedo estar embarazada. —¡Oh! —Petronila se llevó la mano a la boca. En aquel momento comprendió el problema. Bajó las manos, mientras su mente era consciente de la situación en la que se encontraban, lo cual podría echar por tierra todos sus planes. —Eso es terrible, Leonor. Justo ahora que todo empezaba a ir tan bien. —Sí —dijo Leonor—. E, igualmente, estoy dispuesta a seguir adelante. Podemos hacerlo. Nadie debe descubrirlo. —Alys y Marie-Jeanne son buenas mujeres, pero hay muchos otros ojos… Le invadió la sensación de que se encontraban dando tumbos sobre el filo de una navaja. —Confío plenamente en ellas —dijo Leonor—. Ahora, incluso confío en Claire. En poco tiempo se darán cuenta de ello, pero puede que no lo hagan hasta que nos encontremos de viaje, cuando estemos juntas todo el tiempo y tengamos poco contacto con el resto. Y ellas nunca me traicionarán. Leonor se mojó los labios. Fue el único signo de incertidumbre, incluso de temor, que dejó entrever. Dio media vuelta y se adentró todavía más en el jardín, donde la franja de césped se reducía por entre los arbustos de romero, pensando qué podría pasar si el rey llegara a descubrirlo. Más que verla, sintió como Leonor iba tras ella. —Eso se consideraría adulterio, ¿verdad? —dijo. —Me encerrarían en un convento. O, ya sabes —dijo Leonor, avanzando a su lado, mientras las palmas de sus manos se deslizaban sobre las pequeñas florecillas azules—. En la Biblia lapidan a las adúlteras. De ese modo, Luis se quedaría viudo y podría casarse de
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nuevo. —Leonor, no sigas. —Petronila miró hacia ella y le cogió las manos. —Por eso, nadie puede descubrirlo —dijo Leonor—. Ni siquiera, oh Dios mío, ni siquiera Enrique. —Pero el hijo es suyo. —Petronila apretó las manos de su hermana. —Sí. —Leonor dejó escapar un suspiro prolongado. Petronila miró alrededor del jardín asegurándose de que todavía estaban a solas. La voz de su hermana murmuró en su oído: —Estoy segura de ello. Pero él no puede… ¿cómo podría estar seguro de que es el padre? Es evidente que soy una persona casquivana y así me mostré con él. Para él, el niño podría ser de cualquiera… —dijo con voz quebrada. Petronila le devolvió la mirada y sus ojos se encontraron. —Dios mío, esto lo va a echar todo a perder. Por ley, sería el hijo de Luis y, si es un niño, entonces, aunque Enrique lo reclamara, no sería más que un bastardo real. Necesitamos herederos legales, verdaderos príncipes, y no niños sacados de debajo de un arbusto. —Pero, a fin de cuentas, sigue siendo un bebé. —Sí, tal vez, quién sabe, puede que sea una señal; debemos permanecer unidas. — Leonor juntó las manos y las levantó entre ellas, luego las volvió a bajar y las separó. Se dio la vuelta, levantando los hombros y cuadrando la espalda—. Puede que se trate de una señal que nos indique algo. Tal vez, si conseguimos la anulación y regresamos a Poitiers, pueda retirarme del mundanal ruido un tiempo. Podría argumentar que estoy enferma y mantenerlo así en secreto. Petronila estaba contando mentalmente. —¿Cuándo nacerá el niño? —A finales de invierno. Probablemente, alrededor de la Pascua. Leonor seguía de espaldas. Petronila pensó que su hermana estaba urdiendo toda aquella trama con suma inteligencia. Tenían que liberarse cuanto antes del matrimonio con Luis y apartarse de Thierry y de toda su maldad. —¿Cuándo se convoca al consejo? —preguntó. —En Poitiers. Antes de Navidad. Nuestra intención es pasar esas fiestas en Limoges. Podrían ocultar el embarazo durante todo ese tiempo, pensó Petronila. Incluso más. Dejó a un lado el disgusto que tenía con su hermana. —¿Cómo te sientes? —preguntó. —Esta mañana he estado a punto de vomitar. —Oh, vaya, eso sería… —Voy a pedir a las damas de compañía que duerman en los aposentos de al lado. Lo haré por el calor. —Esa habitación es demasiado pequeña —dijo Petronila, encogiéndose de hombros
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—. Todas opinarán lo mismo —prosiguió retorciendo las manos sin siquiera darse cuenta de ello. Luego se sujetó la falda para que dejara de moverse—. ¿Y qué pasa con Claire? —Tú confías en ella. —Eso era antes. Una palabra equivocada y… —Creo que me será fiel. —Eso espero. —Petronila pensó en el rostro pálido de la muchacha y en sus maneras torpes—. Lo estamos exponiendo todo a los caprichos de una niña inestable. —Le dije que se podía quedar —repuso Leonor—. Tú la has protegido. Y las necesitamos a todas, teniendo en cuenta que la fecha del viaje está próxima. Tienen que prepararlo todo, y luego, durante el viaje, todo irá bien. —Sí —dijo Petronila. Miró sin darse cuenta a la cintura de Leonor. Su hermana había dado a luz a dos bebés anteriormente. No tardaría mucho en revelar que otro ya estaba en camino. Se acercó a Leonor y pasó el brazo por entre los suyos. —Yo te ayudaré. No tienes más que decirme lo que quieres que haga y te ayudaré. —Sabía que lo harías —dijo Leonor, y la besó.
Alys envió a Claire al mercado para que comprara manzanas. Durante el camino de vuelta, mientras doblaba la esquina de la capilla, de repente una mano le agarró la falda y la arrastró hacia las sombras. Claire cogió aire, dispuesta a gritar, pero inmediatamente se quedó paralizada del miedo. Thierry Galeran, el secretario del rey, la miraba fijamente. El eunuco le soltó la falda. La muchacha se tapó la boca con la mano mientras su corazón latía con fuerza. —Vaya, vaya —dijo el orondo secretario—. Así que has conseguido volver a ganarte su favor. Eres más astuta de lo que pensaba. —No —dijo Claire por debajo de la mano que le tapaba la boca, sacudiendo la cabeza. El secretario le miró fijamente sin pestañear. Tenía los ojos pálidos y brillantes como el cristal. —Pero lo has hecho. Eres una chica lista. Sabes que, en cualquier caso, me ocuparé de ti, tanto si me sirves de algún provecho como si no. La muchacha apartó la mano de la boca y bajó la mirada. Había pensado muchas veces que había acabado con él. Ahora, el secretario la tenía en su poder y no podía parar de temblar, recordando los golpes que le propinaron sus puños. En ese momento, sintió que le odiaba. La voz del secretario sonaba monótona, suave y cruel. —Necesito enterarme de todo lo que hace; especialmente ahora que estamos a punto de emprender el viaje. Luego está esa locura de la anulación: escucha todo lo que ella dice sobre ese asunto. Debo saber con quién habla. ¿Me entiendes? www.lectulandia.com - Página 89
Claire tragó saliva. Sabía muy bien a lo que se refería. Era consciente de que, en cuanto él tuviera la sospecha de que ella sabía algo, intentaría sonsacárselo. Tal vez Thierry tuviera razón y ella era más inteligente de lo que pensaba. Después de que le propinara aquella paliza, pensó que estaba acabada, pero entonces Petronila acudió a su rescate. Se había jurado a sí misma servirla, movida por la gratitud y la sensación de cariño que aquel gesto le produjo. Pero de nuevo aquel hombre seguía queriendo algo de ella. Eso hizo que le invadiera otro sentimiento, más frío y duro. Sabía que tenía cualidades, aunque no era capaz de adivinar cuáles eran. Miró de soslayo al secretario, dándose cuenta de que ya no le tenía miedo. Los labios de Thierry se retorcieron. La miró de arriba abajo como si la estuviera oteando desde una altura lejana y sus cejas se arquearon, esperando recibir algún tipo de respuesta. —Sí, señor —dijo, pensando que tenía que decir algo y, a continuación, le dedicó una ligera reverencia con la intención de reafirmar su buena disposición. —Excelente —dijo Thierry—. Me lo contarás todo o, de lo contrario, ella se enterará de que la has traicionado. Y no creo que esté dispuesta a perdonarte dos veces, Claire. ¿Entiendes lo que eso significa? La muchacha asintió con vehemencia y, a continuación, agarró la cesta de manzanas. Daba la sensación de que al secretario no se le había ocurrido pensar que estaba jugando a dos bandas. Claire tenía que apartarse de él antes de que alguien los viera juntos. —Dejadme marchar, ella me debe estar esperando. —Sí —dijo Thierry—, como una malvada Eva, a ella también le gustan las manzanas. Está llena de pecado, Claire. Piensa en ello. Nosotros la salvaremos de sus propios pecados. Te veré muy pronto. Y trae noticias. Tras pronunciar esas palabras, se dio la vuelta y se marchó. Claire agarró la cesta sintiendo que el corazón se le había encogido dentro del pecho. Odiaba a Thierry, y su rostro todavía mostraba las marcas de sus golpes. Juró que nunca más le ayudaría, hiciera lo que hiciera. No pensaba revelarle ninguna noticia. Thierry tenía razón. Leonor estaba llena de pecado, era orgullosa y de carácter tempestuoso. Le divertía mucho desafiar al rey y había yacido con el duque Enrique. También era una mujer llena de alegría y la había atraído de manera irresistible. Y luego estaba Petronila. Ella no le contaría historias, no mentiría. Claire levantó la mirada hacia las escaleras que conducían a los aposentos de la reina. Le gustaban mucho las dos hermanas tal como eran, con pecados o sin ellos. Luego le vino a la memoria, como un jarro de agua fría, que todo era más sencillo para ellas. Las dos hermanas tenían túnicas y coronas y ella no poseía más que unos cuantos mendrugos de pan. En cualquier caso, como era una muchacha tan inteligente, tenía que encontrar la manera de conseguir más cosas.
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Pero no lo haría por Thierry. Y lo haría con honor, como hizo Petronila. Encaramada en el rellano de la escalera, recuperó la compostura y levantó la cesta de las manzanas con las dos manos. El guardia estiró un brazo para abrirle la puerta y la joven penetró en la sala, sintiéndose a salvo entre las damas de compañía.
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Leonor no paró de agitarse en su lecho, soñando con cosas que más tarde no recordó y, cuando se despertó, sintió que su estómago se retorcía y le daba un vuelco. Apenas fue capaz de salir a rastras de la cama y alcanzar la escudilla que descansaba junto a la pared, antes de vomitar los amargos restos de la cena. Petronila se incorporó en la cama, a su espalda. Leonor permaneció allí por unos instantes, apartándose el cabello con la mano, hasta que estuvo segura de haber terminado. A continuación, se incorporó y se dirigió a la ventana, tratando de engullir algunas bocanadas del aire fresco de la mañana. —Entonces, es cierto —dijo Petronila. Leonor se volvió hacia ella. —Sí. Eso creo. Luego posó la mano en su vientre. Petronila la protegería. Sintió un repentino impulso de agradecimiento y de amor por el tacto que había demostrado su hermana. Las dos miraron al mismo tiempo hacia la puerta de la alcoba. Las damas de compañía se encontraban fuera, esperando a entrar con el vino de la mañana mientras sus voces retumbaban al otro lado. Petronila tragó saliva y dedicó a Leonor una mirada llena de inquietud. Tal vez no se había dado cuenta hasta ese momento de lo que podría suponer una ayuda. Leonor lo sabía demasiado bien como para decir nada. Luego se escuchó un ligero golpe en la puerta. —Déjalas pasar —dijo Leonor con firmeza. Si Petronila la abandonaba, estaba perdida—. Pensarán que algo va mal. A continuación, volvió a mirar hacia la ventana. Petronila alzó la voz para hacerlas entrar y la puerta se abrió repentinamente. Alys y Marie-Jeanne fueron las primeras en entrar, conduciendo a los cocineros con las bandejas que contenían el pan de la mañana. Tras ellas, entró Claire, y luego dos hombres más portando braseros, a pesar del calor que hacía, para calentar el vino. El aroma de las especias y del vino afrutado inundó la estancia. Petronila alzó la voz, empleando su habitual tono elevado, propio de un heraldo: —¿Podéis, por favor, venir a limpiar esto?… El vino no me ha sentado muy bien esta noche. Su voz se extendió por toda la estancia haciendo que, de repente, se hiciera el silencio por toda la habitación. El cocinero se encontraba de pie junto a la puerta, con los ojos abiertos de par en par como una galleta. Petronila se sentó junto a la ventana, miró hacia el exterior y guardó silencio. Alys dio una orden y Claire se llevó la escudilla fuera de la
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habitación. Todo el mundo miraba a Petronila, que volvió a tumbarse en la cama, ocultando su rostro bajo la ropa. Alys llevó a Leonor una copa de vino, caliente y cargado de especias. El rostro de la dama de compañía estaba resplandeciente y cargado de interés. Luego dijo entre susurros: —¿Acaso la señora Petronila va a tener un bebé? Leonor frunció el ceño. —Solamente le sentó mal el vino de ayer. No divulgues falsos rumores. A continuación, cogió una taza y bebió un pequeño sorbo, pero no se atrevió a tragárselo. Alys avanzó por la estancia y Leonor se aseguró de que nadie mirara, escupió el sorbo de vino en la copa y derramó su contenido por la ventana.
Los días pasaban y el tiempo estaba cambiando: durante las tardes se notaba una brisa fresca y por las noches hacía un poco de frío. Como sólo podía contar con la ayuda de tres damas, estas tuvieron que hacer todos los preparativos para el viaje. Durante el camino, Leonor tenía intención de visitar de nuevo los lugares que formaban parte de su patrimonio. Después de celebrar el consejo en Poitiers que, presumiblemente, la liberara de Luis, pasarían las Navidades juntos en Limoges, donde se entonaban los cánticos más hermosos de toda la cristiandad y donde podrían proclamar la anulación de su matrimonio. Una vez conseguido eso, pondría rumbo a Poitiers, y Luis se dirigiría al norte. Petronila sintió que le dominaba un arrebato de impaciencia por todo el cuerpo, un anhelo imperioso de que todo aquello terminara cuanto antes y ocurriera sin mayores contratiempos. Retrocedió unos pasos, mirando a las cuatro túnicas que aparecían extendidas sobre la cama, las mejores que tenía Leonor. Durante unos días, al menos sus múltiples pliegues podrían ocultar los cambios que estaban teniendo lugar en la figura de su hermana. Luego se volvió hacia Marie-Jeanne. —Llévatelas todas. Alys sabrá qué joyas y zapatos combinan con ellas. Miró hacia la ventana, donde Leonor permanecía bañada bajo un haz de luz del sol, con los brazos cruzados sobre su pecho y la mirada perdida en la lejanía. A pesar de que sabía muy bien el estado en el que se encontraba su hermana, esta no parecía haber experimentado ningún cambio y había dejado de vomitar por las mañanas. Luego se volvió hacia Marie-Jeanne. La anciana estaba arrodillada junto a un cofre, doblando la ropa interior y guardándola. Junto al armario, Alys se encontraba sacando más vestidos y entregándoselos a Claire para que los aireara y los guardara entre el equipaje. A los pies de Petronila, Marie-Jeanne dejó escapar un suave sonido. Petronila bajó la mirada, sorprendida. La anciana era tan callada que a menudo se preguntaba si se había vuelto muda. Todavía estaba arrodillada junto al cofre, con sus www.lectulandia.com - Página 93
nudosas manos llenas de ropa, pero había dejado de doblarla. Petronila miró con mayor detenimiento, preguntándose qué es lo que le había asombrado. Con sus pálidas y suaves manos, la anciana estaba sujetando harapos, ordinarios harapos. Comprendiendo inmediatamente la situación, Petronila se dio cuenta de que eran ropas que habían guardado para que Leonor las utilizara cuando le sobreviniera la maldición de Eva. Mientras permanecía tensa como una pica, observó cómo MarieJeanne hacía rápidos cálculos mentales. A continuación, la sirvienta levantó la mirada hacia Leonor. En ese momento, Petronila se dio cuenta de que la anciana había descubierto su secreto. No dejó escapar el menor sonido: Marie-Jeanne levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella, lanzando un suspiro cargado de asombro y preocupación. Petronila no dijo una palabra, ni tampoco hizo nada, sino que se limitó a mirar al rostro dulce y amable de la anciana. Marie-Jeanne se encontró con su mirada durante unos instantes y luego la bajó con cierto esfuerzo, plegó en silencio los harapos y los metió en una esquina del cofre, bien abajo, enterrándolos en su interior. A continuación se incorporó y cruzó la estancia hasta el lugar donde se encontraba Leonor, a quien había servido desde que la reina era niña. Pasó los brazos alrededor de ella y la abrazó como lo hace una madre con su hija. Leonor, sorprendida, bajó la mirada hacia aquella dulce cabeza gris y la apretó contra su cuerpo durante unos instantes. Nadie pareció darse cuenta de aquel gesto. Finalmente, Marie-Jeanne regresó al cofre y retomó su trabajo, aunque ahora en su rostro se reflejaba la preocupación y su habitual sonrisa ya no se dibujaba en él.
La semana antes de que decidieran emprender el viaje, un paje se acercó a Petronila mientras paseaba sola por el jardín y le rogó que se presentara ante el rey. A Petronila se le encogió el estómago y dijo: —Por favor, id a buscar a mi hermana para que me acompañe. El extremo del velo colgaba sobre su hombro y lo levantó hasta ocultar con él su rostro. El paje hizo una genuflexión, esbozando una espasmódica reverencia. —No, mi señora… quieren que vayáis a solas. —Pero eso no es lo habitual —dijo con voz asustada. —Mi señora, os transmito el mensaje: el rey… —Ah —dijo Petronila. A continuación, se dio la vuelta, mirando hacia la torre que se elevaba a sus espaldas, con la esperanza de que Leonor la estuviera viendo… de que Leonor acudiera a su rescate. La elevada columna de piedra se erguía fría y sólida bajo el sol. Con desgana, pero temerosa de mostrar su reticencia, siguió al paje avanzando a través del concurrido patio y ascendieron por la escalera que conducía a la puerta que daba a la cámara del rey. www.lectulandia.com - Página 94
Mientras caminaba, se dijo a sí misma que lo sabían todo: sospechó las opiniones que se verterían sobre ella, y cuando llegó hasta la puerta sus manos estaban frías y húmedas, su corazón corría al galope dentro de su pecho y maldecía a Leonor por haberla metido en aquel asunto. Cuando entró en la sala y vio a Thierry Galeran de pie detrás de la silla del rey, sintió que las rodillas le temblaban. Siempre había odiado a aquel hombre y, al mismo tiempo, le temía, ya que, desde el primer momento en el que el secretario se fijó en ella, trató por todos los medios de hacerle la vida imposible. Petronila recordaba lo mucho que había disfrutado engañándole y deseaba saber hasta qué punto Thierry conocía la verdad. Avanzó con las piernas temblorosas hacia el centro de la estancia. Una vez allí, trató de recuperar la compostura. Juntó las manos por delante del cuerpo e inclinó la cabeza hacia Luis, que procedía de una casa y de un abolengo que no era superior al suyo, ya que el rey no era más que un simple Capeto y ella pertenecía a la añeja Casa de Aquitania. —Que Dios os guarde, señor —dijo Petronila. El rey respondió sin la menor ceremonia. —Mi señora. Nos han hecho varias propuestas para conceder vuestra mano y estamos dispuestos a entregaros pronto en matrimonio. Pero en los últimos días se ha extendido un terrible rumor sobre vos, y antes de que podamos asignaros a un nuevo esposo, nos gustaría que os viera una comadrona. Petronila levantó la cabeza con brusquedad, invadida por un repentino ataque de ira y de vergüenza, tanto por las palabras que le había dirigido el rey como por el modo en el que las había pronunciado. En ese momento, le invadió el deseo de que se la tragara la tierra. —¿De qué estáis hablando? —dijo. Sentado en su trono, por detrás de Thierry, el semblante de Luis delataba que tenía la intención de disculparse e hizo algunos gestos. Mientras tanto, el secretario no paraba de agitarse hacia adelante y hacia atrás delante de ella. —No es necesario que sea más específico, mi señora. Ya debéis saber a qué me refiero. Una comadrona… —No pienso consentirlo —interrumpió Petronila—. Esto es un insulto… es humillante. Las lágrimas emanaban de sus ojos. Se sentía vigilada, controlada e investigada, como si fuera una especie de mercancía que se ofreciera para su venta, y levantó los brazos hacia Luis. —No podéis hacerme esto, mi señor. Nunca os he hecho el menor daño. ¿Cómo podéis utilizarme de una manera tan cruel? Luis se inclinó hacia adelante, estirando la mano para agarrar el brazo de Thierry e hizo que el secretario diera un paso hacia atrás. Thierry hizo caso omiso a su voluntad,
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mirándola por debajo de su nariz. —Así pues, es verdad lo que dicen de vos. —¡Majestad! —dijo Petronila dirigiéndose amablemente hacia el rey, su única esperanza—. Por favor, protegedme… Oh, Dios, mi Sagrado Salvador. —Dobló el cuerpo hacia adelante, ocultando su rostro con las manos, sollozando por la rabia y el miedo sobre el paño enmarañado de su velo—. Si mi esposo se encontrara aún aquí, os golpearía como a un perro por hacerme esto. —Si todavía tuvierais un esposo, mi señora, vuestro estado sería un motivo de alegría para todos —repuso Thierry. —Dejadla marchar. No va a obedecer nuestras peticiones y yo no quiero que sufra sintiéndose obligada —dijo el rey. —Señor, no podemos casarla adecuadamente si porta en su vientre la carga del bastardo de otro —añadió Thierry. Petronila dejó escapar un suspiro, bajó las manos y le atravesó con la mirada. Por primera vez en su vida, su temperamento se imponía a su prudencia. Dio un paso hacia adelante y le dio una bofetada en el rostro con toda la fuerza que le permitió su brazo. Thierry retrocedió un paso con la mejilla completamente encarnada. Luis dejó escapar un grito que se podía haber interpretado como una risa ahogada. Petronila dio media vuelta y salió de la estancia, bañada en lágrimas, escociéndole la mano y con la cabeza bien alta. Esperaba que la persiguieran, que la condujeran de nuevo a rastras hasta el rey. Que la sometieran a aquel secuestro. Pero no sucedió nada de eso. A cada paso tambaleante que daba se sentía más y más sorprendida y, secretamente, deliciosamente triunfante. Había vencido. Los había desafiado. Era más fuerte de lo que había imaginado.
Más tarde, cuando le contó a Leonor lo que había sucedido, su hermana dejó escapar una sonora carcajada. —Querida, eres un valeroso caballero… si hubieran descubierto que no eras tú la que estaba embarazada, habrían sospechado en seguida de mí y, entonces, todo se habría echado a perder. ¡Cómo me habría gustado estar allí! Sin lugar a dudas, les venciste en la justa. Te habría entregado complacida la rosa. Petronila estalló de ira. Por proteger a su hermana había tenido que soportar esa humillación y Leonor se lo estaba tomando como si fuera un juego divertido. —Alguien se lo ha contado. Les ha hablado de aquella mañana en la que estaba enferma. ¿Crees que ha podido ser Claire? —Miró a su alrededor como si alguien le pudiera escuchar—. Alguien se lo ha dicho. Leonor sujetaba un pedazo de papel en la mano y leía. Luego se lo entregó a su hermana y dijo, cargada de paciencia: —No puedes culpar a Claire. Media torre te escuchó adjudicarte el pastel. Hasta ahora, ha funcionado. Por favor, ayúdame a salir adelante con esto. Hay mucha gente www.lectulandia.com - Página 96
que nos va a acompañar en el viaje y tengo que encomendar las tareas a cada uno de ellos. Petronila se mordió los labios y se inclinó obediente a recoger la lista que descansaba sobre la rodilla de su hermana. Se volvía a sentir enfadada, y esta vez su cólera iba dirigida hacia Leonor. No todo, pensó, tenía que girar necesariamente en torno a la reina. Thierry había querido abusar de ella, de la propia Petronila y, en cierto modo, por medio de las palabras, lo había hecho, y Leonor apenas se había dado cuenta de lo que estaban haciendo con ella. Incluso su propia hermana la había metido en aquel embrollo. En cuanto le fue posible, se deslizó hasta el jardín y paseó en soledad hasta que volvió a recuperar la calma. Había otra Petronila, oculta en lo más profundo de su interior, que Leonor no conocía. Le dio la sensación de que su hermana no se sentiría demasiado feliz si llegara a conocer su personalidad secreta. Eso le produjo un arrebato de satisfacción, como el que había sentido derrotando a Thierry. O, tal vez, todavía mayor. Siguió paseando por el jardín, disfrutando de la luz del sol. Cuando llegó a las proximidades de la puerta, divisó una silueta dibujada sobre el césped y levantó repentinamente la mirada. Allí, sentado sobre la pared, se encontraba Joffre de Rançun, el caballero de su hermana, que le dedicaba una sonrisa. Se estaba encargando de su custodia, tal como era su costumbre. Petronila le dedicó un saludo con la mano, contenta de verlo, y su estado de ánimo mejoró. Luego le hizo un gesto para invitarle a que paseara con ella.
—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Claire, sorprendida. Todos habían escuchado un relato más o menos aproximado del enfrentamiento que mantuvo Petronila con el secretario del rey. Alys sacudió con fuerza un vestido de lino a la luz del sol. El traje olía a rosas viejas y un pétalo seco salió volando por toda la habitación. —Le dio una bofetada a Thierry. Uno de nuestros pajes se lo escuchó contar a uno de los pajes del rey. Dijo que, al verlo, Luis se echó a reír. Claire tomó aire y lo contuvo, complacida. Se volvió para mirar por la ventana, hacia el lugar por donde Petronila se encontraba paseando. La satisfacción que le producía aquello la agitó. Quería salir corriendo de allí y rodear con sus brazos a la hermana de la reina. Luego se volvió hacia Alys. —Pero es muy poco… femenino, ¿no es cierto? —Todo lo que hace Petronila es digno de una dama —respondió Alys, mientras le entregaba una pila de vestidos de seda. —Pero va a tener un bebé, misteriosamente —repuso Claire. Alys miró por encima de Claire, hacia Marie-Jeanne, y sin decir una sola palabra introdujo sus manos en el armario para coger otro vestido. Claire bajó la mirada y guardó www.lectulandia.com - Página 97
silencio. Se entretuvo en meter los vestidos dentro del cofre de la mejor manera que pudo. Del cuenco que descansaba junto al cofre cogió algunos pétalos de rosa secos y los esparció sobre el lustroso vestido. Pensó en lo que Alys le había dicho, y en lo que no había dicho, y el entendimiento de aquella situación cubrió aquel vacío. Se mojó los labios, consumida por la excitación, mientras observaba cómo Alys sacudía otro vestido. Es Leonor la que está embarazada, pensó. Eso la dejó pensativa y un tanto perpleja. Aquel era un secreto que vaha por todo un reino. Había jurado no volver a contar chismorreos, pero ahora había llegado hasta sus oídos la más increíble de las historias. Tal vez se había vuelto virtuosa demasiado pronto. —Entonces, ¿qué más cosas hay que sean dignas de una dama? —preguntó, deseosa de ocultar la agitación que le producían sus pensamientos. Alys acarició la seda de lavanda con sus dedos. Miró a Marie-Jeanne y dijo: —Nunca he oído expresarlas categóricamente… tal vez sea adecuado para una dama que nadie hable de sus virtudes —dijo, echándose a reír—. Pero, en mi opinión, son las mismas virtudes que hacen perfecto a un caballero, que es fuerte de brazos, leal a su señor, franco y abierto en sus maneras y grande de corazón. Puede que una mujer no tenga los brazos fuertes, pero puede ser digna de alabanza. Claire pensó, con cierto desasosiego, que no era demasiado digna de alabanza. Tampoco lo era Leonor, continuó, la mujer de mayor categoría que conocía. Pero Leonor era valiente, y eso se acercaba más a la virtud de un hombre. —Y leal, y sincero y… y amable —añadió. Recordó la sonrisa de Petronila cuando la encontró en el Hotel-Dieu. Para ella, aquello seguía siendo su primer objetivo, conseguir que alguien se sintiera como le habían hecho sentir a ella cuando Petronila la sacó de aquel infierno. —Sí —dijo Alys—. Estoy de acuerdo. Sus ojos brillaban de alegría y miró de nuevo a Marie-Jeanne, como si conocieran algún tipo de secreto. Era evidente que compartían un secreto, pero ahora Claire también lo conocía. La pequeña homilía sobre las virtudes que deben adornar a una dama no era más que humo, pero el secreto que le habían revelado inadvertidamente era algo de incalculable valor. Thierry habría dado lo que fuera por saberlo. Pero aquel hombre nunca debería conocerlo. Se mordió los labios, satisfecha, tras haber obtenido lo que quería, y tomó la decisión de ocultárselo. Esa sería su revancha. Mantener el importante secreto de una reina era un honor en sí mismo, considerándolo mucho más valioso de guardar que de revelar. Las palabras sobre la virtud que pronunció Alys resonaron de nuevo en su cabeza. Ninguna de ellas tenía que ver consigo misma. No se consideraba una mujer digna de alabanza. Ya había demostrado que no era una persona leal ni sincera. Se preguntaba si sería amable y tampoco fue capaz de encontrar una respuesta.
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Prefería no haber preguntado y sintió que se le hundía el corazón. De alguna manera, se volvía a sentir terriblemente insignificante. Se recordó a sí misma que todas esas palabras no eran más que bocanadas de viento. Sólo importaban los actos y sus subsiguientes consecuencias. Aquel momento en el que escuchó: «Ven a casa». Tenía que aprender a comportarse así. Estiró los brazos para sujetar el vestido y ayudar a Alys a doblarlo para el viaje.
Unos días más tarde abandonaron París. Mientras avanzaban, Leonor tenía la secreta esperanza de que esa partida fuera su huida definitiva de aquel lugar. Necesitaron todo el día para ponerse en marcha. La corte abandonó la ciudad en grupos, formando una enorme caravana: personas importantes e insignificantes, muchas de ellas a caballo, aunque la mayoría iba a pie, carretas cargadas con sus equipajes, caballos y mulas con sus arreos, rehalas de lebreles y perros lobo, sabuesos que avanzaban en grupos, unos silenciosos perros con papada y largas orejas colgantes, halcones encerrados en cestas y encaramados sobre los puños, los cocineros y los mozos de cuadra, las lavanderas y las ayudantes de cocina, así como todo tipo de parásitos. El rey encabezaba la comitiva, acompañado de sus hombres y sus caballeros de mayor rango, haciendo que la ciudad quedara sumida en un amasijo de estandartes, heraldos y trompeteros. Leonor avanzaba tras él a cierta distancia, a fin de evitar el polvo que producía el grupo. La reina pretendía mostrarse lo menos posible en público. Debajo de su holgada túnica, su vientre estaba comenzando a dilatarse, y aquella mañana, por primera vez, pensó que había sentido removerse algo en su interior. No deseaba ofrecer ninguna oportunidad de despertar la menor sospecha. De Rançun y sus hombres avanzaban a su alrededor, mientras sus caballos sacudían la cabeza interpretando un extraño baile. Su propio caballo llevaba un atuendo de seda adornado con flecos que ondeaba a cada paso que daba. Un caballero portaba el estandarte de la reina, que era de color verde y oro, mientras los pajes, los sirvientes y la gente de su corte avanzaban detrás formando un nutrido rebaño. Cuando llegaron a los campos de Beauce, que se extendían justo al sur del Sena, las mujeres que se encontraban recogiendo los últimos vestigios de la cosecha de trigo se incorporaron para observarles pasar, protegiéndose los ojos del sol con la mano mientras sus hijos, medio desnudos, corrían a situarse a los márgenes de la carretera. La mayoría de sus damas de compañía se sentaban dócilmente en una carreta, conversando y pasándose una copa, mientras Petronila cabalgaba junto a su hermana y de Rançun portaba el halcón encapuchado de Leonor sobre su puño. Escudriñaron los campos atestados de rastrojos tratando de encontrar una presa para el ave, pero no dieron con ninguna. Era probable que el paso de la caravana de Luis hubiera espantado a todos los animales. Desde una cesta que se encontraba atada a la grupa de una mula, otro www.lectulandia.com - Página 99
halcón gritaba impaciente a la comitiva. La estación avanzaba hacia el invierno y hasta la luz del sol se había contagiado de él. Sin embargo, era un día despejado y luminoso, y Leonor se sentía dichosa por haber abandonado la ciudad, por estar fuera de los confines del aposento de la torre, por tener la oportunidad de ir a otra parte, a donde fuera. Mientras pasaban a través de los extensos trigales que dominaban el sur de París, la reina miró hacia el frente y divisó la extensa comitiva serpenteante que los acompañaba en ese viaje. Luego, retorciéndose en su silla de montar, pudo volver la mirada y ver cómo se extendía hacia la lejanía, formando un río que la llevaba cada vez más lejos de su hogar. Ese pensamiento hizo que su ánimo mejorara, y decidió aferrarse a esa idea mientras el río la llevaba de vuelta a casa. Tal vez fuera una corriente larga y retorcida, pero, al fin y al cabo, le permitiría estar donde deseaba. Al principio, como era natural, todo el mundo estaba de muy buen humor. Cuando partieron, la gente no paraba de repartir bromas y entonar cánticos, yendo de acá para allá o simplemente sentándose a descansar por unos instantes, deambulando por el camino para transmitir mensajes o saludar a sus amigos. Más tarde, advirtió, comenzaron a avanzar con pesadez, como si fueran un grupo de esclavos azotados cuyo único deseo era hacer un alto en el camino. Pasadas unas horas, todo el mundo se sentía anhelante, incluso los caballos y los perros de caza, sin dejar de tensar las correas y los arreos. El caballo de Leonor lanzó un resoplido, resistiéndose al freno de la brida, y ella le dejó que emprendiera un pequeño trote, retozando de satisfacción. Un conde español le acababa de regalar aquel corcel como muestra respeto. Era un espléndido ejemplar de caballo bereber que lucía una crin suave como la seda, una piel de color gris moteado y era demasiado arrojado como para cabalgar al lado de nadie, lo cual encajaba perfectamente con el estilo de montar de ella. Petronila trotaba detrás subida a los lomos de su pequeña yegua marrón, con las piernas perfectamente encajadas en el lado izquierdo de la silla de montar; a diferencia de Leonor, que montaba su caballo a horcajadas y lo guiaba a su voluntad. Cuando el día estaba bastante avanzado, dejaron que el fiero halcón echara a volar cerniéndose sobre las liebres que corrían por las praderas que se extendían a ambos lados del camino. Casi de inmediato, el halcón atrapó a un enorme conejo que prácticamente doblaba su tamaño. Aquello le pareció a Leonor un perfecto presagio. Dentro de poco, pensó, estaría a salvo en Poitiers y allí sería la única persona que impusiera las normas. En aquel lugar, con la máxima discreción, podría tener el bebé que llevaba en su interior. Luego haría llamar al duque Enrique para que entrara a formar parte de su flamante y grandioso reino. En cuanto comenzó a pensar en él sintió cómo su cuerpo se ponía en tensión y le invadía una oleada de calor, recordando la apasionada boca de aquel joven, su musculoso
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pecho cubierto de aquella mata de espeso vello rizado rojizo, sus muslos gruesos como columnas y la espada que blandía entre ellos y que tan bien encajaba en su vaina. Recordó la pasión que aquel muchacho sentía por ella. A Leonor le complacía enormemente ser amada. Advirtió que Petronila la miraba fijamente mientras una pequeña sonrisa iluminaba su rostro, y se dio cuenta de que su hermana sabía perfectamente lo que en aquel momento pasaba por su cabeza. Sin embargo, cuando se encontró con los ojos de Petronila, esta desvió la mirada al instante. En los últimos días, Petronila se había mostrado por momentos temerosa, y pensó que tal vez seguía afectada por el trato vejatorio que recibió por parte de Thierry. Leonor sintió deseos de que su hermana olvidara aquel incidente cuando antes, ya que le complacía verla despreocupada. El camino se desvió hacia el oeste, en dirección a Anjou. El rey, con medio día de cabalgata por delante, tendría que realizar una demostración de fuerza a lo largo de la frontera ante los vasallos díscolos que habitaban en aquella región. Leonor se quedó rezagada, para tener la excusa de acampar en un sitio distinto al del rey, y envió a Joffre de Rançun por delante para que encontrara un lugar adecuado. Por un instante, se preguntó qué estaría haciendo el duque Enrique. Las tierras de su amado limitaban con las suyas, y eso hacía que únicamente los separara unos cuantos días de camino.
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Normandía, septiembre de 1151 Tras el fallecimiento de su padre, la lectura del testamento y el entierro en Le Mans, Godofredo de Anjou se dirigió hacia el sur con la intención de ocupar su nuevo castillo en Chinon. Enrique decidió cabalgar hasta Lisieux con el fin de convocar un consejo de sus barones leales. Durante el día de San Juan, permaneció en el pabellón, frente a la sala que se extendía ante sus ojos y que formaba un espacio amplio y vacío. Ni uno solo de los barones había respondido a su llamada. Unos instantes después, la puerta se abrió y su caballero Robert entró en la sala, con Reynard pegado a sus talones. Robert cruzó la vacía estancia en dirección a él mientras Reynard decidió permanecer esperando junto a la puerta. —¿Y bien? —inquirió Enrique. Le dominaba tanto la ira que no fue capaz de pronunciar una sola palabra más. —Mi señor —dijo Robert—. Contamos con cuarenta caballeros y treinta sargentos de armas. —Con eso debe bastar —dijo Enrique, apretando los dientes con furia. Cogió su sombrero y acudió a encontrarse con Robert, partiendo al instante en dirección a Anjou.
Su padre había dejado a su hermano tres castillos: Chinon, Loudon y Merebau, que se extendían a lo largo de la marca meridional de Anjou. Decidió dirigirse en primer lugar a Chinon. La posición del castillo era magnífica, ya que se levantaba sobre una inmensa roca nivelada y elevada sobre un río que se retorcía hasta su desembocadura en el Loira. Los verdes campos que se extendían a su alrededor comenzaban a entregar sus cosechas y estaban atestados de carretas, caballos con sus arreos corriendo por los páramos y campesinos portando guadañas que avanzaban a través del elevado trigo. Y, en medio de todo aquello, se levantaba Chinon. Enrique se enamoró de aquella roca en cuanto la vio. Su imponente altura dominaba todo el valle del río, y, sabiendo de su importancia, ya en la antigüedad los romanos habían levantado una muralla a su alrededor. Aquellas murallas habían sido derrumbadas desde hacía tiempo, y tanto esas fortificaciones como las más antiguas habían desaparecido; pero el padre de Enrique había levantado una torre de madera en su cima que dominaba todo el valle.
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Chinon era un lugar muy hermoso, y su emplazamiento era demasiado estratégico como para dejarlo en manos de Godofredo. Enrique estudió aquella torre durante unos instantes. Si conseguía incendiarla, Godofredo no tendría donde esconderse. Luego se volvió hacia Robert. —Que traigan antorchas —dijo—. Atacaremos en cuanto se ponga el sol. Así pues, redujo la torre de su hermano a cenizas y lo persiguió hacia el sur del río. Como Godofredo había decidido escapar, muchos de sus hombres se rindieron, tal como era costumbre, y pasaron a formar parte del ejército de Enrique, que los alimentó y, lo que era más importante para ellos, los acogió en el bando de los ganadores. Por la mañana, Enrique ascendió hasta la cima de la imponente roca que dominaba el río y los hombres se postraron ante él y le juraron fidelidad. El viento soplaba con fuerza sobre las aguas, haciendo que el espeso humo se levantara formando remolinos. Enrique miró alrededor de la cima y vio la tierra plana que se extendía ante sus ojos, como una amplia falda adornada con hileras de árboles, racimos de edificios y hombres ordinarios que se afanaban en recoger y amontonar sus cosechas. Aunque el día todavía estaba consumiendo sus primeras horas, el sol ya calentaba. El río golpeaba con fuerza sobre la cara sur de la roca, casi bajo su cima. Una isla de madera protegía aquella orilla. Voy a construir una pared de contención a lo largo de toda esta cara de la roca para protegerla, pensó. Mentalmente vislumbró aquel lugar como el corazón de su nuevo reino, que se extendía desde las montañas del sur de Aquitania hasta las colinas de Escocia. Otro de los prisioneros se postró ante él y, sin la menor intención de desviar la cabeza de su ensoñación, Enrique le acarició impacientemente el hombro antes de que el caballero hubiera acabado de pronunciar su voto. Enrique se incorporó, mirando hacia el sur y luego hacia el este, donde la rica tierra abundante en árboles se mezclaba con la bruma que se levantaba en la distancia. Allí, en alguna parte, se encontraba Aquitania. Ese lugar lo dominaría todo. Cuando toda aquella tierra pasara a sus manos, pensaba levantar en aquel lugar un castillo, erigiendo murallas de protección y rematándolas con enormes puertas. En cuanto tuviera Aquitania en su poder. Pensó en yacer sobre Leonor, como si la pudiera penetrar con una espada, y todo su cuerpo se sintió dominado por la pasión. En ese momento llegó Robert, con las manos ocultas a su espalda. —¿Vamos a pasar aquí la noche, mi señor? Puedo dar la orden de levantar un campamento. Enrique dejó escapar una carcajada. —Apenas es mediodía —dijo, calculando que quedarían dos o tres horas de luz natural—. No puedo dejar que mi hermano nos saque tanta ventaja. Ha huido hacia Loudon. Estaremos cabalgando de nuevo en una hora.
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—Sí, mi señor. —La voz de Robert vaciló un instante y Enrique dedujo que aquello no le gustaba. —Asegúrate de que todo el mundo haya comido. Necesitamos aquí una guarnición permanente —dijo Enrique mientras miraba a su primo de soslayo—. Coge a diez o quince hombres para formarla. —No queda ningún castillo —repuso Robert. —Pero pueden construir uno. Quédate aquí y encárgate de ello. Al escuchar esas palabras, los ojos de Robert se abrieron de par en par. Aquello tampoco lo había previsto. Escalar por las rocas era peor que montar a caballo y dijo con la voz cortada: —Mi señor, hemos cabalgado juntos un largo trecho; yo… —Bueno, bien pensado, prefiero tenerte a mi lado —dijo Enrique, dándole una palmada en el hombro—. Elige a alguien que lo haga. Robert dijo enérgicamente: —Sí, mi señor. —Más contento ahora, se marchó al instante. Su voz se elevó secamente. Enrique se volvió hacia la hilera que formaban los prisioneros y asintió con la cabeza. Al instante, el siguiente preso se acercó y se postró de rodillas ante él, declarando humildemente su intención de someterse.
Al amanecer, mientras Godofredo todavía le sacaba un buen trecho de ventaja, Enrique cabalgó hasta llegar a una aldea y encontró una posada abierta. —Aquí. Nos detendremos en este lugar y dejaremos que los caballos descansen. A continuación, desmontó. Su vanguardia se desperdigó a través de la puerta de la posada y llenó la estrecha calle que se extendía más allá de la misma. La aldea no era más que un puñado de cabañas diseminadas a lo largo de la carretera, y la posada era el edificio más grande que había en ella, aunque simplemente se tratara de una chabola para caminantes. Un delicioso olor a comida salía de la parte trasera del edificio. Robert se acercó con el rostro demacrado. No soportaba bien los largos viajes sin poder dormir. —Sí, mi señor. Enrique repuso: —No podemos acomodar a todos los hombres en esta aldea —dijo, sabiendo que algunos hombres más de Godofredo se habían unido a su ejército por el camino. En aquel momento, más de un centenar de hombres defendían su estandarte, aunque había dejado atrás algunas guarniciones en los lugares más importantes para defender las conquistas que habían realizado. Con tantos hombres, Enrique no podía avanzar con la rapidez que hubiera deseado; todos ellos necesitaban recibir órdenes, lo cual hacía que las cosas se complicaran todavía más—. Haremos que acampen fuera de la ciudad. Reynard… El otro caballero se acercó a su altura. El propio posadero salió apresuradamente: un www.lectulandia.com - Página 104
hombre rechoncho, ataviado con un mugriento delantal, cargado de copas y una jarra. A sus espaldas iba una muchacha cuyo cabello era del color del trigo, más joven que Enrique, acunando entre sus brazos una cesta de pan. —Tenemos que asegurarnos de que todo el mundo recibe su alimento. Lleva a los caballos a pastar —dijo Enrique, extendiendo el brazo para alcanzar una rebanada de pan. La muchacha bajó la mirada, pero, al instante, se le quedó mirando fijamente, bajando la vista de nuevo. El interés de Enrique por la joven aumentó repentinamente. Conocía muy bien aquella mirada, lo que las doncellas querían decir con ella. Luego pensó en Leonor, que se encontraba muy lejos de allí. La silueta de la muchacha formaba una curva sobre unos pechos muy pequeños. Era una ayudante de cocina, joven y limpia. Pero prefirió dejar aquel asunto para más tarde. Luego se volvió a Reynard. —Acércate, que tenemos cosas que hacer. Robert, echa un vistazo por aquí. Encuéntrame un lugar donde dormir. Y caballos frescos. Sin volver a mirar a la muchacha, montó en su caballo y cabalgó fuera de la ciudad para detener al resto de su ejército antes de que llegara a la aldea. Les pidió que pasaran la noche a lo largo del camino, que vigilaran los caballos y apostaran algunos centinelas. Reynard lo seguía como un perrito. Cuando hubo acabado, los pequeños campamentos de su ejército se extendían a ambos lados del camino más de un kilómetro. Sus hogueras centelleaban en la oscuridad. Además del pan y el vino que Robert les había entregado, habían cometido algunos saqueos durante el camino, y el olor a carne cocinada impregnaba el ambiente, mezclado con el sonido de las carcajadas y las conversaciones de los hombres. Cuando Enrique regreso a la posada seguido por sus escuderos, su caballo se tambaleaba por la fatiga, mientras la luna ascendía por el cielo. El patio se encontraba casi vacío. Sus escuderos se habían marchado con los caballos. La posada estaba cerrada, en silencio; finalmente podría dormir allí. Pero primero se dirigió hacia la cocina. Justo cuando llegó a la puerta, esta se abrió. El tenue brillo de un haz de luz se extendió por el umbral y se proyectó sobre Enrique. Tras él, sujetando una lámpara en alto, se encontraba la muchacha de pelo como el trigo. Sus ojos centelleaban. El recuerdo de Leonor volvió a asaltar su pensamiento y decidió aparcarlo por unos instantes. A fin de cuentas, Aquitania se encontraba al otro lado de los montes y aquella muchacha estaba delante de él. Extendió los brazos y la atrajo hacia su cuerpo.
Por la mañana retomó su persecución de Godofredo en dirección sur, a través de las colinas. Después de haber perdido Chinon, lo más probable era que su hermano se dirigiera a Loudon, el segundo de sus castillos. Su debilitado ejército dejaba un rastro que www.lectulandia.com - Página 105
cualquier idiota podría seguir, a través de árboles, praderas y campos. Los desmoralizados campesinos observaban, en mitad de sus pisoteadas cosechas, a Enrique mientras avanzaba junto a sus hombres. Cuando casi llegaban a la cima de un terreno elevado, en el pliegue que se había formado entre dos colinas rodantes, Godofredo tendió una emboscada a la vanguardia de Enrique. Este envió a Robert y a algunos cuantos hombres más para que repelieran el ataque y mantuvieran ocupado a su hermano y, con el resto de su ejército, galopó rodeando la parte trasera de la colina hasta llegar al propio Loudon. Una vez allí, derribó la puerta e invadió la pequeña ciudad. Al enterarse de ello, privado de su base, Godofredo salió huyendo y más hombres suyos se sometieron a las órdenes de Enrique, en tal cantidad que tuvo que recibir todos sus juramentos a la vez. Enrique llevó a cabo esa ceremonia en la calle que se extendía dentro de la muralla, justo antes de que se pusiera el sol. A continuación, un aldeano que iba tocado con un enorme sombrero se acercó a él, le hizo una reverencia y le suplicó que asegurara Loudon, con el fin de proporcionar protección a las casas y a las granjas. El aldeano era un hombre de avanzada edad cuyo rostro estaba teñido del color de la tierra. Se despojó del sombrero e hizo rodar el borde del mismo nerviosamente sobre sus manos. —Mi señor, dadnos la paz. Tenemos que recoger la cosecha. Le rezo a Dios, mi señor: el señor Godofredo se lo llevó todo, pero ahora tenemos una cosecha que recoger… os ruego que… —Recoged vuestras cosechas —dijo Enrique—. Ahora soy el señor de esta tierra y restableceré la paz. Dejad que cualquier hombre que desee hacer una petición venga a mí. La sesgada luz característica de la última hora de la tarde tiñó la calle con sus dedos rosados. Los guardias que se encontraban apostados en la puerta anunciaron la llegada de soldados y Robert apareció a lomos de su caballo con media docena de hombres de la vanguardia, acompañados de un extraño. Aquel hombre portaba los colores de la Emperatriz. Enrique se dio cuenta de que se trataba de un mensajero enviado por su madre desde Ruán, la principal ciudad de Normandía. Enrique se lo llevó aparte, mientras Robert descendía de su caballo. —He perdido a algunos hombres y tengo muchos heridos —dijo Robert. —Llévalos adentro y póstralos en la iglesia —dijo Enrique—. Dile a Reynard que te ayude. Acampa al resto de hombres fuera de la muralla. No quiero que cometan violaciones ni saqueos. Tendría que hacer todos los preparativos para enterrar a los muertos. Robert se fue a toda prisa. El aldeano que portaba el enorme sombrero intentó hablarle, pero Enrique le pidió que se callara con una mirada y se volvió al mensajero. —Mi señor. —El mensajero estaba muy sucio—. Su Majestad Imperial os saluda por la Gracia de Dios. Enrique le arrebató la nota que portaba en su mano y se dio la vuelta para leerla con
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detenimiento. El aldeano le siguió. —Mi señor, damos gracias a Dios por teneros a vos, os lo juro, somos personas leales y haremos… Enrique miró por encima de su hombro. —¿Hay algún cirujano aquí? ¿Una comadrona? Tengo varios hombres heridos. —Tenemos a una curandera, mi señor. Y, por supuesto, también contamos con un sacerdote. —Naturalmente. Id a buscarlos. Leyó rápidamente la nota escrita en el pulcro latín de su madre. No le decía nada nuevo, solo que la anciana se estaba poniendo nerviosa, tal como hacía siempre, adornando su misiva con una retahila de consejos y peticiones. La mitad de los barones normandos se habían rebelado y se habían proclamado hombres libres, y la Emperatriz tenía la esperanza de que su hijo regresara a Ruán de inmediato. Pero Enrique primero tenía que hacerse con el control de los territorios del sur. Una vez que Anjou fuera una posesión estable, se ocuparía de los caballeros normandos. Sabía que todos se odiaban entre sí más de lo que lo odiaban a él y pensó que podría ocuparse de cada uno de ellos por separado. Caminó sin rumbo fijo durante unos instantes, dándole vueltas a aquella situación y tratando de analizarla en su conjunto. En ese momento reapareció Robert, seguido por el aldeano y acompañado de un sacerdote. Enrique envió a Robert y al sacerdote a que se ocuparan de los heridos, pero retuvo al aldeano cogiéndolo del brazo. —¿Me dijiste que Godofredo había estado por aquí? —Sí, mi señor —respondió el lugareño, apretando el sombrero—. Se lo llevó todo. Nos sacó por la fuerza de nuestras propias casas. Ninguna mujer podía ir a ninguna parte —prosiguió, inspirando profundamente—. Había bretones entre ellos. —Ah —fue la respuesta de Enrique. Era interesante saberlo. La salvaje Bretaña, en el oeste, era su enemiga. El marido de la duquesa reinante era un títere en manos del rey de Inglaterra, a quien el nuevo duque de Anjou trataba de destronar, y, por tanto, tenía interés por acabar con Enrique. —¿Cuántos eran? ¿Había soldados, mercaderes? —Uno muy distinguido, mi señor, con caballeros y un estandarte. Enrique lanzó un gruñido de desaprobación. Aquella era una razón más, pensó, para derrotar a Godofredo. Había hecho bien en ir allí antes que nada. Si hubiera dejado que aquel lugar se ulcerara, nunca podría conseguir Inglaterra. —¿Había alguien más? —preguntó. El aldeano parpadeó. —¿Francés, por ejemplo? —continuó. Sintió una punzada en las palmas de las manos. Si su hermano se aliaba con
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franceses, ingleses y bretones, entonces estaba prácticamente rodeado. El anciano se humedeció los labios y dijo: —El rey francés y la reina se encuentran de viaje, justo al lado del río. Es muy probable que, desde aquí, hubiera enviado emisarios al rey. —Un viaje. ¿Los dos juntos? —preguntó Enrique. —Sí, mi señor. Durante unos instantes hizo un esfuerzo por recordar con exactitud el aspecto que tenía Leonor. Aquella dama poseía unos ojos magníficos. Y un cabello del color del cobre. Sin embargo, no fue capaz de visualizar su rostro. Lo más probable es que también se haya olvidado de mí, pensó, y sintió una punzada en el estómago. El aldeano dijo entre susurros, como si por hablar en un tono más bajo sus palabras adquirieran valor: —Se dice que están enfadados. El rey y la reina, que es una persona de fuerte carácter. Dicen que a veces viajan separados a varios días de distancia. El rey va a llegar mañana a Saint Jean para convocar a la corte, pero ella se encuentra muy rezagada, ya que todavía está remontando el río. Enrique escuchó un sonido en el interior de su pecho. De repente, sintió unos profundos deseos de verla, por encima de cualquier otra cosa, de abrazarla, de hacer que aquella mujer lo recordara. Luego trató por todos los medios de luchar contra ese impulso. Pensó en el caballero bretón, en la cercanía del rey de Francia: tenía que seguir acechando a su hermano. Si ahora flaqueaba, aunque sólo fuera por unos instantes, le estaría dando un respiro a Godofredo, un punto de apoyo. Podría recaudar dinero para contraatacar y desafiarlo. Ella se encontraba tan próxima, tan próxima… Avanzó hacia la iglesia, en cuyo interior yacían los heridos sobre el suelo, y se acercó a ellos sin dejar un instante de pensar en Leonor. Es posible que estuviera a solo un día de distancia, incluso menos. Comenzó a pensar en cómo llegar hasta ella. De repente, pensó en la nota que le había enviado su madre y la sacó de su bolsillo. Ahora sólo necesitaba encontrar algo con lo que poder escribir, así que salió en busca de tinta.
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En aquel momento, Leonor se encontraba a más de dos días de distancia del rey y trataba de evitar los lugares en los que el monarca se había hospedado incluso después de que este los hubiera abandonado. Durante el día estuvieron deambulando por el camino, y en cada una de las diminutas aldeas que atravesaban había muchas personas con aspecto desaliñado y miserable. Los caballeros se afanaban en apartar a la muchedumbre de la reina, pero Leonor divisó a algunas mujeres con niños hacinados bajo el pórtico de una iglesia y, cuando vio a una anciana pidiendo limosna a un lado del camino, se detuvo y ordenó a de Rançun que la condujera hasta su caballo. La anciana desprendía un penetrante hedor y la mano que extendía estaba llena de suciedad. Leonor ordenó al instante que trajeran algo de pan y unas cuantas monedas para entregárselas. —¿De dónde eres, madre? —De Anjou… allí se está librando una terrible batalla… todo está en llamas… Leonor puso el pan y las monedas en las manos de la anciana y luego ordenó que trajeran al representante de la aldea. El hombre era tan viejo como la mendiga, pero estaba mucho más limpio y dedicó a Leonor la correspondiente reverencia. —Cuéntame: ¿qué está pasando aquí? —preguntó la reina. —El conde está persiguiendo a su hermano hacia el sur —dijo el anciano—. Estas personas han huido… equivocadamente, en mi opinión, ya que estoy convencido de que las cosas se calmarán muy pronto. Pero cuando la reina le entregó otra bolsa con dinero para que se ocupara de la gente, él le dio las gracias entre dientes, hizo una reverencia y le besó la gema que Leonor portaba en su túnica. —Os lo agradezco de corazón, mi señora… sois la más graciosa de las reinas… En ese momento, la multitud volvió a asediarla, balbuceando palabras de agradecimiento y rodeando su caballo. Leonor se inclinó sobre su silla de montar, extendiendo la mano hacia ellos, tal como era su costumbre, dejando que la tocaran. Algunas muchachas le entregaron flores y una de ellas deslizó un pedazo de papel desvencijado en su mano. Leonor cerró la mano para sujetarlo. Su piel comenzó a temblar invadida por un repentino arrebato de excitación. De Rançun y los demás caballeros se afanaron por apartar a la multitud. Leonor dejó que el caballo bereber la condujera al frente de la
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comitiva y, una vez allí, abrió con prontitud el papel que le habían entregado y lo leyó. Petronila aceleró su yegua hasta colocarse a la altura de su hermana. —¿Qué es eso? ¿De qué se trata? —No es nada —repuso Leonor—. Uno de los aldeanos me entregó una flor. Abrió la mano para mostrar los pétalos arrugados. El papel se encontraba enterrado bajo de ellos y pensó en quemarlo después. Le resultaba imposible dejar de sonreír y levantó la mirada hacia el camino, llena de satisfacción.
Por la tarde, pidió que de Rançun acudiera ante ella y dijo: —Dime, ¿no hay un pequeño monasterio cerca de aquí? Podríamos pasar la noche en aquel lugar. El caballero le dedicó una mirada penetrante. —No lo sé. Lo averiguaré. —Y regresó poco después diciendo—: Hay un lugar llamado Saint Pierre, pero se encuentra muy apartado del camino. Podríamos proseguir hasta… —Saint Pierre nos servirá —interrumpió Leonor—. Ve a hacerles saber que nos encontramos de camino. Petronila la observaba con detenimiento. No era fácil tratar de ocultar algo a su hermana. Pero una de las partes más emocionantes de aquella empresa era su secretismo. Leonor ordenó a su caballo que avanzara al trote por la carretera.
El monasterio de Saint Pierre era un lugar vetusto y pequeño. Su abad se alegró enormemente de poder contar con una visita real. Luego condujo a Leonor al aposento principal del claustro, que contaba con la mejor cama: un colchón relleno de paja y las sábanas bordadas. Era un lugar demasiado pequeño como para albergar a todas las damas, así que las tres asistentas tuvieron que hospedarse en otra habitación. De Rançun llevó a los hombres, así como al equipaje y a los sirvientes, a la aldea. Los monjes agasajaron a Leonor y a su pequeña corte con los mejores alimentos que guardaban en su despensa: un queso curado y un pan decente, así como un tosco vino afrutado. El halcón de Leonor había conseguido atrapar algunas presas aquel día, así que cenaron bastante bien. Escucharon las Vísperas en la capilla del monasterio y después, mientras regresaban al claustro, Leonor dijo: —Creo que voy a salir a dar un paseo. Los demás entrad en el monasterio y preparaos para ir a dormir. No me esperéis. Petronila frunció el ceño. Avanzaban hombro con hombro por la arcada del claustro en dirección a sus aposentos. —Iré contigo. —No… quiero estar sola… necesito pensar. Voy a pasear por el claustro. ¿Acaso www.lectulandia.com - Página 110
temes que algún libidinoso monje me espere en su cama? Las mujeres que avanzaban a sus espaldas se echaron a reír. Petronila le lanzó una prolongada mirada de soslayo, cargada de recelo, pero lo único que dijo fue: —En ese caso, ve, pero no tardes. Me voy directa a la cama y no quiero que me despiertes. —No lo haré. Las mujeres dieron media vuelta y se marcharon. Leonor caminó sola por la arcada mientras sentía cómo su corazón latía con fuerza en el pecho. Deslizó una mano por el vientre, donde su bebé se hallaba sumido en sus sueños. Luego enderezó la espalda, metiendo el estómago. Enrique no lo advertiría. Apenas se le notaba nada. Su amado no se enteraría, ya que eso podría arruinarlo todo. Como todavía estaba casada con Luis, la ley dictaba que aquel retoño pertenecía al rey y, a los ojos de cualquier persona que tuviera un poco de cordura, aquello era una prueba más de su maliciosa y lasciva naturaleza. Para el propio Enrique sería una buena razón para suspenderlo todo. No podía hacer caso omiso a su llamada. Se moría de deseos de verlo de nuevo. Él no lo advertiría. Se despojó de su cofia y sacudió su cabello para que quedara suelto. En aquel momento no le importaba quién estuviera mirando, aunque estaba envuelta en la oscuridad. La parcela de césped que se extendía en mitad del claustro aparecía pálida bajo la luz de la luna y la arcada estaba sumida en las sombras. Leonor caminó hacia la esquina, donde se levantaban dos murallas elevadas que no se llegaban a encontrar. Las puertas de ambas estaban conectadas por un pequeño pasadizo serpenteante que conducía al exterior. Más allá del muro del claustro había una hilera de jardines limitados por un seto cubierto de espinas, encontrando detrás de los repollos una pequeña puerta por la que se deslizó. Se quedó en la parte superior de una larga pendiente cubierta de hierba que llegaba hasta un río que se dividía en tres brazos. La luz de la luna teñía de plata la elevada hierba. El viento soplaba desde el oeste, húmedo y dulce, como un frío beso que hacía ondear la hierba. Durante unos instantes, Leonor se quedó atrapada en el remolino que formaba para dejar que el viento enredara sus largos dedos entre sus cabellos. El camino descendía por la ladera y se dirigía a la aldea. Miró detenidamente a su alrededor, tratando de encontrar algún centinela, pero no divisó ninguno. La hierba susurraba canciones en la ventosa oscuridad. A continuación, a través del murmullo del viento, escuchó un silbido largo y prolongado: se trataba de un halconero llamando a su pieza. Sintió que todo su cabello se ponía de punta y se dirigió hacia él como un halcón surcando el aire, corriendo bajo la luz de la luna hasta llegar casi a los pies de la pendiente. De repente, Enrique salió de la hierba y ella corrió a cobijarse en sus brazos. —Tenía que verte —dijo él—. Tenía que verte.
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Leonor se aferró a él, pasando los brazos alrededor de su cuello mientras pronunciaba su nombre, y se besaron. —Vamos. Enrique la condujo hacia un cobijo que se encontraba entre los árboles. Ocultos en la oscuridad, ella apenas podía distinguir el rostro de él, cuyas manos se apresuraron a recorrer el cuerpo de la reina con la boca llena de deseo. Leonor le ayudó a recoger las faldas, se apoyó contra un viejo árbol y unieron sus cuerpos mientras Enrique la sujetaba por las caderas y apretaba sus labios contra el cuello de su amada. Ella envolvió sus brazos alrededor del cuerpo del joven y volvió a susurrar su nombre. —Ven conmigo —dijo él—. Olvídate de Luis. Ven conmigo ahora. Leonor se echó a reír. Tenía la sensación de que nunca podría dejarle, como si estuvieran permanentemente conectados. —Este asunto debe llevarse de la manera adecuada, ya te lo he dicho. Tienes que ser paciente. Leonor le besó. Él se apoyó sobre su cuerpo un momento más, jadeando, y luego se separaron. La fría brisa helaba los muslos de la reina. Enrique retrocedió, recogiendo su ropa. —Maldeciré cada día que pase hasta que vuelva a verte —dijo, deslizando de nuevo sus brazos alrededor de ella. Leonor se estaba colocando el broche sobre su hombro. La mano de Enrique recorrió el cuerpo de la reina y dijo, cambiando el tono de voz—: ¿Estás embarazada? Leonor se quedó helada. Pero ya había pensado en la posibilidad de que sucediera aquello. Estaba preparada para responder a esa pregunta. Se echó a reír. —No, no es más que el orondo capón que tomé hoy para cenar. Pero lo estaré pronto, mi amado. Tendremos un ejército de príncipes. Él la besó con los labios separados y creyó sus palabras. —Muy pronto. —Tengo que volver —dijo, consciente de que debía separarse de él antes de que le asaltaran de nuevo las sospechas. Le acarició en la mejilla y pasó su brazo por la cintura del duque—. Estaremos juntos antes del verano. Lo juro. Luego dio media vuelta y ascendió a toda velocidad por la pendiente en dirección al monasterio.
Enrique regresó a través de los árboles hasta alcanzar la orilla del río, donde había dejado su caballo. Su cuerpo todavía temblaba por la excitación, deseoso de recibir el tacto de la reina. Estaba acalorado a pesar del ligero frío que impregnaba la noche. Condujo su caballo a pie durante unos metros a lo largo de la corriente del río y luego se subió a su silla de montar. Había un largo camino de vuelta hasta su campamento. Sin embargo, le bastaba con pensar en ella para que se sintiera de nuevo encumbrado, como una hoja a www.lectulandia.com - Página 112
merced de la tormenta, agitándose por la excitación. En la parte superior del cerro alguien dejó escapar un grito. Enrique se volvió para mirar por encima de su hombro. Un jinete se encontraba cabalgando ante su campo de visión y pasó por el extremo oeste de la muralla del monasterio. Tal vez se tratara de un centinela. El jinete volvió a gritar pidiéndole que se detuviera. Enrique clavó las espuelas en su caballo y galopó por la pendiente del río. Había pasado el siguiente cerro, llegando casi al viejo camino, cuando le vino a la cabeza el pensamiento de que, después de todo, en realidad no había llegado a ver el rostro de Leonor.
Por la mañana, Alys le llevó una nueva túnica, que era de un sencillo color bermejo con un bordado de oro. —¿Qué ha pasado con mi viejo vestido verde? Es muy cómodo para cabalgar —dijo Leonor. Alys se inclinó ligeramente hacia ella, depositando la nueva túnica para que se la pusiera, y murmuró: —Mi señora, he abierto un poco esta túnica por los costados. En mi opinión, será más adecuada. Más tarde me ocuparé de la verde. Luego dejó entrever una sonrisa, tocó a Leonor en el hombro y esta comprendió que aquella era su manera de decirle que lo sabía todo y que la protegería. Pero eso hizo que su excitación se enfriara un tanto. Se dio cuenta de que su secreto, al igual que el bebé, estaba creciendo, que cada vez había más gente que conocía su existencia; de que este camino no podría conducirla a su hogar, sino al fracaso de todas sus esperanzas, al oscuro convento, a la penitencia, o incluso a algo peor. Luego decidió borrar esos pensamientos de su cabeza. Espoleada por una repentina e intensa determinación, se propuso que los días venideros le depararan lo que tanto deseaba, y rápidamente se santiguó y recitó una oración rogando a Dios que le concediera su ayuda. Pero aquella fastidiosa duda no se le iba de la cabeza, pensando que tal vez el inescrutable y severo Dios tenía otras intenciones para ella y que lo que le esperaba en el futuro era una terrible experiencia en la que podría salir perdiendo.
Viajaron lentamente a lo largo del río. Leonor contuvo a la caravana para que se mantuviera detrás de la del rey, de tal manera que nunca se llegaran a encontrar, incluso cuando algún retraso los acercaba lo suficiente como para tener que pasar la noche en la misma zona. Los inmensos campos de trigo de Beauce dieron paso a una serie de colinas salpicadas de árboles, cortadas por pequeñas corrientes fluviales que iban a desembocar, a medida que avanzaba el viaje real, hasta el Loira. Durante el día se detenían a comer allá donde los sorprendía el sol del mediodía; algunas veces en un campo abierto, donde los www.lectulandia.com - Página 113
sirvientes extendían paños de lino sobre el suelo y tomaban el alimento de las cestas de pan y queso, y otras veces en una posada, donde se hacían con el control del establecimiento y dejaban las despensas del local completamente vacías. Avanzaron en dirección oeste siguiendo la senda del río, que fluía liso y pardo entre bosques cubiertos de hojas que habían sido despojadas de los árboles por el invierno. Sobre las menudas laderas, los gruesos troncos de las pequeñas vides se extendían en filas, ascendiendo hacia el cielo como si se trataran de ancianos retorciendo su cuerpo con los brazos extendidos. Los montones cortados de las últimas parras del año se apilaban en los extremos de cada fila y el olor de las hojas muertas envolvía el aire. A los pies de los árboles, los racimos de muérdago se concentraban en las desnudas ramas, donde se divisaban aquí y allá algunos nidos descuidados de urracas, semejantes a cuencos hechos con brozas. Los pájaros volaban en círculo por encima de sus cabezas, dejando escapar algunos gritos con sus voces burlonas y ásperas. Se quedaron a pasar una noche en Blois, la antigua ciudad que se extendía a las orillas del Loira. Esteban, que ahora era el rey de Inglaterra, había nacido allí; su madre había sido la hija del Conquistador, Guillermo el Bastardo. Leonor lanzó mentalmente una maldición al rey Esteban, deseando lo mejor para su amado Enrique. Se aferró a ese pensamiento, recreándose en él: su amado Enrique. Pero ahora la ciudad y su famoso y viejo castillo, así como las ricas tierras que lo rodeaban, pertenecían al hijo pequeño del conde de Champaña, el conde Thibaut, que apenas era unos años mayor que su amante. El conde celebró un gran festín en honor a la pareja real, durante el cual la reina permaneció lo más alejada posible de su esposo. El conde Thibaut era un hombre joven y desgarbado, con la cara llena de granos y una risa áspera. Su corte era tosca; no tenía esposa ni hermanas que le dieran lustre y Leonor estaba deseando abandonar aquel lugar cuanto antes. Por la mañana cruzaron el río sobre el arqueado puente romano y siguieron la carretera vieja, el camino de la peregrinación, descendiendo hacia el sur. Al oeste de allí estaban las tierras de Anjou, como muy bien sabía, donde se encontraba Enrique. Durante unos días, la lluvia les dio una tregua y el agua parda avanzaba lentamente entre las orillas cubiertas de juncos secos y quebradizos, donde las estrechas barcas de los pescadores locales se amontonaban en los vados y las mujeres lavaban la ropa y la extendían para dejarla a secar sobre los arbustos. El tiempo se estaba volviendo gris y oscuro, y fueron recibidos por un viento frío que barría el valle del río procedente del distante mar. Leonor envió a Claire hacia la carreta que llevaba el equipaje para que sacara sus abrigos de piel, y ella y su hermana cabalgaron con las manos hundidas bajo el calor de las mangas. Y así fueron pasando los días. Al final, por delante de ellos, en un giro que daba el valle, divisaron los tejados de pizarra negra de la inmensa abadía de Fontevraud, que se
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extendía a lo largo de la suave falda de la colina. Los acompañantes que se encontraban alrededor de Leonor lanzaron gritos de alegría al verla y hasta los caballos apresuraron su paso, sin dejar de agitar la cabeza. Leonor se volvió hacia su hermana y vio que Petronila le dedicaba una sonrisa, haciendo que el viejo amor que compartían volviera a inundar su pecho. Fuera lo que fuese lo que hubiera sucedido entre ellas, estaba, sin lugar a dudas, olvidado. Apresuró a su caballo para que se acercara, extendió la mano hacia su hermana, y así, cogidas de la mano, cabalgaron hasta la abadía.
Fontevraud era un edificio mixto, que albergaba tanto a hombres como a mujeres, y que estaba gobernado, tal y como solía suceder con ese tipo de residencias, por una abadesa. Los duques de Aquitania habían prestado su ayuda al monasterio desde su fundación, dotándolo de tierras y riqueza, y la actual superiora, que salió a recibirlos a la puerta, era una prima de Leonor. Luis ya había llegado y había sido acogido con una calurosa bienvenida, así que hubo muy poca ceremonia en su saludo. Petronila y Leonor dejaron sus caballos y su caravana en el patio delantero y siguieron a la abadesa hacia el patio interior. Allí se encontraba el edificio que albergaba los aposentos, donde los sombríos recovecos de las galerías estaban repletos de curiosos que habían abandonado sus oraciones o sus cánticos para asomarse a observar. Petronila se sentía complacida de haber bajado de su montura y deseaba poder despojarse cuanto antes de sus polvorientos ropajes. Avanzó al lado de Leonor mientras descendían hasta las estancias que tenían reservados cuando visitaban aquel lugar. La abadesa era una mujer anciana, de corta estatura y rostro redondo que asomaba de su toca como un bebé de sus pañales. Petronila sintió enseguida cierta frialdad y distanciamiento en sus maneras. Leonor le hablaba directamente, con familiaridad, como se habla a una prima, y la mujer sólo le dedicaba alguna tímida reverencia, sin mirarle a los ojos. Petronila pensó que tal vez había sido un error dejar que Luis llegara con tanta ventaja, ya que Thierry Galeran y sus acólitos habían tenido la oportunidad de manipular a su antojo la opinión de aquellas personas. Las habitaciones de las esquinas que se encontraban en la planta baja del claustro siempre se reservaban a la duquesa de Aquitania. La abadesa la condujo hasta ellas. Las damas de compañía la seguían rezagadas, de forma desordenada y, tras ellas, avanzaban de manera torpe y ruidosa los porteadores del monasterio cargados con el equipaje. Algunos grupos de monjas ocupaban las esquinas y los umbrales de las puertas, observándolas al pasar, dejando escapar exclamaciones y risas ahogadas como si fueran gansos encerrados en un redil. —¿Quién más se encuentra aquí? —preguntó Leonor. Su voz resultaba un tanto estridente. Petronila supuso que su hermana también había advertido cierta frialdad en el tratamiento de la abadesa—. Me ha parecido ver los colores del arzobispo. —El arzobispo de Burdeos se halla hospedado aquí —dijo la abadesa—. Y también www.lectulandia.com - Página 115
Godofredo de Anjou. —Pero si está muerto —dijo Leonor, deteniéndose junto a la puerta. La abadesa retrocedió un paso para que un sirviente pudiera abrir la puerta que conducía al interior de la celda. —Es su hijo, el más joven de ellos, que ha sido despojado de su herencia y trata de recibir la ayuda del rey. Se quedó con las manos entrelazadas sobre su rosario, dejando que Leonor pasara delante de ella, y, mientras Petronila avanzaba a su lado, sus penetrantes ojos negros se cernieron sobre ella, analizando sin disimulo el tamaño de su cintura. Petronila pasó rápidamente y penetró en la alcoba, dirigiéndose hacia la ventana. A través de la habitación, miró a Leonor, comprendiendo al instante la situación: si el joven Anjou estaba con el rey, entonces Enrique lo había derrocado y había ganado la guerra. La abadesa las siguió al interior de la celda, que era dos veces más grande que la mayoría de las que había en aquel monasterio y estaba perfectamente amueblada con una cama, algunos taburetes y un cofre para la ropa que era más propio de una duquesa que de una monja. —Mi señor el arzobispo se encuentra aquí para celebrar un encuentro con el rey pero, por supuesto, se reunirá con vos muy pronto, Majestad. Y cuando lo haga… — dijo. En el centro de la alcoba, Leonor se volvió hacia ella. Petronila contempló el contorno de sus hombros y la forma de su barbilla y se dio cuenta de que su hermana estaba enfadada. La abadesa prosiguió: —Cuando lo haga, tengo la esperanza de que prestéis oídos a sus sabias palabras. Toda esta situación es una locura. No entendemos vuestras intenciones de separaros de nuestro bondadoso rey Luis, y todos os rogamos que os resignéis a los designios que os corresponden. Leonor la atravesó con la mirada. Tenía la espalda tensa y los hombros rectos, como si tratara de formar una muralla con la que contener a sus enemigos, y su voz estaba cargada de la aspereza propia de la ira. No trató de fingir que no había comprendido y dijo: —Solo Dios puede decidir cuáles son mis designios, no el arzobispo de Burdeos. Ni tampoco vos, mi señora abadesa. En cuanto escupió las últimas palabras la abadesa retrocedió ligeramente. Levantó sus enjutas manos, cubiertas de venas azules, para atusarse su impecable cofia, dejando entrever unos nudillos del color del marfil. —Nuestro deber como siervas de Cristo es rezar por vos —dijo—, y aconsejaros que avancéis por el camino adecuado. El rey es vuestro señor, de igual modo que el Hijo de Dios es el nuestro. Vuestro matrimonio con él debe permanecer inalterable, al igual que
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el nuestro. Vuestros propósitos son un pecado muy grave y no pueden llevarse a cabo. —No —dijo Leonor—. Acepto vuestras oraciones, madre, pero no admito vuestra opinión personal al respecto. Tanto por el bien del rey, como por el mío propio. —Es la voluntad de Dios lo que debéis cumplir —dijo la abadesa, pero ya estaba retrocediendo hacia la puerta. Tenía la boca torcida como una herida—. Dios os ha hecho mujer, Leonor de Aquitania, y debéis conduciros como una mujer de honor. — Luego su mirada se volvió hacia Petronila—. De igual modo que otras son libres de no serlo. Petronila retrocedió un paso, comprendiendo el daño y la injusticia de la que estaba teñida esa observación. —Salid de aquí —dijo Leonor. Los ojos de la abadesa, desencajados por la impresión, se volvieron hacia Leonor, abriendo la boca sorprendida. Cuando casi había alcanzado el umbral, dijo con un tono más de protesta que de desafío: —Este lugar me pertenece. Os recuerdo que soy su abadesa. —Este es mi ducado —repuso Leonor—. Y me debéis obediencia, señora. Marchaos. El resto de la comitiva permaneció inmóvil y en silencio como conejos asustados, clavando la mirada en Leonor. La abadesa dudó durante unos instantes, inclinó la cabeza y atravesó sumisamente la puerta. Petronila lanzó un suspiro y se relajó, complacida. A continuación, pasó una mano sobre su vientre plano. Alys se precipitó a cerrar la puerta detrás de la huidiza abadesa y, desde el centro de la estancia, Leonor dio media vuelta con los brazos extendidos. —¡Malditos sean! Petronila escuchó un pequeño grito ahogado a su espalda. Se trataba de Claire, que todavía no estaba acostumbrada a los arrebatos de ira de Leonor. —Han cambiado de opinión —dijo Petronila. Leonor dio un giro en el centro de la alcoba, haciendo volar sus faldas, como si su rabia le llevara a ponerse en movimiento. —¡No consentiré que me trate de esta manera una vulgar mujer! ¡Ah! Ojalá sus almas se ahoguen en un profundo y ardiente infierno donde solo puedan estar los hombres… ¡En un agujero excavado con penes! ¡Ah! Las damas de compañía comenzaron a realizar sus tareas sin demora: abriendo cofres y preparando la enorme cama, atendiendo al fuego y rellenando las jarras de agua y de vino, mientras Leonor deambulaba arriba y abajo sin parar de lanzar maldiciones. La habitación era más grande que la celda de cualquier otro monje, pero sólo contaba con una pequeña ventana para que penetrase la luz y escapase el humo que ascendía de los braseros. Petronila se quedó de pie junto a la abertura, donde el aire era más limpio. Miró a su hermana fijamente, contemplando el frío temor que alimentaba su ira. Llevaba al bebé en lo más profundo de sus entrañas, con el fin de que su túnica y su abrigo lo
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ocultaran, pero cuando se despojó de su abrigo y lo dejó caer al suelo, Petronila pudo ver perfectamente la abultada curva que se dibujaba por debajo de su cintura. Leonor apoyó una mano sobre la espalda, tal y como acostumbra a hacer cualquier mujer embarazada. De repente, Leonor se volvió hacia la puerta. —Iré a ver ahora mismo al rey. Petronila se acercó a la salida dando amplias zancadas. —No, Leonor. No debes hacerlo. Pensó que Leonor no se daba cuenta del aspecto que tenía, de lo evidente que era su embarazo. Si acudía ahora a ver al rey, se descubriría el engaño, así que Petronila pegó la espalda a la puerta y extendió los brazos por delante de ella como si se tratara de una barra. Leonor se precipitó sobre ella. —¡Apártate de mi camino! Sé muy bien cómo manejar a Luis… Tengo que obligarle a que cumpla mi voluntad —dijo, levantando la mano—. ¡Hazte a un lado, Petronila! Petronila nunca se había enfrentado antes a ella, pero le cerró el paso con los brazos extendidos. —No pienso dejarte salir de esta habitación, Leonor. Leonor le dio una bofetada en el rostro. Las damas de compañía contuvieron la respiración lanzando un grito ahogado colectivo y Petronila movió la cabeza hacia un lado, pero la enderezó y clavó la mirada en los ojos de su hermana. —Puedes pegarme todo lo que quieras. Pero quédate y escucha lo que tengo que decirte. En los resplandecientes ojos verdes de su hermana vio cómo centelleaba una incontenible rabia. Leonor torció la boca, pero bajó la mano. —Te pido que me perdones. No debería haber hecho eso —dijo, aplacando su ira tan rápidamente como le sobrevino, mientras su aguda sagacidad comenzaba a dominar su ánimo. Estiró un brazo y pasó los dedos sobre la mejilla de Petronila, como si su caricia pudiera reparar lo que había herido—. Pero debemos hacer algo… y lo sabes. —Sí —dijo Petronila. Le escocía la mejilla, pero se contuvo en mostrar cualquier sensación de triunfo—. Debemos actuar con inteligencia y de manera eficaz. Piensa en las influencias que tiene Luis. ¿Por qué tipo de personas se ha dejado siempre influir? Siempre por un clérigo: primero fue Suger, luego el Papa, aquella vez en Roma, y ahora Bernard. Siempre está tratando de encontrar la palabra de Dios en todo lo que hace. Solo Dios le conmueve. Leonor movió la cabeza, evidenciando su impaciencia. —Bernard y Suger no están aquí. Puedo manejar a Luis tan bien como ellos. —Sí, pero ya conseguiste antes que aceptara tu propuesta, Leonor, y luego cambió de opinión. Thierry Galeran siempre está con él y tú no. Lo único que quiere Thierry es conservar Aquitania durante el mayor tiempo posible, y eso quiere decir que te quiere a
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ti, lo máximo que pueda. Tenemos que probar con algo distinto —dijo Petronila. Leonor se dio la vuelta bruscamente, echando un vistazo por toda la habitación, y su mirada se posó en Claire, que se encontraba en mitad de la estancia rebuscando en un baúl. —¿Has visto a Thierry? ¿Se ha vuelto a acercar a ti? La muchacha se agitó, con las manos sobre las faldas y los ojos abiertos de par en par. —Oh, no, mi señora. Siempre he estado con vos. No lo he vuelto a ver. —Si nos hubiera traicionado, no cabe duda de que ya sabrían que no soy yo la que va a tener un hijo —dijo Petronila y, sin embargo, lanzó una mirada de soslayo a Claire, cuyo rostro no podía ocultar su sonrojo. Petronila se mojó los labios con la lengua. Terna que haber una manera de conseguir apartar a Thierry del rey—. ¿Qué me dices del arzobispo de Burdeos? —¿Mi señor tío? ¿El arzobispo? —dijo Leonor, echándose a reír. Se dio la vuelta, doblando las manos presa de la inquietud, y comenzó a pasear en círculos por la habitación—. Es menos importante que Bernard y Suger y más notable que cualquier hombre con tonsura. Petronila también se echó a reír. Al arzobispo lo conocían desde que eran niñas. Era un hombre occitano hasta la médula y se comportaba como una persona mundana, indulgente y sencilla. No obstante, no dejaba de ser un clérigo, y Luis, aparentemente, sólo prestaba atención a los célibes. —¿Qué más opciones hay? Leonor volvió a recorrer la habitación en círculos, golpeando las manos, y volvió a posar su mirada en Petronila. —Sí, puede ser. Así pues, id a buscarlo. Traed aquí a mi buen tío, el arzobispo de Burdeos. Los tensos músculos de Petronila se relajaron. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la dureza con la que había librado aquella batalla. Ni siquiera se había percatado de que estuvieran librando una contienda. Sorprendida, se percató de que la había ganado. Luego se apartó para dejar que Alys cruzara la puerta, en busca de un paje.
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Fontevraud, octubre de 1151 El arzobispo de Burdeos lucía una cintura tan amplia que daba la sensación de que era él, y no Leonor, quien portaba un bebé en sus entrañas. Su sotana estaba espléndidamente bordada en seda y rematada con hilo de oro, y su rosario relucía con el oropel de una joya. Leonor se encontró con él en una parte oculta del jardín, de tal modo que pudo ocultarse bajo un abrigo. Como una pareja de ancianos, pasearon entre las vides bañados por una pálida luz del sol invernal, mientras una pareja de pajes los seguían a cierta distancia, sin poder escuchar lo que decían. La ladera poitevina que se extendía al otro lado de la muralla del monasterio permanecía latente y lucía un color pardusco propio del primer frío del invierno. En algún lugar cercano, una urraca graznaba, y desde la parte más alta del tejado del monasterio una segunda le contestaba. Una grita de pena, pensó, la otra de alegría. Que así sea. Se santiguó para sellar aquel agüero. Leonor conocía al arzobispo de Burdeos de toda la vida y no le inspiraba ningún temor. Sabía que al clérigo le gustaba la sencillez en todas las cosas. Al principio, el hombre mostró algunos indicios de que había mantenido una reciente conversación con el rey o, más probablemente, con Thierry Galeran, pero Leonor se mostró paciente: podría tratar con él. Después de que Leonor agachara la cabeza para recibir su bendición, el arzobispo dijo: —Querida mía, escucho todo tipo de cosas extrañas sobre vos. He oído que habéis olvidado todos vuestros caprichos infantiles. —No es así —dijo Leonor—. Mis caprichos infantiles me acompañarán hasta la tumba, tío. —Oh, vaya —dijo el arzobispo, dócilmente—. No me hace feliz escuchar eso. — Luego le dio unos golpecitos en el brazo. El clérigo hablaba en lengua occitana, la que Leonor siempre había usado, ya que era su idioma común. Pasaron por delante de una hilera de frondosas cañas cortadas, desnudas por el invierno—. Señora Leonor, pensad en cuáles son vuestras obligaciones con Dios. Podéis resignaros a ser la reina de Francia, desde luego, y llevar una vida llena de atenciones y adoración. ¿Qué hay de malo en ello? —Preferiría ser simplemente la duquesa de Aquitania —respondió. Luego le rodeó la cintura, que era casi tan amplia como su altura, y el clérigo colocó su mano entre las de la reina. A pesar de que hacía frío, su mano estaba más caliente que las de ella—. Pensad en ello, tío. Sois un auténtico occitano. ¿Acaso queréis que esos fríos norteños, con sus rodillas callosas y sus dedos codiciosos, gobiernen para siempre sobre nuestra dulce tierra?
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Esas palabras hicieron despertar los encantos de su buen carácter. El clérigo apretó los labios con fuerza mientras sus ojos se entrecerraban. Leonor siguió hablando, atacando en sus puntos débiles. —Pensad en ello. Cada día que pasa diezman un poco más nuestra tierra, nuestras costumbres, llevándose consigo todo lo que quieren, arruinando todo lo demás, e imponiéndonos sus leyes, diciéndonos lo que tenemos que pensar y qué es lo que debemos adorar, y burlándose de nuestro idioma y de nuestra forma de ser. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar antes de que hayan acabado con todo lo que es hermoso, alegre y digno? —No somos tan borregos como para permitir que hagan una cosa así —repuso el arzobispo. —Tengo intención de regresar y gobernar esta tierra —dijo Leonor—, sin Luis. Tengo intención de vivir en Poitiers, en el lugar al que pertenezco y que me pertenece a mí. En el lugar donde los antiguos romanos, de cuyos hijos descendemos, vinieron en busca del sol, del vino y de los placeres y donde implantaron las viejas costumbres cuando la propia Roma estaba condenada a morir. En Poitiers, donde todos somos capaces de recordar y de celebrar la gloria de nuestro pasado, donde mis propios abuelos gobernaron con un esplendor que la mediocridad del norte no es capaz ni de soñar. Donde la gente puede pensar como quiera y aprender lo que cada uno elija. Traeré a mi tierra la paz y la justicia, consiguiendo así que todas las cosas prosperen. Y tendré una corte que todas las demás añoren poseer, en la que fomentaré todas las ramas del arte y todo tipo de placeres, y que extenderá su gloria por todos los rincones del mundo. Pero para ello debo liberarme de Luis, cuya mente es demasiado estrecha. Y, sobre todo, me apartaré de Thierry Galeran, que lo único que pretende es destruirme. El rostro redondo del clérigo delató un arrebato de rubor, pero no dejó escapar una respuesta inmediata. Su mirada se desvió hacia el yermo huerto que se encontraba en el borde del jardín. Su boca se torció en las comisuras, y Leonor supuso que el clérigo estaba recordando algún tipo de desaire que había sufrido en su propia persona. —¿Cómo cuidan de mi ducado, señor? ¿Es un lugar justo, rico y lleno de vida, como solía ser? ¿O le están chupando la sangre y hasta congelando la luz del sol? —Tal vez esa sea la voluntad de Dios —respondió el arzobispo. —No puedo creer que el bondadoso Jesús, que emplazó a que los niños se acercaran a él y que iba acompañado de humildes artesanos, desee que nosotros, que somos los verdaderos herederos de Roma, debamos estar sometidos a los hirsutos bramidos norteños del maldito franco Clovis. Debéis ayudarme. —¿Yo? —respondió. —Hablad con el rey. Recordadle que el propio Bernard decretó que deberíamos separarnos —dijo, inclinándose hacia él, apoyando su mano en el brazo del arzobispo y dotando a sus palabras de un cálido apremio—. El santo monje lo entendió
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perfectamente, señor. Y vos sabéis que no siente el menor aprecio por mí: no haría nada en mi beneficio. Él sabía cuál es la verdad de la situación. Este matrimonio nunca debió tener lugar. Acabará por arruinarlo todo: a Luis y a Francia, así como a Aquitania y a mí. La dinastía de Hugo Capeto se desvanecerá con él a menos que me deje libre. —Bendito sea Bernard de Clairvaux. ¿Le dijo eso al propio rey? —preguntó mientras se santiguaba. —Delante de todo el mundo, señor. Hasta Thierry tendrá que admitirlo. Os lo ruego, no dejéis que personas como ese gordo eunuco sin sangre nuble la clara visión del santo. Las cejas del arzobispo de Burdeos dibujaron un pequeño arco, que subía y bajaba, y Leonor advirtió cómo sus pálidos ojos mutaban. Le hizo ver lo que ella quería. Una inmensa sensación de triunfo ardió en su interior. Se cerró el abrigo alrededor del cuerpo y observó detenidamente a su tío. Su intención era hacer que el clérigo tomara sus decisiones como si las hubiera ideado él mismo. Los dedos del arzobispo pasaron por las pedrerías que adornaban el crucifijo que colgaba de su cintura y apretó los labios, volviendo la mirada hacia Leonor. —Pero si regresáis, tendréis a algún nuevo duque por encima de nosotros —repuso el clérigo. —Eso dejadlo en mis manos. Solo yo soy Aquitania. Os lo prometo. Seré vuestra defensora, incluso antes de convertirme en la novia de otro, y así será siempre —replicó Leonor. El clérigo sonrió con los ojos centelleantes. —No en vano sois la nieta del Trovador. Leonor le devolvió la sonrisa, complacida por aquel elogio. El clérigo se puso la mano en el corazón y le dedicó una reverencia. —Mi querido tío. Que Dios os bendiga por ello; seré digna de ese privilegio. —Hablaré con él, querida mía. Me habéis convencido. —Estupendo —dijo Leonor—. Así pues, ¿el consejo se reunirá en Poitiers durante el Adviento? —¿Un consejo? Me temo que el rey no hará nada tan rápido. Pero, sin lugar a dudas, esa es la manera. Hay que celebrar un consejo de eclesiásticos con el fin de declarar la nulidad de vuestro matrimonio. La iglesia, como muy bien sabéis, es muy celosa en cuanto a los matrimonios. Pensamos que, fundamentalmente, es por el bien de las mujeres, ya que los hombres somos tan imprudentes. El Adviento llega demasiado pronto y no podemos congregarnos con tanta rapidez —dijo, dando unas palmaditas a Leonor en la mano—. ¿Tenéis pensado pasar las Navidades en Limoges? Tal vez, después, alrededor de la Epifanía. —La Epifanía —dijo Leonor, denotando en su voz una profunda decepción. De alguna manera, Thierry seguía ganando. Para ella, cuando llegara la Epifanía sería
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demasiado tarde. —Entonces, en Limoges. Pero incluso eso puede ser un poco precipitado. Sin embargo, hacia verano, se podrá celebrar con total seguridad. Leonor se contuvo en decir: hacia verano estaré acabada. Tal vez lo mejor que podía esperar era el convento. La reina le hizo una reverencia con la cabeza. —Muchas gracias, mi señor. Os estoy muy agradecida. Su corazón latía con fuerza y, entonces, en lo más profundo de su ser, algo se retorció con fuerza y le golpeó en un costado, como si el mismo bebé hubiera percibido su inquietud. Sin darse cuenta de ello, el arzobispo de Burdeos siguió hablando, repasando quién debería estar presente en el consejo, y Leonor se recuperó en seguida. Para su alivio, se dio cuenta de que todos los hombres que el clérigo estaba mencionando eran prelados franceses que se encontraban a poca distancia. No les llevaría demasiado tiempo congregarlos, siempre y cuando pudiera contar con el beneplácito de Luis. Dedicó algunas palabras al arzobispo, aceptando todo lo que decía, y se apoyó ligeramente en él, para dejar que se sintiera viril. El clérigo se volvió hacia ella y dijo: —A cambio, hay algo que podéis hacer por mí. —Ah —replicó ella, apretando su mano—. ¿De qué se trata? ¿De un impuesto? ¿De una herencia? ¿De una ciudad? Hacedme duquesa de Aquitania y os daré todo lo que deseéis en Burdeos. El arzobispo dejó escapar una risa ahogada, pero sus mejillas se sonrojaron ligeramente, y Leonor adivinó que el clérigo tenía esos deseos. Había un asunto, pues, del que tenía que ocuparse en un futuro próximo. El arzobispo le devolvió la sonrisa: —No, esto es algo más inmediato. Tengo a mi servicio cierto tañedor de laúd del que necesito librarme, ya que es incapaz de mantener las manos alejadas de las mujeres. —Ajá —repuso Leonor—. Así que tenéis a este lujurioso músico entre un coro de mujeres. Echadlo a la calle, ¿qué dificultad hay en ello? —Oh, no. Es demasiado virtuoso con el laúd como para desperdiciar de esa manera su talento. No me importaría verlo salir del país y obligarle a que demuestre sus considerables habilidades en otra parte. Cualquier corte se aprovecharía de su arte. Puede hacer grande a un hombre con una canción y probablemente también puede hacer que caiga en desgracia. Poitiers sería un lugar perfecto para él. Simplemente quiero quitármelo de encima, y a vos os encantará su trabajo. —¿Es provenzal? —dijo Leonor. —No, procede del oeste, del otro lado del mar, de alguna frontera de Inglaterra. No recuerdo su nombre. Creo que se llamaba Brintomos, o Brantomos, algo parecido. —Su sonrisa se ensanchó, irresistible—. Tiene una canción acerca de un caballero que se enamora perdidamente de su reina que creo que os complacerá especialmente. —¿Mientras seduce a mis ayudantes de cámara? —dijo Leonor—. Muy bien, nuestras defensas son más fuertes de lo que parecen. Enviádmelo.
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La fiesta de San Martín dio comienzo en una época en la que supuestamente todo el mundo se sentía alegre, pero Leonor deseaba ser más dichosa de lo que era. No había manera de evitar el compromiso de acudir a la gran festividad, pero ni siquiera la música podía levantarle el ánimo. Se sentó en la cabecera de la gran mesa que se había preparado en el refectorio, no al lado de Luis, sino todo lo alejada de él que la distribución de las sillas hizo posible. Sin embargo, no fue capaz de escapar a su compañía. Leonor sentía constantemente cómo la mirada de su esposo se cernía sobre ella. Y sus pajes se acercaban a cada momento con pequeños obsequios en forma de alimentos, con una copa de vino o con un confite. Ella hizo caso omiso a sus ofrecimientos, manteniendo la mirada al frente, sentándose con la espalda recta como un icono, y sólo probó algunos pequeños bocados. Durante los preparativos, antes de que le pusieran su suntuosa túnica, sus damas de compañía la habían envuelto desde las axilas hasta las caderas con dos capas firmes de lino húmedo que por entonces ya se había secado, formando una armadura impenetrable que apenas le permitía respirar. Ante ella, alineada por todo el refectorio, la multitud permanecía de pie observándola, sabiendo que si uno solo veía algo extraño en ella estaría perdida. Petronila se encontraba a su izquierda y se comió casi todo lo que el rey le había enviado, ya que Leonor no lo quiso probar. Completamente erguida, y aburrida por la mala calidad de la música, Leonor levantó la mirada hacia el elevado techo del refectorio, donde las telas de araña se balanceaban a merced de la ligera brisa como si fueran polvorientos tapices. Leonor había olvidado que estar embarazada era como convertirse en una sirvienta de su propio cuerpo, que ahora estaba ocupado por un exigente y melindroso extraño. Petronila tenía razón. No podría mantener aquella situación durante mucho tiempo ni permanecer delante de los ojos de sus enemigos. El bebé se volvió a agitar. Alrededor de la reina, en la elevada mesa, habían devorado su porción de ganso cebado con su guarnición y, en aquel momento, el resto de la corte estaba dando buena cuenta de las carnes, el pan y los budines que se amontonaban en las mesas menores que se encontraban repartidas por todo el refectorio. Petronila permanecía sentada sobre su silla, adoptando una actitud discreta, pero con la mirada inquieta. Enmarcada en el deslustrado blanco de su túnica y de su cofia, su rostro era una versión más rejuvenecida de lo que Leonor reflejaba en su propio espejo, pero desprovista de color y de arrojo; parecía tan sencilla como un ratón. Aparentaba encontrarse sumida en sus pensamientos y apenas hablaba con nadie. Leonor se dio la vuelta, haciendo que las bandas de lino crujieran, tratando de encontrar otra distracción que le permitiera abstraerse de su sufrimiento. A sus espaldas, escuchó cómo su asistente rechazaba a alguien que trataba de acercarse a ella. Les había dado órdenes de no dejar que nadie se aproximara y eso les
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mantenía bastante ocupados, ya que había siete u ocho hombres que habían suplicado que le dedicara su atención. La reina miró por encima de su hombro y vio a un hombre alto, ataviado con un abrigo verde, paseándose a lo largo de la mesa y al que fue incapaz de reconocer. Su errante mirada se detuvo en una figura que se encontraba junto a la pared: se trataba de Godofredo de Anjou. Leonor se sobresaltó, ya que sus rostros eran tan parecidos que en un primer momento pensó que se trataba de su padre, Le Bel, o de su hermano, aunque en realidad era el pequeño. Aquel hombre era alto y fornido, todo un gallito con plumas, con una melena de rizos leonados y muchas joyas que adornaban tanto sus orejas como sus dedos. Poseía la belleza animal de Le Bel, pero estaba pulido y adecentado con la incontestable inocencia de la juventud. Leonor cruzó la mirada con la de su asistente y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, tras el cual, un paje se deslizó por entre las hileras de cortesanos. Leonor volvió a inclinarse hacia adelante para ver quién era el otro hombre que avanzaba hacia ella desde el extremo de la mesa. —Mi señora, sed bienvenida a Aquitania. El caballero era el vizconde de Chatellerault que, por supuesto, era también primo suyo, un hombre de edad más avanzada que lucía una barba perfectamente cuidada y un cuello adornado con joyas. Se había quedado viudo dos veces y era evidente que estaba buscando a una tercera esposa a la que chupar la sangre. Leonor y él compartían una abuela, que era recordada por el inquietante sobrenombre de la Peligrosa y que había sido el objetivo de uno de los ardides amorosos más difíciles del duque Guillermo. Por tanto, no le quedó más remedio que hablar con él e intercambiar algunas bromas, tratando de aparentar estar delgada como la pata de una cigüeña y moviéndose con toda la ligereza que le fue posible cuando tuvo que hacerlo. Cuando su primo se marchó, advirtió que Godofredo de Anjou se encontraba justo detrás de ella. Se dio la vuelta con lentitud mirándole y el caballero le dedicó una amplia y pomposa reverencia. Iba ataviado con un elegante abrigo rojo y oro y los pendientes que colgaban de sus orejas habían sido tallados con rubíes. Sus cabellos y su barba rizada estaban peinados formando una perfecta simetría, como si estuvieran pintados. Se enderezó y sus labios delataron una adulación afectada. —Mi graciosa reina, perdonad mi tartamudeo y mis sofocos. Vuestra belleza me ha dejado sin aliento. —Al contrario, habláis perfectamente bien —dijo Leonor—. ¿Qué os trae por aquí, mi señor, tan lejos de vuestro hogar? Y, con toda seguridad, todavía guardando luto. — Leonor miró al corto chaleco rojo, ahuecado y forrado, bordado con figuras de hilo de oro. Los dorados eslabones del collar que circundaba su cuello estaban engastados con cristales—. Es muy amable por vuestra parte haber venido a acompañarnos, teniendo en cuenta el periodo tan triste por el que estáis atravesando.
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Los intensos ojos azules de Godofredo emitieron un destello. —El luto no me ha despojado de mi ánimo, Majestad. ¿Cómo podía privarme del privilegio de veros y seguir llamándome hombre? Leonor desvió la mirada hacia el salón abierto, donde los primeros tañedores de laúd, muy poco diestros, habían sido sustituidos por otros dos que no eran mejores que los anteriores, cuyos instrumentos chirriaban y desafinaban en lugar de emitir música. Petronila, que se encontraba a su lado, con la mirada perdida en la lejanía, no perdía una sola palabra de todo lo que su hermana le decía a Godofredo. Leonor se acercó un poco más al muchacho de lengua hábil y le miró profundamente a los ojos y, cuando los del joven se abrieron llenos de esperanza y excitación, ella dijo: —¿Y qué noticias tenéis de vuestro hermano, el duque de Normandía? El ardor de Godofredo se evaporó como una nube que se cruza con el sol y le replicó, ofendido: —¿Qué puedo decir de él que no sea una afrenta? Me ha despojado de todo lo que mi padre me había entregado, salvo el pobre y vetusto Mirebeau. El testamento también estipula que, algún día, debo convertirme en el conde de Anjou… Pero hay pocas posibilidades de que pueda honrar a mi padre con ese privilegio. En este momento, mi hermano se encuentra de nuevo en el norte, con todos los normandos pegados a sus talones… pero no me apetece hablar de él —dijo, estirando el brazo para coger su mano —. Es a vos a quien he venido a ver. Leonor eludió su contacto. —Sería mejor que os dirigierais al norte, hacia Normandía. Sus palabras hicieron que Godofredo retrocediera un paso. Su rostro terso y bronceado se tensó, y su cabello rubio por el sol se encrespó. En aquel momento, se evidenció que era el hijo de su padre, brusco y temperamental. Su enfado dotó a su voz de un tono lastimero. —¡Mi hermano me ha expulsado de mis propias tierras! No tengo la menor duda de que la simple lógica del honor os inducirá a apoyar mi causa. Leonor se echó a reír. A Godofredo de Anjou no pareció agradarle ese gesto. Por su rostro atractivo y juvenil atravesó un torrente de pensamientos y su indignación inicial derivó en una sonrisa astuta. Se inclinó un poco más hacia ella y dijo con voz aterciopelada: —Os habéis dado cuenta de que no se encuentra aquí, abrazándoos. Al parecer, prefiere quedarse en Normandía, guerreando. Y, Majestad, no me gustaría deciros esto, por temor a que eso ahogue la estima que sentís por él, pero deberíais saber que posee otra amante. El nunca duerme solo. Leonor se recostó sobre su asiento. Durante unos segundos sintió que en su interior ardía una intensa furia. En seguida se dio cuenta de que eso era lo que deseaba aquel despiadado joven y se aplacó. No obstante, aquellas palabras le molestaron: otra amante.
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Como si ella alguna vez hubiera sido su amante. Sintió el peso de la mirada codiciosa de Anjou, captando todo lo que estaba pasando por su cabeza y decidió que prefería mil veces ser una pecadora que una traidora. —Bien —repuso Leonor—. Tal vez eso hace que se mantenga caliente. El lino la oprimía como un cinturón de hierro. Con el dedo índice trazó la figura de un ocho sobre el brazo de su asiento. Dentro de su cabeza, aquello que hasta ahora consideraba sólido se rompió en mil pedazos. Su mirada nunca abandonó al joven Anjou, a quien detestaba por haberle dedicado aquellas palabras, el muy cerdo. —Entonces, ¿habéis venido para conseguir que el rey os apoye en vuestra causa? ¿Os lo ha concedido? Un paje se encontraba esperando con otra bandeja repleta de confites y Leonor lo despachó con un gesto de la mano. Cuando se marchó el muchacho, Anjou se acercó un poco más a ella, mientras sus ojos azul aciano la miraban con ternura. —He venido hasta aquí para veros, mi reina, y a nada más. El simple hecho de miraros hace que la pasión me consuma. Leonor le dedicó una sonrisa. —Demasiado fuego para un bosque verde —dijo—. Sazonaos un poco, mi señor, y arderéis con mayor facilidad. Godofredo se enderezó como un ciervo en pleno combate, pavoneándose indignado. —Os demostraré qué clase de hombre soy, si así me lo permitís. Leonor se dio la vuelta, observándolo a través del rabillo del ojo, con la cabeza ladeada. —Marchaos de aquí antes de que arme un escándalo. A Godofredo se le sonrojaron hasta las raíces de su cabellera rubia, dio media vuelta y salió del refectorio. Leonor se enderezó, desviando su mirada hacia los músicos. Le dolía todo el cuerpo. Tenía que librarse del áspero abrazo del lino, para así poder respirar libremente, tumbarse y relajar su vientre. Cuando el paje llegó para llenarle la copa se bebió la mitad del contenido de un solo trago. —Qué hermoso muchacho —dijo Petronila. —Es como una serpiente —repuso Leonor. Volvió a pensar de nuevo en lo que el joven le había dicho: que su hermano estaba con otra mujer, y se removió sobre su asiento, inquieta, sintiendo que la ira le consumía nuevamente. Se lo imaginó derramando toda su ardiente pasión sobre otra mujer. Había pensado —tal como él había dicho— que había que matizar algunas cosas sobre la palabra siempre. No recordaba haber dicho nada sobre la castidad. Sintió deseos de clavar un dardo envenenado en la espalda del más joven de la casa de Anjou y, en ese momento, observó cómo alguien la observaba desde el otro lado de la estancia. Se trataba de su primo, el vizconde de Chatellerault, que se encontraba solo, detrás
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de otras personas. Cuando lo vio, él le devolvió la mirada inmediatamente, pero Leonor percibió la frialdad de su gesto. Se enderezó en su asiento, con las manos apoyadas sobre el regazo, sintiendo cómo la inquietud le recorría la piel. Muchos hombres la observaban y estaba acostumbrada a que lo hicieran. De hecho, disfrutaba con ello, con las miradas de admiración, con las miradas anhelantes de deseo. Toda aquella atención le despertaba un arrebato de codicia, refrescaba su apetito. Es como un lobo, pensó, recordando al santo e inteligente Bernard y a sus profecías. Un lobo abalanzándose sobre una cierva. Comenzó a mirar alrededor del salón y se dio cuenta de que otros rostros, situados desde todas las posiciones, la observaban fijamente, que pronto se convertiría en una mujer sola, y en la duquesa de Aquitania. De alguna manera, todo el mundo albergaba la esperanza de obtener beneficio de aquella situación. Eso es lo que había heredado: un país plagado de lobos. Sin embargo, seguía siendo su país, sólo de ella. Se mantuvo erguida como un espectro. Era la duquesa de Aquitania y aquellos eran sus sirvientes, obligados por lazos de sangre y deber a estar a su servicio. Se delataron a sí mismos con sus miradas lascivas y le entregaron a Leonor el poder de gobernar sobre ellos. Después de todo, allí estaban, para servirla a ella, y no al revés. Por esa razón necesitaba a Enrique, incluso más que por su pasión y sus deseos. Aquel hombre tenía algo que estaba por encima del amor. Tal como había vuelto a demostrar, ahora también contaba con el don del poder. Leonor debía tener presente eso por encima de todo. No despegó las manos de su regazo, conteniendo el impulso de acariciarse el vientre o de apoyar la mano en la espalda. A su lado, Petronila le dedicó otra mirada adornada con media sonrisa. —Espero que ninguno de esos sea el tañedor de laúd que mi tío el arzobispo quiere enviarnos. —Yo también lo espero, con todo mi corazón —dijo Leonor, volviéndose para enviar a un paje a por más vino—. No dejo en buen lugar a un tañedor si afirmo que prefiero escuchar lisonjas antes que escucharlo a él.
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En cuanto regresaron a los aposentos de la reina y cerraron la puerta, Leonor casi echó a correr, quitándose a toda velocidad su túnica, dando vueltas y vueltas mientras Alys le despojaba de los vendajes de lino que envolvían su talle. Luego se desplomó sobre la cama lanzando un suspiro. Las damas de compañía corrían arriba y abajo por la estancia, retirando la ropa usada o preparando la alcoba para pasar la noche. Petronila se sentó junto a la ventana, con las manos apoyadas sobre el regazo, observándolo todo. No dejaba de pensar en lo que Leonor le había contado sobre la conversación que mantuvo con el arzobispo de Burdeos, y estuvo de acuerdo con su hermana: el tiempo se les echaba encima y no parecía que hubiera manera de forzar las cosas. Claire se acercó a ella con una vela en la mano, protegiéndola de la corriente, para encender las demás velas que se encontraban junto a la cama. El cabello de Leonor, extendido sobre la almohada, reflejaba la luz como un lecho de ascuas. Petronila apartó la mirada. Ahora que empezaba a arder en su interior el deseo de obtener su libertad, le estaban arrebatando la posibilidad de conseguirlo. De repente, a través de la ventana, llegaron hasta sus oídos los primeros acordes de un laúd. Los labios de Petronila se separaron. Al calor de la abarrotada alcoba, las notas caían sobre su alma como gotas de agua limpia y fresca. Los chirridos de los músicos del monasterio se desvanecieron de su memoria. Así es como debía tañerse un laúd, con los tonos firmes y melosos a la vez, profundos y acompasados. Volvió la mirada hacia Leonor y la encontró sentada sobre la cama, mirando hacia la ventana. Todas las damas de compañía se habían quedado completamente inmóviles. La melodía penetró en la alcoba, vertiendo dos o tres versos de pura música, y luego se elevó una voz. Aquella voz sonaba igual que el laúd, fuerte y viril, profunda y resonante, como si un regato oscuro de sonidos avanzara lentamente en su paso. Este caballero solo nació para conocer desdichas… Se sorprendió a sí misma luciendo una amplia sonrisa y su mirada se clavó de nuevo en Leonor, que estaba sonrojada, con los ojos brillantes, inclinada hacia la ventana. La canción siguió su curso, describiendo el coraje y el honor del caballero, la belleza y la pasión de la reina, el destino que los encumbraba y los destruía como una llama pura y cristalina. En el interior de la alcoba, las velas vertían sus últimas lágrimas de cera y se fueron apagando una tras otra. Claire se recostó, apoyando la cabeza sobre las rodillas, www.lectulandia.com - Página 129
mientras las damas de compañía yacían sobre sus mantas. Lentamente, todas las demás, incluso Leonor, se sumieron dulcemente en un profundo sueño, pero Petronila permaneció junto a la ventana, escuchando. La canción y la voz que la entonaba parecían existir sólo para ella, y específicamente por ella, como si el caballero quisiera liberarla de algún tipo de reclusión espiritual, consiguiendo con ello devolverla a la vida. Confinada en las preocupaciones que le tenían ocupada, ya no le quedaban pensamientos que dedicar al traicionero Raoul, que parecía haberse desvanecido de su mente y su recuerdo era vago e impreciso. Aquella canción la elevó poderosamente a los cielos sobre sus sensuales alas y Petronila se sintió abierta a ella, con el cuerpo rebosante de anhelo, como si la música fuera una llave capaz de abrir alguna puerta oculta en su interior que ya no recordaba que se encontrara allí. Cuando salió de su ensoñación sintió que la invadían las dudas, casi dominada por el recelo, temerosa del riesgo. Sobre el enorme lecho, Leonor murmuraba voluptuosamente en sueños algunas palabras y luego extendió un brazo: aquella era Leonor, una mujer que amaba el riesgo, que lo exponía todo a la menor oportunidad. Petronila pensó: ¿Voy a pasar el resto de mi vida sentada bajo la ventana escuchando a alguien cantar? Los últimos acordes permanecieron suspendidos en la noche como plata acuñada. La voz del trovador se fue desvaneciendo. Al final, se incorporó y se dirigió a la cama para tumbarse junto a su hermana y dormir.
Por la mañana, la habitación estaba completamente helada, y cuando metieron los braseros, se llenó de humo y olores. Leonor dio una serie de órdenes y las mujeres comenzaron a andar de acá para allá por la alcoba para limpiarla y tratar de mejorar su aspecto. Petronila salió al jardín acompañada de algunos pajes con la intención de recoger romero con el que endulzar el suelo. Tuvieron que llegar hasta el final del jardín para encontrar arbustos que no estuvieran cortados casi hasta sus desnudos tallos. Finalmente, junto a los muros del jardín, encontró una mata casi intacta y señaló aquí y allá, mientras los muchachos provistos de cizallas cortaban algunas brazadas del dulce rocío con el que perfumar la alcoba. Los muchachos lo amontonaron y corrieron, mientras Petronila avanzaba lentamente a través del mortecino jardín castigado por el invierno. El sendero la obligó a doblar una esquina del jardín y allí se encontró con un hombre que se hallaba sentado en el suelo, comiendo una manzana. El hombre levantó la mirada hacia Petronila, sorprendido. Era un tipo bajo, fornido y de aspecto ordinario que lucía una mata de cabello espeso y rizado. Petronila retrocedió un paso, recelosa. El hombre se puso de pie de un salto, con los ojos centelleantes, le dedicó una ligera reverencia y sonrió. Cuando vio su sonrisa, Petronila sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como www.lectulandia.com - Página 130
si aquel hombre se interesara especialmente en ella, irradiando un torrente de deseo. A su lado, sobre el suelo, descansaba una funda de cuero que había adoptado la forma de un laúd. Petronila en seguida cayó en la cuenta de quién era aquel hombre, incluso antes de que comenzara a hablar. Su voz era como la miel morena, rasgada por un extraño acento: —Excusadme, mi señora. ¿Este jardín es vuestro? Debéis perdonarme, no me ha traído aquí ningún asunto y espero poder marcharme sin llamar la atención. —Sus ojos negros relucieron—. ¿Sois vos la reina? —preguntó, sonriendo de nuevo. Petronila sabía que estaba mintiendo y que aquel hombre pretendía que le encontraran. A pesar de ello, su sonrisa la atrajo un paso hacia él. —No —dijo ella—. Solo soy su hermana. ¿Vos sois el tañedor de laúd? ¿Brintomos? El trovador hizo una reverencia, pero sólo con la cabeza, sin llegar a doblar el cuerpo, tal y como hacían los cortesanos franceses. —Bueno, algo parecido. Con llamarme Thomas es suficiente, supongo —dijo, sonriendo abiertamente, con cierta maldad. Por debajo de sus cejas negras y espesas dejaba entrever unos ojos oscuros—. He oído hablar mucho de la belleza de la reina, pero no me dijeron que había una princesa todavía más hermosa. Petronila no le disuadió sobre lo de «princesa». Juntó las manos por delante de su regazo mientras su cuerpo ardía encendido por los cumplidos, pero se mostró recelosa, tal como siempre solía hacer, al sentirse únicamente valorada por el hecho de ser la hermana de la reina: —Os escuché la pasada noche: mi hermana se siente muy complacida con vos. Deberíais hablar con su asistente, Matthieu. Él os hará un hueco en su séquito. La magia que desprendía su arte cautivó a Petronila. Quería que el trovador le cantara de nuevo. De repente, sintió deseos de sentarse junto a él y dejar que aquel hombre volcara toda su atención sobre ella. Petronila no era capaz de apartar la mirada de su sonrisa y de sus relucientes ojos negros. Entonces, un paje se acercó por detrás, acompañado de Alys. —Mi señora… Petronila se giró, cerrándose el abrigo, como si hasta ese momento hubiera estado desnuda. —Alys, ¿qué pasa? —Mi señora. Necesitamos más romero —dijo la dama de compañía. Sus labios se curvaron con una media sonrisa y su mirada se desvió al tañedor de laúd—. ¿Os he importunado, mi señora? Petronila sintió cómo ardían su cuello y sus mejillas, y se dio cuenta de que se había sonrojado. Lanzó una mirada por encima del hombro a Thomas. —Este es el hombre que nos cantaba la pasada noche, Alys. Vos, Thomas, debéis acudir, como ya os dije, a Matthieu. Podéis decirle que es Petronila la que os ha enviado.
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Alys dijo con dulzura: —La reina también querrá veros, señor. —Su voz tenía un atisbo de regocijo. Petronila recogió sus faldas con las manos y se alejó por el camino, con el ánimo crecido, pero no volvió la mirada.
El tañedor de laúd se presentó aquella misma tarde y cantó para Leonor, rodeado por las damas de compañía. Esta se sintió muy complacida con él, le entregó un anillo y le pidió a Matthieu que le proporcionara una mula sobre la que poder cabalgar para así poder acompañarlas cuando abandonaran Fontevraud. Petronila se deleitaba mucho con la música, con sus dulces y sinuosas invitaciones. Aquel hombre poseía el don de hacerle sentir que solo cantaba para ella, aunque se encontrara en una estancia repleta de mujeres. Cada vez que su mirada se posaba en ella, Petronila interpretaba algo más. Todas las mujeres se sentían atraídas por él, pero ella retrocedía, como si el hecho de estar demasiado próxima a aquel músico pudiera consumirla. A última hora de la tarde, dominada por la inquietud, se dirigió de nuevo al jardín. Estaba cayendo la noche, fría y triste, la luz se había desvanecido en el aire y, sin embargo, todo resultaba visible entre la penumbra. Petronila sujetó el abrigo alrededor de su cuerpo y sus pies permanecieron quietos sobre el pedregoso sendero. Entonces, al doblar la misma esquina que por la mañana, se encontró de nuevo con Thomas, el tañedor de laúd, aunque no de forma completamente accidental. Pero el músico no estaba solo. Se encontraba sentado en el suelo, con Claire sobre su regazo, mientras la muchacha rodeaba el cuello del hombre con sus brazos y apretaba los labios contra los suyos. A pesar del frío, la muchacha se había despojado de la mitad de su túnica, dejando asomar un pequeño y perfecto pecho virginal. Petronila se quedó boquiabierta de asombro. Al instante se dio cuenta de que el hechizo de aquel hombre atrapaba a todo aquel que lo escuchara: formaba parte de sus cualidades, como tocar el laúd. Se preguntó brevemente si en realidad aquel trovador no sería un espía. Recordó que Claire también las había espiado y, en aquel momento, el afecto que sentía por aquella muchacha se enfrió como el hielo. Dominada por la irracionalidad, le entraron deseos de sacarle los ojos y de arañar el rostro del tañedor de laúd hasta que sangrara. Al final, decidió marcharse a toda velocidad por el pedregoso camino. A cada paso que daba se fue sintiendo más y más relajada. El hechizo de aquel hombre se había roto y se dio cuenta de que no había el menor asomo de verdad en todas sus lisonjas. De repente, sintió lástima por Claire, a quien había seducido, y toda su ira se fue disipando. Recordó el cariño que sentía por la muchacha y comenzó a albergar la esperanza de que no cayera en los brazos de aquel hombre. Cuando alcanzó la puerta, se dio cuenta de que estaba sonriendo de nuevo, aliviada por haber podido escapar a tiempo. www.lectulandia.com - Página 132
Cuando entró, Leonor dijo: —Nos marchamos mañana, ¿estás preparada? —Oh, sí —respondió Petronila. La estancia estaba más ordenada y olía un poco mejor, pero los braseros seguían llenando de humo el techo. Se acercó a la ventana, donde el aire era limpio—. Me alegraré mucho de abandonar este lugar. Cada día que pasa nos acerca un poco más a Poitiers.
Por la mañana, mientras los porteadores sacaban todo el equipaje, Petronila penetró en la galería y Claire la acompañó con aspecto de estar dominada por un sentimiento de culpabilidad. —Mi señora, os vi ayer, en el jardín —dijo, sin el menor preámbulo. —Oh, no me digas —repuso Petronila. Luego cogió a la muchacha por el codo y la llevó hacia una esquina—. Confío en que disfrutaras mucho. Claire movió torpemente las manos. —No quería decir… no he… él… él… —dijo, sacudiendo la cabeza ligeramente, esquivando las telas de araña—. ¿Qué debería hacer? Petronila se apoyó contra la pared, vigilando con el rabillo del ojo si alguien las podía escuchar. —Bien, ¿y qué hiciste? —Nada. Solo lo que visteis. —El rostro de Claire tenía una mueca de preocupación. En aquel momento, su aspecto parecía ser mucho más joven. Su voz sonaba tensa como la cuerda de un laúd—. Sabía que aquello estaba mal, pero no pude contenerme hasta que os vi —dijo, levantando los ojos, implorando—. Luego le detuve. Petronila le lanzó un gruñido. No creía nada de lo que le había dicho. —No te entregues más a él. No puede darte nada. Tú eres una muchacha que procede de una familia noble y él es un hombre de baja estirpe —dijo, sin estar segura de que su consejo hubiera llegado a tiempo—. Su corazón solo pertenece a su música, muchacha. No puedes hacerle sentir ningún otro tipo de amor. Venga, vámonos, tenemos mucho que hacer. —Mi señora —dijo Claire, lamiéndose el labio inferior. Las cremas que Alys le había dado habían mejorado su aspecto, la suavidad de su piel, que ahora era rosada y blanca, pero su nariz seguía siendo demasiado grande y sus ojos demasiado pequeños como para llegar a ser una mujer hermosa. Luego le dedicó una sonrisa teñida de súplica—. No se lo digáis a la reina. —¿Qué te hace pensar que a la reina le interesan esos asuntos? La muchacha desvió la mirada, con la boca entreabierta, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Luego, de repente, volvió a mirar a Petronila. —Mi señor Thierry ha vuelto a hablar conmigo. —Ah —dijo Petronila—. Eso sí que interesará a la reina. ¿Qué quiere? www.lectulandia.com - Página 133
—Quiere —empezó Claire, tragando saliva—. Quiere reunirse con ella, con la reina. A solas, en algún lugar privado. —¿En serio? —dijo Petronila, sorprendida. Miró de nuevo a los lados para asegurarse de que nadie reparaba en ellas—. ¿Y qué es lo que le dijiste? —Nada, mi señora, salvo que transmitiría el mensaje —dijo Claire, moviéndose arriba y abajo mientras hacía una pequeña reverencia, con la cabeza agachada. —¿Y no te preguntó por nosotras? —Lo hizo, mi señora, pero no le dije nada. Prometí a mi señora, la reina, que no lo haría. Petronila se ciñó un poco más al cuerpo el abrigo. Percibía el interés del eunuco como el olfateo de un perro sabueso. Thierry no tenía la menor intención de dejarlas en paz, y la pugna que mantenían con él todavía no había llegado a su fin. Sin embargo, pensó que, de algún modo, tenían una oportunidad de sacar provecho de aquella situación. Comenzó a analizar todo aquel asunto de manera global, sin pensar únicamente en sus temores, en Leonor o en el bebé, sino de forma general. —Nos marchamos de Fontevraud. No habrá manera de hablar aquí con él. —No, mi señora, creo que no. —La voz de Claire tembló de la sorpresa—. ¿Queréis decir que aceptáis su propuesta? ¿Qué deseáis reuniros con él? En mi opinión, pienso que… —Mmmm —dijo Petronila—. No pienses, Claire, será lo mejor para ti. Claire dobló el cuerpo dedicándole otra ligera reverencia, pero esta vez no apartó la mirada del rostro de Petronila. —Sí, mi señora. —La próxima vez que se acerque de nuevo a ti, dile… —Petronila dejó que su mente corriera libremente, avanzando—. Dile que nos reuniremos con él. En Chatellerault. Estaremos en el castillo, en la torre llamada Santa Catalina, junto a la puerta… allí nos podremos ver en privado, tal como dice. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par. —Sí, mi señora —contestó, mientras su rostro centelleaba dominado por la curiosidad—. ¿No queréis consultarlo antes con la reina? —Estás volviendo a pensar por ti misma —dijo Petronila con dulzura—. Recuerda lo que te he dicho acerca de eso. —Sí, mi señora. Os obedeceré en todo lo que me digáis. —Eso está bien. —Petronila no podía creerlo. En ese momento Claire le pareció una muchacha muy taimada. Su pensamiento se había adelantado a su cuerpo, llegando a la pequeña ciudad de Chatellerault y al castillo que se levantaba a sus pies—. Dile… dile que se dirija a la capilla. A primera hora de la mañana, el primer día que pasemos allí, después de la misa. Pídele que se dirija al confesionario. Aquel lugar estará vacío. Podemos pedir al sacerdote que se marche, si es preciso. Indícale que debe entrar en el
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confesionario y esperar. Aquellas palabras la complacieron de forma inmediata, ya que consideraba que era un buen plan. Si Leonor no estuviera de acuerdo en celebrar un encuentro, entonces Thierry se pasaría toda la mañana sentado en los confines del confesionario, expuesto a los rigores del frío, como un idiota. Si Leonor aceptara, la pequeña cabina estaría envuelta en tinieblas y habría una pantalla de separación entre ellos, haciendo imposible que el eunuco pudiera ver nada. Petronila sonrió a la muchacha, que permanecía de pie delante de ella. —Si no te vas de la lengua, todo irá bien entre nosotras, Claire. —¿Entonces no estáis… enojada? ¿Por lo de Thomas? —No, solo estoy preocupada por ti —dijo Petronila, dedicándole una pequeña risa condescendiente—. No debes complacerle en todo lo que te pida, muchacha, ya que, si lo haces, no querrá saber más de ti. Así es como se comportan los hombres de su calaña, que recogen a las muchachas como si fueran flores, olfatean su aroma una vez y luego se deshacen de ellas y las dejan secar. Mientras hablaba, pensó en Raoul y empezó a verlo con otros ojos. Claire tragó saliva. —No lo haré. Os lo agradezco mucho, mi señora. —No pierdas la fe en mí —dijo Petronila. Cogió la mano de la muchacha entre las suyas y la sujetó con fuerza—. Todo va a salir bien si no la pierdes. Tienes mi bendición. La muchacha se marchó a toda velocidad. Petronila se cruzó de brazos dando vueltas a aquel asunto, preguntándose por las intenciones de Thierry. Es posible que Leonor las supiera o que, al menos, tuviera alguna idea interesante. Pero al instante pensó que no quería contárselo a Leonor, al menos no por ahora. Prefería pensar un poco más en todo aquello, guardárselo para sí misma, y arreglar aquel asunto personalmente. Comenzó a pensar en la posibilidad de reunirse con él a solas, sin que Leonor lo supiera. Al menos así podía descubrir qué es lo que el secretario se traía entre manos. Complacida, apretó los brazos contra su cuerpo.
Claire estaba muy ocupada guardando las túnicas de la reina para el inminente viaje, pero su corazón comenzó a albergar cierto resentimiento hacia Petronila. La hermana de la reina quería a Thomas solo para ella y, por esa razón, le había dado aquellos consejos. Cada vez que se presentaba la oportunidad, iba a buscarlo, pero el monasterio era demasiado grande y ella estaba demasiado ocupada, así que no fue capaz de dar con él. Por la noche el trovador entró en los aposentos de la reina y tocó el laúd para todas. Claire se sonrojó enormemente con solo verle y encontró un lugar entre las damas de compañía donde el trovador pudiera reparar en ella, con la esperanza de que la reconociera. El hombre estuvo tocando casi toda la noche y la joven se perdió entre los acordes de www.lectulandia.com - Página 135
su música. Deseaba poder cantar como él, saber tocar como él. Tenía reservada una sonrisa para dedicársela al músico, para cuando llegara el momento oportuno, para cuando él la mirara y recordara lo que habían vivido juntos, con la esperanza de que este se la devolviera. Pero el trovador ni siquiera reparó ella. En ningún momento dio la sensación de ser consciente de que la muchacha se encontraba allí. Al final, se dio cuenta de que Petronila tenía razón.
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El rey partió de Fontevraud a primera hora de la mañana, con todo su equipaje y su séquito de sirvientes y cortesanos. Leonor demoró su salida con la intención de no encontrarse con él, ya que siempre empleaban mucho tiempo en arrastrar a su nutrido grupo por las concurridas calles y puertas de la ciudad. Finalmente, a media mañana, Leonor y Petronila salieron a caballo del monasterio mientras, a sus espaldas, de Rançun trataba de poner en orden al resto de la comitiva que se congregaba en el patío, formada por una enorme caravana de carretas agolpadas, una multitud que no paraba de hablar y un grupo de boyeros que gritaban y hacían restallar sus látigos. Por delante de toda aquella confusión, las dos hermanas cabalgaban a través de la aldea en dirección a la carretera. El día era gris y borrascoso, y Petronila se sentía incómoda con el abrigo, prestando poca atención a lo que sucedía cuando, de repente, en medio de la abarrotada calle aparecieron unos jinetes desconocidos que las rodearon. Petronila dejó escapar un breve y agudo grito de advertencia. Leonor levantó la cabeza, haciendo que la capucha de su abrigo se deslizara hacia atrás. Godofredo de Anjou, con el rostro encarnado y los ojos encendidos y cargados de intenciones, se puso a cabalgar a su lado, mientras varios de sus hombres le pisaban los talones. —Mi graciosa reina y duquesa —dijo. Llevaba una cota de malla bajo el abrigo y un casco colgado en los fustes—. ¡Me dispongo a ir a la guerra! —Pues no lo demoréis por más tiempo. Por lo que he oído, es un ejercicio excelente —replicó Leonor, sujetando las riendas. El caballo se mostró sumiso y se hizo a un lado, levantando la cabeza al sentir el tirón. Sus pezuñas comenzaron a patear con impaciencia sobre los adoquines. El joven angevino giró el cuello hacia la reina, con la cabeza desnuda, haciendo que su salvaje cabellera rubia formara una masa de rizos agitados por el viento. —Hacedme un favor, os lo suplico: ¡dejadme combatir en vuestro nombre! De ese modo, nadie podrá derrotarme. Leonor obligó a su caballo bereber a apartarse de él y se acercó a Petronila, que esperaba tras ella a lomos de su yegua, más pequeña y más sumisa, mientras la observaba con la mirada expectante oculta bajo su velo. —Marchaos, señor. No os daré nada. Luchad en vuestro propio nombre. A continuación, de Rançun se colocó entre ellos a lomos de su imponente caballo negro, extendiendo el brazo, con la intención de apartar a Anjou. —¡Retroceded, jovencito! ¡Ya la habéis oído!
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En aquel reducido espacio, el caballo bereber comenzó a girar sobre sí mismo, realizando pequeñas cabriolas mientras retrocedía, agitando en el aire su larga crin plateada. Aquello hizo que Leonor perdiera el equilibrio y que se le saliera un pie del estribo, quedando su cuerpo suspendido sobre la pedregosa calle, mientras trataba desesperadamente de mantenerse sobre la silla. Su hermana acercó su yegua. Anjou no paraba de gritar, mientras la voz de Joffre de Rançun se elevaba y se acercaba cada vez más. Con el rabillo del ojo, vio cómo Anjou golpeaba con el puño a de Rançun. Inmediatamente, el caballero poitevino le devolvió el golpe con tanta fuerza que desmontó al joven de su caballo. El caballo gris bereber se encabritó bajo el peso de Leonor, tratando de arrojarla de la silla, mientras Petronila sujetaba las riendas a su lado. Leonor estiró el brazo y agarró a su hermana con fuerza, tratando de luchar con las riendas de su caballo. Clavó las espuelas con el pie y se retorció nerviosamente en la silla mientras trataba de dominar de nuevo a su montura. —¡Apartaos de ella! ¡Ya habéis oído que la reina os ha rechazado! Anjou había dado con sus huesos en el suelo, mientras de Rançun sujetaba con fuerza las riendas de su caballo, obligando al muchacho a alejarse gateando de las pezuñas del animal. Ninguno de ellos había visto cómo Leonor casi se caía al suelo. La reina se enderezó, jadeando. Sintió su cuerpo repentinamente enorme. La mano de Petronila le sujetó el codo y Leonor se giró y le dedicó una sonrisa, que su hermana no devolvió. Por encima del lienzo blanco de su velo, los ojos verdes de Petronila se habían teñido de oscuridad y estaban muy abiertos por el miedo. Se apartó de ella y miró a los demás hombres. Leonor se colocó su desarreglado abrigo alrededor del cuerpo. De Rançun apartó a Anjou a varios metros de distancia, dedicándose mutuamente todo tipo de improperios. Leonor dio media vuelta al caballo y se apartó al galope de los dos, avanzando por el camino. Petronila cabalgó a su lado. A sus espaldas, los gritos iban subiendo de tono, así como el sonido de las pezuñas sobre la carretera. Las ruedas pisaban con fuerza los adoquines y se escuchó el restallido de un látigo, mientras las carretas seguían su paso, pudiendo divisar solo la figura de Godofredo a través de un amasijo de baúles y ruedas. Cuando llegaron a una carretera despejada, obligó a girar a su caballo formando un estrecho círculo, consiguiendo que se sometiera a su voluntad. A pesar del frío que reinaba, en su frente relucía un reguero de sudor y se lo enjugó con la manga del abrigo. Petronila la observaba detenidamente. Descorrió el velo que ocultaba su rostro, sobre el que se dibujaba un gesto de tensión. —¿Te encuentras bien? —Maldito sea —dijo Leonor. Luego miró a un lado del camino, por donde Anjou se había entremezclado con el denso tránsito de carretas, boyeros y polvo. De Rançun cabalgó hacia ellas con el rostro
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marcado por la tensión y la reina le hizo un gesto con la mano para indicarle que pasara al frente de la comitiva. Ella le siguió de cerca, mientras Petronila cabalgaba a su lado. Toda la caravana se encontraba tomando el camino principal, mientras las abarrotadas carretas chirriaban levantando una nube de polvo. Dos caballeros más pasaron al trote junto a la reina hasta llegar a la altura del caballero de Rançun. Uno de ellos portaba el estandarte de la reina. Leonor sujetaba las riendas de su caballo bereber con demasiada fuerza y el animal levantó la cabeza, haciendo que la reina dejara deslizar las riendas por entre sus dedos. —Traedme al tañedor de laúd —dijo Leonor—. Escuchemos un poco de música. Todavía se sentía un poco incómoda y miró al frente, balanceando ligeramente la cabeza. Petronila se volvió, hizo un gesto con la mano a un paje y volvió a mirar a su hermana. —Faltó poco para que todo se echara a perder —dijo en voz baja—. Debes tener más cuidado. —Ese chico es un estúpido —dijo Leonor. Ya se sentía mucho mejor y el mundo había dejado de dar vueltas a su alrededor. Su voz sonaba áspera—. Espero que le claven una espada entre los dientes. —Se encontraban descendiendo por una pendiente, en dirección al río, y el frío viento se encontró con ellas. Leonor se colocó la capucha de su abrigo—. ¿Dónde está el tañedor de laúd? Petronila se dio la vuelta. Durante unos cuantos metros, Leonor cabalgó a solas, tratando de acomodarse en su silla de montar, consciente de lo torpe que se estaba volviendo su cuerpo. Demasiado, pensó. Están sucediendo demasiadas cosas. Tantas, que no soy capaz de controlarlas. Petronila cabalgó hasta colocarse de nuevo a su altura, sola, sentada recatadamente a un lado de la silla como si fuera una muñeca. —¿Dónde está el tañedor de laúd? —gritó Leonor—. ¿No me has oído? Su hermana se volvió hacia ella sin delatar ninguna expresión en el rostro. —Se ha marchado… al parecer, se fue esta mañana, tal vez con el rey. —Ah —gritó Leonor—. ¡Todo el mundo se pone en mi contra! Sus ojos ardían de furia y se cubrieron de un repentino torrente de lágrimas, sintiéndose completamente humillada. Cerró la boca con fuerza, tratando por todos los medios de contenerse, avanzando por el camino en dirección al siguiente imprevisible contratiempo.
Siguieron cabalgando en dirección sur. A pesar de que el invierno estaba bien avanzado, se encontraron por el camino con muchos peregrinos que regresaban de Compostela: personas harapientas tocadas con sus sombreros de ala ancha, haciendo sonar sus campanas, con los rostros demacrados por la fatiga. A lo largo del camino se encontraban diseminados algunos fragmentos de vieiras rotas. Leonor pensó que algún día le gustaría ir a Compostela, no para ver al santo ni para obtener su absolución, sino porque su padre www.lectulandia.com - Página 139
había fallecido allí. La absolución le parecía una especie de engaño. O se cometen pecados o no se cometen, y el motivo principal que nos lleva a no cometerlos, pensó, es el temor, y no la virtud. Por tanto, tal y como había dejado entrever el maestro del Studium, en realidad no había ninguna virtud en no cometer pecados. Pensó en Bernard y en sus maldiciones. Pasaron junto a un refugio de peregrinos que se encontraba vacío, un cobertizo desvencijado en mitad de un campo de braseros ennegrecidos. Pensó en donar dinero para construir nuevos refugios y reparar los más antiguos. Todas las personas que desearan acudir en peregrinación deberían disponer de uno. Petronila cabalgaba justo detrás de ella, entretenida en una conversación con de Rançun. A sus espaldas, las damas de compañía estaban cantando, tal como solían hacer a menudo últimamente. Escuchó la voz de Claire, deliciosamente modulada, por encima de todas las demás.
Días más tarde, mientras se acercaban a Chatellerault, de Rançun se colocó junto a Leonor. —Tengo noticias de Enrique de Anjou, si deseáis escucharlas, mi señora. Al escuchar el tono de voz formal del caballero, ella se dio cuenta de que todo ese asunto le molestaba profundamente. Estaba segura de que a Joffre le desagradaba Enrique. Le dedicó una sonrisa con la intención de aplacar su ánimo. —Muchas gracias, mi viejo amigo. ¿Se trata de ese absurdo simulacro de guerra que mantiene con su hermano? —Efectivamente —dijo. Su rostro cuadrado y curtido por el sol seguía mostrando un gesto adusto, pero cuando la reina le miró a los ojos, no pudo evitar dedicarle una sonrisa y ella se sintió complacida por haberlo aplacado—. Ya sabéis que el viejo conde dejó a su hermano pequeño algunos castillos que se encuentran en el sur. Y que luego llegó Enrique y lo expulsó de Chinon y de Loudon. Leonor dejó escapar un sonido de su garganta, recordando lo cerca que había estado de la guerra entre los dos hermanos. Aquel lugar era la frontera de Anjou con Francia. —Sí —dijo ella—. Y lo comprendo perfectamente. —Desde luego. La ambición siempre se encarama por encima del honor. En este momento, Enrique se encuentra en Normandía, en algún lugar de la costa, y mientras está fuera de Anjou, su hermano, con un puñado de nobles locales, está reclutando tropas para ir contra él. —Ah —exclamó ella, delatando cierto tono de alarma—. Esos malditos perros tratan de atacarle por la espalda. —Trataré de averiguar todo lo que pueda a medida que la trama siga avanzando — dijo de Rançun y levantó su mano hacia ella—. ¿Queréis que traiga el halcón? —Sí —dijo Leonor. Aquellas noticias le inquietaban profundamente y necesitaba un www.lectulandia.com - Página 140
poco de diversión. Se volvió hacia Petronila, que cabalgaba a su altura, montando su plácida yegua marrón—. ¿Has oído eso? Petronila hizo un ligero movimiento con la cabeza. —Nada de todo lo que cuenta me resulta extraordinario, Leonor. —¿Debería…? —preguntó Leonor, acercando su caballo bereber gris a la yegua para poder hablar sin ser escuchada. A sus espaldas, en la caravana, las mujeres todavía se encontraban cantando, formando un magnífico parapeto—. Podría enviarle un mensaje. Advertirle. Ofrecerle algún tipo de apoyo. Petronila se limitó a echarse a reír y desvió la mirada, lo cual significaba que no le parecía buena idea. Leonor comenzó a analizar el problema y, finalmente, descartó la idea del mensaje. Aquella guerra sería otra prueba de fuego para él y, si no era capaz de manejar la situación, entonces no le serviría para sus intereses. De Rançun regresó con el halcón, todavía tapado con la capucha, encaramado sobre el guante que cubría su puño. Se le daba bien adiestrar halcones y estos demostraban a la perfección lo que el caballero les había enseñado. Leonor decidió admirar sus habilidades con la menuda ave rapaz de pico afilado. Al igual que le sucedía con el resto de los animales, la reina confiaba en la destreza que poseía el caballero. No encontraron nada que cazar junto al camino, ya que el invierno era frío pero, aun así, decidieron dejar volar al halcón, dándole antes de comer pequeños trozos de carne, para pasar el tiempo hasta que llegaran a Chatellerault.
El séquito de la reina llegó a Chatellerault con la noche bien avanzada y Leonor estuvo durmiendo toda la mañana. Petronila salió de la cama después de que las damas de compañía se hubieran ido a realizar sus rezos matinales. Como el frío del invierno golpeaba con fuerza, se envolvió en su abrigo más pesado. No era su habitual traje de luto, pero era oscuro, con piel alrededor de los puños y con la capucha forrada. Una vez preparada, se dirigió a la capilla, ya que había rogado a Claire que citara a Thierry. La misa de la mañana ya había concluido y el pequeño oratorio se encontraba en silencio. Estaba envuelto en la oscuridad y hacía mucho frío. Cuando se deslizó en el interior del confesonario, se dio cuenta en seguida de que el secretario ya se encontraba allí, al otro lado de la celosía. Petronila se sentó en el estrecho banco acolchado del sacerdote, con las manos metidas en las mangas y el corazón latiendo con fuerza. La celosía solo dibujaba vagamente la silueta de la cabeza del secretario que se encontraba al otro lado. —¿Qué queréis? —preguntó ella. —Majestad —dijo Thierry—. Os agradezco mucho que os hayáis reunido conmigo. Tengo la esperanza de que podamos encontrar una manera de resolver el aprieto en el que nos hallamos de un modo provechoso para todas las partes. Petronila hizo la señal de la cruz de forma mecánica, mostrando su respeto por el www.lectulandia.com - Página 141
lugar donde se encontraban. Por un momento, sorprendida, fue incapaz de hablar. Thierry pensó que se trataba de Leonor. Petronila sintió tentaciones de echarse a reír y burlarse de él por su equivocación, pero se abstuvo de hacerlo. Le pareció que podía sacar más provecho si no le sacaba de su error y se mordió el labio, divertida. Thierry esperó unos instantes y luego prosiguió: —Majestad, hay una manera de que tanto vos como el rey consigáis vuestros propósitos. Él podría dejaros ir a Poitiers, a vivir allí a solas durante el resto de vuestros días. Dejaríamos que el poder de Aquitania recaiga completamente en vuestra persona, ya que eso es lo que deseáis, ¿no es así? —¿Qué estáis diciendo? —preguntó Petronila, manteniendo en su voz un susurro tenue para tratar de enmascararla. —A cambio de dejarle… visitaros… en cualquier momento… y si… cuando… vos tendréis un bebé… entonces… —Thierry dudó por unos instantes. Oculta en el estrecho cubículo, Petronila observó cómo el secretario se inclinó sobre la celosía que los separaba, como si aquel hombre fuera capaz de atravesarla con su mirada. Thierry no era más que una silueta oscura a través de la celosía de malla y, por tanto, ella apenas debería ser algo más que una voz—. Si vos tenéis un hijo, podría ser reclamado por el rey. Petronila se quedó sin habla, furiosa. La voz de Thierry siguió retumbando, rasgada. —Tal vez incluso… el bebé de vuestra hermana, Majestad. Podría ser entregado. O… siempre y cuando el rey pudiera visitaros… en cualquier momento… se podría fingir. —Por el amor de Dios —dijo ella en voz baja. La diversión que le había producido adoptar la identidad de su hermana se había transformado en un arranque de cólera—. ¿Qué estáis diciendo? Eso es una indecencia. Es monstruoso —replicó, temblando de frío y tal vez por algo más—. Aceptaríais que un bastardo sin nombre se convirtiera en príncipe de Francia. —Es posible que el rey nunca llegue a tener un hijo varón —dijo Thierry con dureza —. En muchos sentidos, es un hombre bueno y digno, pero aborrece todos los placeres terrenales. Lo que me preocupa es el trono de Francia y su sucesión. El reino de Francia, Majestad, del cual habéis sido su reina. Por favor, tened en cuenta esto. Es una manera de que todos consigamos lo que queremos. —Bah —dijo Petronila, empleando una de las exclamaciones preferidas de Leonor —. Marchaos. Apartaos de mí. Sois un hombre malvado e indecente. —Pensad en ello —dijo Thierry, mientras se disponía a dejar aquel lugar—. Reconsideradlo, Majestad. Por el bien del reino, del país. Meditad vuestra postura. La puerta que se encontraba al otro lado de la celosía se abrió y, acto seguido, volvió a cerrarse, mientras el secretario abandonaba aquel lugar. Petronila se sentó temblando en la oscuridad mientras sentía cómo el olor estancado de aquel espacio cerrado penetraba por su nariz. Era un lugar polvoriento como una
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tumba. El simple escándalo que le producía aquella propuesta la había dejado paralizada: ofrecerle aceptar un hijo bastardo para que se convierta en el rey de Francia. Meditó en lo irónico que resultaba el hecho de que la criatura que se encontraba encerrada en el vientre de su hermana fuera el hijo del peor enemigo del rey, que podría ser un varón y, por tanto, el posible heredero que Thierry tanto estaba buscando. Un hijo de Leonor y de Enrique, que podría convertirse en el rey de Francia. Eso se merecería al menos una balada, pensó retorcidamente, o quizás un fabliaux. Y, además de eso, había otra cosa sorprendente: Thierry la había confundido con Leonor. Por supuesto, el secretario no pudo verla, pero estaba convencido de que se trataba de Leonor. Permaneció allí sentada durante largo tiempo, rodeada por la oscuridad, dándole vueltas a todo aquello. Durante toda su vida se había preguntado qué se sentiría siendo Leonor. Finalmente, tras escuchar que alguien se encontraba al otro lado en la capilla, se incorporó, se cubrió el rostro con la capucha de su abrigo, y abandonó el lugar.
Claire se escondió detrás de una columna en cuanto vio que Petronila salía de la capilla y permaneció allí, oculta por la oscuridad, expuesta a los rigores del frío, preguntándose qué debía hacer. Estaba convencida de que Petronila no le había contado a Leonor la reunión que acababa de mantener con Thierry. Las había estado observando discretamente después de transmitirle a la hermana de la reina que el secretario quería verla, percatándose de que Petronila nunca le dijo nada a Leonor. Claire había estado convencida de que lo que quería Petronila era dejar que Thierry se sentara envuelto en la oscuridad y esperara impaciente durante horas, convirtiéndolo en un hazmerreír. Y por esa razón había ido allí, para reírse a su costa. Pero Petronila se había reunido con él. No podía creer que aquella mujer conspirase con Thierry. Estaba segura de que había una buena razón para ello, pero sus sospechas aumentaron; Petronila, la mujer de virtud intachable que le ordenó firmemente que conservara la fe. Petronila había mentido. En cierto modo, le regocijaba el hecho de ver rebajarse a una mujer de tanta categoría. En realidad, Petronila y ella no eran tan distintas. Pero el placer resultaba frío y un tanto amargo, ya que la había llegado a querer. Todavía lo hacía, aunque quizás de una manera distinta. Salió de la capilla y se dirigió hacia la torre de la reina.
—¿Dónde has estado? —preguntó Leonor cuando Petronila finalmente llegó a sus aposentos situados en la torre de Santa Catalina. —Salí a dar un paseo —respondió Petronila. Se lo voy a contar, dentro de un www.lectulandia.com - Página 143
momento, pensó. Estaba convencida de que se reirían juntas de la proposición indecente que le había hecho Thierry y, especialmente, del hecho de que el eunuco la hubiera confundido con su hermana. Estaba segura de que Leonor rechazaría su sugerencia y que ahí se acabaría todo. —Al menos, por fin te has quitado el traje de viuda —dijo Leonor—. Ahora tienes mucho mejor aspecto y asoma el color en tu rostro. Quiero que me calienten y especien mi copa de vino. ¿Me harías el favor? ¿Dónde está Alys? —Oh, lo más probable es que todavía siga en la iglesia —dijo Petronila, aunque sabía muy bien que no era así. Había ido a buscar el calentador. Le fastidiaba que le diera órdenes como si fuera una simple sirvienta. Leonor podía hacer esa tarea tan bien como ella. Su hermana siempre daba por sentado que ella haría lo que le pidiera, como si fuera una especie de doble de sí misma, una sombra obediente carente de voluntad propia. Tal vez no le debería decir nada sobre su encuentro con Thierry, sobre la oferta que le había hecho el secretario. Tal vez sería mejor que Leonor no supiera nada. Se arrodilló junto al fuego y vertió el vino en el calentador. Claire apareció por la puerta procedente de la habitación contigua, silenciosa, con un signo de abatimiento en su mirada, y murmuró: —Yo lo haré, mi señora. Petronila le entregó el calentador y se fue a jugar al backgammon con su hermana.
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El vizconde de Chatellerault, el primo de Leonor, era famoso por su acusada avaricia. Su desvencijado y polvoriento pabellón albergaba en su interior todo el frío del invierno, en lugar de retenerlo en el exterior. Por tanto, Leonor se tuvo que envolver en abrigos de piel y, encerrada también en el puño de hierro de sus vendas de lino, bajar a cenar cada día. Agudizó el oído para tratar de escuchar los relatos que contaban los hombres que se encontraban a ambos lados de la mesa con el anhelo de escuchar alguna noticia de Enrique. Volvió a recordar su musculoso cuerpo, sus movimientos rápidos y fieros y pensó que el joven Godofredo no iba a poder llegar a ninguna parte. Inglaterra sería la verdadera prueba de fuego. El joven le entregaría la corona del reino más rico de Europa a modo de regalo. Ella se removió inquieta, excitada por ese pensamiento. Luego advirtió que el arzobispo de Burdeos se encontraba en compañía del rey, hablando con él, pero Thierry también estaba sentado a la izquierda de Luis, mirándola con frecuencia. Luis pasó buena parte del día en la capilla y Leonor sólo lo vio a distancia, cada uno de ellos rodeado de sus sirvientes, y de manera fugaz. A esas alturas del año, los días eran grises y fríos, así que Leonor los pasó jugando al backgammon con Petronila, que siempre ganaba, porque ella nunca arriesgaba nada.
Claire se dirigió a la cocina para preparar a la reina unos dulces que le había pedido. Le habían ordenado, por supuesto, que dijera que eran para Petronila. Mientras andaba vagabundeando por allí, esperando que alguien reparara en ella y la ayudara a encontrar lo que necesitaba, vio que Thomas, el tañedor de laúd, se dirigía hacia la puerta. No lo había visto desde que abandonaron Fontevraud, ya que siempre había marchado con la comitiva del rey. Su corazón dio un vuelco al ver a aquel hombre, sintiendo cómo despertaba en su interior un torrente de viejas sensaciones. El trovador no prestaba la menor atención a su aspecto físico y siempre iba un tanto desaliñado, desgreñado, con las ropas raídas, pero, sin embargo, mostraba un aire arrogante al caminar, como si se tratara de un príncipe. Era la música lo que le hacía lucir ese porte, pensó. Un grupo de muchachas le seguían, dejando escapar algunas risitas y revoloteando a su alrededor como gansos sin cerebro. Claire sintió que se sonrojaba y, de repente, vio a aquel hombre con otros ojos. El tañedor de laúd se mezcló entre la multitud como si se tratara de un caballero, con su instrumento guardado en la funda, que colgaba sobre sus
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hombros, y su rizada cabellera al descubierto. Su rostro resplandeció al sonreír, pero nunca llegó a mirar a ninguna de ellas. Claire pensó en llamarle, en hacerle un gesto con la mano, pero luego decidió permanecer inmóvil. Al fin y al cabo, ella sólo era una más de las muchas chicas que revoloteaban a su alrededor, sin el menor pudor, mostrando su adoración por el músico. La mirada de Thomas pasó por Claire sin llegar a reparar en ella; pasó por encima de ella, riéndose. La joven bajó la cabeza tratando de fingir que no le estaba mirando. Las muchachas que se encontraban a su alrededor pugnaban entre sí para estar cerca de él. Tal como hacía ella, pensó. Tal como hacía ella. Y en aquel momento, el enfado que sentía hacia Petronila se agudizó un poco más.
Cuando el tiempo se despejó, comenzaron a dirigirse a Poitiers, que se encontraba a varios días de camino, y cuando se cernió sobre ellos la primera noche, se detuvieron en un monasterio que se encontraba próximo al río Creuse. La caravana de Leonor llegó mucho más tarde que la del rey y, antes de que ella hubiera desmontado, de Rançun se acercó a pie sin delatar la menor expresión en su rostro. —Me da la sensación de que muy pronto veremos de regreso al pequeño Anjou. —¿Qué? —dijo ella, volviéndose bruscamente, y mientras lo hacía, su caballo se movió nervioso y la reina perdió el equilibrio. Estaba desmontando, agitando la pierna por el borde de la silla de montar, y comenzó a caer. Al final consiguió agarrarse, sujetando con ambas manos la silla, y el caballo se apartó lateralmente de ella e hizo que cayera. De Rangún la sujetó casi de inmediato, colocando sus manos en los costados de Leonor. El caballo bereber, resoplando, se apartó de ellos, con las orejas tiesas. Leonor pasó un brazo alrededor del cuello del caballero poitevino, dejando caer todo el cuerpo sobre sus brazos. Los ojos de la reina se nublaron y sintió que le daba vueltas la cabeza, como si el mundo se estuviera desintegrando a su alrededor. De Rançun la volvió a poner de pie, sujetándola hasta que la reina estuvo erguida. Leonor se volvió hacia él, contempló el rostro tenso y severo del caballero y, en seguida, se dio cuenta de que Joffre acababa de descubrir su secreto. De Rançun bajó la mirada, como si nada hubiera sucedido, hablando en un tono de voz innecesariamente elevado. —El conflicto en Anjou ha terminado. El duque Enrique averiguó dónde estaba su hermano y cabalgó hasta allí desde Normandía… en una sola noche —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza, en un gesto de admiración—. Tuvo que ser una caminata muy larga. Mientras se dirigía al encuentro de su hermano, se le iban sumando hombres fieles. Consiguió rodear al principal grupo de conspiradores, que todavía estaban «cocinando» su pequeña rebelión, y los coció a todos en una misma olla. —Magnífico —dijo ella, complacida. Se dijo a sí misma que había presentido aquello. Conocía lo suficiente al duque como para saber que no se detendría hasta lograr www.lectulandia.com - Página 146
su objetivo. Luego respiró profundamente. El suspiro se fue difuminando y en un momento volvió a ser fuerte de nuevo. Miró al caballero. De Rançun lo sabía muy bien, no diría nada a nadie sobre lo que acababa de suceder. Se olvidó de que se había caído de la silla de montar, y poco a poco fue perdiendo la sensación de mareo—. Dame tu brazo, quiero entrar. ¿Dónde está mi hermana?
Llegaron a Poitiers un día después que el rey, en un luminoso día de invierno mecido por la brisa, en el que unas cuantas pequeñas nubes de vientre plateado se cernían por encima de la ciudad, que se enclavaba en una rocosa colina, como si se trataran de pequeños barcos atravesando el azul del cielo. Cabalgaron sobre el puente y ascendieron por la estrecha y empinada calle en dirección al palacio, atravesando una multitud bulliciosa que gritaba incesantemente el nombre de Leonor y extendía los brazos para poder tocarla. El ruido y la confusión agitaron incluso a la pequeña yegua de Petronila, que normalmente era tranquila como una monja. Petronila miró nerviosa a su hermana, que se encontraba a lomos del caballo bereber. El animal marchaba despacio y con la cabeza casi metida en el pecho, lanzando un resoplido a cada paso que daba. Leonor lo tenía completamente dominado. Avanzaron sin mayores contratiempos a través de la puerta que conducía al palacio y dejaron a sus espaldas a la alegre multitud. El enorme y laberíntico palacio ocupaba la cima de la colina, en cuyo centro había algunos vestigios romanos, rematados y ampliados con nuevos pabellones y torres. Leonor levantó la mirada al palacio y se volvió hacia la doble torre que se levantaba a la derecha, bajo los dos remates de sus tejados puntiagudos. —Nos alojaremos aquí —dijo, y se trasladaron al Maubergeon. Su abuelo había construido aquella enorme torre doble para su amante, la Peligrosa y, por esa razón, tenía cierta mala reputación. Nadie había vivido allí en los últimos años. Las habitaciones habían acumulado mucho polvo y basura; ratas, búhos y murciélagos; olores terribles y animales que reptaban y siseaban. Leonor ordenó a todos que lo limpiaran, sacando montones de basura y suciedad, barriendo, lavando y metiendo todo el mobiliario adecuado que pudo encontrar por el palacio. Ella tomaba todas las decisiones. Salvo por una breve aparición a la hora de cenar, durante el primer día no hizo el menor caso al resto de la corte. Leonor supervisaba todas las tareas que se llevaban a cabo en el Maubergeon. Entró en las habitaciones y encontró chimeneas nuevas, empotradas en huecos excavados en la pared exterior, que habían sido hechas por alguien que no era capaz de comprender su uso. Los pájaros habían construido sus nidos y habían obturado las aberturas por encima de ellas, cuya función se suponía que era la de dejar escapar el humo sin permitir que entrara en la habitación. Pidió a unos cuantos hombres que retiraran los nidos y se aseguró de que llevaran a cabo dicha tarea de forma adecuada, especialmente en los canales para el humo. Mientras www.lectulandia.com - Página 147
tanto, se sentó con Petronila a su lado para elegir los nuevos tapices para la pared. La reina recordaba muy bien aquel lugar, ya que ambas hermanas se habían criado allí —las chimeneas, la escalera de caracol, las ventanas soleadas— y se propuso recuperar todo aquello y, con ello, ese mundo de música y poesía. Fomentar nuevas ideas y nuevos sueños. Sentada al lado de Petronila, pasando los dedos por un montón de damasquinados de seda, dijo: —¿Era de este color? ¿O era verde? Aquí había un verde oscuro. —No —dijo Petronila—, esta habitación era azul, azul y oro, como este, pero con la inicial del abuelo. Una enorme G bordada en oro. El verde oscuro estaba en el piso de arriba, y un verde más claro, al que llaman salamandra, por todo el pasillo. —En ese caso, que sea así —dijo Leonor. Tenía intención de vivir allí, de fundar allí su lugar de descanso, cuando fuera libre. Cuando todos fueran libres. Sin embargo, daba la sensación de que todavía faltaba mucho para llegar a eso, aunque se encontraran en Poitiers. El rey todavía no había convocado al consejo, aunque sin lugar a dudas lo había prometido. Decidió aplazar el asomo de duda que le reconcomía. El Maubergeon y la vida que quería llevar se encontraban en aquel momento al alcance de la mano y se negó a hacer nada que impidiera que fuera así. Regateó con el mercader sobre el damasquinado oro y azul, como si pudiera modelar el futuro con sus propias manos por el hecho de estar amueblándolo. Algo le sucedía a Petronila, pero no sabía qué. Su hermana había perdido su afable espontaneidad, un hecho que Leonor había percibido de forma tan clara como el cristal. Una parte de ella había permanecido encerrada. En un par de ocasiones, estuvo a punto de hablar con ella, pero se contuvo. Hubiera parecido como si ya no confiara en ella, en Petronila, en la persona que había permanecido a su lado durante toda la vida. Abatida por ese pensamiento, hizo un esfuerzo por despojarse de sus dudas, pensando que el hecho de estar embarazada siempre había sido una forma moderada de locura. Aquella tarde apareció una carta perfectamente doblada y escrita con letra elegante, depositada sobre un cojín que se encontraba al otro lado de la puerta de la habitación central. No hizo falta que de Rançun le dijera que Godofredo de Anjou había vuelto. Decidió arrojar aquel papel a la chimenea, pero a lo largo de los siguientes días llegaron más misivas. Las damas de compañía las habían visto, ya que las lanzaba dentro de la habitación por la ventana o las metía entre los regalos habituales que le enviaba la corte y la gente de la ciudad. De ese modo, los sirvientes enseguida comprendieron lo que estaba pasando y se congregaron en bulliciosos corrillos para leerlas antes de entregárselas a ella. Leonor se negó a que le contaran lo que ponía. Se contentaba con escuchar las historias que le relataba de Rançun acerca del duque Enrique. —Dicen que es incansable; cabalga a cualquier parte, dirige a todo tipo de personas y no conoce el miedo, y estoy seguro de ello: ¿acaso no visteis cómo se subía a las barbas de
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Luis? —Cualquier cosa que escuchéis de él, no dudéis en contármela —dijo Leonor. Lo que sea, pensó, salvo decirme a quién se lleva a su cama. Voy a conseguir que me ame solo a mí, una vez que nos hayamos casado. —He oído decir que es un hombre despiadado y cruel —dijo de Rançun—. Si ha hecho eso a su propio hermano, Leonor, ¿qué no haría a una esposa? —Bah. Yo no soy una simple esposa, ¿verdad? —rio Leonor, enfadada. De Rançun titubeó por unos instantes y Leonor se dio cuenta de que el caballero tenía algo más que decir. —¿Qué sucede? Tienes más noticias. Cuéntamelas. —No, mi señora —dijo él, tragando saliva, con la cabeza agachada, y la reina adivinó que había algo más, algo que no deseaba escuchar. El caballero comenzó a hablar, pero ella le hizo una seña con los dedos para que parara. —Bueno, en ese caso, ve a la corte y escucha todo lo que se habla allí. Si alguien pregunta por mí, dile que estoy demasiado ocupada como para acudir a sus fiestas llenas de conversación ociosa. De Rançun giró sobre sus talones y se marchó. La habitación estaba en silencio, bañada por el sol incluso en invierno, y conservaba el calor que proporcionaba la chimenea empotrada. Leonor se rodeó el vientre con el brazo y se sentó unos instantes, con fuertes dolores de espalda. Tú me has hecho esto, pensó. Luego esbozó en su mente la imagen del duque Enrique: sus ojos grises y su cabellera roja. Sin lugar a dudas, el bebé va a tener el pelo rojizo. El nunca lo debe saber. El duque dudaría siempre de ella si sospechara que lo había engañado: muchos hombres piensan mal de las mujeres, cuando ellos son los primeros que suelen cometer fechorías. Se volvió hacia el calor que emanaba de la chimenea con el fin de aliviar su espalda, y trató de no pensar en nada más.
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Poitiers, noviembre de 1151 A Claire le gustaba mucho Poitiers, ya que era una ciudad muy distinta a todos los lugares donde había estado anteriormente. Aunque era invierno, parecía ser un lugar más cálido y luminoso que el resto del mundo. Los aleros de los tejados no estaban cubiertos de la típica pizarra negra de París y de Fontevraud, sino que estaban rematados con tejas redondas que antaño eran de color rojo, aunque ahora estaban salpicadas de motas grises y verdes de líquenes y moho. Las calles se retorcían a lo largo de las colinas, llenas de tiendas abarrotadas de gente; de pasteleros portando sus bandejas, lanzando gritos rudos y dejando tras de sí un reguero de deliciosos aromas; de mujeres que vendían fruta y pescado; del repicar de las pezuñas de enormes caballos; del incesante parloteo de esa variante tan distinta del francés, que ella comprendía perfectamente pero que todavía le sonaba muy extraña, más redonda y más dulce que la suya propia. Los monjes desfilaban por las calles y los sacerdotes descansaban en las esquinas, hablando sobre una vida más cercana a Dios, una forma de espíritu puro que se despojaba de su cuerpo. Aquello sonaba muy bien, pero Claire pensó que todavía era demasiado temprano para eso. Su cuerpo amaba aquel lugar, con sus maravillosos aromas, sonidos y estampas. Le gustaba mucho salir a hacer los recados que le había encomendado la reina, correr hasta la catedral para admirar las bestias que estaban esculpidas en sus columnas, pedirle un dulce a una panadera con la promesa de decir a la reina lo bueno que era. Normalmente, también se dejaba caer por la corte del rey, a la que Thomas, el tañedor de laúd, todavía acudía. No se atrevía a acercarse a él, pero le gustaba mucho contemplarlo y escucharle tocar. Si el músico la veía, no parecía importarle. Daba la sensación de que la había olvidado completamente. Pero todo lo que tocaba para el rey le sonaba muy lúgubre. Entonces, para su sorpresa, un día casi se tropezaron: ella acababa de doblar una esquina de la torre y él avanzaba por la otra. El músico se estaba enderezando la ropa; acababa de orinar. Thomas la vio y comenzó a realizar una especie de reverencia irreflexiva, haciendo ademán de pasar por su lado. La joven se quedó paralizada y se sonrojó. Entonces, de repente, el músico la reconoció. Él la miró de nuevo. Le cogió la mano y le dedicó su hermosa e irresistible sonrisa. —Oh, pequeña Claude, la chica de la reina —dijo, empujándola hacia él—. Dame un beso.
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Su mano era cálida y fuerte, pero ella la apartó. En ese instante, las palabras de Petronila pasaron por su mente. Su corazón pertenece a la música. Nunca te amará. —Me llamo Claire —protestó, sin poder reprimir un tono de ofensa en su voz—. Pero me alegro de verte, Thomas. El músico se giró ligeramente para dejar la muralla a sus espaldas con el fin de poder gozar de un poco de privacidad ante tanta gente que se agolpaba en el patio. Luego acomodó sobre su hombro el laúd que llevaba en el saco. —Eso es, Claire —dijo—. Muy bien. Entonces, ¿qué es lo que quieres, ya que no puedo besarte? —Me gustaría poder cantar como tú. ¿Podrías…? —dijo, retorciendo las manos—. ¿Podrías enseñarme a cantar? —A cantar. —Aquella respuesta le sorprendió, obligándole a guardar silencio, con aspecto de no saber muy bien cómo reaccionar—. Quieres aprender a cantar. —Intento hacerlo —dijo Claire—, pero cuando te escucho me doy cuenta de que soy como una bisagra sin lubricar. Por favor, enséñame a hacerlo mejor. Thomas miró a su alrededor. Se encontraban en el extremo más lejano del patio. El músico estaba apoyado sobre la esquina que daba a la cocina, y el enorme patio pavimentado que estaba a la espalda de Claire se encontraba abarrotado de sirvientes que iban y venían a toda prisa, mozos de cuadra y una hilera de caballos. Thomas volvió la mirada hacia ella, sin sonreír. —En ese caso, canta para mí. —¿Qué? —dijo Claire, pegando los puños sobre su pecho—. ¿Aquí? ¿Ahora? —Aquí y ahora —dijo él. Descolgó el saco de su hombro y sacó el laúd de su funda. Mientras lo sujetaba como podía entre sus brazos, consiguió tocar algunas notas—. Canta esto. El corazón de la joven golpeaba con fuerza sobre sus costillas y juntó las manos. De repente, se dio cuenta de que si fracasaba ahora, el músico no la enseñaría a cantar. No volvería a pensar en ella, nunca más, y sería como todas las demás: no volvería a cantar otra vez. Así que tragó saliva. Se recompuso y con las notas que el músico había tocado vivas en su mente, las cantó sin palabras, una a una. El rostro de Thomas no se alteró. Aterrorizada, Claire trató de identificar en él alguna señal que le indicara que lo había hecho bien, pero no percibió nada. El músico cambió su forma de sujetar el laúd, ya que, manteniéndose de pie, no lo podía agarrar adecuadamente. Luego tocó otra serie de notas más larga y menos conectada. Claire cerró los ojos. Se recordó a sí misma que le encantaba hacer eso. Le repitió las notas, manteniendo un tono de voz fuerte, sintiéndose animada por el regocijo que le producía aquello, que le provocaba todos los días y las noches que había pasado en la corte de Leonor. Después de aquello, el músico bajó el laúd y arqueó las cejas. Luego hizo un gesto
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afirmativo a la joven. —Sí, puedo aprovechar algo de ti. Reúnete aquí conmigo esta noche. Encontraré algún lugar donde podamos trabajar. —No… debo servir a la reina. —Entonces ven cuando se haya acostado. —Sólo voy a cantar —dijo Claire, envuelta en la oscuridad. El músico dejó asomar una sonrisa que le cubrió todo el rostro y dijo: —Lo comprendo. —Era una sonrisa distinta a la de antes, con los ojos oscuros, clavados en ella, sólo en ella—. Ven esta noche. A continuación, enfundó de nuevo el laúd y se marchó sin decir una sola palabra más.
—Muy bien —dijo Thomas—. Bebe un poco más de vino. Mantén la garganta tersa. Claire extendió el brazo para agarrar la copa. Tenía la piel empapada en sudor bajo la cofia y el corpiño, ya que no había dejado de cantar desde que llegaron allí. Miró hacia la parte posterior de las caballerizas, por el pasillo oscuro que se extendía a lo largo de las grupas de las mulas. Todo lo que abarcaba el tenue círculo de luz de la lámpara se había teñido de color amarillo: la paja, el aire polvoriento. Tenía la garganta irritada, sin su tersura habitual. El músico tocó varios acordes, una y otra vez, y Claire los estuvo cantando. Thomas le había enseñado varios ritmos, tocándolos en el laúd mientras la muchacha cantaba y daba palmas. Él le había enseñado a mantener el cuerpo erguido, como si fuera un tubo, para que así las notas procedieran de la parte inferior de la garganta, y no de la superior. En resumen, el músico solo le prestaba atención a ella. Claire nunca había conseguido que alguien estuviera tan interesado por su persona. —Aquí abajo —dijo Thomas, colocando su mano bajo las costillas—. La nota procede de aquí abajo. No… —prosiguió, dándole golpecitos debajo de su barbilla—. Aquí arriba, tiemblas. Pero, en general, lo haces bastante bien. ¿Cuándo habías cantado antes? —A veces canto con las damas de compañía de la reina, para pasar el tiempo —dijo Claire—. Durante el viaje. —Ajá —dijo él—. ¿Qué clase de canciones? —Bueno… —Claire se encogió de hombros tratando de encontrar algún nombre que se ajustara a ellas—. Son canciones del campo. Como bailes. O juegos. Cánones, ya sabes, donde todo el mundo interpreta una parte de la canción, una por encima de la otra. El músico levantó la cabeza mientras los ojos le brillaban con fuerza. —¿De veras? En ese caso, ven. Podemos probarlo. —Pero si sólo somos dos… www.lectulandia.com - Página 152
—Aquí —dijo Thomas, y comenzó a interpretar algunas notas. Tal como le había enseñado, Claire escuchó el ritmo, vio dónde se doblaba sobre sí mismo y dividió mentalmente la secuencia de notas en versos concordantes para así poder recordarlas. Cuando el músico llegó al final y asintió con la cabeza, ella comenzó a cantar. Thomas siguió tocando mientras ella cantaba, acunando el laúd entre sus brazos, mientras la púa que tenía sujeta entre los dedos sacaba el primer verso de la canción de las cuerdas y luego, mientras la joven se disponía a interpretar el segundo, él también comenzó a cantar. Las notas eran diferentes. La voz de Claire se tambaleó. Luego comenzó a esforzarse por no desafinar mientras él, exquisito como la miel, ascendía y trenzaba la melodía, como si de un sarmiento se tratara. La voz del músico era mucho más fuerte, emitiendo notas profundas y cálidas, y encontró en ella el lugar que tanto añoraba hallar para expresar todas sus emociones. A Claire también le complacía conmoverle mientras la voz del músico la conmovía a ella. Finalmente, la voz de la joven se quebró. Le resultaba imposible escuchar al músico y cantar al mismo tiempo y su canción se colapso en una confusión de notas, haciendo que Thomas se echara a reír. Luego se rio Claire y, de repente, el músico se inclinó sobre ella y la besó. La joven dejó escapar un jadeo. Se colgó sobre el brazo del músico con una mano y sintió los labios cálidos de Thomas sobre los suyos y, durante unos instantes, habría hecho cualquier cosa por él, en cualquier sitio. Claire retrocedió, sintiendo que le faltaba el aire. No podía dejar escapar aquella oportunidad. El músico la miró fijamente, sonriendo. —La repetiremos de nuevo —dijo, y tocó la canción en su laúd—. Más tarde. Aprenderás a cantarlo. He querido hacer esto desde hace años. Nunca he encontrado a nadie que contara con las cualidades necesarias: tenía que ser una mujer, y hay muy pocas mujeres trovadoras. Ojalá pudiéramos hacer que el rey lo escuchara. —Me tengo que ir. Se estarán preguntando dónde estoy —dijo Claire, mientras levantaba la mirada hacia el músico. La sonrisa que este le devolvió era tan sincera que a la joven le invadieron las ganas de besarle de nuevo. —Entonces, mañana, Clariza —dijo él, dibujando con la mano un largo saludo desde el laúd. A continuación, la joven salió a toda prisa del establo, casi dando brincos.
Petronila se apoyó sobre el muro, bajando la mirada hacia el resplandor que emanaba del río. El viento se elevaba hacia su rostro, portando consigo el aroma de las hojas secas, de las flores descompuestas, de la fría piedra y del gélido río. Le gustaba mucho aquel lugar, la ciudad y aquella torre, así como el propio muro del jardín. Todo lo que alcanzaban a ver sus ojos le resultaba familiar, estaba lleno de recuerdos, y le resultaba doblemente www.lectulandia.com - Página 153
doloroso contemplarlo: por una parte por el placer que le proporcionaba el regreso y, por otra, porque muy pronto tendrían que partir de nuevo. Durante los años en que Leonor había estado casada con Luis apenas habían ido a Poitiers, y sólo en calidad de invitados, teniendo que abandonar la ciudad casi de inmediato. Habían tenido que ver cómo la corte parisina imponía sus gustos en el corazón de Aquitania: la música, la poesía, así como las justas y los juegos y bailes habían sido prohibidos. Toda forma de alegría había sido proscrita, plantando una piedra en un jardín de flores vivas. Se inclinó sobre el muro, empapándose de los sabores de la ciudad. Los muros de piedra que se extendían a lo largo de las estrechas callejuelas tenían el color de los limones añejos, entrelazados con las rosas cuajadas de pétalos rojos y maduros. Por encima de los remates de arcilla roja de los muros, los brazos retorcidos de los manzanos y los ciruelos contrastaban con el vacío del cielo invernal. Durante la primavera, recordaba, los limoneros rociaban aquel lugar con su dulce perfume y las flores salpicaban las paredes y las ramas, cubriendo las calles de pétalos rosas y blancos semejantes a las ofrendas de los peregrinos. Las gentes del lugar solían bailar en la calle, cantaban mientras salían a trabajar a los campos, abrían sus iglesias a los festivales y a las procesiones. Hasta las piedras más vetustas, más viejas que los propios romanos, solían adornarse con guirnaldas confeccionadas con flores nuevas, como si la gente quisiera evocar los recuerdos de tiempos más antiguos. Petronila sabía que, para cuando llegara la primavera, podía ser demasiado tarde. Para entonces, tanto ella como Leonor podrían perder Poitiers para siempre. Pensó en el bebé que crecía en el vientre de su hermana, preguntándose qué le podría suceder después de su nacimiento. Si conseguían mantener el secreto, probablemente se podría convertir en un insignificante hijo adoptivo, en un cortesano de segunda fila de alguna casa poitevina, lo bastante próxima a Leonor como para que ella pudiera confiar en que mantuvieran en secreto su identidad, tanto ante él mismo como ante el resto del mundo. Tal vez, si tuvieran suerte, podrían colocarlo en la corte de Burdeos. Si no fuera posible, probarían con la de Chatellerault. Petronila lo imaginaba como un niño feliz, amado y despreocupado, como nunca lo había sido ningún príncipe. Abajo se escuchaba un coro de voces. Petronila miró complacida entre las enmarañadas calles y le pareció distinguir una cadena de gente en movimiento. Se trataba de una especie de procesión: durante el Adviento había multitud de ellas, ya que cada iglesia sacaba a la calle su reliquia privada y siempre congregaba a un grupo de fieles que entonaba cánticos y rezaba tras ella mientras se abrían paso por el vecindario. Aquella tarde también iba a celebrarse una procesión a la que Leonor había prometido acudir. Otra oportunidad más para que su hermana fuera descubierta. Luego comenzó a dar golpecitos impacientes con la yema de los dedos sobre el muro. La infame oferta que le había hecho Thierry volvió a ocupar sus pensamientos. Había
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llegado a pensar más de una vez, desde su encuentro en el confesionario, que el secretario sabía que era Leonor la que iba a tener un hijo y que estaba mercadeando de manera malvada y vergonzosa con su bebé. ¿O es que acaso creía que en realidad era de Luis? Tal vez, por esa razón no la había llevado a rastras hasta los pies del rey y había destapado aquel asunto. Luis no habría permitido que su secretario humillara a la reina, aunque supiera la verdad. Luego recordó cómo el rey la había defendido, a Petronila, de los ataques de Thierry, cuando sugirió que la viera una comadrona. Sin lugar a dudas, el monarca era un hombre mucho más noble que su secretario. Tal vez el propio Luis, en su interior, había renunciado por fin al matrimonio, tal como lo había hecho Leonor. Pero todo eso no eran más que conjeturas. Lo más probable es que, si descubrían que iba a tener un bebé, Leonor acabara encerrada. Y, para asegurarse de que Luis pudiera casarse de nuevo, le suministrarían una fría copa de veneno. Poitiers estaba salpicada de iglesias, con sus agujas apuntando al cielo como si se trataran de señales indicadoras del camino que conducía hasta Dios. Desde aquel lugar, que se extendía a lo largo de un costado del palacio, podía divisar la parte posterior de la vieja iglesia de Saint Pierre, teñida de gris por los líquenes, y la imponente estructura de Notre Dame, ambas más venerables que cualquier otra construcción de París, siendo iglesias de la época de los romanos, al igual que el baptisterio que se encontraba a los pies de la colina. En aquellos lugares, las gentes de Poitiers adoraban a extraños espíritus antes de que san Hilario aportara la luz de la cristiandad a sus vidas. La música que emitían sus campanas pronto comenzaría a escucharse, marcando la hora del mediodía. La ciudad estaba repleta de santuarios todavía más antiguos, de las extrañas construcciones de los paganos, que no eran más que simples peñascos amontonados unos sobre otros, como si fueran hogares para duendes. Leonor y ella habían jugado allí al escondite cuando eran niñas con los hijos de los cortesanos de su padre. En Poitiers habían podido correr libres como potros, atravesar sus calles, sintiéndose tan amadas que las gentes del lugar las llamaban por su nombre y las obsequiaban con pasteles y fruta mientras las bendecían con sus risas. La edad de oro de aquella ciudad le reconfortó, así como los muros de incontables años que la rodeaban. Allí se sentía a salvo como en ningún otro sitio. Su ánimo volvió a atormentarse al pensar en la procesión que se iba a celebrar al día siguiente. La ceremonia era en honor a la Virgen, cuya imagen iba a recorrer las calles. Petronila hubiera elegido la procesión que salía del Baptisterio, que era su iglesia favorita de todas las que había en Poitiers. Leonor había elegido la de Saint Hilarie, porque necesitaba una importante reforma y quería despertar el interés por ella. Leonor se preocupaba por ese tipo de cosas; Petronila habría hecho algo más pasional y completamente inútil. Pero, para Leonor, cabalgar a través de la multitud por las calles suponía un riesgo.
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Tenía que haber otra forma de afrontar aquel problema. En ese momento se le ocurrió una especie de solución, pero la rechazó de inmediato, ya que resultaba demasiado peligrosa y, al mismo tiempo, excesivamente presuntuosa. El sol caía con fuerza sobre su rostro, apareciendo desde detrás de la elevada silueta de la torre. Petronila se volvió para mirar sus paredes pulidas, donde cada plano vertical estaba rematado con un canal de agua excavado en la piedra cuya desembocadura formaba un torrente ensordecedor. Cada piedra era ligeramente distinta en cuanto a su color y a su dibujo de la otra, y Petronila acostumbraba a ensimismarse contemplando las sutilezas de cada una, paseando de acá para allá a los pies de la torre, levantando la mirada. Aquella torre era el corazón de Poitiers y, posiblemente, el propio corazón de Aquitania. Su abuelo, el Trovador, la había diseñado personalmente. Había llamado a sus albañiles para que crearan la piedra que el anciano había vislumbrado en su imaginación. Su abuelo había sido un hombre tan magnífico, que las leyendas que se contaban sobre él todavía se escuchaban por aquel lugar, alabando su modo de cantar y de combatir, la intensidad con la que amó la vida, siendo para Aquitania, la tierra del espíritu vivo, como el fuerte viento de primavera. Leonor tenía la obligación de estar a su altura, siempre y cuando consiguiera escapar de la fría prisión del norte. Petronila levantó su rostro hacia la luz del sol, disfrutando de toda su calidez. Deseaba quedarse ahí para siempre, apoyada sobre el muro del jardín, esperando anhelante la llegada de la primavera. —Petra. Permitidme que me acerque a vos. La voz procedía del caballero de Rançun. Petronila se volvió hacia él mientras el caballero se postró ante ella con la cabeza ligeramente inclinada en señal de reverencia, esperando a recibir su consentimiento. Él era la única persona del mundo, aparte de su hermana, que podía llamarla por su sencillo nombre de la infancia. —Joffre —dijo ella, empleando el mismo tono—. Joffrillo. ¿Desde cuándo necesitas mi permiso? ¿Qué sucede? De Rançun avanzó por el pequeño jardín en dirección a ella. Cerca de la puerta, se asomó un paje, preparado para atenderlos, y Petronila lo despachó con un gesto de la mano, sin cubrirse el rostro con el velo. De Rançun se detuvo junto a ella mientas sujetaba su sombrero con una mano. —Debéis perdóname por esta intromisión, pero sólo puedo hablar con vos —dijo, tragando saliva. Ella se enderezó, alarmada por las noticias que delataban su rostro—. Petra, escuchadme. Os cuento esto por el amor que os profeso tanto a vos como a la reina. —Por supuesto —dijo ella, con cierta tensión. —Es sobre esa procesión, la que tendrá lugar mañana por la tarde, que atravesará una gran multitud. Ella ya no puede cabalgar durante tanto tiempo. Resulta demasiado
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peligroso. —Ah —dijo ella—. Tus pensamientos siguen el rastro de los míos. Petronila apartó la mirada, preocupada. Así pues, no se trataba de un simple instinto femenino. Y él también sabía lo del bebé, a pesar de ser un simple hombre apartado del círculo de las damas. Las olas se agigantaban más y más, engullendo poco a poco el secreto y convirtiéndose a cada segundo que pasaba en algo más evidente. Le dedicó una mirada de soslayo, pensando: Al menos él se muestra leal. Él le respondió resoplando: —¿Qué pensabais? Tengo que auparla hasta la silla de montar cada vez que sube al caballo. ¿Acaso creéis que no me he dado cuenta? —dijo, mirando luego a su alrededor para asegurarse de que estaban solos—. Y he visto cómo casi se cae del caballo al menos un par de veces. —Podría subirse a una carreta —dijo Petronila—. O, al menos, a un caballo que sea menos salvaje. —Estoy convencido de que nunca consentirá semejante cosa. Lo consideraría una humillación —respondió de Rançun. Petronila estudió al caballero: su rostro cuadrado y ordinario y su cabello casi blanco, como la lana de una oveja, cayendo sobre sus hombros. Aquel hombre siempre había amado a Leonor. Recordaba que, cuando eran niños, se había inclinado sobre una ciénaga para devolverle una pelota. Cuando se la devolvió triunfante, Leonor ya había perdido todo interés y se estaba entreteniendo con otra cosa. Entonces, de Rançun se volvió y le entregó la pelota a Petronila, y ella nunca olvidó el gesto de decepción que se dibujaba en su rostro. Al igual que ella, aquel hombre también ocupaba un lugar secundario. Petronila colocó su mano sobre la manga de él. —Muchas gracias, Joffre. Eres un hombre bueno, noble y leal. —Siempre he caminado a su lado a cada paso que daba, desde que se convirtió en duquesa, y seguiré inalterablemente junto a ella. No siento el menor aprecio por el francés. La mano de él frotó la de Petronila por encima de la manga. Su tacto era cálido como el sol. Enseguida, se dieron cuenta de que estaban demasiado próximos y los dos se apartaron sin decir una sola palabra. —Yo tampoco —dijo ella—. Estamos unidos en esto —prosiguió, sonrojándose ligeramente, a punto de decir algo. Luego bajó la mirada. Tras de Rançun, al cobijo de la sombra que proyectaba la torre, apareció el paje repentinamente y dio un salto para abrir la puerta. Leonor entró en el jardín. Petronila se dio la vuelta, mostrándose alegre. —Puedes decirle personalmente lo que piensas de la procesión, porque aquí llega. Sabes que estoy de acuerdo contigo, así que te ayudaré.
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—¿Qué hacéis los dos aquí? —dijo Leonor. A sus espaldas, Claire y Alys la seguían de cerca por el camino. Leonor llevaba un oscuro abrigo ondulante y el viento no tardó en descolocarle la cofia que portaba en la cabeza. Estiró repentinamente el brazo y se la quitó, haciendo que su cabello se derramara sobre sus hombros como una cascada de seda bermeja. El viento devolvió el color a su rostro y sus ojos relucieron con un intenso tono verde dorado. —Mi señora —dijo de Rançun—, quería deciros… tengo que suplicaros, que no montéis el caballo bereber en la procesión de mañana. Es demasiado peligroso. Leonor detuvo en seco su paso, mostrando un gesto de serenidad en el rostro. Sin embargo, no perdió los estribos, lo cual sorprendió a Petronila. Luego supuso que su hermana ya había pensado en la manera de afrontar aquella situación. Las cejas de Leonor se arquearon y luego bajaron, y su mirada se desvió hacia Petronila, asumiendo con ese gesto que de Rançun y ella habían estado hablando de ese asunto. Después, se acercó a Petronila y se limitó a mirar hacia el otro lado del muro. Su mano descendió lentamente por su vientre y, bajo el abrigo, el bulto que se dibujaba apareció redondo y maduro. —Todavía soy capaz de montar el caballo bereber. Ya se ha corrido la voz por toda la ciudad de que voy a encabezar esta procesión. Será un gran acontecimiento y el pueblo entero me estará observando. Todos saben que ese es mi caballo. Si no lo monto, sospecharán algo. Y en cuanto empiecen a hacerlo, todo se vendrá abajo. —Puedes decir que se ha quedado cojo —dijo Petronila—. O que te gusta otro caballo. O podrías subirte a la carreta que porta el icono. —¿Acaso piensas que la carreta se mueve menos que un caballo? —Podemos hacer que estéis cómoda en la carreta —intervino de Rançun. Leonor se volvió para mirarle. —¿Y piensas que así la gente no sabrá lo que está pasando? Si me paseo por Poitiers montada en un carromato, todo el mundo en Francia sabrá en seguida que me pasa algo. ¿Es que hemos recorrido todo este camino para nada? ¿Hemos llegado tan lejos como para rendirnos ahora? —dijo, con los ojos encendidos de furia, y luego, de manera repentina, se llenaron de lágrimas—. No. No pienso renunciar ahora. Voy a librarme de Luis, de una manera u otra, haya niño o no. —También está la posibilidad de que yo ocupe tu lugar —sugirió Petronila. Los tres guardaron silencio y todos los rostros se volvieron hacia ella. Petronila no dijo nada; las palabras habían salido de su boca de manera espontánea. —Que el Señor nos asista —dijo Leonor. —Sí. Ya lo ha hecho otras veces, mi señora… desde la distancia, ¿cuántas veces os han confundido? —dijo de Rançun en voz baja. Alys se adelantó un paso. —Oh, oh sí, esa es una solución perfecta. Mi señora, ¿no os dais cuenta?
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La boca de Leonor estaba abierta, como si estuviera a punto de hablar, pero guardó silencio. En sus ojos, Petronila vislumbró que mil ideas corrían por su cabeza a toda velocidad. Leonor se apartó bruscamente de todos, volviéndose para levantar la mirada hacia la torre. —¿Puedes montar mi caballo, Petra? Petronila se recompuso, excitada. Así pues, Leonor estaba considerando la posibilidad de seguir su plan. Se imaginó al caballo bereber y no se vio a sí misma subida a su silla. —No lo sé. Ya sabes que no suelo montar a horcajadas. —En ese caso, diremos que el caballo está cojo y te conseguiremos otro —dijo Alys. —Si monta el caballo bereber, todos creerán sin ningún tipo de dudas que es Leonor. En ese momento, Leonor volvió de nuevo la mirada hacia Petronila, con los ojos entreabiertos, luciendo una ligera sonrisa. —Al menos, tendrás que despojarte de tu traje de viuda. En cualquier caso, lo veo posible. Vestida con mis ropas, y si eres capaz de adoptar mi postura, algo que te he visto hacer realmente bien… Mientras maduraba ese pensamiento, el arrojo de Petronila se vino abajo. Se quedó rígida como un tronco, como si se tratara de una marioneta de madera. Todas las miradas se depositarían en ella, a lo largo de varios kilómetros. No podría esconderse en ningún sitio. Todos se reirían de su presunción. Se burlarían de ella sin remedio. Sin embargo, podría muy bien representar el papel de Leonor, delante de todo el mundo, solo por un día. Por fin podría descubrir lo que significa ser el centro de toda la atención, la gloria del mundo. —Hay muchas formas de hacer que vuestros rostros sean completamente parecidos. Mi señora Petronila, os lo he dicho muchas veces. Basta con aplicar un poco de color a vuestras mejillas. Y tengo un truco para vuestros ojos, para hacer que adoptéis la imagen de la reina —intervino Alys. Petronila se mojó los labios. Trató por todos los medios de decirse a sí misma que en realidad no deseaba ser Leonor. Que lo único que le motivaba a hacer aquello era salvar a su hermana. Pero, en lo más profundo de su interior, emanaba un nuevo y placentero sentimiento de lujuria, una repentina ambición. —En ese caso, lo haremos. Petra, ¿estás segura de que quieres seguir adelante? —dijo Leonor. Petronila parpadeó, incapaz de mirar a los ojos a su hermana. —Lo intentaré —dijo—. Supongo que sé cómo conseguirlo. Y debemos hacer algo. Pero… —Si iba a ser valiente, tenía que serlo en todo momento. Se volvió hacia de Rançun—. Como muy bien has dicho, tengo que montar al caballo bereber y debo hacerlo a horcajadas. Tienes que ayudarme. —Bien —dijo de Rançun, luciendo una repentina sonrisa. Estiró la mano y le tocó el brazo—. Montáis a caballo mejor de lo que pensáis, Petra. Podéis conseguirlo. —Volvió
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a recordar de nuevo cuál era su posición y añadió—: Mi señora. Leonor abrazó a su hermana. —Mi querida hermana. Petronila le devolvió el abrazo, juntando sus mejillas, y cerró los ojos, tratando de luchar contra sus propios miedos, contra sus irrefrenables sospechas, contra su latente deseo.
De Rançun y Petronila salieron casi de inmediato para ponerse manos a la obra con el caballo bereber, mientras Leonor decidió quedarse en el jardín, disfrutando del aire fresco y del paisaje que le ofrecía el río que corría a lo largo del muro. Alys se marchó a toda prisa para reunir sus pinceles y sus pinturas. Solo Claire quedó rezagada. La muchacha había permanecido en un segundo plano entre toda aquella agitación. Se quedó inmóvil, con las manos entrelazadas y la mirada baja. Leonor se dio la vuelta, mirando por encima de su hombro, pero ni siquiera entonces Claire se marchó. Un escalofrío motivado por la sospecha recorrió la espalda de Leonor. —¿Deseas algo, muchacha? —dijo. La joven levantó la mirada y se encontró directamente con la de Leonor, aunque en su frente se adivinó que tenía el ceño fruncido. La reina la miró directamente, con un gesto amable. —¿Qué sucede, Claire? —Majestad —dijo Claire, y avanzó hacia ella, haciendo una amplia reverencia. Sin embargo, se dirigió hacia ella de forma directa. Leonor nunca había visto tanto atrevimiento en la joven—. Hay algo de lo que quiero hablaros… hace tiempo que lo sé, pero pensé que simplemente son cosas que pasan. Sin embargo, debo contároslo. El cuerpo de Leonor se tensó como una vela desplegada al viento. Miró a los ojos de la muchacha. —En ese caso, habla.
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El caballo bereber era ágil como un gato, testarudo y revoltoso. En cuanto Petronila se subió a su grupa, la arrojó al suelo. Se golpeó con fuerza sobre la hierba, cayendo con las manos bajo su cuerpo. Tuvo la sensación de que el estómago le seguía rebotando incluso después de que el resto de su anatomía se hubiera detenido. De Rançun estaba tranquilizando al caballo gris. —Conseguiremos otro caballo. —No —dijo Petronila. Se levantó del suelo, se sacudió el polvo que le cubría de pies a cabeza y se dirigió hacia él y el caballo. Para practicar, se habían ido hasta las afueras de la ciudad, a una pradera que se extendía entre los bosques, donde no hubiera testigos. Allí sólo haría el ridículo ante ella misma. Y ante de Rançun, al que ya conocía. El caballo le lanzó un resoplido mientras movía inquieto las orejas hacia adelante y hacia atrás, y sus ojos emitían un fulgor cargado de malévola satisfacción, como si acabara de hacer algo prodigioso. Luego sacudió su larga crin blanca y volvió a resoplar. Ahora que sabía que podía arrojarla al suelo, lo volvería a intentar en cuanto le fuera posible. Petronila dijo entre dientes: —Lo voy a montar… ayúdame. Luego pensó: Si no soy capaz de montar este caballo, no seré digna. Ni siquiera pensó de qué podría ser digna, en caso de que pudiera serlo. De Rançun contestó: —Apuntad con los talones hacia abajo y mantened la cabeza erguida… Yo estaré sujetando las bridas en todo momento. La aupó sin esfuerzo hasta lo alto de la silla y Petronila pasó una pierna por encima de ella, tirando tras de sí de las faldas mientras se sentaba a horcajadas, algo que no había vuelto a hacer desde que montaba en su poni cuando no era más que una niña. El caballo volvió a brincar y la sacudió hacia adelante, pero esta vez estaba preparada y, mientras de Rançun sujetaba la cabeza del corcel, Petronila se pudo sostener, metió los pies en los estribos y mantuvo los talones apuntando hacia abajo. De Rançun colocó las riendas debajo de la barbilla del animal, hablándole con voz firme y tranquilizadora, mientras el caballo danzaba y trataba de avanzar, con las patas ligeras como las de un ciervo. Luego, Petronila cogió las riendas. —Déjalo suelto. —Mantenedlo tranquilo. ¡No dejéis que levante el hocico! —dijo de Rançun, mientras se dirigía hacia su caballo negro.
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Bajo el cuerpo de Petronila, el caballo bereber saltó hacia adelante, veloz, suave y poderoso. Ella lo rodeó, tocando con su pierna el costado del animal y tirando hacia sí de las riendas, de tal modo que el animal tuviera que flexionar el cuello. Mientras le hacía avanzar en círculos, ella le obligó a llevar un lento y apacible trote. De Rançun cabalgaba a su lado y el caballo bereber se asustó violentamente, haciendo que Petronila perdiera de nuevo el equilibrio sobre la silla y el animal echara a correr. De Rançun galopó a su altura durante unos momentos y luego se quedó rezagado. Petronila consiguió recuperar la estabilidad sobre su montura después de unas cuantas zancadas y, tirando con fuerza de las riendas, consiguió que el animal avanzara en círculos y se volviera a tranquilizar, haciéndose de nuevo con el control. —Es demasiado rápido —dijo Petronila cuando de Rançun llegó a su altura. —Es un maldito diablo —dijo, inclinando el cuerpo fuera de su montura para dar una palmada en el musculoso y curvilíneo cuello gris del bereber—. Lo habéis hecho muy bien. Ya os dije que seríais capaz de montar este caballo. Simplemente tenéis que conseguir que esté tranquilo. No puede salir corriendo con la barbilla metida en el pecho. Petronila estaba tratando de recordar el modo en el que Leonor se sentaba sobre su silla de montar, con los hombros rectos. A menudo colocaba las riendas en una mano y luego les daba varias vueltas para sujetarlas bien. Otras veces apoyaba la mano, con las riendas sobre su muslo mientras descansaba la otra mano en la cadera. A Petronila le escocían los muslos y le dolía el trasero en un lugar hasta entonces desconocido para ella. Aquella postura era mucho más incómoda que cabalgar de lado, pensó, pero también le permitía ejercer un dominio mucho mayor sobre el animal. Consiguió que el caballo bereber emprendiera un medio galope en círculos, con movimientos suaves, como si estuviera cabalgando sobre la silueta del brazo de un ángel. Puedo conseguirlo, pensó mientras sentía cómo su cuerpo se inundaba de un torrente de excitación. Puedo hacer todo lo que ella hace. Invadida por una especie de cruda lascivia, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una fuerte carcajada.
Aquella noche, el arzobispo de Burdeos les hizo una visita mientras Leonor y Petronila jugaban al backgammon en el pabellón de Maubergeon, con seis velas colocadas en un candelabro sujeto a la pared que colgaba por encima del tablero. Cuando anunciaron la llegada del arzobispo, Petronila miró rápidamente a su hermana para asegurarse de que la oscuridad ocultaba su figura. Aliviada, comprobó que la luz solo iluminaba el rostro de Leonor, así como sus manos. El arzobispo entró en la sala y avanzó hacia donde se encontraban ellas, sonriendo en todo momento. Pero su aspecto delataba que estaba consumido y fatigado, y Leonor, con solo una mirada, ordenó a un paje que fuera a buscarle una silla. —Buenas noches, mis queridas niñas —dijo con su acostumbrado tono occitano informal. Ocupó con cuidado su asiento en la silla que el paje le había llevado. Petronila www.lectulandia.com - Página 162
tuvo la sospecha de que ya había vencido varios taburetes bajo su peso. El clérigo colocó las manos sobre sus extendidas rodillas y miró por encima del tablero que se extendía entre ellas. Su quijada colgaba alrededor de su cuello formando una serie de pliegues redondos. Tenía los ojos un poco caídos, como si se trataran de dos pequeñas guirnaldas rojas, dando la sensación de que siempre estuviera triste, a pesar de sus constantes bromas. —Bueno —dijo—, ya veo que estáis jugando al backgammon. Vuestros impulsos infantiles os juegan malas pasadas, Leonor. Leonor se rio de su broma, un tanto molesta. —Tío, ¿vais a venir con nosotros a Limoges cuando partamos de nuevo? —preguntó Petronila. —Ah, no —respondió—. Me marcho a Burdeos. Debo convocar a la corte allí y ya se acerca el día de la Anunciación —dijo, quitándose el sombrero y pasando la mano por su reluciente frente. —En ese caso, debería daros las gracias ahora por vuestros servicios —dijo Leonor. —Veréis, Leonor —dijo él—: Debéis escucharme primero. El rey ha aceptado la anulación, pero va a ser imposible convocar el consejo en Limoges. Ahora hablan de Beaugency, el Domingo de Ramos. Petronila apartó la mirada, poniendo los ojos en blanco, en un gesto de exasperación. Luego pensó: Deberíamos haber previsto que sucedería esto. Es demasiado tarde. Bajó la mirada al tablero que tenía ante sí, sobre el cual las fichas estaban perfectamente colocadas en las filas con forma de daga, sin que hubiera una sola columna bloqueada. Metió el dado en el pequeño cubilete y lo agitó hasta que comenzó a traquetear. Tal vez deberían encontrar una manera de conseguir que Leonor ingresara en un convento para que tuviera el bebé en secreto y posponer el consejo hasta el verano. Pero en seguida se dio cuenta de que aquello era imposible. La voz de Leonor sonó tensa como un alambre. —Tío, esas no son buenas noticias. Quiero quedarme en Poitiers y, sin embargo, tengo que marcharme de nuevo. Hasta que no me libere de Luis no podré regresar. Petronila dejó escapar un pequeño susurro para manifestar su acuerdo. El arzobispo de Burdeos sacudió ligeramente los hombros hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera esquivando algo. —Todo es culpa de ese bastardo templario afeitado. Él quiere exprimir hasta la última gota de Aquitania antes de soltarla. —¡Antes de soltarla! —Leonor se volvió hacia él mientras su rostro relucía a la luz de la vela, encendido por la rabia—. Nunca lo va hacer, tío. Va a seguir bajo su control eternamente —dijo, lanzando un suspiro violento. Luego se recostó sobre su asiento y se dirigió a Petronila—: Y ahora ¿qué hacemos? —Pensaremos en algo —dijo, extendiendo la mano para evitar que su hermana se
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pusiera de pie y revelara su figura. —Debemos ser pacientes. Regresaré con el rey después de Navidad. Volveré a hablarle de ello, pero… —dijo el arzobispo, lanzando a las hermanas una sonrisa de disculpa—. Debo pediros un favor. —Por supuesto. ¿De qué se trata esta vez? —dijo Leonor. —Es de nuevo Thomas —dijo el arzobispo—. El tañedor de laúd. Quiere volver a vuestro lado y tiene miedo de no ser bien recibido. Leonor dejó escapar una carcajada teñida de enfado y se volvió hacia él con los ojos entreabiertos. —Bueno, ha sido muy inteligente por su parte haberse dado cuenta de ello. Ha descubierto que al rey no le importa lo más mínimo su arte, ¿es eso? —Con él solo se escuchan salmos —dijo el arzobispo de Burdeos—. Volved a acogerle, Leonor. Es demasiado virtuoso como para permitir que caiga en brazos de algún alemán o, lo que es peor, de alguien de Troyes. —Decidle que esta noche cante de nuevo bajo mi ventana —dijo Leonor—. Dejemos que sea un auténtico ruiseñor. Y, una vez que haga eso, lo consideraré. —Sois una mujer generosa —dijo el arzobispo, incorporándose de su asiento—. Hablaré con el rey. Os prometo que conseguiré esa anulación. A continuación, extendió la mano y ella la sujetó con fuerza, levantando la mirada hacia él. —Muchas gracias, tío. Supongo que habéis hecho todo lo que habéis podido —dijo, soltándole la mano sin besar el anillo y despidiéndole con un gesto de la cabeza. Cuando el arzobispo se hubo marchado, ella dijo: —Bueno, han sido malas noticias. Petra extendió el brazo y comenzó a extender las piezas sobre el tablero para comenzar una nueva partida. Habían llegado demasiado lejos. Sin embargo, tenía que haber alguna manera de salirse con la suya. —Debes ser paciente, Leonor. Al final, todo saldrá bien. Leonor se recostó sobre su asiento, con la cabeza agachada, levantando la mirada ligeramente hacia ella, por debajo de sus pobladas cejas. —Petra, dime la verdad. Claire me ha contado que has hablado con Thierry. Petronila se puso rígida como el hielo. El aire se le atascó en la garganta. —Oh, esa pequeña zorra. Leonor no sonreía. En sus ojos no se podía leer ninguna expresión. —¿Qué te dijo? —preguntó. Petronila bajó la mirada hacia el tablero, sobre el cual las fichas se encontraban en la posición de salida. Agitó el dado y movió las piezas, aunque su mano temblaba ligeramente. Cuando habló, incluso para sus adentros, su voz sonó desafinada —Fue tan… monstruoso, Leonor. No podía permitirme contártelo. Me ofreció
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entregarnos Aquitania a cambio del bebé. —Entonces, lo sabe —la voz de Leonor sonó completamente relajada. —No… no estoy segura —dijo Petronila, levantando la mirada hacia su hermana—. Me confundió contigo. Pensó que estaba hablando contigo. Me dio a entender que tú… pudieras tener un amante y conseguir un bebé de esa manera, para entregárselo al rey. Leonor se estremeció. Su rostro estaba encendido de asombro. —Qué malvado. No hay nada peor que un hombre que ha sido privado de su masculinidad. —Te lo habría contado, lo juro. Quise hacerlo. —Petronila sabía que estaba balbuceando—. Pero todo era tan absurdo… apenas podía creerlo. Sólo quería olvidarlo. —Sí. —Leonor se enderezó en su asiento y cogió el cubilete. Su mirada se depositó en el tablero e hizo rodar el dado sobre él. Su voz sonaba fría y pensativa—. Sin duda, yo también habría querido olvidarlo. Pero Thierry podía habernos dado algo a cambio. Tal vez deberíamos encontrarnos de nuevo con él. En secreto. —¿Qué? —dijo Petronila, confundida—. ¿Aceptarías su ofrecimiento? Leonor le dedicó una sonrisa, no una sonrisa agradable, sino con los labios finos y haciendo una mueca cruel, con los ojos medio cerrados. Había sacado un doble, así que movió sus piezas a toda velocidad por el tablero. —Pero esta vez, seré yo quien vaya a hablar con él. Petronila cogió el cubilete con la mano temblorosa. Sin embargo, Leonor no parecía estar enfadada y se sintió más aliviada. —¿Crees que será prudente? —¿Dónde os encontrasteis? —En el confesionario… en la capilla de Chatellerault. Todo estaba oscuro y la celosía… —Ah, ya veo. Eres muy inteligente, Petra. Sus palabras no sonaron a cumplido, como debería haber sido. Petronila inclinó el cubilete y los dados salieron de él: un cinco y un cuatro. Movió sus piezas sin reparar demasiado en ello, con la mente dando tumbos entre un sentimiento de culpabilidad y la sensación de alivio que le producía no haber sido el blanco de los reproches de Leonor. —Bien —dijo Leonor—. Esto no es propio de ti, Petra. Me has abierto una puerta —dijo. Cogió el cubilete, lo agitó de nuevo y en su siguiente movimiento eliminó dos piezas de Petronila del tablero—. Creo que arreglaremos ese encuentro con Thierry y veremos qué podemos sacar con ello.
Claire había reparado en la habilidad de Alys para el maquillaje: el rostro de Petronila parecía realmente hermoso, pero no por obra de la naturaleza, sino del arte. Había madurado y ahora encerraba más gracia, incluso orgullo. Petronila se acercó a ella en el espacio sombrío que se abría detrás de la escalera, donde podrían hablar sin ser www.lectulandia.com - Página 165
advertidas. Era la primera hora de la mañana y el salón todavía estaba vacío, ya que todo el mundo se encontraba esperando en el patio, aunque no tardarían en entrar. Sin embargo, lo primero que Claire dijo fue: —Por favor, mi señora, os doy las gracias por haber permitido que Thomas regresara. Petronila respondió: —No me des las gracias. Debería cortarte las orejas y guardarlas en una caja por haber ido con cuentos a mi hermana. Leonor le había hecho la promesa de que no se enfadaría. La muchacha levantó la cabeza, mirando a Petronila a los ojos. —Soy la sirvienta de la reina, mi señora. Puede que no sea valiente, y desde luego no soy honesta, pero puedo ser leal. —Su voz sonaba ceremoniosa, encantada de aquella rectitud. Luego hizo una pequeña reverencia—. Lo que vos hacéis, tratando de protegerla y de salvarla, es un gesto verdaderamente noble, mi señora, y muy valiente. Os admiro mucho por ello. Petronila entrecerró los ojos y apartó ligeramente la cabeza. —Y estabas enfadada conmigo por lo de Thomas. —La muchacha se puso colorada y sus dientes apretaron con fuerza los labios. Petronila se echó a reír, mirándola directamente de nuevo—. Así pues, estamos en paz, ¿no es cierto? Los labios de Claire se separaron y levantó la mirada, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Con ciertas dudas, comenzó a sonreír y sus ojos brillaron. —Sí, supongo que así es, mi señora. —Muy bien. Y supongo que te has comportado de forma recta y has sido fiel, ya que dependo de ello, porque necesito que me prestes un servicio honesto —dijo Petronila. La cabeza de Claire se inclinó. —Así lo haré, mi señora. —Quiero que vuelvas a hablar con Thierry. La muchacha parpadeó, frunciendo el ceño, e inclinó la cabeza hacia un lado. —¿Vos queréis eso? —dijo, poniendo un pequeño énfasis en la primera palabra. —Explícale que vas de parte de la reina, por supuesto. Dile que desea reunirse con él en las mismas circunstancias, aunque ahora será aquí, en la capilla del palacio. El encuentro debe celebrarse a una hora tardía… esta noche. De repente, un enorme estruendo resonó por todo el pabellón. Una muchedumbre procedente del patio comenzó a abarrotar las escaleras y, al instante, aquel lugar se convirtió en un hervidero. Varios muchachos portando antorchas corrieron hacia la sala para encender los candelabros de pared que colgaban en el otro extremo de la estancia. Petronila extendió un brazo y dio unos golpecitos a Claire en el hombro con más fuerza de la necesaria. —Y, a pesar de mis consejos, todavía sigues perdiendo el tiempo con Thomas. La muchacha tragó saliva.
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—Cantamos juntos. Me está enseñando a cantar. —Oh —dijo Petronila, y se echó a reír—. Nunca había oído que lo llamaran así. Supongo que es cosa tuya. Todos estamos metidos en esto hasta el cuello —dijo. En aquel momento, la sala estaba llena de gente y no se podía demorar. Luego volvió a dirigirse a Claire—. Vete ahora mismo y haz lo que hemos acordado. Y estás perdonada, no es necesario que sigas encogida de miedo. Claire la observaba detenidamente, con la boca abierta para preguntar algo más. Pero allí había demasiadas personas riendo, dando palmas y saltando a su alrededor. Claire dedicó a Petronila una rápida reverencia y se marchó corriendo. Petronila volvió a ocultarse en la profunda oscuridad que se cernía debajo de la escalera para colocarse el velo sobre el rostro.
Claire descendió al patio para encontrarse con Thierry. El encuentro que había mantenido con Petronila todavía se repetía en su mente. Esperaba que la hermana de la reina hubiera estado más enfadada. Honesta y valiente, leal y generosa, pensó. Si no siempre, al menos la mayoría de las veces. Valiente como una heroína, pensó. Todo lo que se proponían, el hecho de que Petronila montara en el caballo durante la procesión ocupando el lugar de la reina, la conmovía tanto como una de las canciones de Thomas. A continuación, a través del patio cubierto de nieve, vio cómo se acercaba Thierry. Abandonó esos pensamientos y acudió a su encuentro.
Más tarde, sentada entre las damas mientras la preparaban para la procesión, Petronila se sentía tan asustada que pensó que iba a vomitar. Era como un pedazo de madera al que estuvieran pintando y sintió deseos de no haberse prestado a hacer aquello. Clavó su mirada en Leonor, que la observaba desde la cama. Se dijo a sí misma que no podía fallar a su hermana y se aferró a ese pensamiento, como si se tratara de una letanía, repitiéndolo una y otra vez. Leonor vestía la severa túnica de luto blanca de Petronila, con el velo suspendido de su oreja, listo para ser extendido. Mientras tanto, las damas de compañía estaban convirtiendo a Petronila en la viva imagen de su hermana. —Ahora quedaos quieta, querida —dijo Alys, levantando con un dedo el rostro de Petronila hacia el sol. Petronila cerró los ojos. Los magníficos ropajes le resultaban pesados, ásperos, demasiado sueltos, o demasiado apretados, no estaba segura, y comenzó a sudar, aunque hacía frío. Todas las damas de compañía se habían congregado a su alrededor y sus miradas le hacían sentir como si estuviera desnuda. El pincel acarició su mejilla y, a www.lectulandia.com - Página 167
continuación, Alys comenzó a aplicar algo sobre sus párpados y bajo sus ojos y lo extendió con el pulgar. Mientras tanto, Petronila mantenía los ojos cerrados. Los dedos diestros que se deslizaban sobre su barbilla le inclinaron el rostro hacia el otro lado y el pincel comenzó de nuevo a acariciarle la piel, con un tacto agradablemente suave. Luego se incorporó y Alys se apartó unos pasos de ella. Abrió los ojos y todas las mujeres que se habían congregado a su alrededor dejaron escapar un agudo grito ahogado colectivo, el más sincero de los cumplidos. Petronila clavó su mirada en Leonor, que se encontraba delante, y se colocó junto a ella, colocando su cabeza junto a la Petronila, mientras sujetaba un espejo ante ellas. La boca de Petronila se abrió de par en par. Entre el murmullo de todas las damas escuchó lo que veía reflejado en el espejo: que ella y su hermana eran semejantes como dos flores de la misma viña. Tenía ante sí dos copias de la misma cara: las bocas amplias y exuberantes, los ojos verdes salpicados de oro, el fulgor de los pómulos, el cabello rojizo peinado hacia atrás que emanaba del profundo pico que se extendía sobre las cejas. A pesar de sus temores, sintió que le invadía una oleada de satisfacción. Le invadió la sensación de que había estado esperando toda la vida a que llegara ese momento. Por fin, era tan hermosa como Leonor. Incluso más hermosa que ella. Leonor, tras regresar a la cama, se dejó caer pesadamente, metiendo su grueso cuerpo debajo de las niveas sábanas. —Adelante —dijo—. Todo saldrá bien. Nadie advertirá el engaño. Vete ahora. Me siento cansada. Se hundió sobre su cama. Petronila percibió que la voz de su hermana estaba teñida de cierto tono quejoso, del tono propio de los celos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener una sonrisa. Cuando la dejó asomar, Alys dijo: —No, no, eso lo echará a perder… esa es Petronila, ese ceño… dejad que vuestro rostro se relaje, niña. Así. Petronila sonrió obediente y levantó los ojos mientras Alys asentía complacida. —Muy bien. Marie-Jeanne, como hacía siempre, cogió la corona y se la colocó sobre la cabeza. Pasó la cinta de la cofia por encima de ella para mantenerla fija y metió el extremo por detrás de la oreja de Petronila. Esta se levantó y, mientras las damas de compañía la atendían, salió de la habitación y bajó al patio. Allí ya se había congregado una gran multitud que la esperaba, y cuando apareció por las escaleras, se escuchó un fuerte bramido: «¡Leonor!». Todos gritaban su nombre empleando el lenguaje occitano, Alienor. Ella levantó las manos hacia la muchedumbre, como si se tratara de un dios, bendiciéndolos. Sintió cómo la sangre corría a toda velocidad por sus mejillas. Se mantuvo perfectamente erguida debajo del círculo dorado de su corona, orgullosa como una diosa, y avanzó hacia el lugar donde le esperaba el
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caballo bereber, agitando la cola, mientras de Rançun sujetaba la brida. Pensó que aquel era el día más grande de su vida. Cuando salió a lomos del caballo, las calles estaban atestadas de gente que gritaba al unísono el nombre que ahora era suyo, al menos por el momento, y agitaba banderas y ramas de muérdago y hiedra, y levantaban en brazos a sus hijos para que la pudieran ver. El caballo bereber se asustó y avanzó furtivamente, lanzando resoplidos a la multitud, agitando las orejas hacia adelante y hacia atrás. Pero ya estaba preparada para aquello y conocía muy bien sus engaños. A pesar de aquel fingido ataque de pánico, sabía que el animal no tenía miedo de nada, que simplemente trataba de sacar provecho como cualquier otro cortesano. Delante de ella, apareció el carromato, con su enorme y poco agraciada estatua de San Hilario, obispo y Padre de la Iglesia, que había predicado en aquellas tierras cuando los reyes de Francia no eran más que unos salvajes de barba poblada. Siguió a la carreta a través de las estrechas callejuelas empinadas de Poitiers, pasando por debajo de los carteles que colgaban los mercaderes, por delante de las puertas de las tabernas, por debajo de las ventanas abarrotadas de gente que no paraba de lanzar proclamas. El bramido de la multitud la inundó como si se tratara del mar. Ella sonreía, saludaba con la mano y pedía a sus pajes que entregaran dulces al gentío, sintiendo que la adulación de su pueblo la envolvía como la espuma de un inmenso y cálido océano. A pesar de verse como la diosa que los demás estaban contemplando, una parte de su ser se sentía diminuta, fría y asustada. Pero decidió que tenía que acabar con sus miedos. Dejó que la excitación la fuera elevando a medida que avanzaba a lomos de su caballo, mientras sus pajes y caballeros iban por delante, empujando al gentío para abrir paso, sintiéndose cada vez más y más segura de sí misma. Así es como se debe sentir Leonor, pensó. Y así se sentiría ella a partir de ahora mientras Leonor se encontraba en la carreta, lejos de las miradas de todos, soportando la carga de su enorme vientre y de su constante fatiga. Petronila se había encumbrado hasta ocupar su lugar y estaba dispuesta a disfrutar de aquel privilegio durante todo el tiempo que le fuera posible.
Envuelta en la oscuridad, Leonor avanzó hasta el confesionario, se sentó en el banco que estaba reservado al sacerdote y descorrió el pequeño cerrojo. Al otro lado no había nadie, tal como había planeado, ya que no tenía intención de que aquel hombre la viera aproximarse. A esas alturas, nadie, ni siquiera entre el manto de aquella oscuridad, podría pasar por alto que aquella mujer estaba a punto de tener un hijo. Pasó la mano por su vientre, pensando en el bebé. A pesar de todas las molestias que sentía, ella lo amaba. Le asustaba imaginarse qué es lo que debía hacer cuando el niño naciera. También le aterrorizaba pensar en el parto: el dolor, la sangre y el peligro que suponía. Cada vez que una mujer se postraba en el lecho, se enfrentaba a la posibilidad www.lectulandia.com - Página 169
de que, en lugar de dar a luz una vida, ella misma se viera condenada a morir. El bebé se removía en su interior, como si fuera capaz de percibir sus temores. Era un pequeño ser, un pequeño rizo de vida, un pequeño príncipe escondido. Leonor todavía se encontraba reflexionando sobre esos asuntos cuando alguien se deslizó al otro lado del confesionario y la voz de Thierry Galeran dijo: —Majestad. Ya he llegado. Así pues, ¿habéis considerado mi propuesta? —Oh, sí —dijo Leonor, entre dientes—. La he considerado. Escuchad esto, malvado: quiero liberarme de la atadura de mi matrimonio. Tenéis que dejar de poner obstáculos y apremiar al rey para que acepte, en seguida, ya que de lo contrario acudiré a Luis y le diré lo que me propusisteis en Chatellerault. El eunuco se quedó sin aliento. Al otro lado de la celosía no era más que una sombra que se movía. No dijo nada, así que ella prosiguió. —¿Qué creéis que hará cuando se entere de lo que me habéis ofrecido? —Majestad —la voz sonó medio ahogada, un tanto dubitativa por el temor—. Lo negaré todo. —Bah —dijo ella—. El rey os conoce lo suficiente como para reconocer una de vuestras argucias. También sabe que yo no le miento, pase lo que pase. Y, como mínimo, optará por relevaros de vuestro cargo. Luis es un hombre de honor. Su sangre es su tesoro más valioso. Es posible que hasta os condene por traición, por tratar de entregar la sagrada corona de Francia a un bastardo de segunda fila. Thierry no dijo nada, pero Leonor escuchó cómo respiraba con fuerza, como si se tratase de un caballo enfermo. —Adelante, Thierry. Id y preparaos para celebrar el consejo que me dejará libre. Decidle al rey que, mientras tanto, debería quedarme en Poitiers. Y no permitáis que vuelva a veros jamás. La puerta del confesionario se abrió de golpe y el secretario salió precipitadamente. Leonor se quedó sentada en su banco, con las manos apoyadas en el regazo, henchida de placer. Esperó unos instantes, temiendo que el secretario hubiera apostado a algún espía en los alrededores con la intención de que la vieran salir, pero sabía que había ganado. Thierry haría lo que le había ordenado. Pasó de nuevo la mano por su vientre. Ahora solo quedaba el problema de dar a luz al niño. Pero eso sería posible si se pudiera quedar en Poitiers. Cualquier cosa era posible en Poitiers. Cerró los ojos, fatigada pero satisfecha de sí misma, reuniendo fuerzas para regresar al Maubergeon. Mientras ascendía por las escaleras, encontró a de Rançun que la estaba esperando. El caballero avanzó hacia ella, con la mirada torva, y le ofreció la mano para que la reina se apoyara en ella. —Majestad —dijo—. Tengo noticias sobre la suerte que ha corrido el duque de Normandía, cuando tengáis el honor de escucharlas.
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—Ah —dijo ella—. Os escucho. Contadme. De Rançun avanzó a su lado. Leonor pasó la mano por su brazo y se apoyó en él mientras ascendían por las escaleras. —Hay un mensajero que ha llegado de Inglaterra. Leonor volvió la mirada hacia él. —¿Lo envía el rey Esteban? —Sí. Tiene la lengua suelta y le gusta el vino. Habían alcanzado el rellano y se detuvieron en él. Por las escaleras subían y bajaban varias personas, sirvientes con tinas y cuencos, así que decidieron esconderse en un lateral. Leonor se quedó en un punto desde el que podía ver todo lo que les rodeaba y miró al caballero con gesto inquisitivo. —Entonces, ¿Esteban y Luis están conspirando? Es el señor feudal de Normandía, ¿puede hacer eso? —No, no… el mensajero está aquí para ver a Thierry. La mirada de la reina se agudizó invadida por la excitación. Aquello era algo nuevo. —¿De qué se trata? El caballero de cabellos claros hizo una mueca. —Son las habituales negociaciones por la espalda. Thierry, con su afición al espionaje, parece haber creado una importante red de confidentes en Inglaterra… tiene oídos en cada hogar y en cada salón. Esteban quiere conocer esos nombres. —¡Oh! —dijo ella—. Ese maldito eunuco bastardo y mentiroso. De Rançun le dedicó una sonrisa, complacido de ser su espía. Leonor pensó en que esos nombres podrían ser de gran utilidad al duque Enrique. En seguida se dio cuenta de que serían mucho más importantes para los hombres que estaban siendo espiados. —Investiga… —dijo Leonor, preguntándose qué es lo que necesitaba saber—. Averigua todo lo que puedas. —Así lo haré —dijo de Rançun. —¿Hay alguna cosa más que deba saber? ¿Alguna noticia del propio duque de Normandía, por ejemplo? El caballero dejó asomar una pequeña sonrisa. —No, Majestad. Leonor volvió la mirada hacia la pared, con gesto pensativo. Terna que haber alguna manera de sacar partido de aquella situación. Luego se volvió repentinamente, sin decir nada, y atravesó la puerta, penetrando en sus aposentos. Se percató de que el caballero permaneció alh unos instantes y luego se marchó, tan fiel como siempre, demostrando que su reina le podía confiar cualquier asunto.
Horas más tarde, cuando todos los demás ya se habían acostado, Leonor seguía sin conciliar el sueño, pensando en lo que de Rançun le había contado. Si Enrique utilizara www.lectulandia.com - Página 171
aquella información para su provecho, sería un punto de inflexión en la empresa de Inglaterra. Podía colocarse ella misma en el punto crucial de sus ambiciones, sólida como un pilar de sustentación. Se encontraba sentada junto a la ventana dándole vueltas a ese asunto, deseando que Petronila se despertara para hablarle de ello, cuando escuchó a Claire deslizándose al interior de la alcoba, mucho después de que la luna hubiera alcanzado su cénit. Se imaginó lo que la muchacha estaba haciendo, andando a hurtadillas de aquella manera. Por unos instantes, apartada de sus mayores preocupaciones, pensó en Thomas, el tañedor de laúd. Era un hombre demasiado apuesto, así que debía deshacerse de él antes de que llevara a la perdición a una de sus damas de compañía preferidas. Por supuesto, lo más complicado de todo era encontrar la manera de hacerlo. Luego, el primer asunto volvió a ocupar sus pensamientos y, de repente, descubrió que el trovador podría ser, al mismo tiempo, el problema y la solución. Miró por la ventana hacia la luz de la luna, teñida de plata y azul, imaginando la manera de llegar al norte desde allí.
A pesar de todo, tenían que volver a abandonar Poitiers. Iban a pasar las Navidades en Limoges y no había forma de librarse de ello. El rey tampoco anunció de inmediato la celebración de ningún consejo, ni tampoco confirmó que se fuera a producir la anulación. Leonor se sentía irritada, sin parar de pasear nerviosa ni de gritar a todo el mundo. Pero, dos días después de haber obligado a Thierry a postrarse de rodillas, prepararon de nuevo el equipaje y se subieron al caballo con la intención de marcharse. Pero no todos pudieron subirse al caballo. La propia Leonor se vio obligada a ir dando tumbos en el carromato, como si fuera un barril de carne curada, como si se tratara de otro bulto de equipaje más. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Petronila había sustituido con tanto acierto a la reina que, siempre que fuera necesario, debería volver a suplantarla. Leonor apretó los dientes al escuchar aquello pero, en lo más profundo de su corazón, se sintió aliviada.
El día antes de abandonar Poitiers, se sentó junto a Petronila en el jardín, pasándose la una a la otra la copa de vino. Había meditado durante largo tiempo qué hacer con el tañedor de laúd. —¿Qué piensas de nuestro Thomas? —Que tiene la voz de un ángel —dijo Petronila—, pero nuestro tío tenía razón: es un demonio para las mujeres. Leonor extendió el brazo para entregarle la copa. —¿Es un hombre inteligente? —¿Qué quieres decir? —preguntó Petronila. Luego bebió un sorbo y dejó la copa junto a su rodilla. www.lectulandia.com - Página 172
—Tengo una tarea que es perfecta para él —dijo Leonor—. La empresa requiere que haga exactamente lo que se le pide y que no me falle. ¿Crees que lo hará? Petronila se echó a reír, tanto por las perversas intenciones de su hermana como por lo que había dicho. —¿Qué tarea? Tú nunca pides inteligencia a los demás, sino honestidad. Y no conozco a nadie más honesto que Joffre. —Joffre no puede encargarse de esto. Nos hemos enterado, gracias a la buena fortuna y a algunos sobornos y confidencias, de que Luis ha recibido a un mensajero procedente de Inglaterra que va a regresar allí, ahora, mientras nos dirigimos hacia el sur. Lleva consigo una carta que le será muy útil al duque de Normandía. —Mmmmm —Petronila meditó unos segundos—. Por supuesto, el camino que conduce hasta el trono de Inglaterra se atraviesa comprando a los nobles ingleses. —Sí, eso pienso yo. Cuando regrese a su país, el mensajero pasará cerca de donde se encuentre el duque Enrique y, si este es advertido a tiempo, podría hacerse con la carta. Quiero que el trovador vaya con la caravana del mensajero. Es un disfraz perfecto; habrá muchos viajeros y será bienvenido por su condición de músico. Y el trovador puede alertar a Enrique sobre la oportunidad que tiene entre manos mientras el hombre del rey todavía se encuentre a su alcance. Petronila alzó las cejas con mirada inquisitiva. —Es un buen plan. Si fracasa, ¿qué perdemos? Pero si lo consigue… está muy bien pensado, Leonor. Eres una maestra en estas artes. Leonor se recostó sobre su asiento, satisfecha. A pesar de lo que parecía últimamente, Petronila todavía la reverenciaba. Aún era la auténtica duquesa de Aquitania. En seguida comenzó a reírse en su interior al pensar que podría ser ella la duquesa. Envió a un paje para que fuera a buscar al trovador. Thomas abandonó la comitiva al día siguiente, dirigiéndose hacia el norte, con un grupo de viajeros de los cuales uno de ellos era el hombre que había enviado el rey de Inglaterra, disfrazado bajo una nueva identidad. Pero, por desgracia, Claire se marchó con él, una contingencia que Leonor no había previsto.
La reina y su hermana, acompañadas de toda la caravana, salieron de Poitiers a primera hora de la mañana. Por una vez iban por delante del rey, ya que a esa hora habría menos gente congregada en la calle. Pero cuando el gentío se enteró de que Leonor emprendía la marcha, aunque acababa de despuntar el alba, abarrotaron las calles y gritaron su nombre hasta que salió por la puerta de la ciudad. Petronila viajaba en el centro de la comitiva, luchando contra el agitado caballo bereber, que se asustó al ver la inmensa marea de cuerpos, dio varios brincos y sacudió la cabeza, moviendo las orejas y resoplando fuertemente por sus orificios nasales. En todo momento se esforzó por mantener la cabeza erguida, recta y orgullosa, tal como solía www.lectulandia.com - Página 173
hacer Leonor, saludando complacida a la multitud, tratando de imitar a la reina. De alguna manera, cada vez se sentía más cómoda en su papel. Cuando pudo soltar una mano de las riendas, saludó al gentío, sonriendo a la marea de rostros frenéticos que gritaban un nombre que no era el suyo: con cierto alivio, se dio cuenta de que podía desempeñar aquel papel tan bien como la propia Leonor. Dentro del carromato que avanzaba detrás, su hermana viajaba sentada cómodamente, protegida de todas las miradas. ¿Qué malo podía haber en ello? Sabía que estaba haciendo lo correcto. Cuando dejaron atrás la ciudad, envió a de Rançun a la parte delantera de la comitiva con la intención de llevar un ritmo constante y así evitar que la procesión del rey llegara a su altura. El caballo bereber no paraba de demostrar su inconformidad cada vez que ella trataba de contenerlo. Sin embargo, Petronila no se atrevió a dejarle que corriera con demasiada libertad. Podía percibir bajo su anatomía, si le dejaba levantar la cabeza, el rápido movimiento de los músculos del animal cuando levantaba su grupa y se dio cuenta de que el caballo quería, por encima de todo, arrojarla a la zanja más próxima. El animal jugaba incesantemente con la brida, tratando de atraparla entre los dientes, mientras las riendas empezaban a hacer llagas en los pequeños dedos de Petronila. Incluso cuando ya habían salido a la carretera principal, todavía siguió suplantando a Leonor, ya que cada vez que la gente la veía, salían precipitadamente a su encuentro de todas partes, gritando y saludando con las manos. Con el tiempo, aquello acabó por resultar agotador. Eso hizo que Petronila fuera consciente de las ventajas que tenía ser únicamente la hermana pequeña. Sintió que su vida se diluía hasta convertirse en esa farsa. El caballo bereber movió la cabeza y Petronila se dio cuenta de que estaba tirando demasiado de las riendas, así que dejó que se deslizaran un poco a través de los dedos. El animal levantó las pezuñas en cuanto sintió que lo liberaban. Petronila permaneció sobre su silla de montar. Ya lo tenía bajo su dominio y el animal no podría arrojarla al suelo. Se echó a reír, satisfecha.
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Thomas tenía una mula y, de algún modo, había conseguido otra más pequeña para Claire. Se unieron a un grupo de viajeros que se dirigían al norte y que fue ampliando su número a lo largo del primer día. En él iba un mercader flamenco acompañado de sus sirvientes y algunas bestias de carga, un calderero con sus ollas colgando de su cinturón, tres monjes, un judío subido a un burro blanco, media docena de peregrinos y un hombre que encabezaba una reata de mulas de carga. A medida que avanzaban, se unieron a ellos algunas vendedoras que se dirigían a la siguiente aldea, una de ellas portando un ganso bajo el brazo. Pasaron aquella primera noche a campo abierto, diseminados bajo las estrellas que relucían en el cielo. —¿Te arrepientes de haber venido? —dijo Thomas en voz baja. Ella se acurrucó en su abrigo, acercándose todo lo que pudo a la pequeña hoguera sin llegar a quemarse. Habían llevado un poco de pan y queso y les quedaba algo de vino. A lo largo de la pradera escuchó el griterío que se congregaba alrededor de la enorme fogata, donde se habían congregado el mercader flamenco, los monjes y los peregrinos y se estaban emborrachando. —Lo que siento es tener tanto frío. Lamento que no haya ningún lugar donde dormir salvo el suelo —dijo ella, levantando la mirada hacia el trovador—. Pero no me arrepiento de haber venido. Thomas le sonrió. Estaba sustituyendo las cuerdas del laúd. Las tripas retorcidas se colocaban por pares y, por tanto, se vio obligado a poner dos a la vez. Una pequeña jarra de aceite descansaba junto a sus rodillas. Luego hizo girar la clavija de madera con una mano para tensar la cuerda. —Bueno, me alegro de que hayas venido. Me has sorprendido, Clariza. No sabía que fueras tan valiente. La muchacha no dijo nada. El trovador no le había contado porqué la reina le había enviado al norte, limitándose a decirle que así se lo había ordenado. Cuando el músico le comunicó que se marchaba, la joven no se lo pensó dos veces. Claire no quería renunciar a él, a estar con él, con la música, lo cual era decir lo mismo. —Escucha esto —dijo Thomas, comenzando a tocar una melodiosa serie de notas. Frunciendo el ceño, volvió a retorcer la clavija—. He pensado que podía ser la canción del rey. La joven cantó la canción, contiendo la respiración. El músico aún no había acabado de componer su larga historia sobre el caballero de las desdichas y la reina que lo amaba.
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La joven había escuchado varias versiones de esa canción. —¿Tal vez es demasiado alegre? —Intenta esto —dijo el músico. Y comenzó a tocar de nuevo, esta vez con un tempo más lento, bajando un tono, para que sonara más triste. —Mucho mejor —dijo la joven. Se preguntaba si también sería capaz de componer canciones. Le maravillaba comprobar cómo el músico era capaz de extraer historias y sentimientos de un pedazo de madera con solo colocar los dedos sobre ella de la manera adecuada—. Vamos a cantar. Nadie nos escuchará. —Eres la única intérprete que he conocido que no quiere que nadie la escuche —dijo el músico soltando una carcajada. Comenzó a tocar las notas de la obertura del caballero de las desdichas. Complacida, la muchacha, elevó la voz para interpretar la canción.
Dos días después, llegaron a Chatellerault. En seguida, el judío fue al encuentro de su comunidad y el resto del grupo se adentró en una apestosa taberna que se levantaba junto al río. Allí, a cambio de una importante suma de dinero, el tabernero les ofreció pan y vino. El mercader flamenco y sus sirvientes ocuparon la única habitación individual. En aquel cubil solo había un fogón y todos los demás se congregaron a su alrededor. La noche se fue cerrando. Claire pasó su abrigo alrededor del cuerpo; el olor a ajo quemado, orina, sudor y ropa sucia hacía que resultara difícil respirar. Se preguntaba cómo iba a poder dormir entre semejante multitud. Thomas pasó un brazo alrededor de la joven. Contra su voluntad, la muchacha comenzó a pensar en los aposentos de la reina en el Maubergeon, en las habitaciones ventiladas, en la tranquilidad, en la comida y en el vino, y su estado de ánimo sufrió un arranque de desencanto. Tal vez había cometido un error. El músico acercó más a la joven hacia su cuerpo y la besó en la frente. En ese momento se dio cuenta de que la muchacha no era tan valiente como pensaba. Que había actuado movida por un impulso. Una oleada de pánico recorrió la piel de la muchacha. Sintió cómo su cuerpo se tensaba, apartándose del músico, mientras pensaba: Todavía estoy a tiempo de regresar. Desde el otro lado del fogón, alguien dijo: —Canta algo. El resto del grupo comenzó a murmurar, mostrando su acuerdo. La muchacha levantó la mirada, sorprendida, y el hombre que se encontraba al otro lado del fogón le asintió con la cabeza. Era el calderero, un hombre anciano, con el rostro lleno de costurones y cubierto de arrugas. —Cantad los dos, como hicisteis la pasada noche. Claire se sonrojó. No se había dado cuenta de que los habían escuchado. Thomas se incorporó y extendió el brazo para coger el laúd. —Ya ves —le dijo a Claire, y sus dedos se movieron hábilmente sobre las cuerdas—. Cantemos la canción de la reina. www.lectulandia.com - Página 176
El músico sabía que aquella era la canción preferida de Claire. La muchacha se humedeció los labios, tratando de dirigir su temblorosa atención hacia el músico. Aquel grupo de extraños la observaba fijamente. Al principio su voz sonó vacilante. Recordó que debía enderezar el cuerpo, impulsar la voz desde el vientre. Luego la voz del músico se unió a la de ella y la joven se volvió, cruzando su mirada con la del trovador. El resto de la habitación se había difuminado y sus voces se elevaron al unísono. Los temores que sentía se habían disipado. Aquello era lo que más amaba, lo que más le gustaba hacer, sin pensar a dónde le pudiera conducir. En alguna parte se abrió una puerta y algunas personas llegaron de la otra habitación para escuchar. La joven se sentó para ver a Thomas tocar y, envuelta en aquella música, aunque hacía frío y todo estaba oscuro, sintió cómo se elevaba su ánimo y pensó: He hecho bien. Al final, resulta que soy valiente. La joven se echó a reír, incluso mientras cantaba, completamente satisfecha.
—¿Qué quieres entonces? —preguntó más tarde Thomas con tono amable, envuelto en la oscuridad—. ¿Saltar sobre el palo de una escoba? La joven cerró los ojos, aunque se encontraban en el rincón más oscuro de la buhardilla de la taberna. El tabernero les había conducido hasta allí, con mucha ceremonia, como si acabara de desvelarles un tesoro secreto: aquella diminuta habitación vacía que sólo contaba con una estrecha camilla. —No quiero que nada cambie —dijo ella. Su cuerpo todavía cantaba de triunfo. Se habían ganado el derecho a estar en aquel lugar, cantando durante buena parte de la noche en la taberna. La voz de la joven todavía estaba ronca de lo mucho que había tenido que trabajar con ella y en sus oídos todavía se escuchaban los ecos del estruendoso aplauso, de los gritos que rogaban más y más, de las llamadas cargadas de deseo, de anhelo y de tributo. —No va a cambiar nada —dijo él—, salvo que ahora tendremos una cama cómoda y estaré aquí arriba contigo, en lugar de tener que dormir en el suelo. La joven extendió la mano, indicándole con su gesto que no se arrimara más. El músico se estaba acercando cada vez más a ella desde que dejaron Poitiers, pero aquella noche era la primera vez que estaban a solas. —Buenas noches, Thomas. Las yemas de los dedos del trovador acariciaron las suyas. Luego, emitiendo apenas un susurro, comenzó a cantar. Claire tuvo que hacer un esfuerzo para escucharlo. Contuvo la respiración y se inclinó un poco hacia él. El músico cantó en su propia lengua, emitiendo algunas palabras extrañas que transmitían ternura a pesar de su incapacidad para entenderlas, sintiendo que cada nota estaba cargada de dulzura. Cerró los ojos, adormecida. El músico www.lectulandia.com - Página 177
se acercó más a ella y acarició con sus labios la mejilla de la joven. Ella se sobresaltó un poco, pero el trovador comenzó a cantar y su voz apaciguó a la muchacha, disipó sus temores y le levantó el ánimo, expectante. Claire contuvo la respiración para escucharle cantar. Durante unos instantes, el músico se limitó a inclinarse sobre ella, colocando sus labios cerca del rostro de la joven, haciendo que sus dulces palabras susurraran melodiosamente en sus oídos. Después, lentamente, se deslizó en la cama junto a ella. La joven comenzó a temblar; sabía que aquello acabaría por suceder. Podía haber dicho que no. Podría haberle rechazado. Oh, pero no podía negarse a aquello. Siempre había deseado que llegara ese momento. El músico cubrió las mejillas de Claire con las dos manos y le cantó hasta que las lágrimas bañaron los ojos de la joven. Luego, el trovador dejó de cantar y comenzó a besarla. Aquello también era una canción, aquel dulce y profundo beso, rebosante de ternura y de deseo. Claire separó los labios. Dejó que el músico la acariciara dentro de su boca con su lengua. Titubeante, la muchacha introdujo la suya en el calor de la boca del trovador. Thomas intensificó el beso. Claire dejó escapar un gemido y, en lo más profundo de su cuerpo, se encendió una pequeña chispa. El músico pegó su cuerpo al suyo y una mano se deslizó por la túnica de la joven. —Clariza. Mi amor. Mi esposa. Clariza. Al sentir su tacto, al escuchar aquellas palabras, la muchacha dejó escapar un suspiro. Así pues, ¿estaban casados? Oh, el calor de su mano sobre su pecho. El tacto de aquel pulgar sobre su pezón, como si estuviera acariciando las cuerdas de su laúd. El músico le cantó al oído mientras despojaba a la joven de su ropa. Luego hundió su boca en la clavícula de Claire, apretándola sobre el latido de su cuello. Ella pasó los dedos por entre su espesa cabellera rizada, con el cuerpo ardiendo de deseo, cantando con él. El músico conocía perfectamente qué zonas de su anatomía debía acariciar y volvió a susurrar de nuevo su nombre. La joven levantó las rodillas hacia él, embriagada por la melodía, y el músico deslizó su mano por debajo del trasero de la joven. Algo duro rozó la feminidad de Claire, se introdujo en ella y luego ascendió por su interior de forma tan repentina que la joven dejó escapar un grito. Luego dejó escapar un intenso suspiro. Pasó sus brazos alrededor del cuello de Thomas, agarrándolo con fuerza, jadeando, con los ojos cerrados, extasiada. Todo su cuerpo se estremeció. A continuación, dejó escapar un gemido, lleno de dolor, de excitación. El músico la apretó con fuerza hacia él, cantando.
Cruzaron el río en dirección norte. Los judíos pusieron rumbo a Troyes, y lo mismo hicieron los peregrinos. A lo largo de todo el día, las gentes del lugar iban y venían, consiguiendo protección para los pequeños desplazamientos que había entre pueblo y pueblo. Cuando llegaban a una aldea, daban de beber a los caballos y la gente se www.lectulandia.com - Página 178
congregaba alrededor de ellos, tratando de venderles pan, queso, vino e, incluso, ropa y zapatos. Un mercader de lana se unió a ellos con una reata de mulas de carga, así como una pareja de jinetes de aspecto rudo que decían ser caballeros. Todas las noches, Thomas y Claire cantaban y los demás les ofrecían carne, vino y la cama más blanda. A medida que avanzaban hacia el norte, el tiempo se iba haciendo cada vez más frío. El mercader de lana tomó otro camino, y una multitud de hombres ataviados con túnicas negras se unieron a la comitiva, entonando cánticos en latín, afirmando proceder del Studiumy declarando que se dirigían a Inglaterra, ya que allí había otro Studium. Aquella noche pernoctaron en otra taberna, donde Thomas y Claire consiguieron encontrar un rincón en el que poder estar a solas. El rincón se encontraba detrás de la cocina y era cálido, así que se tumbaron juntos. Claire tenía la boca seca. Aquel lugar estaba lo bastante iluminado como para poder verse. Quería tocarle. Él la besó en la frente y apretó su cuerpo contra el suyo, mientras la joven colocaba tímidamente las manos sobre el hombro del músico. Thomas apretó su cuerpo contra el de la muchacha, moviendo sus piernas sobre las de ella. Claire deslizó sus manos por su espalda hasta llegar a las caderas del trovador. Luego abrió un poco sus piernas, para dejar que la penetrara. Pero él no hizo nada de eso, limitándose a besarla. La mano de Thomas se deslizó entre los muslos de la joven, apenas tocándola. La joven sintió que su sexo se elevaba con la intención de llegar a él. —Estoy preparada —dijo ella, y se sonrojó, avergonzada por haber dicho una cosa así. —No —dijo él con firmeza—. No, yo soy demasiado grande y tú eres demasiado tierna. Sus dedos acariciaron el borde de sus pliegues hasta que la joven arqueó la espalda, suplicándole con su cuerpo, y los besos del músico hicieron que la respiración de la joven se entrecortara. —Thomas… —No, no. No quiero hacerte daño. El músico se echó a reír. Estaba jugando con ella. Claire dejó escapar un gruñido de protesta. Agarró con decisión el miembro del músico, lo introdujo en su cuerpo y retozaron juntos en una deliciosa y jadeante danza, interpretando un nuevo tipo de música, hasta la salida del sol.
Unos días después, se detuvieron a mediodía junto a un pozo que encontraron a un lado del camino. Una docena de casas se levantaban a su alrededor. Claire se bajó del caballo, encontró un lugar discreto en una zanja y orinó. Cuando regresó al lugar donde habían dejado atadas las mulas, vio que el músico había desaparecido. www.lectulandia.com - Página 179
La joven se estremeció. Pero antes de que, ni siquiera pudiera mirar a su alrededor, apareció Thomas, avanzando con grandes zancadas. Los ojos del trovador estaban llenos de excitación, tal y como solían mostrarse cuando tocaba el laúd. Cogió la mano de Claire y la condujo a un lugar apartado del camino, lejos de la gente que se agolpaba alrededor del pozo, y sacó un pedazo de papel de la manga. —¿Ves esto? La joven frunció el ceño; los bordes del pliego estaban sucios. La muchacha sujetó las mangas del abrigo con los puños y se abrazó. La gélida brisa había sonrojado sus mejillas y pensó que aquel era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Luego sacudió la cabeza. —¿Qué es? —Es la nota que la reina me ha pedido entregar a Enrique de Normandía — respondió, agitando el papel bajo la nariz de la muchacha. —Oh —dijo ella, mirando con más atención—. ¿De qué se trata? ¿Es un mensaje? —No lo he leído. Se me ocurre que… —Su voz se fue apagando hasta convertirse en un murmullo—. Puedo conseguir una recompensa mejor por él. Tal vez podríamos leer su contenido. —¿Qué dices? —dijo, con la boca abierta. El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. Miró al trovador como si se hubiera convertido en un sapo—. Quieres decir, ¿traicionar a la reina? Ella nunca te lo perdonaría. —Aquello sería el fin del músico. La joven sacudió la cabeza. De repente, todo lo que pensaba de él se disipó en el aire, revoloteando a su alrededor como un depravado demonio—. No. ¿Para qué vamos a hacer eso? ¿Dónde? ¿Cómo? Debes ser honesto, Thomas. Es mucho más fácil. El músico se echó a reír. —De acuerdo —dijo, volviendo a esconder el pedazo de papel en el interior de su manga—. Sabía que reaccionarías así. Luego pasó sus brazos alrededor de la cintura de la joven y la besó. Claire suspiró aliviada. El trovador la había puesto a prueba. Así hacía las cosas, dedujo, bromeando y jugando, como si siempre tuviera que llegar a la verdad a través del camino más retorcido. A continuación, Thomas dijo: —Pero, en cualquier caso, lo que acabo de escuchar junto al pozo lo cambia todo. —¿Qué has escuchado? —dijo ella, con cierto temor. El músico se apartó de ella, dejando únicamente su mano sobre la cadera de la joven. —Ese duque Enrique se encuentra en Le Mans y se dirige hacia el sur. Por tanto, si seguimos yendo al norte, no lo encontraremos. —Ah —dijo ella, dirigiendo de nuevo la mirada hacia la manga del músico, donde se encontraba oculta la nota, preguntándose qué habría en ella; si su contenido era de suma importancia.
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—Así pues —dijo él—, me marcho a Le Mans, tan rápido como pueda, a un ritmo que probablemente no seas capaz de seguir. Quiero que te dirijas a Ruán. Te veré allí. La joven le miró atónita. La sombra de la sospecha se cernió sobre Claire como una espesa niebla. Todo volvía a darle vueltas, traqueteando con estrépito y apartándola de él. El músico la estaba abandonando. Al final, Petronila tendría razón. La había utilizado y ahora la estaba apartando de su lado. El músico se había dado la vuelta, dirigiendo la mirada hacia el camino donde se encontraban los demás, que se estaban preparando para marcharse. Luego volvió a mirar a la joven. —¿Qué ocurre? —dijo inocentemente. Luego la miró al rostro—. ¿Es que no confías en mí? La joven recobró la compostura, parpadeando. Recordaba lo que el trovador le había propuesto hacía unos minutos, traicionar a Leonor, que no había sido más que una prueba que había pasado holgadamente. —Confío en ti —dijo, mirándole a los ojos mientras su corazón latía con fuerza bajo las costillas. —Muy bien —respondió el músico. Luego pasó sus manos por la cintura de Claire y la ayudó a subirse a su mula—. Me reuniré contigo en Ruán. Acto seguido, agarró la bolsa de dinero que colgaba de su cinturón y se lo entregó. —Thomas… —Y esto —dijo, descolgando el laúd enfundando de su hombro y dándoselo a la joven. La muchacha dejó caer la bolsa. Agarró el instrumento con las dos manos. De repente, el mundo que se había puesto boca arriba volvió a estar enderezado y en orden, tranquilo de nuevo. El músico le sonrió con los ojos llenos de alegría. Desde la carretera, alguien les llamó. —Eh, vosotros, nos marchamos. La joven escuchó el restallido de un látigo y colocó el laúd entre sus brazos como si se tratara de un bebé. Thomas se agachó para recoger el dinero y lo metió entre el muslo de la joven y la silla de montar. —Vigila esto, es todo lo que tengo —dijo, y luego se dio la vuelta. Claire agarró las riendas de la mula, con un brazo alrededor del laúd, y siguió a los demás. No se dio la vuelta para observar cómo el músico se marchaba. Estaba segura de que regresaría. El nunca abandonaría su laúd. La mula avanzó al trote para poder alcanzar la cabeza de la caravana. El mercader flamenco también llegó hasta la parte delantera, a salvo del polvo que levantaba la comitiva, pero la joven permaneció detrás de él, cabalgando a solas. Frente a ella, el camino se extendía a través de la invernal campiña. Luego, comenzó a meditar sobre todo lo que había sucedido. Era como una especie de vía crucis, pensó. Como una prueba de armas. Primero la
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tanteó con el mensaje de la reina, luego la puso a prueba dejándola sola. Todas estas tentativas suelen tener una tercera parte. Por ahora sólo había vivido la segunda, pero estaba segura de que faltaba otra por llegar. Se sintió un poco desconcertada. De repente, volvió a invadirle la añoranza de Poitiers, de la gente que conocía allí, de la vida fácil que llevaba. «Sí, Majestad». Encontrar el cepillo. Hacer lo que le pedían. Por otra parte, pensó, era mejor concentrar su espíritu allí, donde estaba. Dejó caer la mano sobre la bolsa del dinero, que estaba encajada sobre su muslo, la agarró y la metió en el interior de su abrigo.
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Desde Poitiers, la caravana de Leonor se dirigió hacia el sur a través de la campiña, bajo la fría garra del invierno, mientras los juncos que se agolpaban a los lados del camino se levantaban formando setos de cañas negras, rotas, y el cielo era un enorme y pálido manto de color azul salpicado de nubes. La primera noche, cuando se detuvieron a pernoctar, cayó una ligera llovizna. Se parapetó en su abrigo, exhausta. El caballo se sentía cansado y avanzaba con desgana bajo la ligera sujeción de las riendas. A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en marcha, muy temprano, todavía por delante del rey, que llevaba una caravana mucho más numerosa y lenta, y siguieron haciéndolo la mañana después. Luego, al mediodía de la tercera jornada, llegaron a Limoges. La lluvia se había tornado en una nieve húmeda que caía azotada por un intenso viento gélido. La ciudad, que estaba dividida por la mitad por el cauce de un río, se extendía ante sus ojos sobre el valle y ascendía hasta las colinas, aunque las agujas de las iglesias apenas se hacían visibles entre el pesado aire gris. El río dividía las casas, pero lo más destacado era la parte alta de la ciudad. Petronila pensó que era un lugar muy hermoso, enclavado sobre la falda de una colina, con sus tejados de pizarra colocados formando escalones sobre la nieve. El vizconde de Limoges acababa de circundar su ciudad con una nueva muralla, una decisión que había dado pie a ciertas disputas motivadas por su legalidad. Pero la puerta estaba abierta para el rey y la reina, y los centinelas que se encontraban apostados junto a ella hicieron una reverencia a su procesión mientras penetraba a través de los cerrados pasadizos de sus calles. La nieve se adhería a los tejados y doblaba con su peso los árboles y los arbustos mientras los caballos avanzaban cautelosamente por sus resbaladizos adoquines. Al contemplar esa escena, a Petronila le invadió la sensación de que el cielo se desplomaba inexorablemente sobre sus cabezas, como si fuera a aplastarlos bajo la noche eterna del invierno. Se colocó la capucha de su abrigo hasta que le cubrió el rostro, dejando que su piel le acariciara las mejillas. Mientras avanzaban por el camino que conducía hacia el castillo, enclavado en la parte alta de la ciudad, hizo un gesto con la cabeza a de Rançun para que detuviera la caravana y tiró de las riendas del caballo bereber tratando de que se dirigiera hacia el carromato donde se encontraba Leonor. Su hermana estaba envuelta en las ropas de luto, con el rostro cubierto por el velo, y
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su figura se había dilatado y ensanchado. Dando unos golpecitos con su cincha en la grupa del caballo, Petronila obligó al jadeante bereber a dirigirse hacia un lado del carromato. Con una mirada rechazó a los curiosos que se agolpaban a su alrededor, avanzando sin escucharlos y fingiendo no prestarles atención. —¿Cómo te encuentras? —La verdad es que muy bien. Muchas gracias. Si Raimund se encuentra en el castillo, tendremos problemas. Es un hombre muy inteligente, como muy bien sabes, y siempre tengo por costumbre coquetear un poco con él. ¿Podrás hacerlo? —No —dijo Petronila, mordiéndose el labio. Había hablado una o dos veces con el vizconde y era un hombre más que inteligente. Sabía que no podía coquetear con nadie como lo hacía Leonor. Luego añadió—: Tienes que fingir que estás enferma. De ese modo, me mostraré preocupada. —Muy bien —dijo Leonor, y se tumbó de espaldas, dejando escapar un grito de lamento. Petronila regresó a la parte delantera de la caravana, deslizando las riendas por su sudorosa mano. Pero allí solo estaba la vizcondesa, rodeada de una multitud de damas y de clérigos. Las esperaba bajo el arco que se extendía sobre la puerta de entrada del castillo, rebosante de bienvenidas y explicaciones. —¡Majestad! Mi señor ha partido para reunirse con el rey, pero nos sentimos muy complacidos de teneros en nuestro hogar, mi graciosa dama… Petronila se inclinó desde lo alto de su silla de montar para dejar que la vizcondesa le besara la mano. —Mi señora, nos sentimos muy halagados de estar aquí. Mi hermana se ha puesto repentinamente enferma y debemos acudir de inmediato a algún lugar tranquilo donde pueda recuperarse. La vizcondesa era una mujer rechoncha, de corta estatura, como una manzana, con unos ojos oscuros y brillantes que se dilataron al escuchar sus palabras, luciendo una repentina expresión de que lo había comprendido. En ese momento, Petronila se dio cuenta de que hasta sus oídos habían llegado algunos rumores y que había sacado sus propias conclusiones sobre el mal que aquejaba a su hermana. —¡Oh, sí, Majestad! Luego se apartó de su camino, dedicándole una elegante reverencia mientras abría paso a Petronila para que pasara ante ella. Avanzaron por el patio, que estaba limpio de nieve, donde los sirvientes y los invitados del castillo se congregaban. Sus ropajes relucían como estandartes sobre la piedra blanca y gris. El carromato penetró en el patio, atrayendo la mirada de todos los presentes. Comenzaron a elevarse las voces lanzando proclamas, y todos estiraron el cuello para ver mejor. Petronila avanzó por el patio, oculta bajo su abrigo, sin ser reconocida. Tristemente, pensó, Leonor seguía siendo el centro de atención, incluso oculta bajo un áspero abrigo, protegida de las miradas, y viajando bajo un falso nombre.
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Dejó que de Rançun le ayudara a bajar de la silla de montar; pero incluso él giró la mirada hacia el carromato. Sacaron a Leonor como si se tratara del cerdo de la festividad de San Martín, con mucho dramatismo, sobre un abrigo transportado por una docena de hombres. Siguiendo las órdenes de Joffre de Rançun, la trasladaron a través del pabellón principal del castillo y se desviaron hacia una hilera apartada de habitaciones enclavadas en la torre norte. La escalera era estrecha y empinada, pero consiguieron finalmente transportarla hasta la habitación superior entre gritos y disculpas. Una vez en el aposento, Petronila no tuvo problemas para echar de la alcoba a todos los presentes, salvo a sus propias damas de compañía, y cerrar la puerta. Leonor, que se encontraba dulcemente tumbada sobre la cama, se puso de pie, apartando de su rostro el enmarañado velo. —No sé cómo puedes llevar esto. Da más calor que un horno. Marie-Jeanne había llegado para ayudarla y le fue despojando de las capas de blanca lana. La reina de Francia emergió de los pétalos estrujados de la túnica de viuda, con el cabello empapado en sudor, envuelto en una maraña de color oro bermejo, y los ojos relucientes. —Por fin puedo ser yo misma, siempre y cuando no me vea obligada a montar a caballo. Petronila se había desplomado sobre un taburete. Como no estaba Claire, les faltaba ayuda. Algunas veces solían llamar a los pajes para que les llevaran comida, enviaran mensajes o hicieran pasar a las visitas. Otras veces, les pedían que acompañaran a alguien para ayudarles a salir. Marie-Jeanne depositó la túnica sobre la cama y fue a remover las brasas. Mientras tanto, Alys había cogido unas copas y las estaba llenando de vino. Petronila volvió a mirar a su hermana. Tendría que fingir ser Leonor con todas sus fuerzas si todo el mundo seguía viendo a la auténtica con regularidad. Se pasó los dedos por el pelo y Marie-Jeanne llegó en seguida con un cepillo. —No sabes el aspecto que tienes, Leonor —dijo Petronila, hundiendo el cepillo en sus cabellos, haciendo que todo su cuero cabelludo le escociera. —Si me quedo sentada puedo disimularlo bajo mis vestiduras de lino —dijo Leonor, dándose unos golpecitos en la rodilla con los dedos mientras su redondo vientre se asomaba como una luna desde su regazo—. Alguien tiene que obligar al vizconde a que derribe esa muralla. No puedes dejar que la gente levante muros donde le plazca. —La muralla puede esperar —dijo Petronila—. Alys, enséñale el espejo. Ya no puedes ocultar el vientre, ni siquiera bajo los ropajes de fino. Creo que me voy a poner muy enferma durante todo el tiempo que permanezcamos en Limoges. Luego recostó la espalda, disfrutando de la caricia del cepillo sobre sus cabellos y, a continuación, observó a su hermana con los ojos entreabiertos. Alys colocó el espejo delante de ella y Leonor se inclinó hacia él. No miró hacia su
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abultado vientre, sino a su rostro, tocando con la yema de los dedos la piel que se extendía bajo sus ojos y bajo sus párpados. —Sin embargo, el banco que se reserva a la reina en la iglesia del monasterio está apartado de todas las miradas. Podemos ir a escuchar los cánticos. El canto de los monjes de Saint Martial era famoso en toda la cristiandad y deseaba enormemente escucharlo, aunque eso suponía tener que atravesar las calles bajo un clima infernal. Leonor se apartó del espejo y no protestó. Luego se tumbó sobre la cama con los ojos cerrados. Su vientre sobresalía por encima de la ropa de cama. Petronila observó con satisfacción que su hermana la estaba obedeciendo. Se había convertido en Leonor incluso para la propia Leonor, pensó, y comenzó a reírse interiormente de sus cavilaciones. De Rançun entró, realizando muchas reverencias y presentando multitud de disculpas, con un montoncito de nieve derritiéndose sobre su hombro. —Ha llegado el rey —dijo, dirigiéndose a las dos hermanas, su mirada pasando de una a otra—. Todo el mundo habla de la señora Petronila y de que está a punto de tener un hijo. Leonor se incorporó y lanzó una risotada. Se acomodó a duras penas sobre la cama. Alys entró para colocar algunas almohadas y cojines debajo de su cabeza. A pesar de los humeantes braseros que se consumían en la habitación, el frío que reinaba en la estancia seguía siendo helador. Marie-Jeanne colocó el abrigo de Leonor alrededor del cuerpo de la reina, pero el tamaño de su cuerpo era evidente incluso a través de esa cortina. —¿Qué aspecto presentaba mi señor? —Parecía estar aterido y cansado —dijo de Rançun. Luego se volvió ligeramente hacia ella para responder—. No prestó la menor atención a las habladurías que circulaban sobre la señora Petronila. Él y su séquito se han alojado en la torre principal, desde donde se divisa esta estancia. Desde allí nos podrán ver entrar y salir, controlarán cada paso que demos. Levemente, a través de las murallas de piedra, penetraron los primeros tañidos de las campanas de la iglesia. —¿Todavía sigue nevando? —preguntó Petronila. —Sí, mi señora —dijo el caballero, volviendo a mirarla por encima de su hombro. —Estupendo —dijo ella, bostezando por detrás de su mano—. En ese caso, no saldremos en todo el día. —No los pierdas de vista, Joffre. Presta oídos a todos los rumores. Debemos saberlo todo. —Así lo haré, Majestad. Os tendré informada —respondió. Luego se volvió hacia Petronila y dijo serenamente—: Lo habéis hecho muy bien, mi señora. A continuación, salió de la habitación. Petronila apoyó la cabeza sobre su mano,
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disfrutando mientras Alys le cepillaba el cabello, y cerró los ojos.
A la mañana siguiente había dejado de nevar. Leonor y Petronila emprendieron camino a través de las calles heladas y cruzaron el río en dirección al monasterio, con la intención de escuchar misa y ver a los monjes cantar. Petronila se puso las ropas de Leonor y esta se vistió con las túnicas blancas de luto, pero entonces, de repente, mientras se encontraban en el patio de la iglesia del monasterio, se encontraron cara a cara con el rey y su corte. Thierry se hallaba entre ellos. Cuando lo vio, a Petronila le invadió un repentino arrebato de odio. Apartó la mirada del secretario y su caravana se hizo a un lado para dejar pasar al rey, dedicándole una reverencia. Se acordó de dotar a su reverencia de la habitual pomposidad extravagante que Leonor siempre ofrecía a su esposo, como si fuera una especie de burla. Luis se detuvo unos instantes, dedicándole una rápida y tímida mirada, y luego prosiguió su marcha. A su lado se encontraba el vizconde, concentrado en atender al rey, y no le prestó la menor atención. Aliviada, Petronila observó cómo se marchaban. Luis volvía a parecer enfermo y presentaba unas manchas grises alrededor de la mandíbula. El sur siempre había sido un mal amigo suyo. Parapetado tras un grupo de monjes que portaban una serie de incensarios, dirigió sus pasos hacia la enorme puerta de la iglesia. Thierry se detuvo unos instantes, volviendo la vista hacia atrás por encima del hombro, y en su rostro asomó una mueca repentina, retorciendo los labios. Luego apresuró el paso para alcanzar a su señor. Petronila, con la boca seca, condujo a las damas a toda velocidad hacia los asientos reservados a la reina y allí se acomodaron. La iglesia era antigua y oscura, incluso por la mañana. La habían decorado con motivo del Adviento. Su crucifijo estaba cubierto con un lienzo blanco y habían adornado el altar con una serie de paños también blancos que colgaban por los lados, haciendo que la iglesia pareciera una especie de velatorio. En la parte posterior y en el lado izquierdo de la misma, el asiento de la reina estaba situado sobre una elevación, de tal modo que, aunque aquel lugar estuviera lleno de feligreses, Petronila podía ver con claridad todo el camino que conducía al altar, donde los sacerdotes se encontraban realizando una serie de rezos previos a la misa. A su derecha, en el extremo más alejado de la iglesia, podía divisar al rey, o al menos el lugar donde se encontraba, ya que una celosía perfectamente labrada ocultaba tanto al monarca como a su corte. Mientras observaba aquella escena, alguien se asomó alrededor de la celosía, mirándola fijamente. Al instante, Petronila se enderezó en su asiento, mirando al frente y manteniendo la cabeza recta, tal como solía hacer Leonor. En ese momento, desde el coro, se escuchó una canción con tanta fuerza que hizo que todo su cuerpo se estremeciera.
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Veni, veni, Emanuel… A diferencia de otros cánticos sacros, aquellas voces fluían en raudales independientes, mezclándose entre sí hasta formar un complejo entramado de notas. El sonido trémulo hacía que sus oídos se sintieran embriagados. La exuberante música se derramaba por el interior de su cuerpo y, por unos instantes, apenas podía escuchar las palabras, tal era la majestuosidad del sonido. Captivum solve Israel Qui gemit in exsilio Privatus Dei Filio… Aquellas canciones nunca mencionaban a la madre de Dios. Petronila pensó en la Virgen María, imponente como la propia Leonor, quien también tuvo un hijo de un temerario padre. Su mente se desvió inconscientemente hacia el bebé de su hermana. Había visto algunos restos de sangre en la ropa de cama, pero Leonor no quiso hablar de ello. Que Dios tenga piedad de nosotros, pensó. No podía perderlo ahora. Volvió a pensar en la Virgen María, que había soportado multitud de males en nombre de Jesús, que había hecho todo lo que le habían pedido, se había mostrado mansa y humilde, y había sido exaltada por ello. Se preguntaba si Leonor estaba, de algún modo, desafiando a Dios. Sintió que algo le pinchaba en la espalda y se enderezó. Se dio cuenta de que, mientras se encontraba sumida en sus pensamientos, había encorvado la figura, inclinándose hacia adelante. Fue la propia Leonor la que le pellizcó. Invadida por el resentimiento, se enderezó y se cuadró de hombros, levantando la cabeza para adoptar el gesto de una reina, mirando al frente en dirección al altar. Escuchó atentamente la música y, nota por nota, se dejó embriagar por su gloria, enroscándose sobre sí misma como si se tratara de una escalera que ascendiera hasta el cielo. A pesar de su estado de ánimo, comenzó a sentirse encumbrada, transportada hacia lo alto por medio de aquella canción. Gaude, gaude, Emanuel Nascetur pro te, ¡O Israel! Sintió deseos de poder llevar una vida tan auténtica y perfecta como aquella canción, que seguía su firme curso infalible a través de una cortina de voces que mutaba constantemente, abriendo un camino mágico a través de los bosques de la noche. Se sintió como si estuviera entre matorrales muy espesos y no supiera quién era ni adonde se dirigía. Leonor había traicionado a Luis, aunque nunca había elegido casarse con aquel www.lectulandia.com - Página 188
hombre, y lo que ello significaba. ¿Le habían obligado a ser leal? Todo el mundo sabía que, para que aquel compromiso fuera vinculante, el juramento tenía que ser pronunciado libremente. Recordó al maestro del Studium echando por tierra el concepto del pecado. Y ella, Petronila, no había traicionado a nadie. Lo único que había hecho era ayudar a su hermana. Sin embargo, desde cierto punto de vista, sabía que había pecado tanto como Leonor, ayudándola, incitándola contra el rey, subvirtiendo la orden que le había dado Dios. No obstante, ¿lo más importante no sería que ella se convenciera de que era inocente? Aristóteles dijo algo al respecto: el sentido de un acto radica en su intención. Aunque todos pensaran que ella era culpable, sus intenciones, ayudar a su hermana, estaban desprovistas de pecado. Aquel era el peligro, observó. Así es como las almas bondadosas acaban tomando el camino del infierno: jugando con las palabras y olvidando el significado que encierran. Pero ella no sabía qué significaba todo aquello. Si era culpable de algo, ¿cuál era entonces su pecado y cómo podía repararlo? ¿Qué podía confesar? Había vuelto a dejar de prestar atención a la música y sólo percibía un amasijo de sonidos inconexos. Se santiguó. Se habían metido de lleno en aquella empresa y ya no podían volverse atrás. No podía averiguar cuál sería el final de aquella aventura, si es que lo había. Sintió que su ser se había dividido en dos partes: en su hermana y en la hermana de su hermana. Ninguna de ellas se parecía a la auténtica Petronila. Levantó la cabeza, tratando de encontrar de nuevo la manera de concentrarse en la música.
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Sur de Le Mans, diciembre de 1151 Enrique levantó la mirada del andrajoso pedazo de papel que tenía entre las manos. Se encontraba saliendo por la puerta cuando aquel hombre, de repente, se acercó a él. Volvió a recorrer el patio con la mirada, todavía invadido por la cautela. A su alrededor sólo se encontraban sus propios hombres. Bajó la vista hacia la nota. En ese momento cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía la caligrafía de la reina. Podría tratarse de una falsificación. Luego dijo al hombre de aspecto rudo que se encontraba delante de él: —¿Dónde has conseguido esto? —En Poitiers, mi señor. —¿Quién te lo dio? —La reina, la señora de Aquitania —dijo, y su voz se tiñó de un repentino orgullo. Miró a Enrique a los ojos y no le concedió la menor muestra de deferencia. —Las personas con las que viajabas… ¿dónde se encuentran ahora? —Cuando me separé de ellos, se dirigían hacia el camino de Boulogne. Enrique se convenció de que aquel hombre decía la verdad. En cualquier caso, no le quedaba otra opción. Se dio la vuelta, miró al paje que esperaba a sus espaldas y lo envió en busca de Robert de Courcy. Luego plegó el papel rápidamente por la mitad. Ojalá aquello fuera cierto… ojalá fuera cierto… De forma impulsiva, lo besó. Robert se acercó a él a toda velocidad. —Trae los caballos, y que vengan diez hombres con nosotros. —Sí, mi señor. Enrique se volvió hacia el extraño mensajero. —Tú vendrás con nosotros. Aquello sobresaltó al arrogante bastardo. —Mi señor, mi mula no… —Traedle un caballo —interrumpió Enrique, introduciendo la mugrienta nota en el bolsillo de su cinturón. Si aquel mensaje era falso, haría que aquel hombre respondiera por ello. Luego bajó las escaleras que conducían al patio, deambulando durante unos instantes por él sin rumbo fijo. Su mirada se posó de nuevo en el mensajero. No era occitano, pensó, ni siquiera francés; tenía la tez morena, ojos oscuros y largas orejas. Desconcertado, bajó la mirada hacia las manos del extraño. Eran unas manos suaves y finas, impropias de un soldado. Pero demostraba poseer el orgullo de un guerrero. Llegaron los mozos de cuadra con los caballos.
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—¿Cómo te llamas? —dijo. —Thomas, mi señor. —Thomas —repitió—. Vámonos.
A mediodía, la compañía de viajeros se detuvo en una aldea de considerable tamaño y Claire se bajó de su montura con el trasero dolorido. Luego permaneció cerca del caballo, observando a la gente que se encontraba a su alrededor. Todavía llevaba el laúd entre los brazos y pasó la cinta de la funda sobre su hombro. Estar a solas con todos aquellos desconocidos le ponía nerviosa. En ese momento, alguien se dirigió a ella. La joven dio un salto. Se trataba del mercader flamenco, un hombre anciano, con unos largos bigotes y un mechón de barba. —Mi ruiseñor. No he podido evitar fijarme en ti… tu acompañante se ha marchado. Déjame que te ofrezca mi mesa para disfrutar de la comida; estarás a salvo conmigo y con mis sirvientes —dijo. La muchacha se pasó la lengua por los labios. Tenía pensado rechazar su oferta, pero en ese momento su estómago protestó. Por tanto, no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza. —Entra en la taberna. Pediré que preparen la mesa. El comerciante se fue, dejando que el peso de la vejez arrastrara con esfuerzo su cuerpo por debajo de su costoso abrigo de piel. El corazón de la joven dio un vuelco movido por la gratitud que había despertado su amabilidad. Luego entró en la taberna y se sentó en la mesa junto a él y sus sirvientes y le dieron carne, caldo, pan y vino. Se sintió complacida por ello, así como por la amabilidad que le demostraban. El mercader se sentó cerca de Claire y le dedicó una sonrisa. La joven se la devolvió y le dio las gracias. —Me has proporcionado mucho deleite, tanto tú como tu amigo el cantante —dijo —. Es raro encontrar ese tipo de música, incluso en el sur, donde todo el mundo canta —asintió—. Me he dado cuenta que te ha abandonado con el niño. La joven dio un respingo, paralizada, hasta que se dio cuenta de que el mercader se refería al laúd. Simplemente estaba bromeando. Claire se echó a reír. —Oh, sí —dijo—. Pero volverá pronto. Tal vez esta misma noche. El mercader flamenco asintió. —En ese caso, te invito a que nos acompañes hasta que llegue ese momento. ¿Hacia dónde te diriges? —Voy a Ruán —dijo Claire. —Ah, bien, en ese caso, nos separaremos mañana por la tarde, donde el camino se bifurca hacia Boulogne. Pero, hasta entonces, me sentiré muy honrado si viajas con nosotros. —Muchas gracias —dijo Claire—. Pero él debería estar de vuelta esta misma noche. www.lectulandia.com - Página 191
Sin embargo, no regresó. La joven apenas pudo dormir, envuelta en su abrigo y recostada sobre una camilla que estaba desplegada en un rincón de la habitación común. Todavía llevaba el laúd entre sus brazos. Y el bebé en su vientre. El músico se había marchado, la había seducido para luego abandonarla. El comerciante flamenco estaba convencido de ello, pensó. Trataría de persuadirla para que se fuera con él. Trataría de abrirse paso hasta su cama, ya que no sabía cantar. La joven apoyó la mejilla contra el traste del laúd, demasiado abatida como para poder llorar. Finalmente, el sueño la venció en la profundidad de la noche, pero soñó que aparecían unos monstruos, y también que en su vientre llevaba el bebé de uno de aquellos engendros, con los cabellos oscuros y rizados y los dientes teñidos de sangre. Luego sintió que alguien se acercaba a ella y le arrebataba el laúd de entre sus brazos. —No —gritó, y se incorporó, todavía medio dormida, luchando, apretando con fuerza los brazos alrededor del cuerpo abombado del laúd. —Clariza —le susurró al oído—. Soy yo —dijo riendo—. Querida mía. Mi niña. La joven soltó el laúd y rodeó con sus brazos el cuerpo del músico y, ya aliviada, comenzó a llorar. Lloró con tanta fuerza que no se dio cuenta de que la taberna estaba llena de hombres, hasta que encendieron más antorchas y un intenso griterío inundó la estancia. —¡En pie! ¡Por orden del duque del Normandía! La joven se incorporó con el corazón latiendo con fuerza, el abrigo alrededor del cuerpo y el brazo de Thomas por encima de sus hombros. La taberna no contaba más que con una habitación y era humilde y mugrienta. Las antorchas la bañaban con una luz amarilla infernal envuelta en humo. Se encontraban en el borde de un tembloroso círculo de luz. En el centro del mismo se hallaba un joven de pelo rojizo ataviado con una cota de malla, blandiendo una espada en la mano. A su espalda se encontraba una barrera de hombres, todos ellos vestidos con cotas malla. Una puñalada de temor frío atravesó el cuerpo de la joven. Miró a Thomas, cuyo aspecto cansado por el viaje le hacía parecer más viejo. —Este hombre nunca duerme —dijo Thomas entre susurros, y la abrazó—. No tengas miedo. Estoy aquí —prosiguió, apoyando la cabeza sobre el hombro de la joven y, a continuación, soltó un bostezo. —¿Qué está pasando aquí? —dijo el mercader flamenco, apareciendo repentinamente con un tono de voz cargado de malestar—. Dispongo de salvoconductos… el conde de Flandes es mi… Pero su protesta se vio interrumpida por el batir violento de la puerta. Claire, todavía sacudiéndose del sueño, se dio cuenta de que la mayor parte de las personas que se alojaban en la taberna habían sido desalojadas y detrás de ella ahora sólo había soldados. La voz del joven duque rompió el silencio. —No tengo necesidad de escuchar tu palabrería —dijo, mirando más allá del
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mercader flamenco, a uno de sus hombres—. Traed su equipaje. —¡Cómo os atrevéis a hacer esto! —gritó el mercader—. Sea lo que sea lo que estéis buscando… os prometo que no lo encontraréis. Soy un hombre honrado —prosiguió, volviendo el rostro hacia el duque, pero su cabeza se giró repentinamente y miró a Thomas. Claire colocó su mano sobre el muslo del músico, que se encontraba junto a ella, como si pudiera protegerle de esa mirada, que era violenta como el ataque de una serpiente. El trovador se encontraba apoyado sobre la joven, medio dormido. El joven duque anduvo alrededor de la luz de la linterna. Sus espuelas tintineaban a cada paso que daba. Aquel era el hombre con el que se iba a casar Leonor, pensó Claire. Sintió cómo un escalofrío recorría su espalda. Aquel era el padre del bebé. Uno de los caballeros se acercó. —Mi señor, no hemos encontrado nada. ¿Probamos con los caballos? El rostro de Enrique se nubló. Daba la sensación de que los ojos se le iban a salir del cráneo, clavados como estaban en el mercader, que le sonreía burlonamente. —Os lo dije… —Desnudadle —dijo Enrique—. Desnudadlos a todos. Claire pensó: es como la hoja de un cuchillo, que lo corta todo hasta que llega al corazón. Y luego comenzó a temblar. —Un momento, escuchadme —dijo el mercader. La atención del duque se agudizó, brillante como una antorcha, y enseñó los dientes. —¡Quítate la ropa! —Esperad. Hagamos un trato. —Robert… —¡Esperad! Esperad… —El mercader flamenco metió la mano en el interior de su abrigo y sacó un paquete grueso, sellado. Luego, lo arrojó al suelo. —Ya os lo he entregado. Ahora dejadme marchar… —Cierra el pico —murmuró Enrique. El mercader apretó los labios con fuerza. El joven duque empujó el paquete con el pie y su caballero Robert lo recogió del suelo. Miró el sello y lanzó un gruñido. —Tiene una L, rematada con varias lilas y una corona encima. Enrique miró el paquete detenidamente y luego desvió la mirada y la detuvo de nuevo en el mercader flamenco. —Hay algo más —dijo, mirando al mercader. Su rostro relucía con fuerza y sus ojos ardían como el carbón. Claire se santiguó. Aquellos hombres eran unos auténticos demonios. En alguna parte había oído decir eso, que descendían de los demonios. La espada que portaba en su mano relucía como la luz de una antorcha—. Hay algo más. ¿No está aquí? —Yo… —balbuceó el mercader flamenco, juntando las palmas de las manos—. Os
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juro por Dios, mi señor… —¡Desnudadle! Robert se dio la vuelta, a punto de dar las órdenes. Por unos instantes se encontró entre el flamenco y el terrible duque, y el mercader giró sobre sus talones. Luego dio un salto, no con la intención de alcanzar la puerta, sino de llegar hasta donde se encontraba Thomas, con los brazos extendidos y un rictus en la boca. Claire dejó escapar un grito. Thomas se despertó repentinamente de su sueño. Mientras el mercader se abalanzaba sobre él, impulsó el cuerpo hacia adelante, sin siquiera levantarse, golpeando con su hombro sobre las rodillas del mercader. El flamenco perdió el equilibrio y se cayó. Tres de los caballeros lo sujetaron antes de que golpeara el suelo. Thomas se puso de pie ágilmente, los rodeó y se sentó de nuevo junto a Claire. El duque de Normandía no hizo un solo movimiento. Sus ojos titubearon brevemente sobre Thomas y luego volvieron a clavarse en el mercader flamenco. Sus hombres le estaban despojando de la ropa. Al cabo de unos segundos, asomó su pecho desnudo, cubierto con un vello grisáceo. Contra las costillas, una banda de lino sujetaba un segundo paquete, mucho más liso. El caballero Robert se adelantó, entregándoselo al duque, que lo cogió y observó el sello. Luego metió el paquete en el interior de su abrigo y dijo: —¡Atadlo! Llevadlo a Le Mans y arrojadlo a un pozo. Veremos si alguien se atreve a liberarlo. —¡Mi señor! —El mercader flamenco trató por todos los medios de sentarse. Su rostro estaba empapado en sudor. Estaba medio desnudo y Claire apartó la mirada de él. El duque ignoró su llamada y se volvió hacia Thomas. —Eso es un laúd. ¿Esta es tu esposa? ¿Eres un trouvere? —Sí, así es como creo que nos llamáis los del norte. El duque le dedicó una sonrisa. —Ha sido un buen truco. Os venís conmigo a Ruán. Ya casi es Navidad y a mi madre le gusta la música.
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Limoges, diciembre de 1151 Leonor había decidido cambiar toda la habitación, así que pidió a Marie-Jeanne y a Alys que se pusieran manos a la obra y, a continuación, liberada de toda tarea que llevar a cabo, se sentó junto a la ventana y dejó algunas migas de pan a los pájaros sobre el alféizar. Petronila se encontraba en la estancia, esperando a que los pinches de cocina regresaran con el vino y los pasteles de Adviento. Con cierto recelo, Leonor observó que el aspecto de su hermana había cambiado de alguna manera. Estaba ahora más erguida que antes. Siempre se había parecido, en cierto modo, a un ratón y caminaba con los hombros encogidos, lo cual le hacía parecer una persona diminuta y dócil. Pero se había convertido en una mujer muy hermosa, en la misma medida que Leonor cada día resultaba menos agraciada. A pesar de su tamaño, le invadió la sensación de que cada vez era más invisible para todos. Los demás atendían con mayor frecuencia a Petronila, la verdadera reina, dejando a Leonor apartada en un rincón, anclada por el abultado lastre que suponía cargar con un bebé, ignorada y olvidada por todos. Trató de luchar contra la desacostumbrada sensación de la envidia: ella, que nunca había conocido rival. Comenzó a sentir punzadas en las piernas y cambió de posición en su asiento. Las cosas tienen que ser así, se dijo a sí misma. Petronila le estaba ahorrando muchos sufrimientos y le evitaba tener que mostrarse en público, evitando con ello que su buen nombre quedara expuesto al ridículo y a los rumores. Pero una fría sensación de celos invadió su corazón como si se tratara de un espinoso brezo. Llegaron los pasteles, esparciendo sus aromas picantes por toda la habitación. Los dos pajes colocaron los dulces alrededor de la mesa baja, que estaba preparada en mitad del brasero de la torre. El aroma de las especias orientales se mezcló con el del humo. Leonor se dio la vuelta para mirar a los pájaros, deshaciendo el pan entre sus dedos. De repente, todos los pájaros echaron a volar emitiendo un diminuto ronroneo con el batir de sus alas. Luego, se escuchó un brusco golpe en la puerta y todos se giraron hacia allí. Petronila miró a Leonor, dubitativa, demostrando que al menos en su presencia no se atrevía a representar el papel de reina, y su hermana le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Es de Rançun… dejadle pasar —dijo, mirando más allá de su hermana, hacia Alys —. Dejadle pasar. Alys abrió la puerta y el caballero entró en la estancia a toda prisa, con el rostro encendido. Pasó por delante de Petronila y se postró con una rodilla ante Leonor.
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—El rey ha anunciado la celebración de un consejo con la intención de declarar la anulación de vuestro matrimonio. Será en Beaugency, durante la Pascua. Está decidido, Majestad. Thierry se ha retirado apresuradamente a sus tierras —dijo, y su sonrisa se extendió a lo largo de su atractivo rostro bañado por el sol—. Y vos y vuestra corte podréis regresar a Poitiers, después de la Navidad, y esperar allí, hasta que se reúna el consejo. Habéis ganado. Sois la duquesa de Aquitania y nadie manda sobre vos. Seréis libre para casaros con quien deseéis. Leonor dejó escapar un grito de alegría, como si fuera una campesina interpretando una danza. Las damas de compañía comenzaron a lanzar gritos de alegría. En medio de todo, Petronila se volvió y sonrió a su hermana; sus miradas se encontraron. Las sospechas de Leonor se habían desvanecido. Después de todo, se había portado como una tonta, inventando un problema donde no lo había. Se levantó de su asiento, con los brazos extendidos, para abrazar a Petronila y celebrar la victoria. De inmediato sintió un fuerte espasmo por todo el cuerpo, haciendo que se tambaleara y obligándole a sentarse de nuevo en su taburete. Dobló el cuerpo, cruzando los brazos por encima de su vientre y lanzó un gemido de dolor que la hizo sacudirse. Las damas de compañía corrieron a atenderla. —¿Qué te sucede? ¿Ya llega? Oh, Dios mío… —gritó Petronila. Leonor se enderezó. El dolor que le hizo retorcerse había desaparecido por unos instantes. —Tráeme… —dijo, cerrando los ojos. Todo lo que le rodeaba se había venido abajo. Sintió cómo el caballero la cogía y la llevaba fuera y luego se sumergió en un mar oscuro y lleno de dolor.
Era demasiado pronto, demasiado pronto. Si nacía ahora, el bebé no podría vivir y ella, probablemente, tampoco sobreviviría. Era demasiado pronto. Su cuerpo se había convertido en un amasijo de dolor, calambres y sangre. Sentía en sus carnes la humedad de la sangre que emanaba de sus entrañas. —Leonor —dijo su hermana—. Bebe esto. —La reina hizo un gran esfuerzo por levantar la cabeza—. Toma. Un paño húmedo tocó sus labios y lo chupó, saboreando las hierbas. Volvió a tensar el cuerpo para recibir el siguiente insoportable y demoledor pinchazo de dolor. Escuchó cómo las damas de compañía hablaban a su alrededor, pero lo único que le importaba en aquel momento era el dolor que le invadía. Le trajeron vino y lo vomitó. Luego la sacaron de la cama para cambiar la ropa, ya que las sábanas estaban manchadas de vino y sangre. Dejó escapar un nuevo gemido, sintiendo que la oscuridad la envolvía en un manto de humedad y hedor. Durante toda su vida había hecho lo que había deseado y ahora tendría que pagar por ello, tendría que pagar por todos sus pecados y saldar todas las www.lectulandia.com - Página 196
cuentas que tenía pendientes. Todos se arremolinaron alrededor de su cama como si se tratara de una reunión de abominables y diminutos gnomos que extendían hacia ella sus sucias manos. Se echó a temblar pensando en la proximidad del momento en el que tendría que entregar su vida para pagar sus terribles deudas. Todo su cuerpo comenzó de nuevo a latir y a retorcerse, y sintió cómo un nuevo torrente de sangre resbalaba por sus muslos. Alguien le estaba dando a cucharadas un brebaje de sabor desagradable y escuchó voces a su alrededor. —¿Ha perdido el bebé? —No, no —dijo una extraña y oscura voz de mujer del sur—. El niño está donde debe. La poción debería mingar los dolores. Es una mujer fuerte y el bebé es sano. Dios está con ella. Leonor se quedó con esa última frase. Dios estaba con ella. Era una mujer fuerte. Se negaba a morir. Había soñado y arriesgado demasiado como para acabar sus días de aquella manera. Marie-Jeanne agarró con fuerza su mano y la besó. Otro pinchazo cargado de dolor hizo que todo su cuerpo se retorciera. Leonor cerró los ojos, aferrándose a la vida, haciendo acopio de todas sus energías a cada espasmo de dolor que le sobrevenía. La mujer desconocida se había marchado. Marie-Jeanne y Alys le trajeron su comida. Pero no vio a Petronila. Comió algo y esta vez no lo devolvió. Luego bebió un poco de vino con más hierbas. Lentamente, se dio cuenta de que ya hacía tiempo que no tenía pinchazos. —Petronila —dijo, haciendo un esfuerzo por levantar la mano, por decir a su hermana que se había acabado—. Petra. ¿Dónde está mi hermana? —Mi señora… se fue a la iglesia… pensó… que la gente comenzaría a murmurar… —dijo Alys, metiendo dulcemente la mano de la reina bajo la ropa de cama—. Dormid, mi querida y buena señora. Petra. Se ha marchado para hacerse pasar por mí. Se fue de nuevo a ocupar mi lugar. La vieja sospecha regresó con más fuerza para alimentar su fatiga como una llama sobre la hierba seca. Podría ocupar tu lugar, había dicho Petronila delante de todo el mundo. Todo volvió a cobrar un nuevo orden a su alrededor. Las palabras que su hermana había proferido, lo que había hecho, lo que Leonor le había dejado hacer. Sintió que estaba resbalando, cayendo, dejando un espacio tras de sí, que Petronila había ocupado por su propio derecho. No, no dejaré que me lo arrebate. Sin embargo, poco a poco se estaba sumiendo en un profundo sueño, exhausta, mientras las damas de compañía murmuraban alrededor de su lecho.
La iglesia estaba desvencijada y oscura. En Navidad, era costumbre encender todas las www.lectulandia.com - Página 197
velas. También todas las estatuas, las vasijas y los cuadros quedarían despojados de sus velos, mostrándose gloriosos y resplandecientes, para dar la bienvenida al Cristo recién nacido. Oh, ven, oh, ven, Emanuel… Petronila se sintió cómoda en la oscuridad. Había dejado a los demás con Leonor y, por tanto, podía ser ella misma, allí, a solas. Se inclinó para rezar, suplicando por la vida de su hermana. No podía dejar de recordar el momento que había vivido en la habitación de la torre en el que habían recibido la noticia de su liberación y en el que Leonor se había venido abajo. Aquello era una especie de advertencia, pensó. Un mensaje divino. De alguna manera, Leonor tendría que pagar por lo que había hecho. Y si no era Leonor, entonces seguramente tendría que hacerlo Petronila. No encontró el valor suficiente para pensar en lo que sucedería si Leonor falleciera. Perder a su hermana no sería más que el principio del fin. Quedaría atrapada. Recordó con amargura lo mucho que había disfrutado fingiendo ser Leonor. Ahora deseaba desesperadamente poder acabar cuanto antes con todo aquello. Rezó por Leonor, por el bebé de su hermana, pero no rezó por su propia suerte. En aquel momento, se había olvidado de sí misma. Pensó en su hermana: en sus ojos verdes y brillantes, en su risa, en su rostro encendido por la excitación, llena de vida. Suplicó a Dios por la vida de su hermana, incapaz de pensar en nada digno que ofrecerle a cambio. A continuación, acompañada de sus cuatro caballeros, salió al patio que se extendía por delante de la iglesia y de Rançun le ayudó a subir a la silla de montar. El caballero no quiso mirarla a los ojos y, por su aspecto, se diría que se sentía abatido y desdichado. Petronila cogió las riendas. Después de pasar varios días descansando en el establo, el caballo bereber se mostraba dócil y ella comenzó a pugnar con él tirando de las riendas sin prestar atención a la multitud de extraños que avanzaban hasta ella, hasta que de Rançun lanzó un grito. —¡Abrid paso! ¡Dejad paso a la reina! Petronila giró la cabeza para mirar, con el caballo finalmente sometido a la voluntad de sus correas. Godofredo de Anjou, montado sobre un enorme bayo semental le bloqueaba el paso. Una media docena de hombres ataviados con abrigos de intenso color rojo se agrupaban en la estrecha puerta que se levantaba a sus espaldas. De Ranqun todavía se hallaba detrás de ella, acompañado de los demás caballeros, y Petronila se encontraba a solas delante del joven angevino. Todo su cuerpo se encogió. Los ojos de Godofredo de Anjou brillaban como la cabeza de un clavo, con la mirada fija en aquella mujer como si fuera un rayo de luz. www.lectulandia.com - Página 198
Petronila sintió cómo los ojos del joven se clavaban en ella y le sometía a un profundo escrutinio sin siquiera parpadear y pensó: Lo sabe todo. Luego, montado en su caballo negro, de Rançun cabalgó junto a ella y gritó de nuevo a Anjou: —¡Despejad el camino! Anjou ignoró su orden. El joven habló a Petronila, inclinándose un poco hacia adelante, implorando. —Me habéis obligado a hacer esto, Leonor. No queréis verme… no respondéis a mis notas… Los hombres que se encontraban detrás de él comenzaron a avanzar, con la mirada fija en de Rançun y las manos apoyadas en sus espadas. Petronila dio un respingo, sintiendo cómo el miedo ascendía por su garganta y la invadía una apremiante sensación de premura. No podía permitir que lucharan. No podría verse atrapada entre ellos. Tampoco podía consentir que Anjou se impusiera a ella. Pero la única manera de salir de aquel atolladero era pasando por encima de aquel muchacho que estaba subido a lomos de un imponente semental y, de repente, pensó en cómo Leonor manejaría aquella situación y se lanzó hacia adelante. —Por la sangre de Dios —gritó, furiosa, con la misma furia que habría demostrado su hermana—. ¡Cómo os atrevéis! ¡Apartaos de mi camino, señor! ¡Cómo os atrevéis a cerrarme el paso! El rostro de Anjou estaba encendido y brillante, cargado de intenciones. —Quiero que vengáis conmigo… sólo unos instantes… dejad que os muestre mi corazón… Petronila sabía que aquello lo echaría todo a perder y el creciente pánico hizo que su cuerpo se echara a temblar. El caballo bereber comenzó a danzar bajo su cuerpo, resoplando con fuerza. Petronila se concentró de lleno en su dramatización de Leonor, el único refugio que le quedaba. —¡Apartaos de mi camino! —gritó, dirigiendo el caballo bereber directamente hacia él, en dirección a la puerta. De Rançun avanzó a su lado y el resto de su corte se apresuró a seguirla. Anjou dudó unos instantes y, por un momento, Petronila pensó que se quedaría quieto, que la agarraría y la llevaría consigo; pero el joven apartó su caballo con un movimiento de las riendas y extendió un brazo para contener a sus hombres. Mientras pasaba a su lado, Petronila sacó el cuerpo de la silla de montar para mirarle a la cara. —Y meteos esto en la cabeza, señor… no quiero volver a veros. El muchacho se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, pareciendo repentinamente ser más joven de lo que ya era. Petronila pasó por delante de él. Frente a la puerta de salida, todavía se apostaban algunos hombres de Anjou, pero de Rançun se colocó delante de Petronila en un par de zancadas y gritó: —¡Abrid paso a la reina de Francia!
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Los angevinos se agruparon de nuevo en el patío. Petronila dejó que el caballo bereber saliera trotando a toda velocidad por la puerta, en dirección al espacio abierto de la calle. Estaba sudando profusamente bajo su cofia y le dolían las manos. De Rançun pasó por delante de ella para encabezar la comitiva y, mientras la sobrepasó, le dedicó una sonrisa de aprobación. Los caballeros se pusieron a su altura. La corte se colocó alrededor de ella y, envuelta en un reconfortante enjambre de hombres armados y a caballo, cabalgó a través de una multitud de ojos curiosos, avanzando por el puente que cruzaba el río. En la calle que se extendía al otro lado, los niños se entretenían deslizándose por el empedrado sobre enormes trozos de hielo y de Rançun y sus hombres se adelantaron para apartarlos del camino de la reina. Petronila dejó que el caballo ascendiera a su propio paso por los empinados y resbaladizos adoquines, con la cabeza agachada y las pezuñas golpeando con fuerza el suelo helado. Leonor, pensó. Leonor, ya casi he llegado. Una vez en la puerta del castillo, desmontó deslizándose en los brazos del caballero de Rançun. Por unos instantes sus ojos se encontraron. Petronila vio en él el mismo pánico que sintió en su cuerpo. Girándose, se dirigió a toda velocidad a la torre, para subir y ocupar de nuevo el lugar que le correspondía junto a su hermana. Justo cuando estaba ascendiendo por la escalera se cruzó con Alys, cuyo rostro se mostraba resplandeciente. Petronila la sujetó por las muñecas. El gesto alegre de la mujer le delató lo que quería saber antes de que preguntara, tragando saliva. —¿Cómo está mi hermana? —Se está recuperando. No ha perdido al niño —dijo Alys, arrojándose en sus brazos mientras se abrazaban—. La reina está comiendo. Tiene los ojos abiertos y quiere vino. Luego besó a Petronila y se soltó, bajando por las escaleras, mientras Petronila se precipitaba a toda velocidad hacia la habitación de su hermana. Todas las mujeres que había allí se arremolinaban alrededor de la cama. Petronila se abrió paso entre ellas, se desplomó sobre el lecho junto a Leonor y puso su mano sobre la de su hermana. Con la cabeza apoyada sobre la almohada, el rostro demacrado de Leonor se volvió hacia ella. —Disfrutaste de la música, ¿verdad? No era más que un susurro. Leonor estaba pálida como la ceniza y los ojos se habían teñido de sombras como el polvo del carbón. Su voz sonaba agotada y entrecortada, pero parecía tener mejor aspecto que en los últimos días. Petronila se echó a reír, invadida por una sensación simultánea de impotencia y alegría. Luego agarró la mano de su hermana. —Oh, Leonor, te encuentras bien. Gracias a Dios. Gracias a Dios. Es una señal, Leonor… Las lágrimas resbalaban abundantemente por su rostro. Levantó una esquina de la
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ropa de cama y se enjugó los ojos. Leonor emitió un sonido escéptico. —Sí, si hubiera muerto habría sido toda una señal. Petronila apretó la palma de la mano de Leonor contra su rostro. —De hecho, es una señal. Indica que Dios está de nuestro lado —dijo. Luego se incorporó, retirando las manos. Vio en los ojos huecos de su hermana la necesidad de contestar—. No, no digas nada. Descansa. Leonor torció la boca. En aquel momento había más color en su rostro que cuando Petronila entró en la estancia. Cerró los ojos y movió la cabeza sobre la almohada. —Que signifique lo que sea. Petronila se incorporó, avanzó por la habitación y dejó que las damas de compañía le despojaran de su ropa. Sin lugar a dudas, aquella señal también iba dirigida a ella, pensó. Había rezado y Dios le había respondido. Dios también estaba de su parte. Había hecho bien en hacer lo que consideró que era adecuado. Se sintió relajada como no lo había estado en mucho tiempo, y aliviada.
—Decidme que os encontráis bien, mi señora. —Oh —dijo Leonor, apartando la mirada. Se encontraba sentada en mitad de un anillo de braseros. Era el primer día que había salido de la cama desde que cayó enferma —. Me encuentro bien, Joffre. El caballero parecía muy serio. La reina le sonrió para hacer que estuviera de mejor humor. —No ha sido nada. Sólo problemas de mujeres. Pero ya pasó todo. Lo realmente importante son las noticias que me trajiste aquel día. ¿Te alegras por mí, ahora que voy a librarme de Luis? El caballero apartó uno de los braseros y se sentó sobre sus talones delante de ella, para ponerse a su altura. —Me alegro mucho —dijo—, me siento sincera y completamente feliz, como muy bien sabéis, mi señora. Pero también sois consciente de que debéis casaros de nuevo. Leonor lanzó un bufido al escuchar algo tan evidente. —Sí. Aquitania está lleno de barones pendencieros. Necesitaré a alguien que les sacuda en la cabeza. —Quiero que os caséis conmigo —soltó de Rançun. Leonor se echó a reír, sorprendida. —Oh, muy inteligente por tu parte. Voy a gobernar sobre mis nobles pendencieros y celosos casándome con uno de ellos. Eso no puede funcionar, viejo amigo —dijo. Luego se detuvo; el rostro del caballero se estaba tiñendo de color rojo oscuro y la reina se dio cuenta demasiado tarde de que no compartía su opinión. Luego soltó otra risotada medio ahogada—. Joffre —dijo, poniendo su mano sobre la del caballero—. Joffre. No puedo www.lectulandia.com - Página 201
hacer eso. Todos los caballeros de Aquitania se rebelarían —dijo. Luego, bruscamente, para que no le respondiera, prosiguió—: No hablemos más de esto. De Rançun levantó la cabeza. Alguien se acercaba desde la escalera y el caballero se puso rápidamente de pie y se apartó. Leonor percibió que se sentía ofendido, irritado, celoso y desgraciado, incluso cuando le dio la espalda, y sintió que una pequeña punzada de culpabilidad se clavaba en su corazón. En cualquier caso, arreglaría las cosas con él. Pero sabía que no había forma de resolver aquella situación, salvo darle lo que él quería, algo que no estaba dispuesta a hacer. De Rançun se volvió y bajó por las escaleras, pasando por delante de Alys y Marie-Jeanne, y desapareció.
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Ruán, diciembre de 1151 La emperatriz Matilde nunca abandonó el pabellón del duque de Normandía en Ruán, la ciudad más importante de la zona. Era una mujer anciana a la que le gustaba disfrutar de las comodidades que le ofrecía aquel lugar. Por tanto, todo el mundo tenía que acudir a su presencia. Todos la necesitaban, porque gobernaba aquel lugar ahora que su hijo estaba en guerra. Por tanto, escuchaba las noticias que le llegaban de cualquier parte y eso hacía que todos la necesitaran todavía más. Justo antes de las Navidades, llegó hasta sus oídos cierto rumor que quiso creer que era falso y, por tanto, cuando escuchó que su hijo Enrique se encontraba en el norte, envió el mensaje de que este fuera a visitarla en cuanto llegara a Ruán.
Enrique se había dirigido al sur con la intención de expulsar a su hermano del último castillo que conservaba cuando el paquete procedente de Luis con destino a Esteban llegó a su poder. En cuanto leyó la carta y conoció la lista de espías de Thierry, se dio cuenta de que a Esteban ya no le quedaba ninguna posibilidad. Al pedir a Thierry su red de espías, se había situado para siempre en el bando opuesto de los hombres a los que habían espiado, que eran todos los nobles que tenían cierto poder en Inglaterra. Nadie volvería a confiar en él. Pero, para salirse con la suya, la lista tenía que ser puesta en conocimiento de las personas adecuadas y estar acompañada por el dinero preciso. El invierno se cernía con toda su crudeza sobre la región. Tenía que planear ahora qué es lo que debía hacer la primavera siguiente, cuando se reanudaran los combates. Se olvidó de su hermano y en seguida tomó la decisión de poner rumbo a Ruán, para hacer ahí todos los preparativos necesarios. Dos días después, cogió la carta y, acompañado de sus hombres, cabalgó hacia Ruán, pasando por un ruidoso grupo de hombres que portaba un árbol de Navidad decorado con muérdago y acebo. Aquella bulliciosa compañía, que no paraba de cantar canciones soeces y alegres ni de agitar pellejos de vino, se encontraba a casi un kilómetro de la ciudad. Sus hombres decidieron a acompañarles en el canto hasta que llegaron a las puertas de la urbe. Enrique se unió a ellos, cantando sin parar, aunque no tenía voz para ello. Le gustaba mucho la Navidad, ya que todo el mundo se reuma y eso le brindaba la oportunidad de arreglar muchos asuntos pendientes. Una vez dentro de la ciudad, envió a sus guardias a la casa de Robert de Courcy, que
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se encontraba junto al río, donde se alojaría mientras se hospedase en Ruán. Su otra opción era la residencia del duque, donde vivía su madre, si no le importase que la Emperatriz controlara todos sus movimientos. Pero primero tenía que ir a visitarla. También se llevó consigo al trovador y su mujer, ya que tenía pensado ofrecérselos a su madre a modo de regalo de Navidad. Cabalgaron a lo largo de la calle principal de la ciudad, que estaba abarrotada de carretas y burros, así como de personas que se dirigían al mercado. Los edificios de madera, con sus fachadas de cáñamo, presentaban un aspecto destartalado. Dirigió a su montura esquivando los charcos de lodo que salpicaban la calle. Mientras avanzaba, se percató de que muchas personas le dedicaban miradas cargadas de desprecio, aunque las ignoró completamente. Su padre había incendiado una parte importante de Ruán cuando la invadió unos años antes de que se hiciera con el control de Normandía, y a las gentes del lugar les desagradaba que los angevinos todavía siguieran allí. No obstante, gobernaba aquel lugar con mano diestra y ellos le obedecían. Pasó por la plaza principal, donde algunos campesinos se encontraban levantando una plataforma para albergar el desfile de Navidad, y tomó una callejuela que pasaba por delante de una vieja iglesia que conducía al palacio del duque, un edificio rodeado por una muralla hecha de piedra y mimbre. Apostados en la puerta, los centinelas le vieron llegar y se pusieron firmes como cerrojos. Enrique atravesó la puerta a caballo, con la pareja de trovadores tras él. Al otro lado se encontraba el patio, que estaba pavimentado con azulejos. En el exterior de la puerta del salón se encontraba su madre, sentada al sol, acompañada de dos muchachas que se encargaban de servirla, y con las rodillas tapadas con una manta. Matilde era una mujer enjuta y seca como una rama, un verdadero saco de huesos. Enrique sabía que su madre se aplicaba algún producto en el pelo para mantenerlo oscuro. Su piel lucía un tono amarillento, semejante a los dientes envejecidos. Solía enfermar con frecuencia, aunque en aquel momento presentaba un aspecto sano y le brillaban los ojos. Su voz seguía siendo fuerte. En cuanto clavó la mirada en Enrique gritó: —Bueno, señor mío. Me he enterado de que has estado hostigando a tu hermano. —Se lo merece —dijo Enrique. Luego desmontó y le entregó las riendas del caballo a un mozo de cuadras. Lanzando una mirada al trovador para indicarle que se mantuviera donde estaba, avanzó por el patio y dedicó una reverencia a su madre, despojándose del sombrero. Había adoptado la costumbre de colocar en su tocado una ramita de retama, tal y como hacía su padre. —¿De qué me quieres hablar? —¿Qué es eso que he escuchado acerca de ti y de esa malvada francesa? Corre el rumor de que se ha interesado por tu persona. No deberías mezclarte con una mujer como esa; te hará caer en desgracia.
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—No es francesa —dijo él. Luego miró a su alrededor para ver quién podría estar escuchando… había docenas de personas en las proximidades. Las dos muchachas que se encontraban detrás de la silla de su madre lo miraban atentamente por el rabillo del ojo. En sus anteriores visitas se había acostado con una de ellas y lo había intentado con la otra. Decidió que aquellas Navidades también conseguiría yacer con la segunda. —No te acerques a esa arpía. Hará contigo lo que ha hecho con el pobre Luis. Nunca sabrás si tus hijos son realmente tuyos. Enrique levantó lentamente la mirada hacia las muchachas. Quería que su madre no se entrometiera en su camino. Pensó en hablarle de las cartas, de las confabulaciones entre Luis y Esteban para dividir a los barones ingleses, quienes nunca dejarían que ningún hijo de Esteban subiera al trono. Enrique pensaba que ahora era rey de Inglaterra por pleno derecho, aunque no pudiera portar la corona, por culpa de esa arpía. A su espalda, escuchó los primeros tonos bajos del laúd y miró por encima de su hombro. El trovador se había sentado en un lado del patio, no muy lejos de él, y estaba inclinado sobre el instrumento. Su esposa se encontraba detrás de él, apoyando una mano en su hombro. Enrique se volvió hacia su madre. —Quiero convocar un consejo en primavera con el fin de planear otro ataque sobre Inglaterra. Decidió no decirle nada de la carta. No había ninguna razón para contarle más de lo que ya sabía. La anciana levantó la barbilla. Aquella mujer le había ayudado en su lucha por Inglaterra. Extendió una mano y la muchacha que se encontraba a su izquierda, la que se había acostado con Enrique, le alcanzó una jarra. La otra muchacha, su siguiente presa, se adelantó con una copa. Matilde se llevó la copa hasta los labios, bebió de ella y la bajó. Las muchachas volvieron a ocupar sus puestos detrás de la silla. —¿Quieres convocar otro consejo? —dijo la Emperatriz—. Te recuerdo que nadie vino al último que celebraste el otoño pasado. Bebe. Enrique tomó la copa. —Vendrán a este. Necesito construir otra flota. El duque había calculado que podría llegar a reunir tres mil hombres, una cifra que consideraba suficiente. El problema era cómo llevarlos hasta Inglaterra. —No tenemos dinero —dijo su madre, juntando las yemas de los dedos—. Dime por qué piensas que esta vez te saldrás con la tuya, sobre todo cuando ya has fracasado dos veces. La anciana giró la cabeza mientras hablaba, depositando la mirada sobre el trovador. Enrique le dedicó un bufido. La Emperatriz llevaba planificando esa empresa desde que él era un niño. Sólo estaba divirtiéndose a su costa, algo que molestaba a Enrique
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sobremanera. El duque apuró el resto de vino que quedaba en la copa. —La primera vez que lo intenté tenía nueve años —dijo, depositando la copa en el suelo. La carta que había interceptado la convencería, pero todavía no estaba dispuesto a contarle nada—. Necesito dinero. Su madre se encogió de hombros e hizo una mueca. Sus dedos se movieron caprichosamente sobre la manta que le cubría las rodillas. Su mirada volvió a desviarse hacia el trovador, que estaba tocando algo dulce y complejo, inspirado en muchas de las canciones que había escuchado cuando pasó por delante de los campesinos que decoraban el árbol de Navidad. La mujer comenzó a cantar. —Consigúeme el dinero —dijo Enrique. Su madre tenía amigos entre los judíos. También tenía amigos entre los ingleses. —No me darán un céntimo hasta que demuestres que puedes salirte con la tuya en algo. —¿Y qué he estado haciendo desde que murió mi padre? He conquistado todo Anjou salvo Mirebeau, dejando que se lo quede Godofredo por el amor que siento por ti —dijo, haciendo a su madre un gesto con la cabeza; quería recibir cierto reconocimiento por ello —. He conseguido hacerme con el poder en Normandía. He llegado a un acuerdo con Luis. Se va a mantener al margen de la guerra con Inglaterra e, incluso, me va a ayudar a defender el este. Si construyo una flota esta primavera podría hacerme a la mar este mismo verano —prosiguió. La navegación hacia el oeste por las estrechas aguas del Canal siempre era una empresa difícil, ya que el viento siempre soplaba en contra y reinaba un fuerte oleaje. Si Luis cumplía el acuerdo, dispondría de todo el año para aguardar a que llegara el momento adecuado. Pero no quería esperar todo un año, ni siquiera un mes—. Necesito cincuenta barcos. Podría coronarse rey las próximas Navidades, pensó. —Deberíamos encontrar una novia para ti —dijo ella—. Tal vez una princesa danesa. —Yo me ocuparé de eso, madre —respondió Enrique. —Entonces es por ella, ¿no es así? Se trata de esa ramera occitana. Es mucho mayor que tú —dijo su madre. Luego ahuecó la manta sobre su regazo, clavando la mirada sobre sus dedos nudosos—. Es cierto que yo también era más vieja que tu padre. Pero al menos sabía perfectamente cuál era el lugar que debía ocupar una mujer. Le odié durante veinte años, pero nunca hice el menor intento de anular nuestro matrimonio — prosiguió, arrastrando la voz y desviando la mirada hacia la música—. Estuve a punto de asesinarlo una vez. Enrique se echó a reír. No dudó lo más mínimo de las palabras de su madre. Los primeros recuerdos que tenía de sus padres eran sus constantes peleas encarnizadas. —No tengo intención de casarme. —Oh —dijo la Emperatriz, volviendo la mirada hacia él, con la voz ligeramente más
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suave—. Estupendo. —Todavía… —concluyó Enrique, echándose de nuevo a reír y guiñando un ojo a la chica. Pero en ese momento estaba pensando en Leonor. Comenzó a sentir que no tenía intención de mostrase agradecido a Leonor por su trono. Luego lanzó un profundo suspiro. Quería estar sobre ella, quería tenerla debajo, que esa larga cabellera rojiza se envolviera por entre sus muñecas. Su madre le dedicó una mirada penetrante, cargada de ira. Tal vez había percibido algo en el rostro de su hijo, pero se limitó a decir: —Di a los músicos que se acerquen, así podré escucharlos mejor. —Te gustan, ¿eh? —dijo Enrique. Entendía muy poco de música, pero le parecía que sonaban muy bien. —No puedo saberlo —dijo su madre— hasta que no los pueda escuchar bien. Su voz estaba cargada de un tono de agravio, como si su hijo estuviera presumiendo. Enrique nunca había escuchado ningún elogio en boca de su madre, ni hacia él, ni hacia ninguna otra cosa o criatura. Pero el gesto de la anciana se suavizó cuando se volvió para escuchar la música y su rostro se cubrió de cierto aire de melancolía. Enrique se volvió e hizo una señal con la mano al trovador y a su esposa para que se acercaran.
El duque se marchó del palacio y la Emperatriz ordenó a Claire y a Thomas que entraran en el salón. Aquel lugar era como un granero, ventoso y vacío, salvo por algunos estandartes que colgaban de las paredes. Claire pensó que lo habían construido recientemente o que lo acaban de reformar y todavía no habían tenido la oportunidad de decorarlo como era debido. Mientras los sirvientes se agolpaban a su alrededor, Thomas y ella se sentaron en un pequeño banco, que descansaba cerca de la silla de la Emperatriz, y comenzaron a tocar. El trovador hizo sonar algunas notas. Luego se incorporó y se sentó en el suelo, a los pies de la Emperatriz, con las piernas cruzadas y el laúd apoyado sobre su regazo. Primero tocó la canción de la reina, extraída de su larga historia del caballero de los pesares, para después continuar con la canción de Tristán. Thomas estaba teniendo algunos problemas con las cuerdas, deteniéndose a menudo para afinarlas. Mientras se afanaba con los trastes y las clavijas, Claire estudió a la anciana que descansaba sobre su asiento. La Emperatriz lucía una larga y elegante túnica, tan fina como cualquiera de las que tenía Leonor, y muchas más joyas que esta. Alrededor de su cuello colgaba un enorme collar de oro y cuarzo rosado, y en su cabello, en sus muñecas y en sus dedos, así como en sus orejas, llevaba más colgantes y joyas. Pero su rostro era afilado como un cuchillo, su piel crujía como las hojas secas y su mirada era despiadada. Claire se fijó en aquella pequeña boca con sus finos labios, siempre curvados hacia abajo en las comisuras, y www.lectulandia.com - Página 207
pensó que no le gustaría servir a una mujer así. Luego pensó, con cierta sorpresa: Ahora ya no soy una sirvienta, ni siquiera de Leonor, y sintió una maravillosa sensación de satisfacción ardiendo en su pecho. Thomas se volvió hacia ella. —Probemos algo nuevo. Quiero que interpretes la canción de la reina. Obedientemente, la muchacha se incorporó, levantó la cabeza y comenzó a entonar las primeras notas; lentas y ensoñadoras, podrían ser tristes o alegres. Le gustaba mucho tratar de hacer que parecieran felices y tristes al mismo tiempo. El laúd sonó bajo su voz durante unas cuantas notas y, a continuación, Thomas comenzó a cantar. Pero estaba entonando la canción de Tristán, entremezclándola con la suya. Eran dos canciones distintas y, sin embargo, armonizaban perfectamente. Se separaban y se volvían a unir inspirando una dolorosa dulzura. Claire se sorprendió y bajó la mirada hacia el músico, encontrando su mirada clavada en ella. Claire le cantó a él y él le cantó a la Emperatriz, y la canción sonó, en cierto modo, diferente, rica y profunda, tierna y palpitante. Thomas le dedicó una sonrisa y la joven apoyó su mano en el hombro del trovador.
—¿Dónde has encontrado a esta gente? —preguntó la Emperatriz. —Me alegro de que te guste —dijo Enrique. —Ciertamente —asintió ella—. Estaba pensando que necesitan un tambor. Pero están por encima del nivel habitual que se encuentra en el país —prosiguió, tocándose la nariz con su largo dedo—. ¿De dónde proceden? Enrique estaba escuchando a los músicos, que eran realmente buenos. La mujer también era hermosa, y joven, con unas maneras refinadas. —Por lo poco que he visto de él, creo que el tañedor de laúd es de Gales. Su esposa es francesa, pero… —dijo Enrique, que no quería seguir hablando del tema—. No tengo la menor idea. Su madre no pensaba dejarle escapar. —¿Cómo diste con ellos? Enrique se encogió de hombros. —Alguien me los envió. Tengo muchos asuntos de los que ocuparme, madre. Te veré en la cena. Mañana. Cuida de mis músicos, puesto que tanto te gustan. —No he dicho… Pero Enrique ya se había dado la vuelta. Le dedicó una amplia reverencia, para compensar su huida, y salió rápidamente por la puerta.
Claire y Thomas vivían en el salón del duque y tocaban para la Emperatriz dos o tres veces al día, pero Enrique no volvió a hacer acto de presencia. La Emperatriz les entregó www.lectulandia.com - Página 208
un saco con dinero y luego otro más. Claire se hizo cargo de ellos. Se encontró con el administrador y habló con él sobre la posibilidad de proporcionarles un lugar donde pudieran estar a solas. Se acercaban las fiestas, con sus misas y sus desfiles y el enorme árbol de Navidad en el centro del salón. Sin embargo, no había el menor rastro del joven duque. Un día, de repente, la Emperatriz llamó a Claire para que fuera a su tocador, que se encontraba detrás del salón. Claire no podía negarse a obedecer una orden de la Emperatriz, tanto si era una sirvienta como si no, y entró en el tocador. Era un lugar mohoso y cálido gracias al calor que desprendían los braseros, que estaban rodeados de algunos objetos personales de la anciana: ropa de cama gruesa, chales y muebles, todos ellos con un nauseabundo olor a perro. La Emperatriz se sentó y Claire le dedicó una reverencia. —Te llamas Claire, ¿no es así? —Sí, madame —respondió y, al percibir la mirada dura de la anciana, rectificó rápidamente—. Majestad. —Dime —dijo la Emperatriz, llevando su mano huesuda hasta los labios—. Fue la reina de Francia la que te envió a mi hijo, ¿verdad? Claire se puso tensa, pero conservó la compostura. Debes ser honesta, pensó, en un instante. Decir una mentira le habría traído un montón de problemas, así que respondió: —Sí, Majestad. Pero no me envió a mí. Sólo he venido con mi marido. —¿Ese estrafalario tañedor de laúd es tu marido? Pero si eres una muchacha de buena cuna. Se nota en tus maneras, en tu forma de hablar. —Thomas es mi marido, Majestad. No tengo otra familia. Lo cual, en aquel momento, era realmente cierto. Aunque su padre supiera o le importara dónde estaba, no iría en su busca después de aquello. Los ojos de la Emperatriz eran como abalorios. —Pero has venido de Poitiers. —Estuvimos en Poitiers, Majestad, antes del Adviento —dijo Claire, manteniendo la figura erguida, tal como hacía cuando cantaba. Sabía que estaba a punto de suceder algo. Era la tercera prueba, pensó. —¿Viste allí a la reina de Francia? —Sí, Majestad. Y también al rey. Mi marido tocaba para él en su corte. —Sí. No fue buena idea por su parte dejarlo marchar. Dicen que, por obra de todos sus pecados, la reina tiene un fino oído para los músicos. Dime… —prosiguió la Emperatriz, inclinándose hacia ella, con las yemas de los dedos apoyadas en la barbilla—. Dicen que es una mujer muy descarada y poco femenina, una ramera ligera de cascos, que se abriría de piernas delante de cualquier hombre. ¿Qué piensas de ella? Claire parpadeó unos instantes y sus ojos se apartaron de los de la Emperatriz. En ese momento cayó en la cuenta de que sabía lo que la anciana tanto quería escuchar, la razón perfecta por la cual su hijo no debería casarse con Leonor.
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Había guardado ese secreto durante todo ese tiempo, de manera inconsciente. Hasta ese momento, cuando le vino a la mente como un dragón que emerge de una oscura cueva: portaba un verdadero tesoro. Y ahora, sorprendentemente, no sentía el menor interés por él. Ahora tenía todo lo que deseaba: Thomas, las canciones y una vida independiente. Suavizando el gesto de su rostro, volvió a mirar a la Emperatriz. —No sé nada de ella, Majestad, salvo que es hermosa, inteligente y rica —dijo Claire. —¿Nada? —La anciana echó hacia atrás la cabeza, frunciendo el ceño—. ¿Cuánto tiempo pasaste allí? —No sé nada, Majestad. —¿La viste en la corte? ¿En su cámara? —Sólo en la corte, Majestad. —¿Alguna vez viste a mi hijo con ella? —¿En Poitiers? No, Majestad. —¿Entonces en alguna otra parte? —dijo Matilde, recalcando sus palabras. —En París, Majestad. Hace ya mucho tiempo. —Entonces estuviste allí con la reina. —Majestad, no soy más que la esposa de Thomas. —No te creo. —Majestad… La anciana lanzó un gruñido de desaprobación al ver que había fracasado en su propósito, y miró fijamente a Claire. —Después de todo, eres insignificante —dijo—. Vete, no me sirves para nada. Claire se puso en pie, hizo una reverencia y salió del tocador, dando ligeros brincos mientras caminaba. Había pasado la tercera prueba. Había salido victoriosa, aunque no sabía de qué. A lo lejos, sobre el nevado pavimento, se encontraba Thomas, sonriéndole. Claire corrió feliz hacia él.
Más tarde dijo: —Quiero regresar a Poitiers. —¿Por qué? ¿Qué te ha dicho? —Nada. No gran cosa. Simplemente echo de menos Poitiers. Me gusta estar allí. —En ese caso, nos iremos. Pero no ahora. El clima es poco propicio para viajar. Lo haremos en primavera. Pero hay algunos sitios a los que me gustaría ir primero.
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Limoges, Navidad de 1151 Por fin se publicaron los decretos, convocando a las principales figuras de la iglesia de Francia a un consejo para decidir sobre el asunto del matrimonio del rey, y exhortándolos a reunirse en Beaugency durante la semana anterior al Domingo de Ramos. Mientras tanto, Leonor pasó las Navidades como siempre solía hacer. Petronila acudió a la iglesia, expuesta al glorioso centelleo de miles de velas y al relucir del oro, cuya intención era iluminar y embellecer al recién nacido después de su larga espera entre las tinieblas. Mientras tanto, Leonor se encontraba sentada detrás de una cortina, escuchando a un aburrido sacerdote predicar torpemente en latín. Cada día que pasaba se sentía más fuerte. Había dejado completamente de sangrar y no había perdido al bebé, que todavía se movía y daba patadas en su vientre, algunas veces formando un evidente bulto que sobresalía de su piel. Leonor se abrazó el vientre con un brazo, contenta por llevar en sus entrañas a un niño que era tan fuerte como su madre. No habían celebrado ningún banquete de Navidad, sólo comieron algunos restos juntas en su cámara. Al menos, Petronila no había acudido al gran festín que celebró el vizconde en el salón, donde se oían a lo largo de todo el día las risas, el bullicio, la música y la excitación. Leonor no podía leer, ni siquiera sentarse tranquilamente y, además, la enorme carga que llevaba en su cuerpo la fatigaba. Se sentía cansada a todas horas, aunque no podía dormir y, cuando lo hacía, soñaba con criaturas monstruosas. Los días avanzaban a paso lento. Leonor se sentía inquieta, malhumorada, importunando a todos los que le rodeaban con su genio, mientras ella no paraba de ir de acá para allá por toda la habitación. Llegó la Noche de Epifanía. Durante todo ese día, las mujeres no dejaron de murmurar y de agitarse a su alrededor mostrándose excesivamente solícitas, pero cuando cayó la noche y comenzó la fiesta en el salón, una a una se fueron marchando. Hasta Marie-Jeanne, sonriendo sin parar, después de acostar a Leonor con sumo cariño y ternura, se marchó para unirse a la Fiesta del Desgobierno, un festejo en el que lo más bajo se situaba en el nivel más alto y estaban permitidos todos los placeres. Leonor se sentó sola en su cama, inmensa como una roca. Siempre le había gustado aquella noche y le parecía algo muy duro y cruel no poder disfrutarla. Deseó que Thomas todavía siguiera allí, ya que, de ese modo, podría llamarle para que tocara para ella. Sin embargo, lo más probable es que de todas maneras no hubiera venido, ya que era un hombre caprichoso, como si su música estuviera por encima de una duquesa.
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Lentamente, comenzó a pensar en la posibilidad de que, de alguna manera, todavía podría formar parte de la fiesta. Pensó en disfrazarse con ropas viejas y así, si alguien la viera, la tomarían por Petronila. Podría bajar, sumarse a la multitud y pasárselo bien de la mejor forma que pudiera. Salió a duras penas de la cama. Ella, que nunca tuvo que vestirse sola, se metió con esfuerzo en una túnica, tirando y metiendo la falda para que le cubriera la protuberancia que sobresalía de su vientre. Luego se colocó una cofia alrededor del cabello y la ató como si se tratara de una campesina. Después se calzó unos zapatos de madera. Tras envolverse en un abrigo para combatir el intenso frío que reinaba en la escalera, atravesó la puerta, donde incluso los guardias se habían marchado para unirse a la fiesta. Comenzó a descender por la escalera, apoyando una mano sobre la fría pared para mantener el equilibrio. Una vez abajo, estaba convencida de que alguien estaría dispuesto a pasar un rato divertido con aquel enorme pedazo de carne en el que se había convertido. Mientras bajaba, podía escuchar el enorme alboroto que reinaba en aquel lugar, las risas y los gritos, la agitación de la música y el golpeteo rítmico que producían los pies al bailar. Dentro de su vientre, el bebé se revolvió, como si también estuviera bailando. Leonor hizo una pausa, mientras sus pies absorbían el frío que procedía de la escalera y se colaba a través de sus zapatos. Si seguía avanzando, si realmente era capaz de encontrar a alguien con quien entretenerse en la oscuridad, el bebé se agitaría. Luego se humedeció los labios con la lengua. Por un instante, su viejo corazón rebelde se sublevó, pensando: Nadie me impedirá hacer lo que quiera, y todavía menos un pequeño gusano que nunca he pedido. Se pasó la mano por el vientre. Era suyo, aunque existiera la posibilidad de que no pudiera ser su madre, era suyo, su responsabilidad, su bebé. De repente, una oleada de amor hacia aquella criatura recorrió todo su cuerpo. Pensó: Él tampoco ha pedido existir. Yo lo he creado, por mucho que fuera de manera inconsciente. No debería sufrir por mi irreflexiva falta. Luego, bajo sus pies, alrededor de la curva que se dibujaba en la escalera, escuchó las voces de algunos niños, susurrando y riendo. Con la mano todavía apoyada en la pared para que le ayudara a mantenerse en pie, descendió a través de la oscuridad. El resplandor de una antorcha brilló alrededor de la curva de la escalera. Avanzó hasta el rellano y encontró a un grupo de chiquillos que formaban un corro, bajando la mirada hacia los últimos escalones que conducían al salón. Se trataban de los pajes más jóvenes y de niñas de la corte, de unos cinco o seis años, atraídos por el calor y la excitación, pero demasiado temerosos como para acercarse más. Cuando la vieron, se apresuraron a apretarse contra la pared. Habrían salido corriendo, pensó Leonor, diseminándose como duendes, si hubieran encontrado un camino, pero ella bloqueaba las escaleras y el oscuro y bullicioso salón que se abría a sus pies los asustaba. Leonor les dedicó una sonrisa y siguió descendiendo.
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—No tengáis miedo. Yo también he venido a mirar… ¿qué está pasando ahí abajo? Se dio la vuelta para observar a través de la escalera, donde una única antorcha se consumía en la pared, iluminando las risas, la alegría y los bailes entre sombras que se agolpaban formando un bullicioso tumulto. Sólo se podía ver el brillo de algunas velas en la cavernosa oscuridad que se extendía a lo lejos. La gente se congregaba en el extremo opuesto de la gran sala, de tal modo que lo primero que vio Leonor fue el amasijo confuso de cuerpos, los brazos extendidos, las cabezas en movimiento, los giros vertiginosos de la danza. En alguna parte sonaba la música, descontrolada y un tanto desafinada y fuera de ritmo. Se acercó un poco más a la parte superior de las escaleras, tratando de distinguir los rostros entre la oscura muchedumbre. Todos estaban bailando, formando una enorme hilera de cuerpos, cada uno de ellos con las manos en los hombros o en la cintura del que tenían delante, retorciéndose y girando mientras avanzaban a través del salón. La luz de la velas brilló por unos instantes sobre un rostro erguido, iluminado con una amplia sonrisa y enrojecido por los efectos de la bebida. Un pie se extendió, una falda voló. El incontrolado movimiento de cuerpos parecía formar una enorme criatura que hacía el amor consigo misma. Se sentó sobre el escalón para observarlos, distinguiendo al mismísimo vizconde ataviado con un traje de juglar, saltando vigorosamente con una sirvienta. Otra muchacha pasó corriendo y riendo a través de la multitud, abriéndose paso entre los bailarines, ondeando el cabello y con el corpiño medio desabrochado, bajo el cual se movía un seno desnudo. Leonor se recogió la falda alrededor de las rodillas. Luego se dio cuenta, sorprendida, de que los niños se habían arremolinado a su alrededor para observar, mientras uno de ellos descansaba la cabeza sobre el brazo izquierdo de la reina y una pequeña mano se apoyaba en su rodilla derecha. Qué extraña pequeña fiesta, pensó complacida. Extendió el abrigo alrededor de ellos para que no tuvieran frío, como haría una gallina con sus polluelos. —¡Mirad! —dijo Leonor, y señaló hacia el enorme fogón, donde alguien se encontraba lanzando hacia la multitud varios bollos que sacaba de una cesta. La gente daba grandes saltos para cogerlos, subiéndose los unos encima de los otros y formando un enorme bullicio, fingiendo que luchaban con bastones. De Rançun se encontraba entre ellos. Mientras la reina lo observaba, el caballero se subió a una mesa de un salto, separó a los demás y luego se precipitó sobre ellos, haciendo que el que se encontraba más cerca de él se cayera de espaldas. Un poco más cerca, apoyados sobre la pared, Leonor divisó a dos cuerpos erguidos que se agitaban apasionadamente y pidió a los niños que miraran hacia el otro lado. —¡Mirad al Rey del Desgobierno! ¿De quién se trata… lo conocéis? —Es Joques, el ayudante del cocinero —dijeron los niños, riendo, y se agolparon alrededor de ella—. ¡Míralo, el muy idiota! ¡Mañana el cocinero le hará fregar todas las
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cacerolas! La gente seguía cantando y la larga hilera de los bailarines comenzó a bambolearse. Un odre de cuero empezó a navegar por encima de las cabezas de la multitud hasta golpear la pared y caer al suelo, obviamente vacío. Un joven larguirucho, ataviado con un abrigo de mujer y enormes mangas que se asemejaban a alas, comenzó a correr entre la multitud perseguido por tres muchachas. Cuando por fin lo atraparon entre la densa jauría de gente, comenzó a dar vueltas en medio de ellas, gritando y riendo sin parar. —¡Baila, Reynaldo, baila! —Señora —dijo uno de los niños, tirando de la manga de Leonor—. ¿Esa de ahí es la reina? Leonor dio un respingo, sobresaltada, y miró hacia el lugar donde señalaba la niña. Allí estaba la reina, o Petronila, lo cual era lo mismo, deslizándose entre la multitud. Mientras avanzaba, a pesar del ambiente festivo de la Noche de Epifanía, la gente le dedicaba reverencias, como si estuviera desfilando delante de ellos. Petronila no les prestó la menor atención, sino que siguió andando con la cabeza erguida en actitud orgullosa, haciendo que Leonor apretara los dientes con fuerza. —Sí, es la reina —dijo. Luego apretó el brazo contra su enorme vientre. La excitación y la alegría que le producía ver la fiesta se habían convertido en cenizas dentro de su boca. Pensó: Esto es una locura. No puede haber dos reinas. La pequeña muchacha levantó la mirada hacia ella, con los ojos muy abiertos. —No es tan hermosa como vos, mi señora. —Ahh. Ya no le embriagaba la alegría y no se sintió capaz de recuperarla. Los niños que se agolpaban a su alrededor no paraban de reír, desafiándose mutuamente a mezclarse con la descontrolada danza. Poco a poco, Leonor se fue separando de ellos y se puso torpemente en pie. Apoyando una mano sobre la pared para mantener el equilibrio sobre la resbaladiza escalera, consiguió ascender con esfuerzo hasta su oscura y vacía cama.
Petronila llevaba puesta una máscara que le ocultaba la mitad del rostro y una capucha sobre la cofia, pero todos pensaban que sabían quién era. La Noche de Epifanía, pensó, era el momento perfecto para ella, para su disfraz de falsa reina, dos imposturas que se burlaban de los demás, incluso de ella misma. La multitud le dedicaba amplias reverencias mientras pasaba a través del bullicioso y abarrotado salón, y ella les sonreía y les saludaba con la mano, convertida en la Reina del Desgobierno. Tan solo había algunas luces aquí y allá, de tal modo que reinaba una cómoda oscuridad en la cual podía divertirse. Sobre las alargadas mesas, las pilas de pastel de habas y las jarras de vino se agotaban rápidamente. En la cabecera, el ayudante del cocinero, convertido en rey por una noche, ya estaba completamente borracho sobre su www.lectulandia.com - Página 214
trono, con una corona de papel en la cabeza, balbuceando órdenes apenas coherentes que nadie se molestaba en obedecer. Una hilera de bailarines pasó por delante de ella, con las manos apoyadas en las caderas del de delante, riendo y lanzando patadas a los lados. Petronila paseó entre ellos, con la cabeza erguida, dejando tras su paso un torrente de comentarios cargados de admiración. Se deslizó a través de la habitación, aceptando las reverencias con la condescendiente sonrisa propia de una reina. La gente que se agolpaba a su alrededor gritaba y bailaba y lanzaba risotadas. Un hombre tocado con un sombrero rematado con campanas comenzó a dar saltos entre la multitud, doblando su cuerpo para dedicarle una extravagante reverencia, y la condujo más allá del fogón para compartir con ella un pequeño baile. Luego apareció una copa, que iba de mano en mano, y Petronila bebió un sorbo. Alguien le entregó un pastel de habas, aunque no contenía ninguna habichuela. Cuando se acercó a la puerta, sintió que le tocaban el brazo. Petronila se volvió, sorprendida, hacia un pequeño y extraño paje que tenía los hombros del abrigo cubiertos de nieve. El paje hizo una doble reverencia, llevó un dedo hasta sus labios y la llamó por señas. Petronila dudó por unos instantes. Le sorprendió enormemente el descaro de aquella llamada. Se preguntó de quién sería ese paje… el vizconde era un famoso amante. Se sintió invadida por la curiosidad. Aquella era la Noche del Desgobierno, una ocasión propicia para pasar un momento alegre en la oscuridad. De repente, deseó ser amada, al menos ser cortejada, si no necesariamente ganada. El paje la condujo afuera a través de una puerta lateral. Cruzaron el oscuro patio cubierto de nieve hacia la caseta del guardia y atravesaron la estrecha puerta. En la pequeña y desnuda habitación que había al otro lado, ardía una única vela. En cuanto Petronila entró, un hombre la abrazó por detrás. —Leonor —dijo, volviéndola hacia él. Le arrancó la máscara que cubría su rostro y la besó apasionadamente—. He venido. Tenía que volver a verte. La boca de aquel hombre se unió a la suya, llena de deseo, y sus manos se apretaron contra el pecho de Petronila, contra su trasero. Ella le miró a los ojos con gesto adusto, duro y frío como el pedernal. Era Enrique de Anjou. El primer impulso de Petronila fue devolverle el beso. Se hundió en aquel fiero abrazo, excitada, dejando que aquellos fuertes brazos la envolvieran, apoyando las manos sobre su poderoso pecho. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la había besado de aquella manera. Es un toro salvaje, pensó, que puede conseguir a cualquiera que desee, a Leonor o a cualquier otra. En ese momento, recordó las palabras de Godofredo, que le decía: Él nunca duerme solo. Aquel recuerdo la atravesó como una flecha y un velo frío se extendió sobre su cuerpo. No podía entregarse. No podía rendirse a él, ya que, de lo contrario, caería presa de su lujuria, de su ambición, y no sería más que otra de sus conquistas.
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Petronila apoyó las manos sobre el pecho de aquel hombre y lo apartó de su cuerpo. Enrique no cedió fácilmente, y apartó su rostro, frunciendo el ceño. —Estabas más dispuesta la última vez que nos vimos —dijo. Sin duda, pensó Petronila, pero volvió la cabeza hacia él y le miró a la cara. —En aquel momento todavía no sabía que habías llevado a otras mujeres a tu lecho, señor. Tu hermano me lo ha dicho. Has roto lo que había entre nosotros. Petronila se soltó de su abrazo y retrocedió, cruzando los brazos por encima de su pecho y atravesándolo con la mirada, tratando de imitar a Leonor. —Te he ayudado en tu causa —dijo—. He conservado mi fe en ti. Pero me has traicionado y ya no estoy segura de qué es lo que hay entre nosotros, Enrique. El duque estaba boquiabierto. Petronila miró por encima de su hombro en dirección a la puerta, que estaba cerrada, asegurándose de que se encontraban a solas en aquella pequeña habitación. Luego se volvió para mirarle, a sus ojos grises y penetrantes, al duro rostro que resultaba tan atractivo como el de su padre y el de su hermano. Pero este era más fuerte y más fiero. Los músculos de Enrique se tensaron en los bordes de su mandíbula. Estaba a punto de perder los estribos. Petronila le sonrió, mostrándose indiferente a su enfado. —No me vas a tratar así, señor. Nunca más. Enrique murmuró algo, atrapado entre su cólera y la sorpresa que le producía su sentimiento de culpabilidad, y ella se echó a reír, mostrando su menosprecio. Enrique había pensado que ya la había conquistado, que era de su propiedad, como Anjou y Normandía. Su rostro se tiñó de rojo. El intenso color le hacía parecer mucho más joven. Su boca se cerró y sus labios se movieron arriba y abajo mientras las cejas se arqueaban sobre su nariz. Luego suavizó la mirada. Petronila se dio cuenta de que estaba tratando de encontrar alguna excusa. Luego, dijo en voz baja: —Todo lo que has hecho por mí… aquello fue, espero, por los dos, por nuestro reino. En cuanto a lo demás… —Sus manos se enredaron en el espacio que había entre ambos—. Solo fue… ellas no me importan lo más mínimo. —¡Ellas! —dijo Petronila, echándose de nuevo a reír, y pensando: ¿Acaso no presta atención a lo que dice su propia voz? Petronila se volvió hacia la puerta y Enrique se interpuso en su camino, impidiéndole el paso. Un escalofrío cargado de temor le recorrió la piel. No se atrevió a dejar que Enrique se diera cuenta y le miró a la cara con el ceño fruncido. —Tengo que irme, mi señor. No permaneceré aquí contigo, a solas, de esta manera. —Leonor —dijo él, poniendo sus manos como si quisiera agarrarla de nuevo. Ella se preparó a luchar contra él, a gritar. Enrique se percató de ello. Su rostro era diáfano como un espejo y Petronila se percató de todos los pensamientos que se agitaban en su interior. Se dio cuenta de que el duque había decidido no atacarla, de que había optado por emplear otra táctica. Enrique
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apartó los brazos y se postró apoyado sobre una rodilla. —Perdóname —dijo—. Tienes razón y estaba equivocado. Mi corazón sólo te pertenece a ti… lo juro. Por favor. Perdóname. Aquella repentina sumisión pilló por sorpresa a Petronila, que comenzó a tambalearse, como si hasta entonces se hubiera apoyado sobre la fuerza de aquel hombre. Luego miró aquellos duros ojos grises, preguntándose si estaba siendo sincero, y se dio cuenta, como si el mismo Enrique lo hubiera proclamado en voz alta, que se estaba limitando a decir aquello que le permitiera salirse con la suya. Pero Enrique no intentaría nada por miedo a perder Aquitania. Petronila se echó de nuevo a reír. Enrique era un embaucador, un mentiroso, no sólo un hombre fuerte, y nunca podría confiar en él, pero era un ser maravilloso. —Eres demasiado inteligente, señor. Déjame marchar —dijo Petronila. Enrique se quedó plantado en el sitio, pero su voz perdió fuerza, tratando de persuadirla con sus lisonjas. —No tenía que haber venido. Tengo demasiados asuntos pendientes en el norte. Estoy tratando de reunir un consejo y necesito conseguir dinero. Todo lo que me has enviado me ayuda a conseguir el trono. Pero he pensado que la fiesta de la Noche de Epifanía es como una noche apartada del tiempo. Me encontraba a unos cuantos días de distancia —dijo, encogiéndose de hombros—. Y ya ves qué bienvenida me has dedicado. —Esta —respondió Petronila— es la bienvenida que te mereces. Volvió a tratar de dirigirse a la puerta, pero Enrique se interpuso y la sujetó del brazo; su mirada se encontró con la de Petronila. Decidió no intentar someterla y la dejó marchar en seguida. —Va a haber anulación —dijo Enrique. —Sí —respondió Petronila—. Durante la Pascua. Petronila levantó la mano y él la soltó. Luego, impulsivamente, la joven se inclinó hacia adelante y le besó en los labios. El beso fue bastante casto y Enrique no trató de agarrarla, pero los suaves cabellos de su barba acariciaron la mejilla de Petronila, haciendo que sus labios se separaran y sus lenguas se tocaran. En ese momento, una oleada de deseo casi invadió su cuerpo. Pero no se atrevió a hacer nada. Se apartó de nuevo de los brazos del duque y salió por la puerta. En el oscuro patio cubierto por la nieve, el aire gélido ardía en sus mejillas. Decidió dirigirse hacia la torre y, en el arco que formaba la puerta, bajo la luz de la antorcha, se detuvo y enderezó su vestido. Su corazón latía con fuerza bajo sus costillas. Luego se llevó los dedos a la boca. Había sentido deseos de seguir besándole. Había sentido deseos de ir mucho más allá. Enrique no había sospechado nada… ni por un instante. Sin ninguna duda, la había tomado por Leonor. Luego pensó: No la ama. Lo único que desea es poseer Aquitania. Recordó el poder que
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desprendía, que la atrajo de igual modo que había atraído a su hermana, y se preguntó si Leonor sería capaz de dominarle o si el caballero la domaría a ella como si fuera una yegua salvaje. Cuando Petronila miró de nuevo hacia la caseta del guarda, la puerta estaba abierta, el brillo amarillo de la vela lucía débilmente y el duque se había marchado. Un poco después, se encontró con Alys, que estaba un poco embriagada, sentada junto a la escalera que conducía a la torre. —¿Alguien ha comentado la llegada de un extraño? ¿Un hombre del norte? Alys levantó la mirada hacia Petronila, con los ojos dilatados y oscuros, nublados. —Mi señora —dijo, echándose a reír—. Mi señora. Siguió riéndose como si aquello fuera el chiste más gracioso del mundo y extendió su mano. Petronila decidió no seguir intentándolo y se sentó junto a ella.
Una vez fuera de Limoges, Enrique se despojó del sombrero de peregrino que había utilizado para entrar en la ciudad, sacó a su caballo de un cobertizo que se encontraba junto al camino y se dirigió hacia el camino. Al menos había dejado de nevar. Pensó que había recorrido un largo trecho para no conseguir más que un beso. Su boca todavía lo paladeaba. Sintió que la quería más que nunca, que ella era todavía más hermosa de lo que recordaba, que su orgullo brillaba alrededor de su cuerpo como una luz dorada. Cuando se casaran, la llevaría al lecho cada vez que le apeteciera. Haría que aquella boca roja y lujuriosa emitiera un profundo gemido. Recordó aquel cuerpo ágil y vigoroso entre sus brazos. Puede que todo el mundo la llamara ramera, que dijera que era una mujer usada, pero ante sus ojos parecía casi una doncella, fresca y salvaje, rebosante de valor. Cabalgó hacia el camino principal que se dirigía hacia el norte, pasando por Poitiers. Mientras lo atravesaba, divisó el campo que le rodeaba, más ondulado que Anjou o Normandía, con sus limpias aldeas encajadas dentro de sus murallas y los castillos descollando sobre los picos. Sus castillos eran más grandes que los del norte y su ubicación era mucho más favorable. También pensó que no dejaría que el vizconde de Limoges construyera aquella muralla. Frente a él, el camino se extendía sobre una amplia llanura y el valle del río se abría ante sus ojos. Todo eso muy pronto sería suyo. Y también la mujer más hermosa que había conocido. Dirigió su caballo directamente hacia el norte, regresando a sus tierras, pero no dejó de pensar un instante en Aquitania.
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En su sueño, Leonor se encontraba a solas en un largo salón, en el cual la luz penetraba a través de las ventanas. A su espalda, por encima de ella, en alguna parte, una voz pronunciaba las mismas palabras una y otra vez. Se trataba de Bernard, adivinó, y la voz profunda y cavernosa del viejo abad parecía proceder de los cielos. —No confiéis en nadie. No confiéis en nadie. No confiéis en nadie —repetía. En su sueño también había una mesa que se extendía a lo largo de la pared, bajo las ventanas, semejante a un altar, cubierta de blanco. Y sobre ella había una hilera de dagas. Avanzó junto a la mesa recogiendo las dagas una a una, sopesándolas, y dejándolas de nuevo en su sitio. Cada una de ellas parecía confundirla. Una era demasiado corta, otra demasiado pesada. ¿Tenía que elegir una? ¿Qué era lo que estaba buscando? Una era deslucida, otra era roma, otra estaba rota. Alargó el brazo para recoger la última, una daga que tenía una hoja larga y brillante. La agarró con fuerza y, en ese instante, el cuchillo se convirtió en una serpiente al contacto con su mano. Leonor dio un respingo, todavía sujetando la empuñadura, y la serpiente se volvió para morderla, con su cabeza moteada en forma de cuña, con las mandíbulas abiertas. Contempló los colmillos curvos teñidos de verde de los que emanaba el veneno. En ese momento, se despertó. Sabía muy bien lo que significaba ese sueño. Ahora, después de la Noche de Epifanía, incluso llegó a convencerse de que conocía la identidad de la serpiente.
Cuando pasaron las Navidades, y se convocó el consejo, todos se marcharon de Limoges. El rey fue el primero en partir, emprendiendo el regreso a París. Un día después, las mujeres salieron rumbo a Poitiers. Petronila cabalgaba oculta bajo su disfraz de duquesa de Aquitania, que durante unos meses más seguiría siendo la reina de Francia, mientras el caballo gris bereber danzaba entre sus piernas. Ya había adquirido el hábito de permanecer erguida y con la cabeza alta, pero en su interior se sentía deshecha en pedazos. Desde la Noche de Epifanía y el consiguiente encuentro con Enrique de Normandía, había pasado cada mañana sumida en sus oraciones, rogando a Dios que le indicara qué es lo que debía hacer y cómo debía actuar. Pero Dios no le ofreció ninguna respuesta. Hasta entonces, siempre había contado con Leonor para hablar de cualquier cosa, pero ahora no tenía a nadie a quién acudir. Enrique de Normandía había pasado a ocupar sus
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pensamientos: su voz dura y áspera, su arrogancia, abrazándola con fuerza como si le perteneciera. Leonor quería casarse con aquel hombre. No se atrevía a contarle siquiera que se había encontrado con él y, mucho menos, todo lo demás. Y él la había mentido con la intención de salirse con la suya. Aquel hombre carecía de honor, a pesar de su rancio abolengo y de su noble apellido. Era el más peligroso de todos. A pesar de lo joven que era, poseía una inteligencia maligna. Enrique había sabido cómo provocar su ira, cómo desatar su furia, con aquel humilde postrado de rodillas. Él no se mantendría fiel. Solamente haría aquello que le permitiera salirse con la suya. Ese era el hombre que su hermana pretendía llevar a Aquitania, que iba a gobernar Aquitania. Pero también podría llegar a ser el rey de Inglaterra. Ya había conquistado Normandía y Anjou, en el breve espacio de tiempo desde que lo vieron en París. Leonor había comentado que las cartas que le envió acabarían con el último apoyo con el que contaba el rey Esteban. Todo su cuerpo recordó aquel abrazo y se preguntó si se estaba imaginando que Enrique había sido tan ardiente, un fuego entre sus brazos. Desvió la mirada a de Rançun, que cabalgaba junto a ella, y luego miró por encima de su hombro para ver quién podría escucharla: sólo iba cerca del portaestandarte, medio dormido sobre su silla de montar. —Joffre —dijo—. ¿Qué sabes del duque Enrique? El caballero le lanzó una mirada penetrante y acercó un poco más su caballo, hasta cabalgar estribo con estribo. —Creo que es un angevino, mi señora, rudo, cruel y ambicioso —dijo, y su voz sólo pudo llegar hasta los oídos de Petronila. —También es un guerrero —respondió ella y, al decirlo, sintió repentinamente el impacto fantasma de su beso. —Sí. Es un gran soldado. Eso se lo reconozco. —Mi hermana tiene intención de casarse con él en cuanto sea libre —dijo Petronila. El caballero desvió la mirada, como si una lluvia de centellas hubiera caído sobre su rostro. —Lo sé. Y eso será la perdición de todos nosotros. He intentado hablar con ella, pero no me ha querido escuchar —dijo. Mientras avanzaban, el caballo bereber sacudió la cabeza para arañar al otro caballo, que levantó la suya. Petronila tensó las riendas y pensó: Será la perdición de todos nosotros. O el comienzo de algo mucho mejor. Joffre, pensó, solo ha expresado su propio deseo y piensa en lo mejor para Aquitania. —Es joven… mucho más joven que ella. Y con el tiempo crecerá. Ella podría enseñarle. De Rançun tenía la mirada fija al frente y su cuerpo estaba rígido como una piedra. —No debería haber dicho nada. Mi opinión no cuenta.
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—Lo que hiciste, mantenerte fiel a ella, es una señal de la verdad que encierran tus palabras —dijo Petronila. —Mi señora —dijo él, desviando la mirada—, por favor, no habléis más de ello. Tengo miedo a que se me suelte la lengua. —En ese caso, no hay más que hablar —repuso ella. Pensó que él había dicho muchas más cosas de las que había pretendido. A su espalda, en la carreta, viajaba su hermana, portando el bebé que no se atrevía a conservar, dejando a un marido que la amaba sin pasión, preparándose para unirse a otro con el que sería mucho más difícil tratar; un hombre testarudo y apasionado, que podría dominarla con más facilidad de la que ella podría dominarle a él. Petronila se preguntó qué lugar ocupaba ella en todo esto y si había hecho bien en actuar como lo había hecho hasta entonces. Pensó, de nuevo, con el estéril convencimiento de que no lo haría, que debería contar a su hermana lo que había sucedido entre ella y Enrique. No podía pensar en otra cosa salvo en lo que había hecho. Cabalgó bajo el sol del invierno y sintió que en su vientre crecía el pequeño temor de que todo lo que hiciera probablemente solo em peoraría las cosas.
La marcha hacia Poitiers fue lenta, para preservar la salud de Leonor, deteniéndose con frecuencia. Los campos nevados se extendían a su alrededor. Varios grupos de personas salían para verlos pasar. Un día sí, y otro también, Leonor permanecía tumbada en la carreta, bajo varios montones de pieles, acunando su dilatado vientre entre sus brazos. Sólo prestaba atención al bebé. Soñaba con él y se lo imaginaba, alimentándolo mentalmente mientras su cuerpo lo moldeaba en su interior. La certeza de que tendría que renunciar a él le partía el corazón. Sin embargo, no veía otra salida. Le prometió que cuidaría de él. Sería testigo de cómo se convertiría en un hombre rico y venerado y, seguramente, en un hombre muy atractivo. Leonor pensó que si daba pronto a luz podría acudir en persona a Beaugency. Podría recibir la anulación personalmente. Podría volver ocupar el lugar de la duquesa de Aquitania delante de todo el mundo, el objetivo que se había marcado firmemente con Petronila. Si el bebé no nacía pronto… si ese extraño engaño tenía que seguir adelante… Mientras se agitaba con el traqueteo de la carreta, vio a su hermana cabalgando por delante, atrayendo todas las alabanzas, todas las miradas, los homenajes, mientras ella tenía que permanecer postrada como un fardo. Contempló cómo algunas veces Petronila tenía que luchar con el caballo bereber y se dio cuenta con cierto regocijo de que su hermana tenía miedo a aquel animal. Comenzó a desear que el corcel se agitara, se pusiera a dos patas y la arrojara a una zanja. En cuanto le invadió aquella sensación, pensó: Qué mujer más despreciable soy. Al fin y al cabo, todo se reduce a un bebé que no es más grande que un gato, y estoy albergando malos deseos para mi hermana. Debería estar agradecida a Petronila por todo lo que estaba www.lectulandia.com - Página 221
haciendo, sacrificando su buen nombre por el bien de Aquitania. La gratitud no era más que un saco vacío, palabras que se lleva el viento. El amor era un junco doblado. Su poder, su nombre y su propio rostro se estaban desvaneciendo y nunca más serían suyos de nuevo. Mientras permanecía postrada entre cojines y pieles en aquel carromato, pudiendo ver únicamente el cielo sobre su cabeza, se pasaba la mayor parte del tiempo dormitando, cayendo en un profundo sueño y saliendo de él. Avanzaban lentamente. Leonor pasó un brazo alrededor de su vientre y pensó de nuevo en el bebé, imaginando su rostro, su voz, como si el hecho de soñar con él hiciera posible que fuera más real. ¿Qué más había allí?, pensó adormecida, con cierto aturdimiento.
Entraron en Poitiers cuando la noche estaba bien avanzada para evitar a la multitud y, de la forma más discreta que pudieron, llegaron al Maubergeon. Leonor ascendió hasta el último piso de la torre exterior, la que ella denominaba la Torre Verde, y se asomó a la ventana para contemplar la ciudad, deseando que el niño naciera cuanto antes. Tanto ella como Petronila apenas hablaron. Dormían en habitaciones separadas, situadas en las dos torres opuestas del Maubergeon. Allí les invadió la sensación de que se abría un enorme abismo entre ellas, un vacío que no eran capaces de llenar; de que algo se había roto. Durante el día, su hermana entraba y salía del salón, sin permanecer nunca demasiado tiempo en él, sin visitar nunca a Leonor. Había trasladado su propia corte a la otra torre, con sus aposentos azules y, a medida que pasaban los días, permanecía allí con mayor frecuencia. El hecho de no ver a Petronila hizo que Leonor albergara la sospecha de que su hermana la había traicionado. Si no era ni la reina de Francia, ni la duquesa de Aquitania, no era nadie. Petronila ni siquiera la miraba y Leonor se dio cuenta de que le ocultaba algún tipo de secreto. Salía a pasear por la ciudad y la multitud la seguía; iba a la iglesia y entregaba limosnas en nombre de la duquesa de Aquitania. Una vez que pasaron las fiestas, y a punto de llegar la Cuaresma, decidió no convocar a la corte, ya que su hermana estaba supuestamente enferma. Iba a todas partes ejerciendo de duquesa. —No sabía que Petronila fuera a disfrutar tanto con todo esto. Creo que le ha cogido gusto —dijo Alys maliciosamente. —Ahora mismo, se alegraría de que me hubiera muerto —dijo Leonor, medio dormida. Mientras se sentaba junto al fuego, dejó que las damas de compañía la bañaran, la acariciaran con un paño caliente y le secaran la piel hasta teñirla de un brillo rojizo. Marie-Jeanne trajo una toalla limpia. Leonor observó cómo le secaba su enorme vientre, lleno de pálidas marcas, del cual sobresalía un enorme ombligo. Algo se movió, apretándose momentáneamente contra su costado y dirigiéndose hacia el centro, y luego todo volvió a la normalidad. —Eso habría hecho que las cosas fueran mucho más fáciles. Marie-Jeanne contuvo la respiración. www.lectulandia.com - Página 222
—Mi señora, os equivocáis. Ella os ama. Simplemente también disfruta mucho haciéndose pasar por vos —dijo Alys, tapándose la boca con la mano—. No pretende haceros daño. Leonor cerró los ojos. Alys deseaba que las cosas fueran así, tal como las había explicado, pero cuanto más pensaba en ello, más crecía en su interior la sospecha. Entre ella y Petronila ahora sólo se extendía el silencio y, cada día que estaban más cerca de Beaugency, cada día que pasaba sin que naciera el bebé, el silencio se volvía más profundo y crecían las espinas. Luego llegó la Cuaresma. Leonor ascendía cada día por las escaleras y las volvía a bajar, varias veces. Siempre había escuchado que subir y bajar escaleras era bueno para dar a luz. El bebé permanecía obstinadamente en su sitio, haciéndose cada vez más grande y pesado. Leonor tuvo un sueño en el que el bebé tenía dos cabezas, una para cada uno de sus pechos. Soñó con que en el interior de su vientre portaba una carnada de gatos. Soñó, una y otra vez, con la hoja que se convertía en una serpiente en su mano. Comenzó a dormir con una daga de plata bajo la almohada. Las historias sobre Enrique de Normandía se extendían como la pólvora, declarando que se había convertido en el amo de Normandía y Anjou y que había convocado un consejo para la primavera con la intención de iniciar su ataque sobre Inglaterra. El primer consejo, que lo había celebrado seis meses atrás, no despertó el menor interés y corría el rumor de que el rey Esteban había pagado a los barones normandos para que también se negaran a acudir a este. Un día, Alys se dirigió a Leonor con el ceño fruncido. —Majestad, ¿sabéis que Enrique de Normandía estuvo en Limoges durante la Noche de Epifanía? Leonor dio un respingo. Se encontraba postrada en la cama, ya que era el único lugar que le resultaba cómodo. —Oh, no. No lo sabía. ¿Estuvo allí? Por el amor de Dios. Afortunadamente, no me llegó a ver. Luego recordó el momento que pasó en la escalera, cuando un impulso la salvó. Recordó haber estado sentada con los niños, observando cómo se divertía la desatada multitud. Luego, una horrible idea asaltó su mente, como una enorme lengua de fuego, y apartó bruscamente el cobertor. —Pero él me vio, ¿verdad? —dijo, sintiendo que la ahogaba una irresistible cólera, ardiente y furiosa, algo que había permanecido encerrado durante mucho tiempo. Deslizó los pies hacia el suelo—. O tal vez pensó que me había visto. Traed a mi hermana. De Rançun se detuvo junto a la puerta, extendiendo la mano. —Por favor… tened cuidado… —dijo, mirando a Alys con los ojos entreabiertos—.
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¿Qué habéis hecho? —Traedla aquí —gritó Leonor—. Aunque tengáis que arrastrarla de los pelos. ¡Traedla ante mí! Con el rostro blanco, Alys salió corriendo por la puerta pasando por delante del caballero. De Rançun se volvió para mirar por encima de su hombro. Leonor agitó su gabán y se lo pasó alrededor del cuerpo. Ni siquiera su cólera podía hacer que sintiera calor. Comenzó a pasear por la habitación, apretando los dientes con fuerza, mientras de Rançun y Marie-Jeanne se pegaban contra la pared. Minutos más tarde, apareció Petronila. Su hermana portaba una túnica real, una de las creaciones más refinadas de Alys, con el pelo recogido en unas trenzas de color rojo dorado que caían sobre su cabeza. No llevaba cofia, sino una joya que relucía en su pecho. Estaba muy hermosa. Leonor también lo pensó, hermosa como una estrella, mientras ella… ella… Todas las sospechas que había ido albergando explotaron en un estallido de ira. —¿Me has engañado con él? ¿Lo has hecho? —gritó. Los ojos de Petronila se dilataron y sus labios se abrieron. Durante unos instantes, salió a la luz la vieja Petronila, con los hombros encogidos. —Mi señora, no sé de qué… —¡Lo sabes perfectamente! —la interrumpió Leonor, furiosa ante su disimulo, convencida ahora de que Petronila era la serpiente. Estuvo a punto de golpearle el rostro pero, en su lugar, prefirió lanzarle un rugido, nariz con nariz—. ¿Me has engañado con él? ¡Di la verdad, malvada mujer de corazón falso! ¡Quiero la verdad! —No —gritó Petronila, encogiéndose. Pero su rostro estaba alterado. No se sometería fácilmente a la furiosa mirada de Leonor, tal como había hecho hasta entonces. Retrocedió, con el rostro pálido, pero sin sentir temor, lanzando una mirada penetrante —. No, no lo he hecho. —Su voz sonó con seguridad. Luego dio la espalda a su hermana, enseñando los dientes en una mueca que estaba lejos de ser una sonrisa—. Él lo habría hecho, confundiéndome contigo, y sabiendo que posees el calor de una loba… Leonor lanzó un grito y esta vez agitó su mano delante del rostro de Petronila, pero su hermana alargó el brazo, le sujetó por la muñeca y se la apartó. —Le obligué a postrarse de rodillas —gritó Petronila, triunfante—. Hice que se disculpara por su infidelidad —dijo, apartando el brazo de Leonor. Sus ojos brillaban con fuerza, firmes, sin parpadear. Aquella era una nueva Petronila, su rival, su igual—. Hice lo correcto, Leonor. No te atrevas a dirigirte a mí de esta manera. —Me atreveré a hacer lo que quiera —gritó Leonor—. Lo has visto… y te ha besado, ¿no es así? Petronila no cedió un ápice, con el rostro resplandeciente de ira. —¿Estás celosa? Sí, le besé. Deberían hacer un estudio sobre esto… él no te quiere… ni siquiera sabe la diferencia entre tú y yo. Ni siquiera en un beso. Lo único que desea es
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conseguir Aquitania. Leonor dejó escapar un grito. Comenzó a dar vueltas a aquella idea, paseando por la habitación, mientras se golpeaba los muslos con el puño. —La maldición de Bernard era real… incluso en aquellos en los que confié… Ah, Dios, estoy deshecha. Él… incluso él… ¡Y tú! ¡Tú! De repente, exhausta, comenzó a deshacerse en llanto, y se desplomó al suelo, llorando. —Marchaos todos. Apartaos de mi vista. El bebé se agitó en su interior y le dio una patada, como si tratara de huir de aquella lunática, de su madre. A su espalda, Petronila dijo: —Leonor, entérate de que el mundo no gira a tu alrededor. Hay muchas más cosas que se escapan de tu alcance. Luego salió dando un portazo. Alrededor de la habitación, asustadas como ratones, las damas de compañía se pusieron en movimiento, y sus murmullos sonaron como un susurro. Leonor, entre sollozos, se arrastró hasta su cama y se enterró bajo las sábanas.
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Ruán, febrero de 1152 El negro invierno los había aislado. La Emperatriz celebró una Cuaresma muy austera. Había convertido a Claire en su dama de compañía, sin apenas haberle consultado, pero ella estaba contenta de tener algo que hacer. La anciana necesitaba constante atención y las muchachas siempre estaban entrando y saliendo. Como Thomas se encontraba de muy mal humor, para Claire era una oportunidad de estar distraída en otra parte. La Emperatriz les obligaba a ir a misa con frecuencia, una medida que no hacía feliz a nadie. Como pasaba mucho tiempo con otras mujeres, Claire compartía sus chismorreos. Hablaban de personas que no conocían. Descubrieron que la muchacha había estado en Poitiers y París y la acribillaron a preguntas sobre los nobles de la corte. —París no es gran cosa —dijo Claire. Esa afirmación hizo que todas se sintieran muy complacidas, pero luego prosiguió—: Poitiers, sin embargo, es el mejor lugar del mundo, y ojalá estuviera allí. Todas la miraron con el ceño fruncido y comenzaron a burlarse de ella y a hablar a sus espaldas. Tenían la lengua de una víbora. Contaron algunos chismes sobre ella a la Emperatriz, aunque esta no pareció darles la menor importancia. Una mujer, más joven que ella, llevó a Claire junto al armario y sonrió burlonamente. —Tu marido es un hombre atractivo. En mi opinión, deberías vigilarlo de cerca. Las demás se echaron a reír. Después de aquello, no podía evitar la tentación de observar todos los movimientos de Thomas. Enrique reapareció repentinamente, poco después del martes de carnaval. A Claire le dio la sensación de que parecía sentirse un poco contrariado. Cuando lo vio entrar en el salón, la muchacha llevaba una túnica a la Emperatriz, que había salido de la cama por primera vez en mucho tiempo y se había sentado junto a los braseros. En cuanto se enteró de que había llegado, la anciana le llamó a su lado. —Bueno, muchacho, ¿se puede saber de dónde sales? Enrique avanzó por la amplia estancia hasta acercarse a ella. Su abrigo estaba mugriento y lo lanzó a un lado, arrojando su sombrero al otro. Los pajes se apresuraron a recogerlos. Claire optó por retroceder hasta la pared. La mayoría de las muchachas luchaban en silencio por conseguir una mirada del duque, que le recordaba a Thomas. El recuerdo de su amado la inquietó. El invierno parecía haberlo aplastado bajo su pesada mano. Desde que la Emperatriz declaró que entre la lista de prohibiciones durante el tiempo de Cuaresma se incluía la música, el trovador se mostraba silencioso y
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desanimado. Incluso antes del Miércoles de Ceniza, se marchó solo a tocar, como si quisiera castigar a la corte, que consideraba su pasión como algo pecaminoso. Claire lo había acompañado algunas veces. El edicto de la Emperatriz se aplicaba a todo Ruán, así que tuvieron que desplazarse más allá de la ciudad. Cantaban juntos en el cobertizo de un granjero y trabajaron en una nueva parte de la historia de Tristán. Luego, la melancolía del trovador pareció desvanecerse y hasta dedicó una sonrisa a la muchacha. Pero el frío era intenso y Claire tenía mucha tarea por delante. Como Thomas tenía prohibido tocar, ella tendría que hacer algo útil que les permitiera quedarse en la corte. Pero él salía a diario, a solas, incluso varias veces al día. La joven se preguntaba si el trovador tendría a otra mujer. Comenzó a vigilar a las demás muchachas de la corte, para ver si alguna de ellas siempre estaba fuera cuando el trovador salía. —Sigo necesitando dinero —insistió Enrique. —Por el amor de Dios, eres como un pantano que se traga todo —dijo su madre. Aunque en la habitación no hacía frío, la anciana estaba envuelta en pieles, con su cabello ralo metido por debajo de un gorro de piel y las manos ocultas en los pliegues—. No tengo de dónde sacar más dinero, métetelo en la cabeza. —Consigúelo de los sacerdotes —dijo él. Claire dio un respingo, sorprendida. —Bueno, siempre se puede recurrir a la Cruzada —dijo su madre, lentamente. —Eso es —repuso Enrique—. Consigue el dinero que se ha recaudado para la Cruzada. Su madre se detuvo, ofendida. —Eres un blasfemo. Cada día te pareces más a tu padre. —Quiero ese dinero. —La Iglesia… —La Iglesia tiene mucho dinero —interrumpió Enrique, y sonrió, como si todo aquello le resultara completamente lógico. Cuando sonreía, dejaba asomar la punta de los dientes. Claire pensó: Leonor y él hacen una pareja perfecta. Su madre se dio la vuelta, levantando la mano. —No pienso hablar de esto contigo. Enrique la rodeó, haciendo que le mirara, con la cabeza inclinada hacia adelante como si fuera un perro de pelea. —Lo harán. Habla con ellos, exígeles que me hagan un donativo. Quiero todo el dinero de las Cruzadas. La anciana se volvió hacia el otro lado. —Déjame sola. Estoy cansada —dijo. Sus ojos se iluminaron al ver a la muchacha a un lado—. Claire, tráeme un poco de sidra caliente. La joven salió de la estancia. Enrique todavía se encontraba hostigando a su madre. Claire pensó que el duque disfrutaba molestándola sólo para ver cómo la anciana trataba de eludirle. Era un viejo juego entre ellos. Volvió a pensar en Thomas, que estaba lejos de
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su vista, mientras la vieja sospecha iba en aumento. Cuando entró con la sidra en una copa de madera, el duque todavía se encontraba allí, pero de pie, a un lado de la estancia, con aire satisfecho. Su madre había claudicado, aunque probablemente sólo para librarse de él. La anciana se volvió hacia Claire, extendiendo sus viejas manos para alcanzar la copa. Claire se la entregó. Cuando lo hizo, movida por un impulso, la chica se volvió y miró al duque Enrique. Él le sostuvo la mirada. La muchacha ya se había percatado otras veces que el joven la observaba, lleno de interés, y ahora ese interés se había acrecentado. Finalmente, ella bajó los ojos. A continuación, sabiendo lo que había hecho, volvió a levantarla y lo miró a través de sus pestañas. Los ojos de Enrique se dilataron y comprendió el significado. —Está demasiado caliente —protestó la anciana con brusquedad. Claire volvió a bajar la vista, tratando de concentrarse en la tarea que tenía entre manos. De repente, sintió que le invadía una sensación de vergüenza. Deseaba haber apartado los ojos de él y se preguntaba si había sido demasiado descarada. La joven tragó saliva. —Os traeré otra, Majestad. —No, no —dijo Matilde, fatigosamente—. Me lo tomaré. Al menos así entraré en calor. La anciana pasó las manos alrededor de la copa y miró hacia el salón. Claire vigiló con el rabillo del ojo al joven duque, que seguía allí de pie, observándola, esperando el momento propicio. La joven se dio la vuelta y salió a toda prisa por la puerta lateral.
La muchacha no encontraba a Thomas. El músico no se hallaba en ninguno de los lugares que solía frecuentar: ni en su rincón del salón, ni junto al fogón. De repente, mientras la muchacha se dirigía hacia la puerta, el trovador entró desde el otro lado de la misma, cargando la funda del laúd sobre sus hombros. La joven corrió hacia él. Se sentía tan feliz por verlo de nuevo que se echó a llorar. —Es por el frío —dijo en seguida, precipitándose en los brazos de su enamorado—. Es por el frío. Luego se dijo para sí misma: lo siento, lo siento. No volveré jamás a dudar de ti. Se dirigieron hacia el interior de la estancia para calentarse un poco. El músico rodeó a Claire con los brazos. —¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre? La apretó contra su cuerpo. Luego deslizó una mano rápidamente sobre el vientre de la joven y fingió estar alisando su túnica. Claire apoyó la cabeza en su hombro, sorprendida. La muchacha no sospechaba ni por un instante que el músico había www.lectulandia.com - Página 228
advertido su estado, ya que ni siquiera ella acababa de creérselo. Luego el músico la besó en la frente. Claire pensó: Casi lo pierdo todo, sin motivo, sólo por una sospecha. Estaba decidida a entregarme al duque. Luego cerró los ojos. El mal que había visto en Thomas había brotado en ella misma. —Regresemos a Poitiers. No tenemos por qué esperar a la primavera, ¿verdad? —dijo ella. —Poitiers —respondió el músico. Su tono de voz se elevó, entusiasmado—. Es una buena idea. Quiero irme de aquí. No soporto este frío. Y la manera en la que se vive aquí la Cuaresma resulta muy irritante. El duque Enrique, acompañado por algunos de sus hombres, pasó por delante de ellos, encaminándose hacia la puerta. Volvió la cabeza dirigiendo su mirada hacia Claire y Thomas. La joven cerró los ojos y deseó fervientemente estar en cualquier otro lugar. No volvería a hacerlo. Se apoyó en Thomas, rompiendo de nuevo a llorar, y el músico la llevó hacia el fuego.
La Emperatriz no se sentía feliz por su partida e increpó a Thomas cuando este le comunicó las intenciones de la pareja. —Es una joven de rancio abolengo —gritó la anciana, repetidas veces—. No puedes arrastrarla por la nieve. Cuanto más discutía, más decidido estaba el músico a marcharse, hasta que, finalmente, la anciana se percató de la firmeza de sus intenciones, dejó de gritar y le miró fijamente durante unos instantes. El músico le devolvió la mirada. —Por el amor de Dios. La arrogancia que demostráis los cantantes va más allá del puro entendimiento. ¿Acaso la música no es más que un montón de ruido y un puro galimatías? Si ese es vuestro deseo, marchaos. De todos modos, ya he escuchado bastante tu mugrienta música —dijo finalmente la anciana, agitando la mano en el aire, como si los estuviera despidiendo. El trovador se puso enseguida manos a la obra para realizar los preparativos. En aquel momento, se dio cuenta de que tenía una razón más para sentirse orgulloso de Claire, porque él estaba seguro de que se habría gastado todo el dinero. Sin embargo, la joven había ahorrado todo lo que pudo, y cuando les entregaron regalos, también los cambió por dinero. Por tanto, la muchacha contaba con una bolsa llena de monedas que Thomas usó para comprar un par de caballos con los que emprender el viaje hacia el sur, gastándose con ello la mitad del dinero que tenían. Ahora sólo les quedaba encontrar acompañantes con los que poder viajar, los suficientes para poder adentrarse en las profundidades del invierno, especialmente, en una época como la Cuaresma. Finalmente, llegó hasta sus oídos que un grupo de judíos de la Yeshiva de Ruán se dirigían hacia el sur y aceptaron unirse a ellos; al menos, hasta que llegaran a Blois. www.lectulandia.com - Página 229
Thomas enganchó el laúd a su silla de montar empleando la correa de la funda y se agachó para comprobar las cinchas. Claire se encontraba de pie junto a su propio caballo. El duque Enrique se acercó a él. —Tañedor de laúd. Ya os marcháis. Me entristece escucharlo —dijo, dirigiendo su mirada por encima del hombro de Thomas, en dirección a Claire. —Tengo los pies ligeros —dijo Thomas—. No me gusta permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. —Sin embargo… —Los ojos de Enrique se encontraron con los suyos, inquisitivamente—. Me han dicho que regresáis a Poitiers. Thomas pensó que el duque estaba mirando a Claire. —Sí, mi señor, por fin. Hay otros lugares a los que preferiría ir, pero mi esposa quiere regresar allí. —Tu esposa —dijo Enrique, mirando más allá de él, y esta vez Thomas sabía que el duque estaba observando a Claire. Thomas frunció el ceño; recordó cómo la joven se había abrazado a él aquel día. Enrique volvió a dirigir su mirada hacia él. —Eres un hombre inteligente y podrías servirme de algún provecho. Mientras estás allí, toma nota de todo cuanto veas hacer a la duquesa. Sabré recompensar tu esfuerzo. Thomas movió la cabeza a un lado y a otro. —¿Qué me daréis? —dijo. —¿Qué quieres? —dijo Enrique. Su boca dibujó una mueca burlona, casi una sonrisa —. Cuéntame todo lo que veas —dijo, moviendo la cabeza hacia Claire, que estaba detrás del músico, y, acto seguido, se fue. Thomas se dirigió a ella, pensando un tanto excitado en lo que el duque le había dicho. Le atraía el juego, más que el dinero. —¿Qué quería? —dijo su esposa. El músico no podía decírselo, así que fingió sentirse celoso. —No le mires de ese modo —dijo. Al escuchar sus palabras, la joven se sonrojó y se dio la vuelta. El músico se sintió mal por haber jugado con ella. Se volvió hacia su caballo y se subió a su grupa. Acto seguido, salieron para unirse al resto de sus acompañantes.
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En Poitiers los días eran grises. Había pasado el invierno y el sol aumentaba su recorrido por el cielo, desprendiendo una luz cada vez más intensa, y en las laderas que descendían a los pies del Maubergeon los primeros brotes verdes comenzaban a asomar en los árboles. La Cuaresma estaba a punto de llegar a su fin. Leonor no paraba de subir y bajar escaleras, tratando con ello de precipitar el parto del bebé, pero hasta él la había traicionado. No saldría de su vientre a tiempo para ayudarla. Un día se encontró con Petronila, que bajaba por las escaleras, y se detuvieron, mirándose cara a cara. Su hermana portaba una espléndida túnica verde. Miró fijamente a Leonor y esta le devolvió la mirada, esperando recibir algún tipo de disculpa, algún gesto de contrición, alguna hendidura a través de la barrera que se había interpuesto entre ambas. Petronila la miró a los ojos y no dijo nada. Finalmente, Leonor pasó por delante de ella. Aquella noche, estuvo llorando varias horas. No fue capaz de distinguirnos, pensó una y otra vez. No fue capaz de distinguirnos. Pronto llegó el día en el que debería acudir a Beaugency. En su propio aposento, anclada a la cama, esperó a que le comunicaran que sus propias damas de compañía, una vez más, con sus propios ropajes y su propia corona, estaban transformando a su hermana en la duquesa de Aquitania, en la reina de Francia. Se echó a llorar, pensando en ello, y maldijo entre dientes, mientras en el interior de su dilatado vientre, el bebé se movió.
Petronila se sentó como una muñeca sobre el taburete mientras Alys trabajaba en su proceso de transformación, aplicando un toque de pintura en sus mejillas o una pasada con la brocha sobre su cuello. —¿Mi hermana se encuentra bien? Debería haberse referido a ella como «la reina». Pero no era como reina que Petronila se sentía mal, sino como hermana. Ella se estaba convirtiendo en reina gracias al maquillaje, pero no podía pintarse ni convertirse en otra hermana. Desde el día en el que había mantenido aquella disputa con Leonor, no paraba de defender mentalmente la rectitud de sus actos. Ella no había buscado a Enrique de Anjou, sino que sólo había hecho lo que tenía que hacer. Le había puesto en su lugar, tal
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como se merecía… y tal como Leonor debería haber hecho en su momento. Para Petronila, la cólera de su hermana era como una herida que estaba abierta en su corazón. Luego decidió enterrar el recuerdo de ese último y apasionado beso. La situación entre ellas se había endurecido como el hierro enfriado. Se estaba enconando, vertiendo sobre ambas un terrible veneno. Sabía que Leonor nunca daría su brazo a torcer, que nunca admitiría que se había equivocado. Petronila estaba obligada a pedir perdón, aunque no hubiera hecho nada. Estuvo a punto de rendirse, en las escaleras, y hacer lo que Leonor esperaba; dedicarle una reverencia y dejar que siguiera su camino. Pero al final se resistió a ello. Una mentira no cerraría la herida. Una mentira sólo haría que fuera más profunda. Alys sujetó el espejo bizantino ante ella y Petronila inspeccionó el rostro que asomaba reflejado en el óvalo adornado de oro y joyas. Estaba muy hermosa. Ahora era más hermosa que Leonor. Sin embargo, le dolía el corazón por su hermana, cuyo rostro contemplaba en el espejo; por la hermana que había perdido. —¿Cómo se encuentra Leonor? ¿Ya ha salido de cuentas? —No —dijo Alys—. Sigue postrada en la cama, muy triste. Llora mucho y el bebé todavía sigue aferrado a ella. —Si fuera posible, iría a verla —dijo Petronila, sintiendo ciertos remordimientos. —Señora, tal vez sea más prudente no hacerlo. Se encuentra en muy mal estado — repuso Alys. Petronila apartó la mirada. Era consciente de que la afirmación «en muy mal estado» significaba que Leonor todavía la odiaba. En cualquier caso, ir a verla no sería suficiente. Para arreglar las cosas tendría que traicionarse a sí misma, aceptar la culpabilidad de su conducta y dejar que Leonor preservara su fingido orgullo. Sabía que aquello sería su propia destrucción y que nunca más volvería a ser feliz. Pero ahora tenía que marcharse a Beaugency, a solas, así que hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban y recuperó la compostura. Aquel largo viacrucis todavía no había llegado a su fin, aunque lo haría pronto. Entonces, tal vez, cuando fueran libres, podrían recuperar su relación. Se prometió a sí misma que, cuando llegara ese momento, iría a hablar con su hermana, y todo lo que había sucedido entre ellas se arreglaría, de una manera u otra.
Leonor se encontraba postrada en la cama, y de Rançun se acercó a ella, sujetando el sombrero con la mano. —Mi señora —dijo, arrodillándose junto a ella—. La señora Petronila se dirige a Beaugency. —Y piensas ir con ella. —Si me lo pedís, no lo haré —respondió—. Pero se supone que ella sois vos y nunca os he abandonado. Sin lugar a dudas, si no la acompaño, alguien se daría cuenta. www.lectulandia.com - Página 232
Leonor luchó contra sí misma. Una negra cólera ardía en su interior. Había permanecido postrada durante mucho tiempo, esperando, y su temperamento se había inflado como si estuviera hirviendo, lleno de ira. Alargó el brazo por debajo de la almohada de la cama y sacó la daga plateada. —Joffre —dijo—. Tienes que ir con ella. Por esa razón y por otra más. No puede haber dos reinas. Si Enrique no es capaz de encontrar la diferencia entre nosotras, entonces sólo debe vivir una. Petronila no debe regresar a Poitiers —dijo, entregándole la daga, que temblaba en su mano, así como su voz—. Si me quieres, harás lo que te pido. El caballero comprendió. Leonor lo vio en sus ojos. De Rançun se enderezó, con la boca abierta y la mirada clavada en ella. Todo el color se había mudado en su rostro y se le atascó la garganta. Luego apartó la mirada de la reina. Entonces, cogió la daga y salió en silencio. Leonor se recostó de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos.
Más tarde, cuando comenzaron a sobrevenir los dolores, pensó amargamente en el duque Enrique, el hombre por el que había hecho todo aquello. Era Enrique el que había provocado esa situación. El nunca la había amado y lo único que quería de ella era Aquitania. Leonor se postró en la cama, retorciéndose y gritando. Enrique solo la quería por Aquitania, por Aquitania. Entonces, como si esos pensamientos fueran un espejo, se vio reflejada a sí misma. Ella sólo le quería por Inglaterra, Normandía, Anjou. Nunca lo había amado. Se había comportado con la misma vileza que él. Dándose cuenta de la realidad, llegó a la conclusión de que nunca había amado a nadie. Había querido a su hermana. Comenzó a gritar, sumida en las convulsiones del parto. Marie-Jeanne se acercó a ella y la reina sujetó con fuerza la mano ajada y arrugada de la anciana que había mecido su cuna, la había vestido con sus primeras túnicas, la había preparado para su boda, había viajado con ella a París y a Antioquía y que ahora se encontraba allí, constante y leal. Las puertas hacia la eternidad se estaban abriendo y ella se encontraba postrada como un altar en el umbral. En su vientre, las dos manos de la fuerza vital le apretaban y comenzaban a retorcerse. La reina agarró la mano de la anciana y el eco de sus gritos se escuchó por toda la torre, sin estar segura de por qué gritaba: si por los dolores que le producía el parto o por la orden que le había dado a de Rantpin de asesinar a su hermana.
Beaugency se encontraba en la orilla norte del río Loira, en la frontera meridional del reino de Francia, a un día a caballo de distancia ascendiendo por Blois, por donde el viejo puente atravesaba el río. Petronila llegó hasta allí cuatro días antes del Domingo de Ramos. Con el año avanzando, el frío y oscuro invierno estaba a punto de marcharse, ya www.lectulandia.com - Página 233
que cada día era más caluroso y soleado que el anterior, la hierba dejaba asomar su verde dorado por entre las grietas de las piedras y las primeras brisas suaves de la primavera, procedentes del mar, comenzaban a recorrer el lecho del río. A su espalda, Leonor no era más que un insignificante recuerdo encerrado en la habitación de una torre. Al día siguiente, varios de los prelados y de los nobles más poderosos de Francia se congregaron en un consejo formal y declararon que el matrimonio entre el rey y la reina quedaba anulado, como si nunca hubiera existido, alegando que los cónyuges eran primos dentro del grado prohibido. Se trataba del clásico arreglo eclesiástico en el que se esgrimía una serie de argumentos necesarios sin contar nunca la verdad. Hacía años, un Papa anterior los había declarado casados, pero esa sentencia quedó revocada. Las pequeñas princesas, Marie y Alix, permanecerían con su padre y serían consideradas legítimas, por mucho que aquella afirmación contradijera la esencia del decreto. Leonor recuperó su patrimonio de Aquitania, donde siempre había sido duquesa por derecho propio. Tanto el rey como su escurridiza reina quedaban libres para volver a casarse, aunque se suponía que Leonor, como vasalla de Luis, tenía que obtener previamente su permiso. Petronila fue testigo de todo aquello, sentada en la parte posterior de la iglesia entre una multitud de sirvientas. Todas ellas, salvo Alys, pertenecían a la nobleza local y apenas la conocían. Se mantuvo a una distancia prudente de todo aquel que la conociera bien. Pero luego salió al pórtico de la iglesia, al aire libre, expuesta a la luz del sol, y los portavoces del consejo avanzaron hacia ella con la intención de anunciarle personalmente la decisión que habían tomado. Uno de ellos era el arzobispo de Burdeos, que la conocía de toda la vida. Ataviada con una magnífica túnica nueva de color verde y oro, con mangas bordadas desde el puño hasta el hombro con oro y perlas y una cofia también hecha de un tejido de oro que le producía dolor de cabeza por la carga a la que le sometía la corona, los esperó cobijada bajo el atrio abierto, preguntándose qué debía hacer. Qué haría el clérigo si se destapaba el engaño. El arzobispo no se quedaría callado, de eso no tenía duda. Y si descubría que no era Leonor, se acabaría todo, ya que estaba segura de que el eclesiástico no consentiría en formar parte de un fraude. Sintió un latido insoportable en las sienes que no le dejaba pensar. Llevó las manos hasta la cabeza, se despojó de la corona y la arrojó al suelo. ¡Qué otra mujer fuera la reina de Francia! Su pensamiento voló hasta donde se encontraba Leonor, en Poitiers. ¿Habría tenido ya el bebé? ¿Eso habría cambiado su ánimo, tal como sucedía a menudo? ¿Ya sabría que eran libres? ¿Eso haría que Petronila también se liberara? De repente, sus ojos se inundaron de lágrimas, como si ese profundo sentimiento las hubiera liberado, haciendo que se desbordaran con fuerza. En ese momento, el arzobispo de Burdeos se estaba aproximando, mientras ella lloraba amargamente. Se estaba viniendo abajo.
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En seguida se dio cuenta de que su llanto podía sacarle de aquel atolladero. Mientras el pequeño grupo de eclesiásticos avanzaba por el pórtico, Petronila se llevó las manos al rostro y se echó a llorar de manera incontrolable. El arzobispo le dedicó una reverencia, mientras los demás prelados se alineaban a su espalda con gesto grave. Petronila levantó la mirada por un instante, contempló la sorpresa que se delataba en sus rostros y volvió a sollozar sobre sus manos. El arzobispo de Burdeos titubeó unos instantes. —Leonor, mi querida Leonor. Luego explicó rápidamente la decisión que se había tomado. A continuación, se inclinó sobre ella, apoyando una mano sobre su hombro, y susurró: —Mi querida, ya es demasiado tarde para lamentarse, ¿verdad? Hizo un movimiento con la mano y un paje se agachó para recoger la corona del suelo. Todos los presentes se agitaron en el atrio, haciendo crujir sus hábitos. Una vez liberada del escrutinio del arzobispo, Petronila se enderezó, apretó las manos contra los ojos y dejó de llorar, con la mente vacía y turbia. Instantes después, se dio cuenta de que había salido victoriosa. Bajó las manos hasta su regazo, sorprendida. Había ganado, les habían concedido la anulación y había roto los grilletes de un espantoso matrimonio que la ataba tanto a ella como a Leonor al frío corazón de Francia. Una oleada de placer inundó su ánimo, elevándolo hacia el cielo como una hoja sometida por la acometida del viento. Se santiguó. A pesar de lo que Leonor pensaba de ella, había conseguido que las dos salieran de aquella situación. Había ganado aquella batalla, su oportunidad de empezar una nueva vida. Ahora, lo único que tenía que hacer era volver a enfrentarse a su hermana. Y eso, pensó, tal vez fuera la tarea más difícil de todas.
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El día después de que la reina de Francia partiera hacia Beaugency, Claire y Thomas llegaron a Blois, la vieja ciudad que se levantaba a orillas del Loira, y decidieron quedarse allí. Alquilaron una habitación en una taberna situada junto al río, y durante casi una semana Thomas tocó allí, sólo para ellos, enseñando a la joven nuevas canciones y trabajando en las antiguas. Cuando se les acabó el dinero, tocaron para los clientes de la taberna. La ciudad de Blois estaba llena de gente que había llegado de todas partes para celebrar la Semana Santa y los festivales de la Pascua. La cantina siempre estaba atestada y, además de lo que el tabernero pagaba a Thomas, los clientes también les entregaban dinero, flores, anillos y copas de vino, invitaciones a otras casas, así como peticiones para que tocara otro tipo de música. El trovador se dio cuenta de que allí podría ganarse muy bien la vida. Pero también observó que Claire cada vez se sentía menos feliz. Una mañana, se acercó a ella mientras la muchacha estaba de pie junto a la puerta, con la mirada perdida en la lejanía; no hacia la calle, sino en dirección al río y al puente, que era perfectamente visible desde el umbral. El camino que se extendía sobre el puente conducía hacia el sur, a Poitiers, y bastaba con mirarla para que Thomas se sintiera incómodo. El músico se quedó detrás de ella, la abrazó y le besó el hombro. —Subamos a practicar un poco —dijo. No quería que la muchacha mirara hacia el sur. —¿Cuándo nos vamos? —dijo ella. Las manos del músico se posaron sobre la blanda protuberancia del vientre, que cada día se dilataba un poco más. Aquello le conmovía más de lo que hubiera imaginado, y ya estaba empezando a componer canciones para el bebé. —¿Qué tiene de malo este lugar? Aquí tenemos todo lo que necesitamos —dijo Thomas. El músico tenía miedo de que, si la joven volvía al sur, si regresaba a la corte de Aquitania, recordaría quién era y el modo de vida que llevaba antes, y eso le contrariaba, ya que estaba convencido de que no era bueno para ella. Las manos de la joven se cerraron sobre las de Thomas y apoyó la cabeza sobre el hombro del trovador. —Quiero regresar a Poitiers, sueño con ello cada noche. Quiero que el bebé nazca allí. ¿Cuándo nos iremos? —insistió Claire. El músico guardó silencio por unos instantes. Por la calle se escuchaba el incesante
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traqueteo de las carretas, acompañadas por un grupo de jinetes ataviados con elegantes abrigos plateados rematados con bandas rojas, portando espadas en la cadera. Aquellos soldados, observó, eran los hombres del conde. Por fin, encontró la respuesta adecuada. —Cuando nos hayamos casado —dijo. —Casarnos. —Claire se volvió hacia él, con los ojos relucientes por un repentino buen humor—. Pero si hemos dicho todo el tiempo que estábamos casados —prosiguió, besándolo. —Sí… pero tu padre nunca lo ha consentido —dijo Thomas, abrazándola con fuerza. Aquellas palabras hicieron que Claire lanzara una sonora carcajada. —Bueno —dijo ella—, lo que hay entre tú y yo, en mi opinión, está por encima de su ausencia. Los ojos de la joven buscaron el rostro de su enamorado, luciendo una sonrisa perenne en los labios. Thomas pensó que la joven estaba cada vez más hermosa, como si estuviera madurando tras haberle entregado su semilla. —Muy bien; entonces, nos casaremos. ¿Cuándo? —repuso ella. —Oh —dijo Thomas—, cuando encontremos un sacerdote. —En ese caso, encontremos uno hoy mismo —dijo Claire—. O, al paso que vamos, tendremos que pedirle que sumerja al bebé en la pila bautismal el mismo día que junte nuestras manos. —Bueno, eso no sucederá tan pronto —dijo él, pero la besó de nuevo y salió en busca de uno. Aquella idea hizo que se sintiera un poco aturdido, pero cada vez más animado. Por fin encontró un sacerdote. Se casarían durante la Semana Santa, unas fechas que siempre traían buena suerte a ese tipo de ceremonias. En cuanto la esposa y las hijas del tabernero se enteraron de la noticia, no dejaron a Claire sola, sino que insistieron en regalarle varios lazos y una túnica, zapatos nuevos y una cofia bordada. Se iban a casar el Jueves Santo en el pórtico de la iglesia y el día anterior a esa fecha la introdujeron desnuda en una bañera que había en la cocina, derramaron sobre ella varios cubos de agua caliente y le frotaron la piel hasta que se puso roja, lavándole también el cabello con agua de rosas.
También comenzaron a murmurar, haciendo todo tipo de comentarios sobre los pequeños escándalos locales, así como de la reina de Francia, que había acudido a Beaugency para perder su corona. Claire sumergió la cabeza bajo el agua y la levantó, chorreando, para escuchar con atención a la muchacha de mayor edad. —Dicen que no paró de llorar un instante. Es terrible que tu esposo te repudie de esa manera. Claire no dijo nada. Se preguntaba cuál de las dos hermanas había acudido a www.lectulandia.com - Página 237
Beaugency… si Leonor ya había tenido el bebé. Le dolía el corazón por no poder regresar todavía a Poitiers. Extendió los brazos sobre los costados de la bañera y pidió a las muchachas que le pasaran un cepillo por los cabellos. —Tu marido nunca hará una cosa así, dulce dama —dijo una, dándole palmaditas en el hombro—. ¡Mañana estarás casada! Todas lanzaron un profundo suspiro. —Y ninguna de vosotras lo hará pronto —dijo la esposa del tabernero, con mordacidad, haciendo que todas se echaran a reír, incluso Claire. —Es un trovador —dijo la joven—. Vive siguiendo sus propias leyes. De nuevo, todas suspiraron. —Nunca había escuchado una música igual. Espero que os quedéis para siempre. Claire guardó silencio, mientras el cepillo se hundía en sus cabellos; se sintió limpia y cálida, como la luz del sol, rodeada por la esencia de rosas. Él es mi trovador, pensó. Sabía muy bien por qué el músico quería casarse y le sorprendió que pensara que ella podría abandonarle por algún motivo. Pero la idea de estar realmente casados hacía feliz a Claire. Se sentía como si estuvieran atravesando juntos una puerta invisible. —Muy pronto celebraremos otro matrimonio, si el señor del castillo consigue salirse con la suya —dijo la hija mayor del tabernero. La joven les había traído una copa de vino mezclado con hierbas y miel. Bebió de ella y se la entregó a Claire. —Ssshhh —dijo su madre—. Ese tipo de cosas nunca se pueden dar por seguras. No hables de ello hasta que no se haya realizado. Claire pasó la copa. El vino dulce caliente hizo que la cabeza le diera vueltas. Pensó en las manos de Thomas, sobre el laúd, sobre su cuerpo, sujetando dentro de poco un bebé, poniendo el anillo en su mano. Estiró los dedos de su mano izquierda. Era extraño cómo una cosa tan pequeña ahora empezaba a parecer tan extraordinaria. —Ella tiene que pasar por aquí en su regreso a Poitiers, ¿verdad? —dijo una de las chicas—. Me refiero a la reina. Así podremos verla. —Ya no es la reina —dijo otra. La hija abrió la boca y su madre le hundió el codo en las costillas para que guardara silencio. —Oh, ella vendrá aquí —dijo la madre. —Tal vez tarde más de lo que pensaba —dijo la hija. Claire todavía se encontraba estudiando su mano, pero las palabras que había pronunciado la mujer pasaron a dominar repentinamente sus pensamientos. —¿La duquesa pasará por aquí para ir a Poitiers? —preguntó Claire. —Es el camino más rápido —dijo la madre. —En ese caso, podemos salir a verla —gritaron todos—, y comprobar lo desdichada que es. Y, de nuevo, la madre clavó el codo en el costado de su hija, haciendo que todos intercambiaran una mirada y se echaran a reír.
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Claire extendió el brazo para volver a coger la copa. Era como la música, pensó. Si te dan la mitad de las notas, algunas veces puedes llegar a componer toda la obra. Llevó la copa hasta sus labios, considerando ese punto.
Aquella tarde, antes de que se fueran a tocar, ella dijo: —Tenemos que aplazar el matrimonio un día o dos. —¿Cómo? —preguntó Thomas, levantando la cabeza. —Tengo que irme unos días —dijo Claire, partiendo un pan por la mitad y dejando un pedazo sobre la mesa, delante de él—. Volveré cuanto antes y nos casaremos en seguida. Te lo prometo. —No quiero que te vayas —protestó Thomas. —Acuérdate cuando te marchaste por el camino que conducía al norte. ¿Recuerdas que entonces confié en ti? —repuso Claire. La cabeza del músico se giró ligeramente, observándola por el rabillo del ojo. —Recuerdo que tenías miedo. Pero ahora llevas un bebé. ¿A dónde vas? —preguntó el músico. —No muy lejos —dijo ella—. Está a un día de camino, más o menos. Pero tengo que hacerlo. Si se lo contaba, lo único que podía conseguir es que las cosas fueran más complicadas. —Entonces, ¿vas a volver pronto? —preguntó el trovador, cogiendo un pedazo de pan, con la mirada todavía clavada en ella, cargada de sospecha. —Aplaza la boda al día siguiente de Pascua y regresaré para casarme contigo. De ese modo, incluso podremos celebrarlo dentro de la iglesia —repuso la joven. —Iré contigo. —Como quieras. Si no confías en mí, adelante. Pero es mi obligación, no la tuya — dijo Claire. El músico masticó el pan, estudiando a la joven. Ella le sonrió y se inclinó hacia adelante para besarle. Y, al final, se marchó sola.
El Sábado Santo, Petronila salió de Beaugency a lomos de su caballo, de vuelta a Poitiers. El camino se extendía a lo largo de la orilla norte del Loira, que estaba muy crecido como consecuencia de las inundaciones de primavera. Una vez que salieron de Beaugency, avanzaron siguiendo la ribera del río, por debajo de pequeñas colinas salpicadas de árboles, campos y viñedos. Cada pocos kilómetros, el camino se convertía en la calle de una aldea, en un sendero que se extendía a través de casas diseminadas de piedra y madera, ya decoradas con alfombras, tapetes y ramos de cañas que anticipaban la llegada de las procesiones de la Semana Santa. Entre las aldeas, los campos ascendían www.lectulandia.com - Página 239
formando franjas sobre las laderas de las colinas y la tierra se abría al sol, formando largos surcos entre bancales que todavía estaban abarrotados de las zarzamoras del invierno y de las hojas secas del año anterior. A pesar de la proximidad de la Semana Santa, la gente se encontraba trabajando en los campos, doblando la espalda, agachándose y enderezándose en su interminable tarea. Algunas veces, Petronila los veía a través de un telón de flores silvestres. Las zanjas que se abrían a cada lado de la carretera aparecían pobladas de matojos y los capullos de color blanco y amarillo estaban a punto de abrirse. Salomón en toda su gloria, pensó respetuosamente, pero su mirada fue más allá, depositándose en los trabajadores de los campos. Siempre se maravillaba al pensar en aquella parábola: dejad que crezcan las flores silvestres, pensó, y el mundo será un lugar un poco más agradable. Sin los campesinos y las hilanderas, todo se vendría abajo. Dios, por supuesto, era el creador de las flores. Sin embargo, la gloria de Salomón, por muy espléndida que fuera, la había creado el hombre. Para ser más exactos, la había creado la mujer. Se santiguó, un tanto molesta por los caprichos de Dios. El caballo bereber estaba dispuesto a salirse de la carretera, mordiendo las riendas y sacudiendo la cabeza. Ahora lo cuidaba un nuevo mozo de cuadras, que había trenzado su crin con escarapelas rojas y había pulido toda la plata de sus arreos. Las campanillas que colgaban de los faldones de su silla de montar tintineaban como si fueran música. Ella lo dominó, sujetando las riendas con ambas manos, y el animal la obedeció sumisamente. Le sorprendió lo extraño que debería parecerle a la gente del campo aquella pequeña y extravagante caravana que desfilaba ante sus ojos. A su espalda avanzaba de Rançun, montado en su caballo negro, portando el halcón sobre su puño y, tras él, la carreta en la que iban Alys y otras damas de compañía nuevas, que se sentaron juntas a charlar y a comer pasteles. Sus cofias se mecían con el viento, cuya fuerza hacía que se sonrojaran sus mejillas, y cuando agitaban las manos y se echaban a reír eran como flores silvestres danzando con el aire. De Rançun guardaba silencio y casi nunca miraba a Petronila. Ella se preguntaba cuál sería la causa de su ánimo distraído y supuso que el caballero estaba preocupado por Leonor. ¿Había estado Joffre alguna vez tan lejos de ella? Detrás de las damas de compañía y de varios sirvientes, que avanzaban a pie junto a la carreta y detrás de ella, iban cuatro caballeros ataviados con una cota de malla, rematada con unos chalecos rojos que lucían el emblema del león rampante de Leonor en el pecho y en la espalda, y sus caballos llevaban bridas de cuero de color rojo. Casi todos eran muchachos imberbes, con las espadas brillantes como dinero recién acuñado. De Rançun había pasado gran parte del camino hacia al norte gritándoles para que mantuvieran el orden. Sin embargo, ellos no paraban de hacer cabriolas con sus caballos, silbando y gastándose bromas los unos a
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los otros, olvidándose de su disciplina. Después marchaba la carreta que contenía el equipaje de la reina, conducida por el administrador con su vara de oficial en la mano, seguida de una multitud dispersa de más sirvientes y criados. Muchos de ellos portaban los colores de Leonor y avanzaban hablando y cantando. Algunos iban a pie, otros a caballo y todos ellos marchaban por un camino que parecía extenderse a lo largo de media milla. Eran flores silvestres en movimiento. Mientras avanzaban, la gente que trabajaba en los campos se enderezaba y se volvía para mirar. Sus rostros estaban tan curtidos como sus campos. Un niño pequeño, vestido con un guardapolvo raído y con los pies descalzos, corrió siguiendo el borde de la zanja, sin parar de reír emocionado. Algunos comenzaron a gritar el nombre de Leonor. Mientras se acercaban, otros salieron de los campos. Mujeres ataviadas con sucios delantales y hombres vestidos con sus guardapolvos atados alrededor de la cintura se asomaban a ambos lados del camino. Petronila los saludaba con la mano, preguntándose qué es lo que les atraía de ella: no se trataba de Leonor, obviamente, ya que cualquier Leonor lo habría hecho. Tal vez veían en ella una versión mejorada de sí mismos. Por tanto, pensó que debería mostrarse todo lo majestuosa y hermosa que le fuera posible. Les dedicó una sonrisa y les saludó con la mano, empapándose de sus gritos y complacida de su bienvenida. Pensó: ¿Qué parte de todo esto me corresponde a mí? ¿Quién soy yo? La miserable esposa marginada de hace unos meses le resultaba tan extraña como esta espléndida y aparente duquesa. Tal vez aquello explicaba por qué el mundo le parecía un lugar tan insólito mientras avanzaba a lomos de su caballo, viéndolo con nuevos ojos. Tal vez, ahora en realidad no era una persona distinta. El bosque se cerró alrededor del antiguo camino. Dejaron a sus espaldas los campos plantados y arados. Avanzaron con paso firme hacia Blois, con el verde río serpenteando sereno a lo largo del pie de una pequeña pendiente. El nivel de las aguas todavía era elevado como consecuencia de las lluvias recientes y algunos árboles pequeños estaban inundados a la altura de las rodillas en las hondonadas. Como era Semana Santa, se encontraron con algunos viajeros más, que se apartaban del camino con premura y se quedaban a observar el paso de la duquesa de Aquitania. A mediodía, la pequeña comitiva se detuvo y dio cuenta de su comida, consistente en pan y queso, sentándose en un lado del camino, como si se trataran de ciudadanos comunes. No llegaron aquel día a Blois. Unas horas más tarde, se detuvieron en el convento de Santa Casilda, que se elevaba a orillas del Loira, con la intención de pasar allí la noche. Las rosas silvestres cubrían las murallas del convento como tributo a la santa, que las había llevado en su falda en alguna vieja fábula. Los sarmientos ennegrecidos por el invierno estaban empezando a echar nuevas hojas, como lazos que se retorcieran sobre la pared de piedra gris. En su interior, las monjas estaban muy ocupadas arreglándose y preparando la
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reliquia del convento, el dedo de Casilda, para la procesión de Semana Santa, y Petronila y su caravana constituían un obstáculo para ello. Apiñada con sus damas de compañía en los dos dormitorios que estaban reservados para los viajeros, Petronila disfrutó de una cena consistente en pan y vino amargo, y cuando el sol estaba empezando a esconderse por detrás del horizonte, se metió en la cama con Alys y dos de las damas de compañía, preguntándose si sería capaz de conciliar el sueño. Su pensamiento repasaba una y otra vez al arrebato de furia de Leonor y las cosas horribles que le había dicho, lo que aquello significaba, ahora que Leonor y ella habían escapado de aquel abominable matrimonio y de la decadente corte francesa. Le parecía una quimera la posibilidad de volver a ser amigas. Sin embargo, tenía que regresar a Poitiers. No tenía otro lugar donde ir. Quería regresar a su casa, pero en aquel momento carecía de un verdadero hogar. Su mirada se hundió en la oscuridad y lo único que vio ante sus ojos fue la nada.
Por fin cayó dormida. Cuando una voz le habló, se despertó sobresaltada de un oscuro y exasperante sueño y se incorporó en la cama. —¿Quién es? —Mi señora —dijo de Rançun, justo al otro lado de la cortina—. Venid, rápido, tenéis que escuchar esto. Las damas de compañía se agitaron. Alys se incorporó detrás de ella. —¿Hay hombres en la habitación? —Voy a abrir la cortina —dijo Petronila, descorriendo el pesado tapiz y saliendo de la cama; no llevaba más que un ligero camisón y sujetó el borde de la cortina sobre su cuerpo. Dos velas todavía ardían en la oscuridad, delatando que la noche todavía estaba desgranando sus primeras horas. Apenas era medianoche. De Rançun se encontraba de pie, tratando de mirar a cualquier parte menos a ella. —Traedme ese abrigo. ¿De qué se trata? —dijo Petronila, señalando. El caballero le entregó el gabán y ella se lo pasó por el cuerpo, soltando la cortina, sin importarle el breve segundo en el que mostró su cuerpo. De Rançun se dio la vuelta y ella le siguió descalza a través de la pequeña alcoba hasta la puerta. Justo al otro lado, en la arcada, se encontraba Claire con uno de los jóvenes caballeros a sus espaldas. Petronila se detuvo, sorprendida de verla. La muchacha aparentaba mayor edad. Llevaba una larga túnica oscura, con un pesado abrigo rodeando su cuerpo. Se encontraba hablando con el joven caballero por encima del hombro, y se volvió hacia Petronila, mirándola directamente. —Oh —dijo, doblando el espinazo para dedicarle una amplia reverencia—. Sois vos, mi señora. —Eso espero —dijo Petronila, con un tono de voz cortante y directo. www.lectulandia.com - Página 242
Claire la había reconocido en seguida, algo que no le sorprendió en absoluto. Miró al joven caballero, que no parecía estar demasiado interesado en las extrañas palabras de bienvenida de la muchacha. —Me alegro de encontrarte. Pensé que no volvería a verte más. ¿De dónde vienes? Pensamos que te habías marchado para siempre con el trovador. Claire se enderezó. Su gesto delataba que ahora se sentía segura de sí misma. —Lo hice —dijo—. Estoy a punto de casarme con él. Y luego regresaremos a Aquitania, pero ya sabéis cómo es Thomas. Él quería quedarse en Blois. Así que llevamos un tiempo en esa ciudad, lo suficiente como para enterarnos de los rumores que corren. Por eso he venido a advertiros de que vais a tener algunos problemas en Blois. No debéis ir allí. Petronila puso una mano sobre la joven. —En ese caso, que Dios te bendiga. Pero, dime, ¿qué es lo que me espera en Blois que tanto debo temer? Claire le sujetó la mano. —Aquel lugar se ha llenado repentinamente de caballeros y de sargentos ataviados con cotas de malla, todos armados, incluso en la ciudad. Los he visto con mis propios ojos y he escuchado a la gente murmurar que os tienen algo reservado —dijo, sonrojándose, pero su mirada era directa—. Desconozco de qué secreto se trata, pero sé que es sobre vos y creo que tal vez alguien pretenda obligaros a casaros por la fuerza. Petronila dio un respingo, agarrando el pesado gabán que cubría su cuerpo con la otra mano y pensó: Debería haber supuesto que algo pasaría. Esto todavía no ha terminado. —¿Quién los dirige? —No sé mucho más que lo que os he contado y lo que sé se escucha por todos los rincones de la ciudad. Pero creo que es el señor que gobierna la región y son sus hombres los que se han apostado en Blois. —En cualquier caso, habrá mucha gente que haya ido a celebrar la Pascua —dijo Petronila—. Pero llevar a tantos hombres armados… ¿Estás segura? ¿Cómo sabes que son suyos? —Todos ellos portan sus blasones —dijo Claire—. Van vestidos de plata, con una banda cruzada de color rojo, cada uno de ellos con tres discos dorados. —Enrique de Champaña —dijo de Rançun enseguida. Petronila sacudió la cabeza. —No es él. La banda es diferente. Se trata de su hermano menor, Thibaut. Es el conde de Blois. Su corazón latía como un mazo sobre su pecho. Volvió a mirar a Claire, encontrándose directamente con la mirada de la muchacha, sus manos todavía unidas. Petronila apretó aquella fuerte mano blanca. —Muchas gracias, Claire. Nos has salvado, como bien supondrás. Ven conmigo a
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Aquitania para así poder agradecértelo. Claire le sonrió, moviendo la cabeza hacia un lado, con los ojos relucientes. —Mi señora, habéis hecho mucho por mí, aunque no lo sepáis. Soy leal a la señora de Aquitania —dijo. Luego apretó la mano brevemente y se soltó, sumergiéndose de nuevo en la oscuridad. —Espera —dijo Petronila, pero la muchacha ya se había ido, regresando junto a Thomas; volviendo de nuevo a la vida que, de alguna manera, había creado para ella, cuando habría tenido que ser sólo una dama de compañía, una sirvienta de otra persona, hasta que la entregaran a un matrimonio de conveniencia. De Rançun apareció ante ella con las cejas arqueadas y Petronila se percató de que el caballero estaba esperando sus órdenes. Dejó arrastrar de nuevo sus pensamientos hacia la información que Claire le había dado. Sus manos estaban frías y las deslizó por debajo del gabán, sin dejar de pensar en la trampa que habían tendido para secuestrarla. Si alguien la atrapaba y la conducía hasta su lecho, la obligarían a casarse por la fuerza. Una de sus propias tías había tenido que sufrir esa humillación antes de que Petronila naciera, cuando sus barones la secuestraron para impedir que se casara con alguien que no era del agrado de ellos. El hombre que la violó se convirtió en su marido. Eso mismo le podría pasar a ella y su captura haría que las cosas empeoraran para Leonor. Se volvió hacia el caballero. —Al menos Claire nos ha dado una oportunidad —dijo de Rançun—. Podemos rodear Blois. Vayamos a Tours. —No —dijo ella—. Ya contarán con eso. O se enterarán rápidamente. Nuestra caravana es demasiado lenta como para poder huir de caballeros armados. Sus pensamientos fueron más allá de esa primera amenaza, tratando de imaginar qué tipo de peligros les podría esperar después. Podría haber otros hombres esperándoles entre Blois y Poitiers, siguiendo el mismo perverso plan, el matrimonio por hechos consumados, una costumbre tan ancestral como un anillo de boda. Entonces se acordó de Godofredo de Anjou cuando se encontraron en Limoges, que trató de acosarla antes de que partieran. —¿Y qué tal si…? —dijo Petronila, tratando de imaginar aquella situación como si fuera un juego de mesa: engañando a sus oponentes—. ¿Qué tal si nos desplazamos en barca? Siguiendo el cauce del río. De Rançun miró por encima de su hombro al joven caballero que se encontraba a su espalda, que salió rápidamente de la oscuridad. Petronila volvió la cabeza, mirando a la alcoba que se encontraba detrás de ella; las damas de compañía se habían congregado allí sin perderse una sola palabra. De Rançun volvió a mirarla. —Eso estaría bien —dijo—. Si podemos avanzar por el Loira, podremos llegar directos al sur, a través del país, directos a Poitiers. Con los ojos abiertos de par en par y el cabello enmarañado, Alys había llegado hasta
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la puerta de la estancia. —¿Debemos preparar el equipaje? La mente de Petronila analizó a toda velocidad esa opción, imaginando las barcas flotando por el río y luego tomando un camino hacia el sur a través de las cavernosas colinas y de los bosques. Luego se volvió de nuevo hacia de Rançun. —¿Qué opinas? —Como queráis, mi señora. Podemos llevarnos a unos cuantos acompañantes y viajar sin equipaje —asintió. Petronila se volvió hacia la mujer que se encontraba detrás de ella. —Espera aquí. Creo que saldréis mañana siguiendo el camino que se suponía íbamos a seguir. Se le ocurrió la posibilidad de que los demás siguieran el camino como si ella todavía se encontrara entre ellos y disimular su huida. —Pero… Petronila le lanzó una mirada cortante y la anciana guardó silencio. A través de la oscuridad de la arcada, el joven caballero apareció dando grandes zancadas bajo la luz de la antorcha. —Mi señor —le dijo a de Rançun—, el convento cuenta con dos barcazas, las dos equipadas, junto a la orilla del río. —Muy bien —dijo Petronila, y luego se dirigió a de Rançun—: En ese caso, te dejo al mando para que hagas todos los preparativos. Averigua cuántos caballos podemos llevar en cada barcaza. Pregunta en qué estado se encuentra el río. —Creo que es un completo cenagal. Eso hará que tengamos que avanzar muy despacio. Deberíamos descender por el río hasta pasar Blois, incluso. —Así lo haremos entonces —dijo Petronila, imaginándose navegando y sorteando la emboscada, escapando delante de las narices de los conspiradores. Sintió cómo le hervía la sangre—. Bien. Meteremos algunos caballos y los demás seguirán el camino. —Sí, mi señora. Averiguaré dónde podemos cruzar el río —concluyó de Rançun antes de ir a iniciar los preparativos. Petronila se volvió hacia Alys y las damas de compañía que se encontraban en el umbral de la puerta. —Tú y las demás… estaréis a salvo; no os harán ningún daño. Podéis llegar a Poitiers siguiendo el camino habitual. —No —dijo Alys—. No pienso dejaros sola. Apiñándose en el umbral, las damas de compañía murmuraron demostrando su acuerdo. Petronila se echó a reír, manteniendo la compostura ante la firme lealtad que le mostraban. Avanzó hacia donde se encontraban, sumergiéndose en el calor de su amor dulce y femenino.
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—No sabéis cuánto os quiero por ello. Pero debéis hacer lo que os digo. Habrá espacio para tres o cuatro caballos, como mucho —dijo, sin mencionar que el viaje de las damas serviría para parecer que se encontraba con ellas—. Dirigíos a Poitiers. Nos encontraremos allí. Siempre y cuando de Rançun permaneciera a su lado, pensó, podría salir airosa de aquella situación. —En ese caso, así lo haremos, mi señora. Iremos a Poitiers de la mejor manera posible —dijo Alys, poniendo su mano sobre el brazo de Petronila—. Tened cuidado. Petronila colocó su mano sobre la de Alys, agradecida por la devoción que le demostraban tanto la anciana como las demás, y pensó: Contamos con la fe de todas estas personas sin pensar siquiera en ello, pero si fracasan, estamos perdidos. Se inclinó y besó la mano de Alys, haciendo que la mujer dejara escapar un susurro de sorpresa. —Marchaos, ahora, tengo que ponerme ropas mejores que esta. Y unos zapatos. Luego entró en la habitación, comenzando a hacer los preparativos para la huida.
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Acababa de pasar la luna llena, trazando el astro el perfil de un diáfano huevo asimétrico que ascendía sobre un cielo desprovisto de estrellas. Las monjas tenían intención de usar las barcazas para llegar a Blois y asistir a las procesiones de Semana Santa que se iban a celebrar allí. Por tanto, las embarcaciones estaban preparadas en el embarcadero, semejantes a los barcos que hacen los niños, dos enormes planchas planas de madera, cada una de ellas con una enorme caña de timón en la parte trasera. De Rançun sacó a los barqueros de su cabaña, y cuando estos protestaron y amenazaron con ir a contarle lo que sucedía a la abadesa, el caballero desenvainó su espada y les obligó a subir a las barcas. El jefe, al que llevó ante Petronila, era un hombre encorvado y larguirucho, que rumiaba y se tiraba del pelo, tenía siempre una respuesta para todo lo que se le preguntase. Las barcazas estaban perfectamente equipadas, dijo. Cada una de ellas podría cargar con hasta tres caballos, pero lo más recomendable era que sólo fueran dos. A lo largo del río, la tierra era cenagosa, estaba poblada de matorrales y no había ningún camino. Petronila había abandonado la idea de limitarse a trasladar a toda su pequeña corte en grupos de dos y tres hasta la otra orilla en cuanto advirtió las ventajas que supondría dividirse en dos grupos. Pero en ese momento se dio cuenta de que, a lo largo del río, no habría nada para comer, no disfrutarían de ninguna comodidad y se encontrarían con un difícil trayecto plagado de enemigos. Se verían obligados a descender el río a favor de la corriente, tal como ella y de Rançun ya habían previsto, y orientó sus preguntas hacia el barquero en ese sentido. ¿Cómo podrían pasar por el puente de Blois? Ya lo había atravesado anteriormente e hizo un esfuerzo por recordarlo con todo detalle. El barquero pensó que las barcazas pasarían por debajo de los arcos, siempre y cuando el río no estuviera demasiado crecido y nada se hubiera quedado atascado bajo el puente como consecuencia de las inundaciones. El barquero afirmó que llegarían a Blois si se ponían enseguida en marcha, ocultos en la oscuridad de la noche, cuando fuera imposible ver nada. Más allá de Blois, el barquero pensó que habría algunas zonas de la orilla izquierda del Loira donde podrían desembarcar, dependiendo del nivel de las aguas. Sin embargo, el hombre se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza. Aquel lugar era muy agreste y nunca había estado allí. ¿Quién sabe lo que les esperaba en la otra orilla? Nadie había llegado tan lejos. Petronila asimiló toda la información, tratando de dar con una idea brillante y encontrar el camino que los condujera hasta casa.
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No tenía la menor duda de que Leonor habría tomado una decisión al instante. Y podía confiar en de Rançun. Pensó de nuevo en la capacidad de las personas que estaban a su servicio. Estarían a merced de un río que había sufrido una inundación; el plan se fue volviendo más confuso a medida que fue llegando el momento de ejecutarlo. Sin embargo, sabía que no podía permanecer más tiempo allí. Miró a su alrededor en busca de Joffre de Rançun. El caballero se encontraba de pie, detrás del barquero, con sus jóvenes soldados congregados a su alrededor. —Mete los caballos en las barcas, mi bereber y tu caballo negro en una, y sube a la otra a todos los caballeros que puedas. Consigue pan, vino y agua y cualquier cosa que vayamos a necesitar —añadió, adivinando que el caballero ya había pensado en todo esto, pero tenía que ordenárselo. Aquella era su decisión y seguiría con ella hasta el final. Luego extendió la mano hacia él—. Deprisa. Dar órdenes le reconfortó. Comenzó a ver su plan con mejores ojos: si podía pasar Blois durante la noche y luego atracar en el extremo opuesto, podría tomar la delantera a todos y llegar a casa en unos días. Ojalá pudieran pasar el puente; ojalá fueran capaces de encontrar un lugar donde atracar en la orilla izquierda. La incertidumbre que le provocaba aquella empresa hizo que sus rodillas flaquearan, pero la idea de ser atrapada, de ser capturada, era mucho más terrible. En ese caso, todo se vendría abajo. La anulación se había firmado con testigos, pero si la atrapaban y se revelaba su identidad, ¿acaso no sería revocada? Y tanto ella como Leonor caerían en desgracia. Pero, mientras tanto, la humillación que sufrirían sería terrible cuando se descubriera toda la verdad, y aquello la oprimía como una mano de hierro. Por el bien de las dos, tenía que conseguir escapar. El mozo de cuadras condujo al caballo bereber, ensillado y con las bridas, con la crin todavía trenzada con escarapelas rojas. Para meterlo en la primera barca se necesitaron tres hombres y varias cuerdas. Una vez que estuvo dentro, el caballo retrocedió, golpeando con las pezuñas la madera de la barcaza. Los hombres le sujetaron por el cuello, tratando de tranquilizarlo. El ruido que produjo atrajo la atención de muchas personas. La abadesa apareció de repente y se encaró con Petronila. —Debo protestar por esto, mi señora. Estamos en Semana Santa. Ya no sois la reina de Francia. Petronila apartó la mano de aquella mujer de su brazo. Se estaba poniendo tensa, le hervía la sangre y contuvo con dificultad las ganas de abofetear el rostro de la abadesa. —Id a contar a Thibaut de Champaña vuestras ideas sobre la Semana Santa. —¡Nos estáis robando nuestras barcazas! Al otro extremo del embarcadero estaban colocando el corpulento caballo negro del caballero de Rançun junto al caballo bereber.
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—¿Acaso no sois novias de Cristo? Consideradlo como una ayuda a los necesitados —dijo Petronila. Luego fue a unirse a de Rançun y a los caballos, y los barqueros, con sus largas varas, las empujaron hasta la corriente del río. La enorme plancha de madera se deslizó a través de las negras aguas, apenas dando la impresión de estar en movimiento. Sin embargo, la luz de la antorcha que iluminaba el embarcadero se fue alejando hasta sumirse en la oscuridad y no tardó en convertirse en dos temblorosos puntos de luz que quedaban a sus espaldas, moteando las aguas con su tenue reflejo. En el centro de la barcaza, el caballo bereber permanecía sujeto y con las patas extendidas. Petronila avanzó hacia la proa, demasiado inquieta como para permanecer sentada. En cualquier caso, tampoco había donde sentarse. El agua resplandecía a la luz de la luna, rodeada tanto en la lejana orilla izquierda como en la cercana ribera derecha por una hilera de árboles anegados y grupos de juncos. De Rançun se acercó a ella. Petronila se aproximó a su vez al firme calor que le proporcionaba el caballero. Necesitaba a aquel hombre. Quería apoyarse en él, descargar sus preocupaciones y sus miedos sobre él. El caballo bereber acabó finalmente por tranquilizarse, dejando caer la cabeza. Presentaba una apariencia dócil como la leche, adormilado. A sus espaldas, sobre las aguas del río, la segunda barcaza avanzaba a poca distancia, dibujando una oscura silueta de caballos y hombres. Más allá, los diminutos puntos de luz que señalaban el embarcadero de las monjas eran demasiado pequeños como para poder distinguirlos. —¿Qué pasa si nos atrapan? —preguntó Petronila. —No lo sé —dijo de Rançun. Su voz sonó áspera—. Deberíais hacerles saber en seguida que no sois Leonor. A Petronila le dio un vuelco el estómago. No era fácil distinguir cuál de las dos cosas sería peor: si se enteraban (fuera quien fuera el que la atrapara) o no. Si pensaban que era Leonor, la forzarían, y lo harían en seguida, para que así no hubiera la menor duda de que la poseían, sin poderse negar al matrimonio. Pero si se enteraban de que era otra persona, podrían violarla de todos modos, a modo de venganza, o animados por el resentimiento, o por la simple lujuria, y luego se desharían de ella. Un repentino escalofrío de terror invadió su cuerpo ante la idea de volver a ser repudiada, de volver a no ser nada. Trató de no pensar más en ello. Consiguió dominar sus miedos con un arrebato de justa cólera. —Les odio. A todos ellos. ¿Acaso soy un castillo al que se puede asediar y ocupar? — dijo Petronila. —No os arrebatarán de mi lado, os lo prometo. No mientras siga vivo —dijo de Rançun. Al escuchar aquellas palabras, una repentina sensación de dulzura y agradecimiento hacia él envolvió el cuerpo de Petronila. Bajó un poco la cabeza, albergando en su
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corazón aquellas palabras de consuelo. Sabía que el caballero la había reconfortado movido por su propio honor, y no por ella. De Rançun estaba enamorado de Leonor. Sin embargo, su honor y su amor le hacían permanecer a su lado. Petronila podía confiar en aquel hombre tanto como que el sol sale cada mañana. Luego guardó silencio durante unos instantes. Seguían avanzando a lo largo de la orilla derecha del río, a través de una oscuridad de terciopelo. El agua salpicaba con fuerza sobre el costado de la barca y la luz de la luna teñía la superficie del río con un manto de plata. Qué hermoso, pensó Petronila, y comenzó a tiritar de frío. —Deberíais apartaros del azote del viento —dijo de Rançun, sin siquiera mirarla. Petronila se preguntó de nuevo por qué el caballero evitaba dirigir su mirada hacia ella. —No —respondió Petronila—. Pero traedme mi abrigo si no os importa, por favor. El caballero se dirigió a la parte trasera, detrás de los caballos. Ella se quedó contemplando el río desde la proa, tratando de divisar las primeras señales de la ciudad, del puente. De repente, la barca dio un respingo y se sacudió ligeramente. Petronila adivinó que habían pasado por encima de algo que estaba sumergido en las aguas. Una voz a sus espaldas le lanzó un grito de advertencia y la barcaza dio un repentino salto, algo rozó por debajo de la embarcación y luego siguieron avanzando sin mayores sobresaltos. De Rançun regresó junto a ella, colocando el gabán alrededor de su cuerpo. —Acabo de hablar con el barquero. Creo que vamos a tener problemas: solo están acostumbrados a llegar hasta Blois y regresar desde allí con caballos remolcando las barcazas a lo largo de la orilla. Por tanto, quieren detenerse en Blois, en esta ribera —dijo de Rançun. Petronila dio un respingo. —Vaya, eso no me gusta. Tenemos que cruzar al menos hasta el otro lado del río — dijo, recordando el camino que tantas veces había recorrido hasta Blois, donde sus perseguidores podrían tenderles innumerables trampas—. Deberíamos avanzar todo lo que podamos, ¿no crees? Veamos hasta donde nos llevan. Averigua qué debemos hacer para convencerles: todos tenemos un precio y estoy dispuesta a pagar por él —prosiguió, dibujando una mueca en la oscuridad—. ¿Nos queda dinero? —Tengo la bolsa que me entregó Matthieu antes de partir. —Muy bien —dijo ella, aliviada—. Ve a comprar sus servicios. El caballero fue a ocuparse de ello mientras Petronila volvía la mirada hacia la oscuridad que cubría el frente. La barcaza apenas parecía avanzar, arrastrándose a lo largo del río teñido de luna. El sonido del salpicar del agua en la proa sonó como una risa. Luego cambió ligeramente, haciéndose más rápido, como si estuviera discutiendo o lanzando una advertencia y la barca se deslizó hacia la izquierda. Bajo la plateada calima de la luz de la luna, Petronila vio ante sus ojos y hacia la orilla una silueta oscura y delgada que salía de las aguas como una garra; las ramitas de los arbustos se movían en su firme avanzar. Una enorme rama, pensó, que emergía de las profundidades, se quedó
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atascada de alguna manera en el casco de la embarcación. Pasaron fantasmalmente por encima de ella. La barca volvió a tocar algo en su avance hacia un nuevo obstáculo. Estaban rodeando un recodo de poca profundidad; el agua formaba remolinos blancos en la proa mientras avanzaban hacia la orilla y, en frente, en la negra franja de la ribera, apareció una tenue luz roja. Seguramente se trataba de alguna antorcha o de un farol. Mientras Petronila la observaba, apareció otra, y luego se vieron más luces, primero a sus espaldas, en lo alto. Se estaban aproximando a Blois. Volvió la mirada hacia la parte trasera de la embarcación, preguntándose si los barqueros abandonarían en ese punto, atracarían en la orilla más próxima y se negarían a seguir avanzando, dejándola a merced de sus enemigos. Si eso sucediera, tendría que obligarles a abandonar las barcazas y pediría a sus caballeros que las gobernaran, sabiendo que no sabrían manejarlas, ya que eran hombres acostumbrados a manejar espadas, halcones y caballos, y no a enfrentarse con las aguas y el timón de una barca. El Loira estaba inundado; habría corrientes traicioneras, rocas sumergidas y árboles como el que acababan de pasar. También habría serpientes, pensó. Monstruos marinos. Dragones. Trató de pensar en alguna alternativa en caso de que los obligaran a bajarse allí. La barcaza siguió avanzando firmemente, y, a su frente, como una pared, la estrecha banda negra del puente se extendió por encima del resplandeciente río. Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. No iban a detenerse. Las barcazas se deslizaron por delante de los salientes de los embarcaderos que se extendían a lo largo de la orilla derecha mientras los gruesos bloques de edificios oscuros se erguían en tierra, algunos de ellos tintineando aquí y allá con tenues luces. Sobre la colina se levantaba la negra columna del castillo, con las antorchas refulgiendo en su cima como pendones sobre el cielo de la noche. Escuchó algunas voces ásperas a su espalda que daban órdenes. La voz de de Rançun, la de otra persona, la de un barquero. Demasiado rápida, demasiado pesada, sin detenerse, la embarcación de madera avanzaba hacia la pared del puente, que ahora se elevaba por delante de ellos como un acantilado. Pensó en el caballo bereber y se dio la vuelta; el propio de Rançun se encontraba junto a la cabeza del animal. Volviendo a mirar al frente, Petronila comenzó a divisar que la arcada del puente se abría mientras se adentraban en los bucles que formaban los gruesos pilares. Parecían ser inaccesibles, demasiado bajas, demasiado estrechas como para atravesarlas, sin fondo, sin fin, semejantes a tenebrosas cavernas que conducían al abismo. La barcaza se dirigió directamente hacia un arco, deslizándose como si hubiera una pendiente en su interior y, de repente, se sumieron en la oscuridad, envueltos en un bramido que sacudía sus oídos y sintiendo cómo la húmeda piedra se extendía sobre sus cabezas. La barcaza se movía bajo sus pies y pronto aparecieron de nuevo bajo la luz plateada. Petronila lanzó un suspiro como si acabara de salir a la superficie. La embarcación dio un repentino salto y Petronila tuvo que mantener el equilibrio. A su espalda, las pezuñas retumbaban sobre la madera del casco como un tambor y de Ranyun no paraba de lanzar maldiciones. A la derecha de
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Petronila, las últimas siluetas oscuras y abultadas de la ciudad pasaron ante sus ojos, salpicadas de tenues luces. La barcaza avanzó con calma. El río murmuraba con tranquilidad bajo sus pies. De Rançun regresó tras haber negociado con los barqueros. —Les he dado un poco de vino —dijo—. Y también les he prometido dinero. Uno de ellos tiene un primo que vive junto al río, en un lugar llamado Amboise y afirma que nos bajará allí. —Muy bien —dijo ella. Se alegraba enormemente de tener al caballero a su lado. Pensó que, sin él, estaría perdida—. Sin embargo, cuando vayamos hacia Poitiers, deberíamos apartarnos del camino principal. Tras decir esas palabras, pensó en lo que les esperaba allí y soltó: —Espero que Leonor se encuentre bien. De Rançun se santiguó. —Pido a Dios por ello, mi señora —dijo, pero de nuevo apartó la mirada, como si ocultara algo. —Dios cuida de ella —dijo Petronila—. Posiblemente ya habrá tenido el bebé — añadió, dudando por unos instantes, sin estar segura si debería hablar de ese tema, pero luego prosiguió—: Todavía la quiero, pero lo que ha pasado entre nosotras me ha dolido como si me hubiera arrancado el corazón. He hecho todo lo que me ha pedido. He hecho todo lo que había que hacer, tanto por su bien como por el mío. Pero no lo valora. Sabes que me ha dicho algunas cosas que ni siquiera me atrevo a recordar. —Bueno, sí, lo he oído —dijo él, y su voz sonó un poco quebrada—. Pero ella… vos tenéis que juzgarla por lo que es… Leonor. Es como es y no va a cambiar. Lo único que le importa es cumplir su propia voluntad. Petronila se hundió en el calor de su abrigo, bajando la mirada hacia el río. Se dio cuenta de que el caballero amaría eternamente a Leonor. Aquel hombre hacía todo aquello por su hermana, no por ella. Eso le dolió. Se preguntó por qué se dejaba influir tanto por él y por sus opiniones y pensó: Lo necesito. Sin embargo, daba la sensación de que nunca podría estar a su alcance, ya que el caballero solo tenía ojos para la duquesa. Luego, de repente, pensó: Le amo. Y él apenas me mira. Se quedó mirando fijamente al río, dándose cuenta de que siempre había estado enamorada de Joffre de Rançun. Él permaneció a su lado en silencio, inmerso en la oscuridad, dejando entre ambos un espacio imposible de llenar. —He cambiado —dijo Petronila. Al escuchar sus palabras, el caballero dio un respingo y se volvió hacia ella. Petronila percibió el brillo de sus ojos en la oscuridad. Luego, de improviso, se volvió y se apartó de ella, lo más lejos que pudo. Petronila se preguntó si sus palabras habían hecho que se alejara. Sintió como una advertencia. Pero Joffre siempre se había mantenido fiel y
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honrado. Se dio cuenta de que siempre le había admirado. Y que siempre había quedado relegada a un segundo plano por Leonor, que daba por hecho que él siempre permanecería a su lado. Sin embargo, pensó que admitirlo no cambiaba nada. Un largo camino se extendía ante ambos. Todo lo hacían por el bien de Leonor y tenía que confiar en él. Pensara lo que pensara, él se lo guardó para sí. Aquello le ponía nerviosa. Estaba completamente agotada, y deseaba con fuerzas que Joffre la reconfortara, pero el hombre permaneció alejado en su rincón de la barca, mirando hacia el río. Petronila no podía pensar en otra cosa más que en decírselo, en atravesar la fría barrera que, de repente, se levantaba entre los dos, pero Joffre no dijo nada. Petronila vio moverse algo por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta y vio cómo de Rançun echaba su brazo hacia atrás. Había arrojado algo al río. Se escuchó como salpicaba a lo lejos. Ella giró la cabeza, mirando al otro lado. La noche siguió avanzando hasta que, al frente, el profundo cielo comenzó a difuminarse y a adquirir un tono púrpura más pálido. El viento le golpeaba el rostro, soplando del oeste. El púrpura se tornó lentamente en rosa y luego en un naranja rosáceo, reflejando tenuemente sobre las aguas que se extendían al frente como un camino cubierto de oro. A sus espaldas, el contorno del sol asomaba por encima del horizonte, arrojando una luz pura e intensa que ascendía por el cielo y se dispersaba sobre el río y la tierra, haciendo que el mismo aire brillara con una sangrante intensidad y que el río se convirtiera en una corriente dorada salpicada de miles de gotas. ¿Aquello era una promesa, o tal vez un presagio? Petronila respiró profundamente, recobrando el ánimo, y dejó que el día la envolviera con su manto.
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Los rumores corrieron con tanta rapidez como el galope de un caballo, extendiéndose a lo largo de los caminos y senderos de Francia, llegando hasta Aquitania y más allá. A los pocos días del anuncio de la anulación de Beaugency, todo el mundo era consciente de lo que le esperaba a Leonor. Leyeron la proclama en cada iglesia de Francia y también en todas las capillas que eran vasallas del rey francés. Por toda la cristiandad se supo que Leonor ya no estaba casada. En Normandía, en Ruán, la noticia llegó hasta los oídos del duque, que permaneció impasible detrás de su madre, en la iglesia. En Mirebeau, en el sur de Anjou, en el último castillo que su hermano le permitió ocupar, Godofredo de Anjou escuchó la noticia en su capilla. También llegó hasta París, hasta Troyes y hasta Toulouse. Y se recibió en Poitiers, pero teñida de un color distinto. A pocos pasos de la noticia llegó la segunda oleada de rumores. Se corrió la voz en las calles, y en todos los mercados, así como en los salones de la corte, de que habían tendido varias emboscadas a Leonor. Los hombres trataban de capturarla, de secuestrarla, de usar la vieja ley que estaba en labios de todos: raptus, robo de novia. Atraparla durante una noche y hacerse rico para toda la vida como duque de Aquitania. En la Torre Verde, la propia Leonor, a quien todos confundían con Petronila, se encontraba postrada en la cama, escuchando con preocupación las historias que circulaban, y rezaba para que nadie atrapara a su hermana. De Rançun sabría muy bien qué debía hacer para impedir que Petronila fuera capturada y de ningún modo permitiría que le hicieran nada si la atrapaban. Pero, además, su señora le había encomendado otra tarea y él siempre la obedecía. Independientemente de lo que Leonor hubiera hecho, él siempre había acatado sus órdenes. No había manera de impedirlo. Él usaría la daga. Se dijo a sí misma que no había tenido intención de que las cosas salieran así. Solo quería separarse de ella. Pero fue ella la que puso el cuchillo en su mano. También pensó en el santo Bernard, quien había pronosticado que, una vez liberada de su matrimonio regio, iba a convertirse en una presa fácil de cualquier hombre arrojado, armado y sin escrúpulos. Bernard no había reparado en las artimañas de las mujeres. Sentía demasiado desprecio por los pecados y las debilidades de estas como para comprender que una mujer puede superar a un hombre. Tampoco era consciente de que las artimañas de una mujer podían acabar por consumirla. Por estar con Enrique podría llegar a matar a su propia hermana. Todo el mundo la había traicionado y, al final, de
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una forma mezquina, se había traicionado a sí misma. El precio que tenía que pagar por ello le resultaba insoportable. Puede que eso la llevara a morir de dolor o de culpabilidad. Lo más probable es que permaneciera sumida en un profundo sentimiento de dolor y de culpa durante el resto de su vida. Se quedó postrada en la cama, con una mano apoyada en la de Marie-Jeanne. La anciana le dio algunos pedazos de pan empapados en vino. Algunas veces, en la lejanía, escuchaba el llanto encendido de un bebé. Un hijo. Perfectamente desarrollado y lleno de vida. Su hijo, a quien nunca había visto. Y a quien nunca llegaría a ver. Si pudiera verlo, si pudiera tocarlo, aunque solo fuera una vez, si pudiera oler su deliciosa piel de bebé, advertir cualquier parecido con otra persona, nunca le dejaría marchar de su lado. Se sentía demasiado débil como para poder hablar. Casi demasiado débil como para decidirse. Tendría más hijos. Ya había dado a luz a dos, y ahora a este otro, pero después de tenerlos no permitiría que se apartaran de su lado, y los amaría, los amaría con todo el corazón que no le pudo entregar a este niño. Los amaría, con todo el afecto que le enseñó el amar a su hermana. Juró que lo haría. Y luego se quedó dormida.
En el río no sucedió nada durante un tiempo. Durante todo el día y la noche siguiente, las dos barcazas navegaron sin contratiempos por el Loira. Petronila finalmente se quedó dormida, acurrucada en la parte posterior de la cubierta. No les quedaban más alimentos que pan, queso y un poco de vino malo, la mayor parte del cual era para los barqueros. Se detuvieron un par de veces en una de las riberas, cubierta de hierba, para tratar de coger comida para los caballos, pero el poco heno que cortaron se acabó casi de inmediato. Los caballos estuvieron toda la segunda noche golpeando sus pezuñas y relinchando, haciendo que la barcaza se sacudiera bajo el cuerpo de Petronila. A primera hora de la mañana, las barcazas navegaron a la deriva por el cenagoso margen izquierdo del río, tropezando y rozando las hileras de juncos, volviendo a raspar el tambaleante casco. Habían desembarcado en un terreno situado en una pradera cenagosa, donde los caballos se hundieron en el negro lodo hasta los espolones, mientras una bandada de patos alzaba el vuelo hasta los cielos lanzando sus estridentes gritos. El humo y la neblina de una pequeña aldea asomaban río abajo. Los tres caballeros jóvenes llevaron a los caballos en busca de hierba y de Rançun se fue a la aldea, dejando a los barqueros maniobrando con las embarcaciones. En seguida volvieron a remar hacia aguas más profundas, tratando de encontrar un remolino que los arrastrara de nuevo hacia la corriente. Petronila paseó un poco junto al río, encontró un pequeño bosque de viejos árboles que se levantaban fuera del alcance de curiosos, donde pudo hacer las habituales necesidades de la mañana, y después regresó al río y se lavó el rostro y las manos. Sentada de cuclillas en la ribera, con las manos rojas e irritadas por el frío del agua, www.lectulandia.com - Página 255
pensó en Poitiers y le pareció un lugar tan lejano como la dorada Catay. Su cofia casi se había caído, y finalmente se la tuvo que quitar del todo, con alfileres incluidos, alisando luego el paño blanco sobre sus rodillas. No tenía la menor idea de cómo ponérsela de nuevo. Desde que era pequeña alguien siempre había estado a su servicio para vestirla. Antes de que abandonara el convento, Alys le había puesto una bolsa en la mano que contenía un cepillo, algunos lazos y paños y una pomada. Pasó el cepillo por sus cabellos durante unos segundos. Tenía el pelo enredado con un tosco vellón. Finalmente, lo recogió todo en la nuca, envolvió la cofia a su alrededor una o dos veces e hizo un nudo, dejando que las puntas cayeran sobre su espalda. Tenía que llegar a Poitiers. Pero allí se encontraba Leonor. Y su hermana ahora la odiaba. En realidad, no tenía un hogar, y en cuanto tuviera que despojarse del disfraz de Leonor, ni siquiera iba a tener un nombre. Se sentó mirando al río con la mirada perdida, pensando en la vetusta ciudad, en el palacio y el jardín, y en las dos hermanas jugando en él cuando no eran más que unas niñas, haciendo muñecas con las flores. Leonor siempre había usado las flores rojas para elaborar sus vestidos y Petronila las rosas, o las blancas, las más pálidas. Leonor había confeccionado con margaritas algunas coronas para las muñecas, pero Petronila nunca la imitó. Se dio cuenta de que, a lo largo de toda su vida, había sido consciente de que pasaría desapercibida. Había aceptado ese hecho durante toda su existencia. Finalmente, se puso de pie y regresó hacia donde se encontraban los hombres. Justo antes del mediodía, de Rançun regresó de la aldea con un hombre del lugar que se apoyaba sobre un bastón y que conocía un camino hacia el sur a través del bosque. Los caballeros volvieron a traer los caballos y todos se sentaron en círculo y dividieron lo poco que les quedaba de pan y vino. Tras subir a sus monturas, cabalgaron siguiendo a su nuevo guía. Petronila quitó las escarapelas rojas de la crin del caballo bereber y las metió en la bolsa de la silla de montar. No tardaron en dejar atrás el bajío. El camino ascendía formando escalones y bancos a través de bosques de robles, de árboles tan encorvados y nudosos como gnomos, medio doblados bajo el peso de sus enormes y pesadas copas. La luz del sol incidía hasta el suelo formando extensos rayos. Todo era fresco y verde y estaba salpicado de las primeras diminutas y perfectas hojas. Los champiñones brotaban como enormes sombreros redondos alrededor de las raíces protuberantes de los árboles y las bandadas de pájaros gritaban sin cesar, pertrechados en las ramas, intercalando trinos salvajes. Estamos en Semana Santa, recordó Petronila, incluso aquí, en la agreste campiña. Todo el mundo despertaba a la vida por medio del amor de Dios. Recitó algunas oraciones matinales para sí misma, enfadándose de nuevo con Leonor por lo que había hecho, y por cómo tuvo el bebé; y con ella misma, Petronila, por haberse involucrado en aquella aventura, incapaz de ver una salida para sí misma.
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El guía los condujo por un cerro donde las rocas amarillas descollaban, ásperas como huesos viejos. A los pies de la siguiente pendiente corría un pequeño riachuelo y cabalgaron un trecho hasta que encontraron un lugar donde vadearlo. En una aldea formada por tres pequeñas cabañas, después de regatear, rogar y entregar algunas monedas de oro, cada uno de ellos se hizo con un puñado de pasteles de miel sin levadura, tan toscos que se partieron y se deshicieron en cuanto Petronila les hincó el diente. Los pasteles fueron recibidos en su estómago como si se trataran del festín más refinado. La suave sidra que bebieron para regarlos le resultó embriagadora como el vino. Con prudencia, reservó tres pasteles, aunque todavía se sentía hambrienta, y los guardó en su abrigo. De Rançun mandó a los tres caballeros jóvenes a cazar, pero Petronila sabía que sin perros ni halcones no podrían cobrar ninguna pieza. Cada vez que se detenían, Petronila miraba a su alrededor en busca de fruta, de bayas, aunque dado lo poco avanzado del año lo único que encontró fue algunos frutos verdes, pequeños y duros como rocas. A su alrededor, la tierra estaba empezando a despertar a la vida y ella se sentía hambrienta. Chupó un puñado de hierba, sorprendiéndose de su sabor silvestre. Aquella noche, nadie había reservado ninguna porción de su alimento y Petronila acabó por compartir sus tres pasteles con los demás, de tal modo que nadie recibió más que un bocado. Durmieron en el suelo, bajo el intenso frío de una noche despejada, mientras las estrellas relucían por encima de sus cabezas. El pedazo de pastel no le había mitigado demasiado el hambre y era incapaz de conciliar el sueño, así que se quedó tumbada, pensando en cómo era posible que fuera una proscrita en su propio país. Se sintió rechazada, aislada, insustancial como un fantasma. Pensó: ahora soy libre. ¿Pero para qué? ¿Para hacer qué? Cuando amaneció, se pusieron de nuevo en marcha. El guía les llevó por el río hasta llegar a un vado, donde vivían algunas personas. Allí encontraron más pan, esta vez en rodajas gruesas y dulces, y cruzaron la corriente. En aquel punto también les despidió el guía, haciendo algunos gestos imprecisos con la mano señalando hacia el sur y al este. Observó cómo de Rançun contaba el oro en su mano y dijo: —El río Creuse está allá, al final de aquel sendero. Dirigíos un poco hacia el sur y allí podréis cruzar el viejo puente en Port-de-Piles. A continuación, el guía empezó a deshacer el camino por el que habían llegado, agitando su larga vara. Comenzó a cruzar el río por el vado y avanzó salpicando agua hacia el otro extremo, sin volver nunca la vista atrás.
Al día siguiente, salieron del bosque y se dirigieron hacia la orilla del río Creuse, avanzando un poco al oeste del puente de arcos de piedra que lo cruzaba. El cielo había www.lectulandia.com - Página 257
estado todo el día cubierto por unas amenazantes nubes grises, pero en aquel momento daba la impresión de que estaba empezando a clarear. En el otro extremo del puente, lo único que podían ver era algunos tejados oscuros de la aldea que se extendía a lo largo del camino, por detrás de los árboles. Uno de los jóvenes caballeros que iba detrás dijo: —Bueno, al menos allí habrá algo para comer esta noche. Petronila soltó un poco las riendas para que el caballo pudiera pastar. Como era habitual, había guardado un poco de pan, pero los muchachos no. Si no podían encontrar alimento más adelante, pensó con avaricia, habría sido mucho mejor para ella habérselo comido todo en su momento. Le dolía todo el cuerpo después de haber estado tanto tiempo cabalgando, y sintió algunos calambres y retortijones producto del hambre, pero la proximidad de las casas que se levantaban al otro lado del puente hizo que tomara algunas precauciones. A esas alturas, todo el mundo sabría que había eludido a Thibaut y hacia dónde se dirigía. ¿Habrían caído en la cuenta de que podía haber cruzado el río en aquel punto? De Rançun acercó su enorme caballo negro a ella. —Mi señora, ¿estáis pensando lo mismo que yo? —dijo en voz baja, sin mirarla a la cara. —Sí. Envía a alguien, inspecciona la zona y luego ven a informarme de lo que hayan encontrado —dijo, sonriéndole. —Iré yo mismo. —No —dijo Petronila, rápidamente, extendiendo la mano por delante del caballero —. Todo el mundo te conoce… envía a uno de ellos. A dos de ellos. Pídeles que se quiten los guardapolvos. Petronila hizo un gesto con la cabeza hacia los jóvenes caballeros que se encontraban tras ella. En cuanto recibieron la orden, los tres caballeros se pusieron en marcha, animadamente, formando con sus voces un desafortunado coro. Petronila volvió a mirar hacia la aldea, tratando de encontrar a sus gentes en la calle. A esa distancia, aquel lugar parecía estar extrañamente desierto aunque, después de todo, era Semana Santa y lo más probable es que todo el mundo estuviera ocupado en sus oraciones. De Rançun despachó a los tres jóvenes, despojados de su cota de malla, que se alejaron trotando por el camino que conducía hasta el puente con la orden de comprar también pan si podían encontrarlo. —Al menos, no está lloviendo —dijo Petronila—. Ayúdame. De Rançun desmontó de su caballo mientras ella movía una pierna hacia adelante, pasándola por encima del pomo de su silla de montar, y se deslizó por el costado del caballo hasta caer en sus brazos, manteniendo la mirada baja. No quería ver cómo Joffre se esforzaba por esquivarla. El caballero la depositó suavemente en el suelo y se volvió en
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seguida para ajustar la brida del caballo bereber, mientras el animal comenzaba a comer la hierba que se levantaba alrededor del camino. —Ya casi hemos llegado —dijo de Rançun. Su voz sonaba tensa. Se enderezó, pasando las riendas entre sus dedos—. Una vez lleguemos al otro lado del Creuse podremos llegar a Poitiers en unos días. Luego volvió la mirada hacia el puente. Petronila dejó escapar un suspiro. De repente, perdió el deseo de regresar a Poitiers tan pronto, aunque eso supusiera llenar el estómago. Una vez en Poitiers tendría que tomar otra decisión. Por mucho que lo intentaba, no era capaz de imaginar cómo iba a enfrentarse cara a cara con Leonor. Trató de no pensar en ello, de observar a los caballos pastando, de disfrutar del hecho de no estar subida a la silla de montar. —Joffre —dijo—. Eres tan callado. El caballero se aclaró la garganta. Su mirada estaba fijamente perdida en la lejanía. Petronila tenía la sensación de que, cuanto más se acercaban a Poitiers, más se apartaba Joffre de ella. Era como si el hecho de llegar a Poitiers fuera lo peor que pudiera pasar. —Podemos encontrar algo de comida allí —dijo de Rançun finalmente, cubriendo con palabras intrascendentes el silencio que los separaba. —Eso espero —dijo Petronila. Luego se dio la vuelta, mirando al puente—. No. Mira. Los tres caballeros jóvenes habían llegado a una hondanada que bajaba hasta el puente y empezaron a cruzarlo pero, de repente, comenzaron a regresar al galope. Algo iba mal. Petronila se volvió hacia el caballo bereber, que estaba resoplando y alzó la cabeza, con las orejas levantadas. De Rançun dijo algo entre dientes, se volvió y subió rápidamente a Petronila a la silla antes de que esta dijera una palabra, enrollando las riendas entre sus manos. Los tres caballeros jóvenes galoparon por el camino hacia donde se encontraban los dos. A sus espaldas, en el puente, otro grupo de caballeros se acercaba tras ellos. Se escuchó un grito apagado, como un grito de caza. Petronila sintió que el corazón se le subía hasta la garganta. El caballo bereber captó su inquietud y comenzó a retorcerse y a danzar. Los tres caballeros llegaron hasta ella, al galope. El primero de ellos comenzó a gritar antes de que su caballo se detuviera. —Son los hombres de Godofredo de Anjou. Nos estaban esperando, justo encima del puente. Nos reconocieron en seguida; sabían que éramos nosotros. —Vamos —dijo de Rançun. —¿Dónde? —gritó Petronila, volviendo la mirada hacia el camino que se extendía hacia el norte, por donde habían llegado, y luego hacia el oeste, donde los árboles crecían formando un espeso bosque a lo largo de la orilla del río. A su izquierda, hacia el este, el río formaba un recodo junto a una amplia franja de tierra cultivada, despejada y a medio arar, salpicada de árboles, y observó que había más aún en la le jama. Dirigió al caballo
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bereber en aquella dirección, a medio galope, y los demás avanzaron tras ella. A sus espaldas, junto al puente, se escuchó un grito ininteligible. Luego sonó un cuerno. A Petronila se le erizaron los cabellos. Así es como se siente el ciervo cuando comienza la cacería, pensó. Galopó a toda velocidad a través de la pradera, con los caballeros rodeándola a poca distancia. Incluso mientras sujetaba las riendas del caballo bereber, se volvió para mirar y vio que los perseguidores se encontraban tras ella: al menos treinta hombres. Ella y su escolta llevaban cabalgando todo el día y habían acumulado muchas jornadas de viaje, mientras que sus perseguidores estaban frescos, motivados, y les iban recortando el terreno con cada zancada que daban. Al frente de ellos iba un caballero sin sombrero cuyo cabello leonado se agitaba desordenado como una crin: se trataba del propio Godofredo de Anjou. Cuando aquel hombre se diera cuenta de cómo le había engañado, no le dispensaría un buen trato. Petronila no quería caer en su poder. Pero Godofredo la estaba alcanzando. Al frente, el río se curvaba ligeramente, estrangulando las largas hierbas de la pradera contra una pequeña elevación que llegaba a una hilera de árboles. En aquel momento, pensó Petronila, si él fuera un halcón, y ella no fuera más que un conejo, caería en seguida en sus garras. Sus propios hombres se estaban quedando un poco rezagados. Los tres muchachos de su guardia formaron una pantalla que la protegía ligeramente de su perseguidor. De Rançun cabalgaba junto a ella a galope tendido y el cuello de su caballo negro estaba empapado en sudor. Petronila se volvió hacia él, agarrando las riendas con las dos manos, y gritó: —¿Qué podemos hacer? De Rançun agitó su brazo hacia ella… hacia su caballo. —¡Deja que corra! Lucharemos… eso te permitirá disfrutar de cierta ventaja… ¡Corre! De Rançun volvió la mirada hacia la carga que avanzaba a sus espaldas y observó a Petronila una vez más, sólo por unos instantes. —¡Corre, Petra! Recostándose en su silla de montar, el caballero tiró de las riendas y viró. Por unos instantes, Petronila comenzó también a frenar el caballo con la intención de quedarse al lado de Joffre. El caballo se resistió a sus órdenes, desobedeciendo a las riendas, sacudiendo la cabeza y haciendo que su amazona rebotara sobre su silla de montar. Petronila sintió la enorme fuerza del animal, abrió las manos y dejó que volaran las riendas. El caballo huyó. Incluso después de llevar tantas horas cabalgando, estaba muy excitado y dispuesto a correr, poniendo toda su energía en cada zancada, con la cabeza hacia el frente. La crin del animal azotaba a Petronila. Se agarró al pomo de la silla de
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montar con las dos manos, manteniéndose en los estribos, sintiendo la gigantesca flexión y extensión del cuerpo del caballo entre sus piernas y dejó escapar un grito, en parte de exaltación, en parte de terror. El viento golpeaba su rostro con la suficiente fuerza como para hacer que de sus ojos manaran algunas lágrimas y el suelo volaba bajo sus pies, formando una difuminada estampa de color verde. A cada zancada que daban, pensaba que iba a salir volando por los aires y que se golpearía en cualquier instante. Seguramente el caballo acabaría por tropezarse, por arrojarla al suelo. No había manera de detenerlo. Los árboles que se elevaban al frente avanzaban hacia ella. Algo enorme se extendía antes de llegar a ellos: una muralla de troncos rotos, tocones, muñones y ramas se levantaban al otro lado del campo. Petronila miró rápidamente por encima de su hombro. Los demás se habían quedado rezagados. De Rançun había concentrado a sus tres hombres. Se dieron la vuelta y se alinearon tratando de impedir el paso a Anjou y, aunque estaban en franca minoría, permanecieron prácticamente inmóviles a la espera de sus perseguidores. No la atraparían ahora, a menos que fracasasen. Petronila volvió a mirar hacia delante, sujetando el pomo de la silla de montar. Los árboles se cernían sobre su cabeza, y en el límite del bosque se levantaba la muralla de árboles y maleza. El pánico se apoderó de ella. No había manera de atravesarla, ningún hueco por el que pasar, y el enorme caballo que montaba no ralentizaba su paso. Soltó la mano derecha del pomo, tratando de sujetar las riendas que colgaban del cuello del animal. A punto de colisionar contra la pared de madera, el animal cogió impulso y voló por los aires. Petronila lanzó un grito, sacudiéndose sobre la silla de montar. El caballo saltó por encima de la barrera como si se tratara de un palo tirado en el suelo y supiera exactamente lo que había al otro lado de ella. Petronila salió despedida de la silla, viajando a través del aire por encima del animal. Luego aterrizaron juntos, Petronila golpeándose con fuerza de nuevo contra la silla, y el caballo bereber hundiéndose hasta las rodillas en una maraña de zarzas y árboles jóvenes que se encontraban justo al otro lado de la muralla de maleza. Mientras el caballo embestía y daba zarpazos para abrirse paso, ella se agarraba con fuerza a las riendas. Pero cuando el animal comenzó a galopar por un estrecho sendero que se extendía bajo los árboles, Petronila dejó que siguiera avanzando. Los árboles se apretaban contra los costados del animal y sus ramas se extendían por debajo de la altura de la cabeza, así que, para evitarlos, se agachó todo lo que pudo, apoyándose en el pomo de la silla de montar y recostando la cabeza a lo largo del cuello del animal. Las ramas le arañaban la espalda y se le clavaban en el abrigo, lacerando sus hombros. Petronila observaba cómo las pezuñas del caballo golpeaban el suelo que se extendía bajo sus pies. El animal saltó por encima de otro árbol, dio un giro brusco a la derecha y luego se desvió repentinamente a la izquierda, siguiendo el viejo camino. Instantes después, ralentizó su marcha hasta convertirse en un trote, luego en un
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paseo. En los bosques, la oscuridad se cernía temprano y Petronila no podía ver nada más que una maraña siniestra de troncos y hojas. Tampoco escuchaba ningún ruido que le indicara que alguien avanzaba tras ella. Se preguntaba qué habría sido de Joffre, que había entregado su vida por ella, y un repentino dolor se clavó en el centro de su pecho. Joffre era mejor que ella o que la propia Leonor y no pensaba en sí mismo. El caballo avanzó, siguiendo el rastro de un sendero. Se detuvo un par de veces, resoplando, cuando llegaban a un punto en el que el camino se dividía. Ella siempre dejaba que fuera él quien decidiera qué desvío tomar, así que el caballo siguió adelante. Al final, bajo la luz rojiza de la puesta de sol, cabalgó hacia otra pradera, desviándose a su derecha. Se habían apartado mucho del río, que tenía que correr en las tierras bajas, hacia el sur. Petronila aflojó las riendas y el caballo comenzó a pastar. Mientras miraba a su alrededor, tratando de percibir el menor ruido, no consiguió ver nada salvo los árboles y la hierba, sin escuchar más que el viento y el canto de algunos pájaros. Todavía conservaba el pedazo de pan que había guardado. Luego atrapó los pedazos que estaban esparcidos por su bolsa y los masticó. Cuando se acabaron, todavía sentía hambre y estaba realmente agotada, perdida y sola. No tenía miedo, lo cual era sorprendente. Podría encontrar el río y, después de cruzarlo, Poitiers estaría sólo a un día o dos de camino. No se moriría de hambre en un día. Y estar sola tal vez le ayudaría a pensar mejor. Lo primero que tenía que hacer era encontrar el cauce del río. Dejó que el caballo siguiera pastando, pero lo dirigió hacia el sur, en dirección a la pradera.
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A la mañana siguiente, cuando se despertó, el caballo había desaparecido. Se enderezó alarmada. Sin él, estaba mucho más perdida que antes. Miró a su alrededor, al bosquecillo de árboles jóvenes donde había dormido. Había llegado hasta allí en medio de la oscuridad, sin encontrar ningún lugar seguro que estuviera abierto y tranquilo, y no podía dar un paso más. Se puso de pie, mirando a su alrededor, tratando de encontrar el caballo. Todavía estaba oscuro entre los espigados árboles pero, justo más allá, los primeros rayos de sol iluminaban una franja de pradera verde, así que decidió avanzar hacia la hierba para reconfortarse con su repentino calor. Se había despojado de los zapatos y el rocío en seguida le empapó los calcetines. La luz del sol resplandecía en cada brizna de hierba, tintineando y centelleando, como si las estrellas se hubieran desplomado durante la noche y trataran de ascender nuevamente hasta el cielo. El caballo se encontraba paciendo a unos metros de distancia. Sobre su larga y ondulante cabellera colgaba una última escarapela roja y terna las riendas atadas a una rama. El animal había arrancado la rama del árbol y la llevaba arrastrando tras de sí. Petronila lo observó mientras avanzaba hacia el animal y se percató de que el caballo había movido una oreja, señalando el lugar donde se encontraba ella. Se acercó a su cabeza y le dio unos golpecitos. El bereber levantó la cabeza de la hierba húmeda y le dedicó un resoplido. Tenía unos enormes ojos negros y prominentes, llenos de sabiduría. La piel de sus orificios nasales era suave y aterciopelada. Frotó su cabeza contra ella y Petronila desató las riendas de la rama, conduciéndolo de nuevo hasta el bosquecillo de árboles. Le dolía el estómago por el hambre. Había dormido acurrucada sobre la silla, envuelta en su abrigo y en las mantas de esta. Comenzó a colocar con torpeza todas las cosas en el caballo. Consiguió poner la manta con facilidad, pero la voluminosa silla, los estribos y las cinchas que colgaban eran más pesados de lo que esperaba y, la primera vez que lo intentó, las cinchas golpearon al caballo, que se apartó para esquivarla, haciendo que todo cayera al suelo. Petronila recordó haber visto al mozo de cuadras poner el estribo por encima de la silla para que no molestase. El caballo estaba inmóvil, con las orejas levantadas pero sin mover un músculo, observándola detenidamente. Petronila se acercó a él y le dio unas palmaditas reconfortantes, murmurando algunas palabras dulces al oído del animal, tras lo cual volvió a poner la manta, alisándola con la mano. Pasó los estribos y las cinchas
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por encima del asiento de la silla con cuidado y, con los brazos doloridos, la levantó y la colocó suavemente sobre el lomo del caballo. El animal lanzó un resoplido, pero permaneció inmóvil. Petronila trató de apretar con fuerza las cinchas; aun así, la silla parecía estar muy suelta. Luego se dirigió junto a su montura a una parcela de hierba con la intención de encontrar algo que le ayudara a subirse al lomo del animal. Era agradable estar paseando. Se sentía demacrada y débil por el hambre, pero le levantó el ánimo pasear junto al caballo bajo la luz del sol. Por primera vez en su vida, estaba haciendo cosas por sí misma, para su propio bien. Le sorprendió comprobar que le gustaba estar sola, sin tener que preocuparse por nadie ni tener que servir a nadie, al menos por un tiempo. La hierba estaba salpicada de pequeñas flores blancas y amarillas. Cogió algunas y las entrelazó en la crin del caballo, que no paraba de comer, arrancando los nuevos brotes verdes. Cuando pensó en la posibilidad de tener que estar sola para siempre, la pradera iluminada por el sol le pareció una cueva que se cerraba sobre su cabeza. No debía pensar en esas cosas, al menos por ahora. Lo primero era intentar llegar a Poitiers, hasta los aposentos de Leonor. Tenía que hablar cara a cara con ella, pensó, y aclarar las cosas. Por primera vez, se dio cuenta de que podía superar a su hermana. Ahí es donde le había llevado todo aquello: a pensar que triunfaría, que heredaría un nuevo tipo de reino. Ya nunca más sería la sumisa hermana pequeña. Cuando llegó cerca de los confines del bosque, los pájaros volaban por encima de su cabeza, parloteando airadamente desde las ramas más altas. Las aves encontraban comida allí donde ella no podía llegar. Condujo al caballo por un sendero estrecho que no era más ancho que su pie, y que avanzaba bajo la densa maleza que formaban las ramas que colgaban de los árboles. Aquel camino tenía que conducir a alguna parte, y lo siguió pasando por un estrecho banco de arena y alrededor de un cenagal, siempre rodeada por el trino de las aves. Luego siguió a través de unas cañas secas hasta llegar al río. El agua corría con fuerza, mostrando un color marrón terroso e inundando los bordes de sus riberas. La rama de un árbol pasó flotando a toda velocidad. No podía cruzar por allí. Comenzó a avanzar por la orilla, que estaba llena de zarzas, juncos y maleza oscura. El caballo la seguía, pastando a medida que avanzaba. Aproximadamente al mediodía, llegó a un lugar donde un grupo de rocas amarillentas hacía que el río girara bruscamente. Allí mismo, pero en el lado opuesto del río, se habían acumulado varios pedazos de madera flotante, y montones de ramas enmarañadas se apiñaban sobre un tocón a medio enterrar. El pedregoso lecho del río parecía encontrarse a poca profundidad. Un poco más allá, el lecho se hundía en una pendiente que bajaba hasta la corriente, pero el río allí no era muy ancho. Luego distinguió, impresas en la húmeda tierra del terraplén, algunas huellas de ciervos. Era evidente que algún animal había cruzado por allí. No había encontrado un lugar mejor en las proximidades. De pie sobre un banco de
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arena, con el caballo en perpendicular a ella, se subió como pudo sobre la silla de montar. Afortunadamente, el animal se quedó quieto. Le dio unas palmaditas en el cuello y le dijo que era maravilloso. Luego tiró de las riendas hacia un lado y lo condujo hacia la empinada rampa arenosa, adentrándose en el agua. El suelo estaba blando bajo las pezuñas del caballo y comenzó a retroceder, resistiéndose a avanzar y sin parar de mover las orejas. Luego lanzó un resoplido. «¡Vamos!», gritó golpeándolo con los talones. Pero el animal se negó a avanzar. El suelo se deshacía bajo sus patas y comenzó a resbalar con la cabeza agachada y las orejas de punta. Petronila se sujetó con fuerza al pomo de la silla y luego, rápidamente, descendieron la rampa y se adentraron en los profundos remolinos que formaba la corriente. El río les golpeó como un puño, sacudiendo al caballo lateralmente. Se hundieron en las heladas y oscuras aguas hasta que sólo asomaba la cabeza del animal. El agua le llegaba a Petronila por la cintura, haciendo que la falda se hinchara como una vela a su alrededor mientras su cuerpo casi flotaba. Se mantuvo aferrada al corcel, apretando las dos manos sobre el cuadrado pomo. El caballo nadó con fuerza, pero el río los estaba arrastrando corriente abajo, lejos de la orilla. Por unos instantes, Petronila pensó en bajarse de un salto y atravesar las aguas por sí misma, pero se aferró a la silla y comenzó a rezar. La corriente los arrastró de nuevo y el caballo clavó las pezuñas en el fondo. Sus patas golpearon la tierra firme. Luego avanzó con fuerza, yendo contracorriente a través de las aguas poco profundas, salpicando con fuerza y pillando de improviso a Petronila, haciendo que casi se cayera. Perdió los estribos y se quedó colgada de un costado del animal durante unos instantes, agarrando la silla de montar con una mano y su crin con la otra. Luego volvió a enderezarse sobre el lomo de su montura, que ya estaba trepando una corta pendiente que ascendía hasta la ribera amarilla en dirección al sol. Petronila estaba empapada hasta los huesos, pero por fin se encontraban al otro lado del río. Estaba mojada y tenía mucho frío. Encontró un lugar cubierto de hierba para que el caballo pastara y desmontó. Se despojó de toda su ropa, salvo la interior, y la extendió sobre el suelo para que se secara al sol. Estrujó el abrigo para escurrir la mayor cantidad de agua posible y se envolvió en él. En alguna parte, más adelante, encontraría alguna señal de vida: una aldea, una fortaleza, algo. La región de Poitou no podía estar toda desolada. Entonces podría suplicar que le dieran algo de comer. Se peinó el cabello con los dedos tratando de deshacer los nudos que se le habían formado. Seguramente presentaba el aspecto de una mendiga. Sus manos estaban sucias y probablemente su rostro también lo estuviera. Comenzó a pensar en una gruesa rebanada de pan, en un queso cremoso, en manzanas y en un vaso de buen vino. El caballo seguía paciendo junto a ella. Observó cómo el animal buscaba metódicamente nuevos brotes y se lamentó no poder disfrutar también de una buena comida a base de hierba. Luego, de repente, el animal levantó la cabeza y enderezó las orejas, abriendo de par
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en par sus orificios nasales. Petronila se incorporó de un salto, mirando hacia el lugar que observaba el caballo, con la mano extendida hacia la brida, por si tenía que salir corriendo. Por el mismo camino que habían tomado desde el río, dirigiendo su caballo negro, avanzando con la cabeza agachada como si estuviera leyendo el suelo, se acercaba Joffre de Rançun. Petronila dejó escapar un grito de alegría. El caballero giró sobre sus talones, la vio y lanzó una exclamación. El caballo negro levantó la cabeza y el bereber, detrás de Petronila, lanzó un suave relincho. De Rançun soltó las riendas, dio dos pasos hacia ella y la envolvió en sus brazos. —Petra. Dios mío. Pensaba que os habíais ahogado en el río. La apretó con fuerza contra su cuerpo, colocando una mano sobre su cabello. Ella sintió cómo los labios del caballero rozaban sus sienes y pasó sus brazos alrededor de él. Se dio cuenta de que no llevaba puesta más que la ropa interior, que entre su cuerpo y el de Joffre no había más que un fino trozo de lino. A través del paño, se clavaron en su cuerpo los bordes de hierro de su cota de malla. Petronila dio un paso hacia atrás, soltándose de él, y cruzando los brazos por delante del pecho. —Joffre. Muchas gracias. —No se le ocurría otra cosa mejor que decir. Sus ojos estaban inundados de lágrimas—. Muchas gracias. El caballero le sonrió, con el rostro resplandeciente. —Estáis viva. Ese es mi agradecimiento. Estabais a mi cargo y os he fallado y, sin embargo, habéis conseguido salir adelante. Sois toda una mujer, Petra —dijo, bajando la mirada al cuerpo de la dama, que únicamente estaba cubierto por un fino paño, y luego, serenamente, apartó la mirada de ella. Su voz sonó ligera y rápida—. Será mejor que os vistáis. Deberíamos seguir adelante. —Iré a por mi ropa —dijo ella, recogiendo su indumentaria a toda prisa. De Rançun se quedó allí, de pie, dándole la espalda, defendiendo la modestia de la dama. Toda la frialdad que había demostrado en los últimos días había desaparecido. La había encontrado y volvían a ser amigos. Petronila se sentó para ponerse los calcetines, que estaban tiesos y en mal estado. Tras levantarse, avanzó con esfuerzo hacia su camisa y su sucia túnica. —Ya estoy lista… puedes darte la vuelta. El caballero extendió un brazo y apartó algunas briznas de hierba de la manga y de la cofia de la dama, dejando asomar una sonrisa en sus ojos, pero su rostro se volvió a nublar. —Poitiers se encuentra a sólo un día de camino. Sabed que habéis recorrido un gran trecho hacia el sur —dijo, metiendo un bucle de la cabellera de Petronila bajo su oreja y acariciando su mejilla con los dedos. Petronila tuvo la sensación de que el caballero estaba a punto de besarla—. Creo que dentro de más o menos medio día encontraremos
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el camino principal que conduce hasta el sur, y allí hay una aldea donde podremos encontrar algo para comer. Es posible que también encontremos ropa. Otro medio día, un poco más. Pero… En ese momento, parecía estar haciendo un esfuerzo por recobrar la compostura. El beso había desaparecido. —Tal vez no deberíais ir a Poitiers. Al escucharlo, un escalofrío recorrió la espalda de Petronila, como si hubiera tocado una piedra fría. —¿Por qué no? —preguntó. De Rançun sacudió ligeramente la cabeza y torció la boca, paladeando algo desagradable. Sus ojos se apartaron de ella. —Bueno, allí se encuentra Leonor —dijo. Petronila le frunció el ceño. —Necesito arreglar las cosas con ella. ¿Y a dónde voy a ir si no? Después de todo, Poitiers es mi hogar y ella es mi hermana. El caballero abrió la boca, luego la cerró, se humedeció los labios y le dio la espalda, avanzando unos cuantos pasos. Luego habló con voz amarga. —Vuestra hermana… Lo que ella… no puedo… —dijo. Levantó una mano, tratando de mantener la compostura—. ¿Cómo puedo deciros lo que no me atrevo a hacer? Ella me entregó una daga cuando nos fuimos de Poitiers. Y me dio algunas instrucciones. Aquella noche, en la barcaza, cuando dijisteis que habíais cambiado… me di cuenta de que no podía cumplirlas. Me di cuenta de que desearía que Leonor se pareciera a vos, de que era a vos a quien amaba. Así que arrojé la daga al río. —¿Qué dices? —gritó Petronila—. ¿Qué me quieres decir? El caballero levantó las manos, impotente. —En cualquier caso, no creo que lo pidiera en serio. —¿Te ordenó que me asesinaras? —gritó Petronila llena de furia. —Que Dios me ayude, Petra. Creedme, por favor, creedme: nunca habría podido hacer una cosa así —dijo, poniendo sus manos sobre los brazos de la dama, inclinándose hacia ella, lleno de pasión—. Siempre la he obedecido, pero lo que dijisteis en la barcaza… no podía hacerlo —prosiguió, soltándose de ella y retrocediendo un paso con la mirada baja—. En cualquier caso, no creo que lo dijera en serio. —Entonces, ¿por qué me estás diciendo que no regrese a Poitiers? —preguntó Petronila, avanzando hacia los caballos—. Creo que esa es razón más que suficiente para volver. En ese momento repasó todo lo que el caballero le había dicho y se dio la vuelta. —Joffre, me has salvado la vida —dijo. Había defendido a Petronila en contra de la voluntad de Leonor, él, que nunca la había fallado. Extendió los brazos hacia Joffre.
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De Rançun la envolvió en su abrazo, pasando sus brazos alrededor de ella y apretando con fuerza su cuerpo contra el suyo. La besó en la frente y luego en la boca, con suavidad y ternura. Luego acunó la cabeza de Petronila con su mano. —Te amo, Petra. No podría hacerte daño —dijo. Luego retrocedió, con el rostro enrojecido y repitió—: Te amo. Petronila dejó caer los brazos a los lados del cuerpo. El beso que le dio le sabía a miel. Todo le parecía extraño. Luego se dio cuenta de lo que aquello significaba para él. —Joffre, ¿qué hacemos ahora? —dijo. —No puedo volver a su servicio. He dejado de confiar en ella. En cualquier caso, Leonor lo interpretará así. —Entonces, realmente quería hacerme daño —gritó Petronila, y se volvió hacia los caballos—. Iré a verla, Joffre… tanto si me lleváis allí como si no. Me plantaré delante de ella y hablaremos de este asunto. El caballero se le acercó. —Petronila, podemos ir a mi castillo en Taillebourg. Solamente se encuentra a unos cuantos días de aquí. Ella lo miró de nuevo, decidida. —Me voy a Poitiers, Joffre. Pase lo que pase —dijo, pasando sus dedos por las mejillas del caballero—. Muchas gracias… por todo lo que has hecho. Gracias. Estuvo a punto de decirle: Yo también te amo. —Voy contigo. No dejaré que te enfrentes a ella sola —contestó. Se volvió hacia el caballo bereber y pasó el estribo por encima del asiento para poder alcanzar los arreos y apretarlos. A Petronila eso le recordó lo que había hecho y le agradó, reafirmándola de alguna manera. Bajó la mirada hacia el cinturón del caballero, y por primera vez advirtió que la pequeña vaina que se encontraba debajo de su espada estaba vacía. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Miró hacia el río, con la mirada perdida, preguntándose qué se iba a encontrar en Poitiers.
Los rumores corrían por las calles, ascendían hasta la colina, se extendían por las escaleras del palacio. Las voces resonaban en los patios, en las cocinas, cargadas de excitación, de fervor. En Poitiers, la mujer que se encontraba en la Torre Verde los escuchó enseguida. Corría la noticia de que, en algún lugar del camino que se extendía entre Beaugency y Blois, la duquesa de Aquitania había desaparecido. Cuando la trampa del conde Thibaut se cerró en Blois, sólo atraparon a sus sirvientas. La duquesa había sido vista en algún lugar cerca del río Creuse, pero se había vuelto a perder su rastro. Nadie sabía dónde se encontraba en ese momento. En la Torre Verde, una mujer se encontraba sola, postrada sobre un enorme lecho y profundamente dormida; soñaba constantemente que de Rançun, daga plateada en mano, atravesaba la puerta y hundía la hoja en su corazón. www.lectulandia.com - Página 268
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Justo cuando el sol comenzaba a ponerse sobre el horizonte, llegaron a la aldea, donde consiguieron carne, queso y pan y durmieron durante toda la noche bajo un montón de heno. Ella se enrolló en su abrigo, que todavía estaba mojado por algunos sitios. Aunque habían preparado un lecho de heno donde tumbarse, el suelo estaba muy duro. De Rançun se despojó de su cota de malla y de su espada, se tumbó junto a ella y extendió su abrigo sobre ambos. Petronila apoyó la cabeza en el brazo del caballero. En medio de la oscuridad, lo único que pudo distinguir fue su silueta. —¿En qué estás pensando? —Durante toda mi vida he hecho todo lo que ha estado en mi mano para servirla, y ahora tengo que hacer lo contrario. Poseo mis propias tierras. Mis hermanos las han descuidado desde hace tiempo. Todo es muy extraño —dijo él. Petronila comenzó a llorar, exhausta. —No puedo creerlo… no puedo creerlo. De Rançun le murmuró algunas palabras y la rodeó entre sus brazos, la besó y dejó que llorara. Olía a caballo, a heno y a sudor. Petronila apoyó la cabeza en su hombro mientras este acariciaba su rostro con las yemas de los dedos. Luego, de Rançun pronunció su nombre. —No soy Leonor, ya lo sabes —dijo Petronila. —Por eso te amo —respondió. Petronila sintió miedo de creer en sus palabras. Se estaba quedando dormida, a salvo en sus brazos. Y, por unos instantes, notándose demasiado adormecida como para ofrecer resistencia, se entregó y supo que era amada.
Al mediodía siguiente llegaron al camino principal, que estaba repleto de viajeros. Nadie reparó demasiado en ellos, aunque Petronila advirtió que había un par de hombres que miraban su caballo. Pasaron junto a algunos peregrinos, que no paraban de cantar en su camino hacia el sur, y a una caravana de carretas llena de provisiones. Un grupo de mendigos ataviados con harapos gritaban pidiendo limosna, ahuecando las manos, como si estuvieran recogiendo el agua de una lluvia invisible. Por la tarde se encontraron cabalgando sobre el puente que servía de entrada a la ciudad de Poitiers. La puerta estaba abierta de par en par y por ella entraban campesinos que conducían carretas, comerciantes con sus bultos y burros, mercaderes y gentes del
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lugar, palmeros con sus bastones y sus sombreros adornados con campanillas, así como todo tipo de vagabundos anónimos. Nadie reparó en dos viajeros harapientos más que iban a pie, llevando de las bridas a dos caballos agotados. Tampoco tuvieron que pagar peaje para entrar en la ciudad. Petronila avanzó por las calles mirando a su alrededor. Las blancas paredes de la ciudad y los tejados rojos, sus vivos aromas y sonidos, se cernían sobre ellos en un abrazo de bienvenida. Las flores comenzaban a mostrar su esplendor. Cabalgó a través de un intenso aroma a rosas que hacía que el aire fuera casi comestible. Las estrechas calles adoquinadas, abarrotadas de tiendas y de gritos de personas que hablaban occitano, incluso la familiar colina empinada, le alegraron el corazón. Daba la sensación de que allí hacía más calor. La ligera brisa portaba aromas de hojas verdes y frescas. Los pequeños pájaros pardos volaban alrededor de los aleros de los tejados, como si fueran ratones que entraran y salieran de una pared. En la ventana de un piso superior, una mujer se encontraba sentada, cantando, y en la calle que se extendía más abajo, un hombre le acompañaba en el canto. No habían pasado más que unos días desde que abandonaron Poitiers, pero en aquel momento tenía la sensación de que todo era diferente. Ahora era libre para elegir el tipo de vida que quisiera; solo que no sabía cuál era. De Rançun montaba junto a ella. Petronila sintió deseos de cogerle la mano. Unos instantes después, él le cogió la suya. Tras alcanzar la cima de la colina, llegaron al palacio. En la entrada principal, la sencilla puerta estaba abierta y de Rançun fue el primero en atravesarla. En ese momento apareció el vigilante, que le vio, se giró y reconoció a Petronila al instante. O tal vez creyó reconocerla. El hombre se postró de rodillas ante ella, juntando las manos. —Gracias a Dios —dijo—. Que Dios sea alabado por haberos permitido llegar hasta aquí, Majestad. Estaba medio borracho, como la mayoría de los vigilantes, sin parar de subir y bajar la cabeza, con los ojos abiertos de par en par, empañados por las lágrimas. En el patio, de Rançun llamó con voz autoritaria a los mozos de cuadra para que se ocuparan de los caballos. Luego lanzó a Petronila una mirada cargada de intenciones y la dama se acercó a él para dirigirse al Maubergeon. Ascendió unos escalones y atravesó con paso firme la puerta que conducía a la Torre Verde. Al llegar a la escalera comenzó a correr. De Rançun iba detrás de ella, sin querer alejarse, pero dejando que ella siempre fuera por delante. Cuando llegó a la puerta de la habitación más elevada de la torre, el centinela se encontraba mirando por la ventana y ni siquiera se dio la vuelta hasta que pasaron por delante de él. Petronila se precipitó hacia el interior de la cámara que se encontraba al otro lado. El sol estaba comenzando a ponerse y una luz rojiza y brillante atravesaba las ventanas, haciendo que toda la estancia refulgiera. Petronila miró rápidamente a su
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alrededor y no vio ninguna cuna, pero sí a Marie-Jeanne, que la contemplaba junto al armario con la boca abierta y los ojos llenos de asombro, y luego, junto a la cama, divisó a Leonor, que estaba de pie, a solas. Su hermana se dio la vuelta y se encontraron cara a cara. Petronila lanzó un grito ahogado, temblando. Se tambaleó un poco, pero se mantuvo firme, de pie, con la cabeza hacia atrás. —Por lo que veo, le faltó coraje para cumplir mis órdenes —dijo Leonor. Aquellas palabras fueron como una sacudida. Luego avanzó hacia ella—. Bernard tenía razón. Todo el mundo en el que he confiado me ha traicionado. Tenía las mejillas pálidas, aunque sus pómulos presentaban un intenso color rojizo. Su voz estaba cargada de un desconcertante tono de alivio. Petronila estaba encendida de ira y ya no podía retroceder más. —¡Has tratado de asesinarme! —dijo. Luego dio dos pasos hacia adelante y dirigió la palma de la mano hacia el rostro de Leonor. Su hermana dejó escapar un grito y la esquivó, colocando sus brazos a modo de escudo. Pero Petronila le golpeó con la otra mano. Leonor la agarró por la cofia y tiró con fuerza. Petronila le dio un empujón. Comenzaron a pelear, empujándose y zafándose la una de la otra, hasta que Petronila golpeó a Leonor en el rostro con la palma de la mano. La duquesa cayó al suelo, llevándose consigo un trozo de la cofia de su hermana. Petronila retrocedió, con la sangre hirviendo y la cabeza erguida. —Te lo mereces, Leonor, por haberme atacado después de todo lo que he hecho por ti. Te mereces algo mucho peor —dijo. —Sabía que no lo haría —dijo Leonor, jadeando. Se puso de pie y se acercó tambaleándose hacia la mesa. Se frotó la cara con la mano. Luego desvió la mirada hacia de Rançun, que se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con el rostro serio—. Sabía que no tendrías valor para hacerlo. Sabía que la amabas más que a mí. Me has traicionado, hasta tú lo has hecho. No quiero verte nunca más. El caballero dio media vuelta y se marchó. Leonor volvió su mirada asesina hacia Petronila. —En cuanto a ti, hermana —dijo Leonor, con los ojos encendidos—. ¿Qué harás ahora? ¿Acaso no estuviste todo el tiempo conspirando para ocupar mi lugar? — preguntó, sacando un papel de la mesa—. Esta es la propuesta que le hago a Enrique, firmada, sabiendo que era incapaz de distinguirnos. ¿No es esto lo que querías? ¿Ser la duquesa, mandarle a buscar y gobernar con él? ¿Y qué pensabas hacer conmigo? Petronila lanzó una carcajada de sorpresa. En seguida se acordó de que había estado rezando por la vida de su hermana en la iglesia de Limoges, por temor a que le tendieran una trampa cuando fuera duquesa. —Ahora podrías salirte con la tuya… quitarme de en medio… agarrar un cuchillo y
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atravesarme con él, ¿verdad? —dijo Leonor. Luego se incorporó, con los ojos centelleantes. Petronila sacudió la cabeza. —Eso es lo que harías tú, Leonor —dijo, señalando hacia el papel con la mano—. Adelante. Cásate con tu pequeño rey. Gobierna el mundo, si eso es lo que quieres. Pero yo vuelvo a ser Petronila y me alegro mucho de ello. Nunca quise ser otra persona — prosiguió, retrocediendo un paso, con las manos en las caderas y la cabeza inclinada hacia atrás mientras miraba a Leonor a los ojos—. También he conocido el amor, y lo prefiero mil veces al poder. Tú comenzaste esto, así que tienes que cargar con ello. Los labios de su hermana se entreabrieron. Bajo la palidez de su piel, se asomó el sonrojo. Petronila se volvió hacia la puerta y pensó: Todavía puedo alcanzarlo. Ojalá me haya esperado. —Alto —ordenó Leonor—. Detente, Petra, quédate donde estás. No puedes marcharte. —Haré lo que me plazca —dijo Petronila, encarándose de nuevo con su hermana—. Después de todo lo que ha pasado, ahora yo también soy libre. Tal como ha dicho Joffre, todo ha cambiado. Has dejado de confiar en mí. Ahora sé quién soy y qué es lo que quiero. A continuación, salió por la puerta y descendió rápidamente los altos escalones. El sol ya se había ocultado. El patio exterior estaba oscuro, pero vacío, y sólo había algunos andrajosos junto a la puerta del salón, esperando a ser satisfechos con alguna limosna. De Rançun no se encontraba allí. Petronila fue hasta la puerta y dirigió la mirada hacia la ciudad. Con toda seguridad, él la estaría esperando. Su corazón latía con fuerza, de manera irregular. Se preguntaba si tal vez no había malinterpretado sus palabras. Era cierto que Joffre siempre había obedecido a su hermana, a Leonor. Se adentró en Poitiers y deambuló sin rumbo por las calles hasta que la luna ascendió al cielo, pero no encontró el menor rastro de Joffre.
No tenía a donde ir, y lo único que podía hacer era regresar al Maubergeon. Nadie la detuvo. Nadie pareció reparar en ella. Se dirigió a la vieja habitación de la torre. Se encontraba vacía, tal como la había dejado: la fría chimenea, el taburete descansando en mitad de la estancia, la cama revuelta, la puerta del armario entornada. La ventana estaba abierta de par en par y un aire gélido penetraba por ella. Entró en la alcoba y se quedó allí, confusa, sin saber muy bien qué iba a hacer. Se preguntaba dónde se habría marchado de Rançun. Tal vez había regresado a Taillebourg, al gran castillo que su familia poseía en Charente. Recordó cómo se había despertado aquella mañana, envuelta en sus brazos, viviendo un momento de perfecta felicidad, y pensando: Esto es todo lo que tendré. Se acercó a la cama y se sentó en ella, agotada. Pasados unos instantes, se escuchó un www.lectulandia.com - Página 272
golpe en la puerta. Petronila la abrió y encontró a una joven rechoncha y de corta estatura, una aldeana que se encontraba junto al umbral con un fardo entre sus brazos, envuelto en una manta. La muchacha hizo una pequeña reverencia. Petronila frunció el ceño, desconcertada, y luego miró a la manta. Un grito ahogado escapó de su garganta y un torrente de calor inundó su cuerpo. Levantó el pequeño fardo de los brazos de la muchacha y, con una mano, apartó la manta. Debajo de varias capas de lana encontró el rostro de un bebé; una flor perfecta, rosácea, de labios diminutos y ojos cerrados como las curvas de una resplandeciente concha. Luego abrió sus ojos azules y aquella brillante mirada hizo que todo el cuerpo de Petronila se estremeciera. —Sí —dijo, conteniendo la respiración—. Sí —repitió. Luego se volvió hacia la nodriza—. Pasa. Me lo quedaré conmigo —dijo, bajando la cabeza y besando al bebé en la frente—. Ahora es mío. Luego depositó al bebé sobre la cama, abrió la manta y desenrolló las capas que lo envolvían. La nodriza murmuró algo entre dientes. Petronila le dirigió una mirada severa y la muchacha sonrió como pidiendo disculpas y guardó silencio. Petronila volvió a mirar al bebé. Se trataba de un niño, con el pecho cuadrado, ataviado con pequeños calcetines adornados con bolas rojas. Al verlo, se llenó de alegría. Por fin un varón. Era un niño grande y robusto, con los hombros anchos y piernas largas, amplia frente y mandíbula fornida. Petronila se echó a reír al verlo, sintiendo en seguida un profundo amor hacia el bebé. No pudo evitar un pensamiento: Pensaban que era mío, desde que empezó todo, cuando estábamos en París. Me lo he ganado por tener que pasar por esta dura experiencia. Este es mi premio. El espeso cabello del bebé era oscuro, pero Petronila pensó que había visto en él un tono rojizo. Lo dejó tumbado sobre su cama por unos instantes, con los ojos abiertos y los brazos y las piernas agitándose libremente, mientras lo acariciaba, hablaba con él y le contaba los dedos de las manos y de los pies, inspeccionaba el bulto negro que sobresalía de su ombligo y dejaba que el niño agarrara con su mano su dedo pulgar. Era el niño más hermoso que había visto, y así se lo expresó varias veces. El niño se volvió al escuchar la voz de Petronila, con la mirada perdida. Luego lo levantó en brazos: daba la sensación de que no pesaba nada. El bebé le acarició la nariz y comenzó a chillar. Al principio, Petronila se puso tensa, asustada, ya que no tenía nada que darle, sintiéndose impotente ante sus demandas. Luego comenzó a acunarlo entre sus brazos y le cantó. Aquello tranquilizó al bebé, que se recostó con los ojos abiertos, contemplando el rostro de Petronila. —Tengo que ponerte un nombre. Pero uno que no tenga nada que ver con la
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historia de nuestra familia. Y nunca te llamaría, que el Cielo nos asista, Enrique. Si lo hiciera, todo el mundo se daría cuenta y tú eres mi niño secreto —dijo. Luego lo depositó de nuevo sobre la cama, se lamió el dedo e hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño—. Te llamaré Felipe. Amarás a los caballos y todos los demás te amarán a ti. La nodriza dejó escapar otro grito de desaprobación. El bebé comenzó a pedir algo con los labios y acto seguido empezó a llorar. Petronila retrocedió y dejó que la nodriza se ocupara de él. Ordenó que le trajeran leña y que hicieran un buen fuego en la chimenea. Algunas mujeres a las que no había visto nunca entraron y le hicieron la cama. Todas ellas le dedicaron una reverencia cuando se marcharon, sin llegar a mirarla nunca a los ojos. Una de ellas murmuró antes de irse: «Mi señora Petronila». Aquel nombre era como un trago de vino. Volvía a ser Petronila. Para siempre. Pero volvía a quedar relegada a un segundo plano. Pensó en de Rançun, que en aquel momento probablemente se debía encontrar lejos, camino de su propio castillo, y decidió borrarlo de su memoria antes de que le resultara demasiado doloroso. La nodriza se llevó al bebé a donde quiera que durmiera, probablemente a la habitación contigua. De ese modo podría escuchar al niño llorar por la noche. Se preguntaba si podría tenerlo consigo y que la nodriza durmiera en su habitación. Sentía sus pechos secos, inservibles. Deseaba con fuerza tener leche para dársela al bebé. Aquello le parecía la cosa más tierna del mundo. Permaneció de pie en la alcoba, a solas, reparando de repente en todo el espacio que se extendía a su alrededor. Estaba vacío. Se había imaginado a sí misma entrando en su propio reino y tal vez aquello era todo lo que había, esa soledad, esa sensación de impotencia, con el niño de otra persona al que ni siquiera era capaz de alimentar. Encendió una vela y permaneció junto al fuego, despojándose de la cofia. Leonor la había rasgado; la arrojó al suelo. Se sacudió el cabello para dejarlo suelto. Al día siguiente trataría de encontrar a alguien que se lo cepillara, ya que en ese momento no era más que un amasijo enmarañado que le llegaba hasta la cintura. Necesitaría contar con sus propias damas de compañía, con una corte para ella sola. Y, tal vez, también necesitaría contar con un hogar propio. Se despojó como pudo de la andrajosa túnica con torpeza. —Petra. Al escuchar aquella voz, se le pusieron los pelos de punta. —Petra —dijo de nuevo Joffre, mientras ella se precipitaba en sus brazos. —Te he buscado —dijo Petronila, echándose a llorar. Luego apretó su boca contra la suya, pasando los brazos por el cuello de él. —¿Pensabas que iba a abandonarte? —preguntó de Rançun, abrazándola con fuerza contra su pecho—. No podría dejarte aquí —prosiguió. Luego se echó a reír y retrocedió un paso para contemplar el rostro de Petronila—. Pensaba protegerte de ella, pero ya vi que era Leonor la que necesitaba protección —dijo, besándola de nuevo—. Hay que ver
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cómo la atacaste… te tenía miedo. Tienes el espíritu de una heroína, querida. Sus manos apretaron de nuevo la espalda de Petronila, que sólo estaba cubierta por la ropa interior y una blusa. Luego le hizo cosquillas en la oreja con sus labios. Los dedos del caballero se deslizaron sobre la hendidura que se abría en la parte superior de las nalgas de la mujer. —Ojalá pudiera encontrarte siempre desnuda. Petronila le besó de nuevo, pasando los brazos alrededor de su cuello, y sintió que el abrazo de él se apretaba contra su cuerpo. No quería dejar de besarle. La lengua de Joffre pasó rozando por el labio inferior, por el interior de su mejilla. Ella se encendió movida por el puro deseo largamente contenido. Llevaba mucho, mucho tiempo aguardando aquel momento y no quería esperar más. —¿Puedo ayudarte a quitarte el resto? —preguntó de Rançun. Sus dedos se escondieron ligeramente por debajo de la ropa interior, levantándola. Petronila se recostó, con los brazos del caballero todavía rodeando su cintura, y pasó sus manos sobre el abrigo de Joffre. —¿Cómo se quita esto? Luego descendió hasta el cinturón y desabrochó la hebilla. De Rançun lanzó una exclamación de sorpresa y regocijo y sujetó el cinturón y la espada envainada antes de que golpearan el suelo, sin dejar de rodear con el brazo la cintura de ella. Luego arrojó con gran estrépito la espada hacia un lado y se inclinó, para que Petronila pudiera ver su hombro. —Suelta el cierre. A continuación, volvió a levantar el vestido de Petronila, sujetó los faldones alrededor de su cintura y deslizó su mano sobre su desnudo trasero. Ella se estremeció, sintiendo una oleada de sensaciones. Encontró el broche sobre el hombro de su amado y descorrió el cierre, haciendo que su cota de malla cayera. Levantando los brazos, Petronila dejó que de Rançun levantara el vestido y la ropa interior por encima de su cabeza. El caballero arrojó la ropa al suelo, dejó que ella le despojara de su túnica y se quedó quieto, con las manos en los brazos de su amada, contemplando su cuerpo con los ojos abiertos de par en par. Petronila recorrió con sus manos el pecho desnudo del caballero. —Nunca te había visto desnudo —dijo ella, mientras recorría con la yema de los dedos una larga cicatriz blanca que asomaba a través del vello rizado del pecho. —Yo tampoco a ti —dijo él—. Somos como dos desconocidos. Tenemos que aprender todo el uno del otro —prosiguió, inclinándose y depositando en su boca un beso lleno de ternura—. Todo comienza ahora y todo es nuevo para nosotros. Petronila sintió su cuerpo temblando de deseo. De Rançun la levantó en brazos y la llevó hasta la cama.
Petronila se despertó a su lado en el amanecer del Domingo de Resurrección, cuando www.lectulandia.com - Página 275
todos los pecados han sido redimidos. El caballero todavía dormía. La mirada de Petronila recorrió lentamente su cuerpo, su masa de cabello rubio y rizado, sus pómulos bronceados por el sol. La mandíbula cuadrada de Joffre que había rozado sus muslos la noche anterior, cubierta por una barba rubia, le había hecho cosquillas en sus partes íntimas. De Rançun le había enseñado algunas formas de amar que ella desconocía completamente, más íntimas, más excitantes que todo lo que había conocido antes. El cuerpo de él, con la consciencia todavía sumida en un profundo sueño, era como una ofrenda para ella: el amplio pecho con su vello rubio y rizado, musculado como una armadura, el vientre hundido un poco por debajo de las costillas y, más abajo, la suave curvatura de su pene. Petronila quería tocarle allí. Quería inspeccionar todo su cuerpo, tal como hizo con el bebé, un cuerpo que ahora era suyo y de nadie más. De Rançun se agitó y abrió los ojos, que eran de color azul intenso. —Tengo que irme en seguida —dijo. Luego estiró el brazo, le sujetó la mano y la besó—. Ven conmigo a Taillebourg. Te lo suplico. No sería ninguna deshonra para ti salir a hurtadillas de esta manera —prosiguió, iluminando su rostro con una sonrisa y haciendo que sus ojos brillaran con más fuerza—. Aunque creo que hay demasiado amor entre nosotros como para que nos casemos. —Tú has empleado tu honor como escudo para protegerme y, hagas lo que hagas, ya no puedes deshonrarme. Pero debo permanecer aquí, Joffre. Todavía hay algunas cuentas pendientes entre mi hermana y yo. —¿Qué? —preguntó de Rançun, poniendo la mano de Petronila sobre su hombro y apretándola con fuerza. Su pene se estaba endureciendo, excitándose. —No lo sé —dijo ella. Deseaba sentir al caballero de nuevo y no quería que se volviera a marchar—. Quédate conmigo. Por favor, quédate. Petronila le entregó su boca, separando los labios. De Rançun la acostó de espaldas y le dio un beso largo y profundo, un beso que la maniató. —Sólo durante un tiempo —dijo Joffre—. No para siempre. Llegará un momento en el que tengas que elegir. Ella tragó saliva y abrió las piernas para recibirlo. Ya he elegido, pensó. La repentina acometida del cuerpo del caballero la llenó, haciendo que se convirtieran en un único ser. Petronila gritó, echando la cabeza hacia atrás bajo el poder de aquel cuerpo.
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Normandía, mayo de 1152 La emperatriz Matilde había pasado todo el invierno enferma, una circunstancia que le sucedía a menudo, y se había quedado todavía más delgada y pálida. Pero no quiso quedarse en su propio tocador. Su severa voz siempre estaba acompañada de su frecuente mal humor. Se quejaba de que el trovador se había marchado y pidió que le trajeran, cada cierto tiempo, más cantantes y tañedores de laúd, pero ninguno de ellos era de su agrado. Se solía sentar en su cama mientras los sirvientes la trasladaban de un sitio a otro. Pero ella les dedicaba todo tipo de improperios y les ordenó que se quitaran de su vista, incluido Enrique, cuando podía encontrarlo, aunque este apenas hacía lo que su madre le ordenaba. Unos días después de la Pascua, la Emperatriz había pedido a sus sirvientes que la llevaran, con cama y todo, al consejo de Lisieux que iba a anunciar la nueva campaña del duque de Normandía contra Inglaterra. El consejo se iba a celebrar en el salón principal. Cuando llegó a la puerta, coincidió con su hijo. La Emperatriz hizo una pausa para admirar su apariencia, aunque jamás admitiría una cosa así. El duque era un hombre fuerte, corpulento y de gran porte y, aunque todavía era joven, irradiaba un destello de poder. Pensó que nunca se había portado bien con él. Enrique le dedicó la debida reverencia, tal como su madre le había enseñado a hacer desde que era un niño, fustigándolo sin piedad si se olvidaba. Luego, aquel niño al que solía azotar se acercó a Matilde ataviado con un refinado abrigo que llevaba de forma descuidada. La pequeña rama amarilla que pendía en su sombrero era un emblema que había heredado de su padre. Llevaba un papel en la mano, en el que tal vez estaba escrito algún discurso que pretendía leer en el consejo. Le brillaban los ojos. —Ha llegado Arundel. Y Leicester está presente. ¿Has conseguido el dinero? — preguntó. —Hay dinero suficiente en los cofres, siempre y cuando no te comportes como un manirroto —respondió la Emperatriz, arrebatándole el papel de la mano—. ¿Qué es esto? —El último castillo que quiero tomar —dijo—. Este se va a entregar voluntariamente. Enrique observó cómo la mirada de su madre se posaba sobre su elegante y sesgada caligrafía. Decidió dejar la carta en manos de la Emperatriz y se dirigió hacia el salón, donde los nobles ya se habían congregado.
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Unos meses atrás, había convocado un consejo y se había encontrado una sala vacía. Esta vez echó un vistazo desde la puerta hacia el amasijo de cuerpos que se extendía de pared a pared. Todos estaban esperándole, dedicándole una reverencia, con una sonrisa en los labios, recibiéndole con un «Sí, mi señor; por supuesto, mi señor». Enrique sintió cómo se le hinchaba el pecho bajo el abrigo. También vio, en la lejanía, entre un círculo de partidarios, al mismísimo conde de Leicester, que había venido de Inglaterra sólo para asistir a ese acontecimiento, con su enorme corpachón y su pelo cano, luciendo una pluma en el sombrero. Enrique lo había preparado todo. Había diseñado al detalle un plan para atacar Inglaterra y no necesitaba a todos aquellos hombres —sólo a algunos—; pero ahora que estaban todos, uniría a unos cuantos a su causa. De hecho, albergaba la sospecha de que, con el apoyo de algunos nobles, como el del conde de Leicester, y con la carta que había interceptado al rey Luis, podría arreglarlo todo para lanzarse sobre Inglaterra sin que supusiera una gran conmoción. Esteban los había traicionado a todos y, de alguna manera, había dejado constancia por escrito de su engaño. Pero siempre era mejor tener el puño cubierto con la cota de malla y la espada preparada, por si acaso. Además debía exponer otro asunto ante el consejo, un asunto en el que los nobles no tenían nada que decir. Contraería matrimonio cuando quisiera. Cabía la posibilidad de que el hecho de casarse pudiera retrasar la invasión. Seguramente Luis presentaría algunas objeciones. A su espalda escuchó a su madre gritar de desesperación. Al fin había llegado a la parte más importante de la carta de Leonor. Enrique permaneció de pie, mirando hacia el interior del salón, contemplando a los hombres que hacía solo unos meses no se habían molestado siquiera en responder a su propuesta, que le habían cerrado las puertas de sus castillos en las narices, hasta que les obligó a abrirlas por la fuerza. Cuando lo vieran, todos le dedicarían multitud de reverencias, reconociendo su posición. Avanzó rápidamente hacia ellos con la intención de cogerlos por sorpresa.
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Poitiers, mayo de 1152 Leonor había enviado la carta a Enrique poco después de la disputa que había mantenido con Petronila. Volvía a ser Leonor y todos lo sabían. Pero Petronila permanecía en su torre. Y Enrique de Normandía permanecía en el norte. Sólo unos días después de que Petronila llegara a Poitiers, las carretas en las que viajaban Alys y las damas de compañía atravesaron las puertas. Leonor salió a recibirlas al patio del palacio. Alys se bajó del carromato y corrió a su encuentro. Recordó de repente que debía hacer una reverencia y luego se fundió en un abrazo con ella. —Ah, ya estamos de vuelta; por fin hemos regresado —dijo, y luego susurró al oído de Leonor—: ¿Ha vuelto Petronila? Leonor la abrazó. —Hemos regresado todos —dijo en voz alta, para que la escucharan— al lugar que nos corresponde. Petronila se encuentra en su torre y yo en la mía. Su mirada se encontró con la de Alys y esta le hizo un leve gesto con la cabeza. Su sonrisa se ensanchó, triunfante, y su frente se alisó, diáfana como la de un niño. —Majestad, esperad a que os cuente nuestro relato —dijo. Las damas de compañía y los mozos de cuadra se encontraban vaciando las carretas. De todas ellas, solo Alys era verdaderamente amiga de la duquesa y las dos ascendieron juntas por las escaleras que conducían al Maubergeon. Una vez en el pabellón, Leonor miró de arriba abajo a la mujer, sonriendo. —Te he echado mucho de menos. Pero parece que te las arreglado bien. —Oh, Majestad —dijo Alys, volviéndose hacia ella. A su alrededor, los sirvientes entraban y salían con cajas y cestas, formando un ruidoso coro de voces, y las damas de compañía no paraban de revolotear y reír. Leonor condujo a Alys hacia las escaleras. —Cuando llegamos a Blois —dijo Alys—, todo sucedió tal como nos habían advertido: un grupo de hombres cayó sobre nosotros. Habíamos hablado que lo mejor sería gritar, tratar de escondernos y huir, haciendo así que les resultara más difícil atraparnos y que tardasen en darse cuenta de que todo había sido un engaño —prosiguió, echándose a reír—. Teníais que haber visto sus caras cuando comenzaron a sospechar. Tuve que hacer un gran esfuerzo por adoptar un gesto grave. Ascendieron por las escaleras en dirección a la cámara de Leonor. La duquesa había enlazado su brazo con el de Alys. —Ojalá lo hubiera visto con mis propios ojos. Ah, aquí llega Marie-Jeanne.
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La otra dama de compañía descendió los pocos escalones que la separaban de Alys y la abrazó con fuerza. Luego entraron todas en la cámara de la duquesa. Alys todavía balbuceaba por la excitación que le producía el recuerdo de aquel disparatado viaje, aunque Leonor albergaba la sospecha de que resultaba más excitante ahora que ya se encontraban a salvo. Se preguntó si alguna vez llegaría a escuchar el resto de la historia, el pasaje en el que Petronila había huido sola por el bosque, el modo en el que había conseguido escapar. —Finalmente —prosiguió Alys—, llegó el conde en persona, que os conoce de vista… por favor, sentaos, Majestad… Marie-Jeanne, tráeme el cepillo… y nos fue examinando una a una. Leonor sonrió al imaginarse la escena y hasta Marie-Jeanne dejó escapar una carcajada. —Su rostro se tiñó del color de la carne de ternera fresca. Nos hizo bajar a todos y comenzó a rebuscar en las carretas, sin parar de lanzar improperios que no me atreveré a repetir, ya que son muy desagradables. Especialmente, me reservaré lo que dijo cuando por fin cayó en la cuenta de que vos no os encontrabais allí. El cepillo se hundió en el cabello de Leonor. —Qué hombre más grosero —dijo—. ¿Al menos os obsequió con un banquete y os proporcionó un lugar seguro donde pasar la noche? Alys lanzó una carcajada. —Oh, no le importamos lo más mínimo. Estaba demasiado enfadado, mi señora. Yo sólo quería alejarme de allí… pero por entonces vos os encontrabais muy lejos. Se inclinó y besó a Leonor en el hombro. —Majestad, habéis hecho que todas las damas nos sintiéramos importantes. Somos más grandes gracias a vos. Leonor murmuró algo. El recuerdo de Alys había hecho que las cosas volvieran dulcemente al punto de partida, eliminando así todo rastro de lo que realmente había sucedido, tal vez incluso en su propia mente. Las damas de compañía entraron en la alcoba, llevando tras de sí a varios pajes y criados que portaban algunas cajas de ropa. Todos ellos, según entraban, se acercaban y se arrodillaban a los pies de Leonor, besándola felices, con los ojos relucientes de emoción. Alys tenía razón. Aquella aventura los había hecho más grandes. Todos los pensamientos que Leonor había albergado habían desaparecido. Su mente se desvió de forma inconsciente hacia Petronila. Pero si vieron alguna diferencia entre esta Leonor y la que habían visto por última vez en las orillas del Loira, se la callaron. —Algunas damas de buena cuna deben acudir a atender a mi hermana, ya que todas vosotras queréis estar conmigo. Alys estaba pasando el cepillo por sus cabellos. —Permitid que me ocupe de ese asunto, Majestad —dijo con voz suave.
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Leonor sintió un arrebato de incomodidad en el estómago. Pensó: No lo sabes. El fuego que arde entre Petronila y yo todavía sigue candente. Piensas que todo se ha acabado. Luego levantó la mano y Alys le agarró los dedos, en un gesto tranquilizador.
Ahora que Petronila había regresado, Leonor podía volver a ser ella misma. En seguida comenzó a formar su propia corte. Algunas personas todavía seguían desempeñando ocupaciones que no eran más que anticuados vestigios del gobierno del rey Luis, así que decidió enviarlos a casa. Nombró a su fiel Matthieu administrador del palacio, pero todavía necesitaba algunos pajes, ayudantes, caballeros… y todos ellos debían proceder de las mejores familias. Algunas enviaron a sus hijos menores para que entraran a su servicio como pajes, pero Leonor dedujo, por la actitud de las que no lo hicieron, que habían optado por esperar a ver cómo gobernaba en solitario. Contrató algunas damas de compañía procedentes de la parte alta de la ciudad. Sus maneras dejaban mucho que desear pero eran lo suficientemente aptas para el trabajo y alegres. Ya contaba con algunos caballeros que habían ido con ella a Beaugency y luego llegaron algunos más, hijos menores de familias nobles, completos buscavidas. Como ya no contaba con de Rançun, no había nadie que pudiera dirigirlos. Los señores más importantes no enviaron a sus hijos, sino a algunos heraldos, a modo de saludo, alegrándose de que hubiera logrado escapar de las trampas que le habían tendido y haciendo promesas que pudieran reportarles cierto provecho. Ella los recibió en el salón principal, que ahora estaba decorado con tapices y paños de oro, acompañada por todos los nuevos cortesanos que pudo llevar, adornando la ceremonia con el sonido de trompetas y tambores que ofrecían un extraordinario espectáculo. El heraldo del arzobispo de Burdeos era especialmente refinado, ataviado con un tabardo de color plata ribeteado con una piel de zorro y tocado con un sombrero adornado con un largo penacho. Su discurso se extendió durante más de una hora. Decidió también convocar la corte en el salón principal. Él había ordenado colocar un solo trono sobre un estrado, situado en el centro de la fría y reverberante sala, desde donde escuchaba a todo aquel que acudía a su presencia: a la novia rechazada que solicitaba la devolución de la dote, a los pastores que mantenían una disputa sobre las lindes en las rocas, a los mercaderes que discutían por sus puestos en las calles y por el precio de los peajes que tenían que pagar en las puertas, a todo aquel que solicitara favores, a los que se presentaban en busca de privilegios. Pero ella se había negado a conceder prerrogativas. Cuando un hombre rico de Burdeos le ofreció un soborno, lo echó con cajas destempladas colgándole la bolsa de dinero de la nariz. Solucionó todas las disputas ajustándose a lo que prescribía la ley, con toda la justicia de la que fue capaz, conociendo de primera mano todo lo que sucedía en sus dominios. Despidió a algunos cocineros de palacio y contrató a otros nuevos, obligó a los mozos www.lectulandia.com - Página 281
de cuadra a que lucieran abrigos del mismo color rojo. Pidió a las damas de compañía que diseñaran abrigos de color rojo vivo para sus pajes y pidió que trajeran más ropa del este. Cada mañana y cada tarde, su cocina entregaba rebanadas de pan a los pobres. Invitó a los mercaderes locales a que le llevaran sus productos para verlos, de tal modo que, a diario, el salón albergaba una espectacular exposición de exquisitas mercancías. Cada día acudía a una iglesia distinta de la ciudad y allí encendía velas. Cuando salía a la calle, la multitud la aclamaba. La llamaban por su nombre desde los aleros de los tejados y la seguían hasta que llegaba al palacio. Sin embargo, no había la menor señal del duque Enrique. Convocó un consejo formado por señores locales, aunque sabía que los nobles más importantes no responderían a su llamada: Talmond, Angouleme y Limoges, Chatellerault, Lusignan y, ahora, de Rançun. Los nobles de las proximidades dependían más de ella y no podían dejarla de lado. En el consejo, para recompensarlos, los ascendió a todos al rango de altos oficiales, senescales, mariscales y condestables, cosa que recibieron con agrado, jactándose de ello. También les aplicó impuestos severos, una medida que no recibieron con tanta alegría, pero no pudieron negarse a pagarlos. De ese modo, Leonor se aseguró de que entraba dinero en sus arcas. Durante la celebración de este consejo, ordenó al vizconde de Limoges que derribara la muralla que había levantado de manera ilegal. También ordenó a su primo, el vizconde de Chatellerault, que le proporcionara algunos hombres armados para luchar contra Limoges. Con regularidad, promulgaba un decreto en el que se afirmaba que la ley francesa ya no tenía vigencia en Aquitania y que ella sería la única persona que dictaría leyes en aquel territorio, y nadie más. No recibió ninguna respuesta de Limoges. Luego llegó un mensaje escrito por el vizconde de Chatellerault declarando que pondría a disposición de Leonor un ejército en cuanto consintiera casarse con él. Pero Leonor contaba con dinero suficiente como para costearse un ejército. Lo único que necesitaba era un comandante. Hasta entonces nunca había necesitado uno y aquel era un aspecto que había descuidado. Sin embargo, pensó, tal vez podría solucionar aquel asunto por sí misma. Pero aquella situación estaba muy por debajo de sus expectativas. Permaneció en la parte superior de la torre, mirando hacia el norte, sintiendo que quería más. Lo quería todo.
Una mañana, mientras se encontraba mediando entre dos personas que litigaban sobre la propiedad de un arroyo, levantó la mirada y observó que por la puerta principal se acercaba alguien con una cabellera rizada y oscura que conocía perfectamente. A pocos pasos de distancia, envuelta en un abrigo gris, caminaba Claire. Su corazón www.lectulandia.com - Página 282
dio un vuelco como el de una chiquilla a la que ha abandonado su amante y se removió impacientemente en su trono. Los argumentos cansinos que esgrimían los dos poitevinos que llevaban litigando por el arroyo desde hacía generaciones podría prolongarse durante horas, así que decidió cortarlos de raíz con un gesto de la mano. Les ordenó que regresaran más tarde, una vez que hubiera meditado sobre su disputa y, cuando se marcharon, Leonor envió a un paje para que llevara ante su presencia a Thomas. —Que Dios os guarde, mi señora —dijo el músico, dedicándole una reverencia. —Eres bienvenido a mi palacio —dijo ella—. Contadme, ¿cumplisteis con la orden que os di en Normandía? —Entregué el mensaje al duque en persona, mi señora —dijo Thomas—. Se alegró mucho de recibirlo. O eso creo. Y actuó debidamente, de inmediato. —Muy bien. ¿Te acogió en su corte? —Hasta la Cuaresma, mi señora, y luego nos volvimos a marchar. —En ese caso, cuéntame, ¿cómo estaba el señor de Normandía? —preguntó, pero, al instante, hizo una pausa, avergonzada por haber parecido demasiado anhelante. Luego desvió la mirada hacia Claire, que estaba sonriendo, y dobló una rodilla dibujando una rápida reverencia. —Estaba bien, al menos cuando lo vi. Pero nos marchamos a Ruán poco después, mi señora. Desde entonces, no sé nada de él —dijo Thomas, inclinando de nuevo la cabeza como nunca lo había hecho ante nadie—. Mi señora, necesitamos vuestro permiso. Claire y yo… —prosiguió, extendiendo la mano hacia atrás. La joven avanzó hacia él, sonriendo—. Nos hemos casado —prosiguió—, una decisión que no ha sido acogida con agrado por parte de su familia. Leonor se echó a reír. —No, supongo que no. Yo estaba a cargo de su custodia —dijo. Su sonrisa se ensanchó y miró a Claire llena de orgullo—. Que Dios os bendiga a ambos. Sed bienvenidos a mi corte —prosiguió, dirigiéndose acto seguido al músico—. Toca algo. Pero, en realidad, lo que deseaba era que Thomas le hubiera traído noticias de Enrique. Sintió que el frío se había apoderado de su piel. Su amado no estaba en camino. Su madre, o los barones, o alguien que había conocido, lo retenían en el norte. Thomas se había sentado detrás del estrado y las primeras dulces notas del laúd llegaron a los oídos de la duquesa. Se volvió para llamar a un paje y anunciar que la audiencia había llegado a su fin, y así poder irse a algún lugar más tranquilo e íntimo con la intención de perderse en los sonidos de la música.
Claire se retiró en cuanto pudo y ascendió por la escalera que conducía a la torre azul. La puerta del piso de arriba estaba abierta y al otro lado escuchó con claridad la voz de Alys. Avanzó hasta el umbral y miró en su interior. La escena que contempló le llenó de agrado. Alys estaba ayudando a vestirse a www.lectulandia.com - Página 283
Petronila, que se encontraba poniéndose la túnica por encima de la cabeza, con los brazos estirados para encontrar las mangas. En un rincón, un bebé sollozaba ruidosamente mientras su niñera se enroscaba alrededor de él como si fuera un objeto más del mobiliario. Claire penetró en la estancia y Petronila, sacando la cabeza a través de la túnica, exclamó en cuanto la vio: —¡Estás aquí! Se soltó de los brazos de Alys, avanzó hasta donde se encontraba Claire y la abrazó. Luego le cogió la mano, le dedicó una sonrisa y se volvió hacia Alys. —¿Te acuerdas? Ella nos ha salvado. —Shhh, mi señora —dijo Alys—. Me alegro de verte, Claire. —Ven a ver al bebé. Alys, cuéntale todo lo que pasó después… en Blois —dijo Petronila. Luego enderezó su túnica y se puso los zapatos. A continuación, se dirigió a Claire—. Después de todo, nuestra vida nunca ha sido demasiado tranquila. Alys recogió el camisón y lo sacudió. Comenzó a relatar una historia que sonó como si la hubiera contado varias veces antes y que todavía hacía reír a Petronila. Claire rio pensando en la furia desatada de los pretendidos secuestradores. Petronila había arrebatado el bebé de los brazos de la niñera y bailaba alrededor de la habitación con el niño en brazos, haciendo que su regocijo fuera en aumento. Avanzó por la estancia para observarla, riendo al escuchar los pasajes más emocionantes del relato de Alys. Petronila se detuvo a la distancia necesaria para enseñarle el rostro del bebé. —Se llama Felipe —dijo—. Es un niño. Y, dicho lo cual, comenzó a bailar de nuevo. Claire sonrió al contemplar la escena y pensó que, al final, todo había salido bien. Se quedó de pie, junto a la cama, que todavía se encontraba sin hacer. Alys se acercó al momento culminante de su relato, agitando con fuerza los brazos y describiendo la búsqueda desesperada de los caballeros. Claire alisó la ropa de cama con la intención de acabar de hacerla cuando la historia terminara. Entonces, se dio cuenta de que las almohadas estaban ahuecadas como si allí hubieran dormido dos cabezas, una junto a la otra. Lanzó una mirada a Alys que, mientras agitaba los brazos y sacudía la cabeza, estaba representando la completa desesperación en la que se sumió el conde de Blois. Tal vez Alys no se había dado cuenta de ello. Rápidamente, Claire atusó las almohadas y las tapó con la ropa de cama. Un cabello rubio y rizado salió volando de los volantes de lino y flotó bajo la luz del sol. Volvió a mirar a Petronila, sorprendida. Petronila había dejado de bailar al ver a Claire haciendo la cama y se quedó inmóvil, mirándola con un gesto de desafío en su rostro. El bebé que portaba en sus brazos agitó un diminuto puño. —Me alegro de que no os hayan hecho daño —dijo a Alys. Luego se quedó a los pies de la cama.
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—Oh, que se hubieran atrevido —respondió con una sonrisa. Claire se dio la vuelta para terminar de arreglar la cama. —No obstante, creo que fuisteis muy valientes. —Alys, deberías marcharte… mi hermana te necesita —dijo Petronila. —Puedo… —respondió Alys. —Regresa más tarde —insistió Petronila, y la espigada dama de compañía se marchó. La dama clavó su mirada en Claire. —¿En qué estás pensando? —En que han pasado muchas cosas. Vos y la reina… la duquesa… por fin os encontráis en el lugar al que pertenecéis —dijo Claire, asintiendo con la cabeza hacia el bebé—. Es un niño muy hermoso. El rostro de Petronila se nubló. Entregó el bebé a la joven nodriza y le ordenó que se marchara. Cuando regresó, su rostro delataba un aspecto sombrío. Se sentó junto a Claire en la cama. —No pertenecemos a ningún lugar. Leonor y yo estamos peleadas y todo apunta a que así será para siempre. Mandó que me asesinaran. Si él hubiera sido un hombre con menos escrúpulos, habría acabado con mi vida. Claire se sobresaltó. Volvió la mirada hacia la almohada, pensando en el cabello rubio ondulado. En ese momento se dio cuenta de que todavía no había visto al caballero que siempre se encontraba próximo a la duquesa. —En ese caso, que Dios le bendiga. Pero me resulta imposible de creer… —dijo. —Yo sí puedo. Mi hermana pensó que yo era un peligro para ella, a pesar de todo lo que había hecho, y que ya no me necesitaba más —dijo Petronila, golpeando furiosamente la ropa de cama con la mano—. Aunque ahora cree que debería cuidar de su bebé, algo que hago gustosamente. —No pensáis perdonarla —dijo Claire. —No podré hacerlo jamás. No soy una hermana para ella, ni siquiera una amiga; solo una herramienta que puede utilizar cuando le plazca. Si alguna vez me ha llegado a querer… No pudo seguir hablando y se echó a llorar. Un torrente de brillantes lágrimas tembló sobre las pestañas de sus ojos. —Me alegra que estés de vuelta, Claire. Al menos puedo hablar contigo —dijo Petronila—. Ayúdame a hacer la cama. Ha sido un descuido por mi parte, gracias.
Él se estiró sobre la sábana, pasando las manos por encima de la cabeza mientras la luz de la vela tintineaba sobre el cabello dorado de su pecho. —¿No se lo contará a nadie? —No —dijo Petronila—. Como puedes ver, ella también ha cambiado. Ahora es una mujer. Ocultó a Alys lo que había visto. Y sabe muy bien que a Alys le encantan los www.lectulandia.com - Página 285
cotilleos. —Me preocupas tú. Lo que Leonor pueda hacerte —dijo de Rançun, sujetando su mano y besándosela. —Preocúpate más de lo que yo pueda hacerle a ella —contestó, echándose a reír. El bebé se movió en un rincón. Petronila levantó la cabeza, pero el pequeño se había tranquilizado de nuevo. La nodriza se encontraba en el piso de abajo, pero ella se encargaría de llamar a un paje que fuera a buscarla cuando el bebé se despertara con hambre. —No puedo quedarme mucho tiempo. Alguien acabará por descubrirme. No he pasado el último año estudiando el comportamiento del duque para nada. Sé muy bien lo que hará. En cuanto llegue aquí, ella lo enviará a Limoges para que derribe aquella muralla. Necesito encontrarme tras los muros de mi propio castillo antes de que suceda lo que tiene que pasar —dijo de Rançun. Petronila se preguntó dónde iba Joffre durante el día, ya que sólo aparecía cuando caía la noche. —Eso si viene —dijo Petronila. De Rançun hizo un ruido con la garganta. —Por supuesto que vendrá. ¿Cómo iba a dejar pasar la oportunidad de multiplicar por dos sus tierras, su poder? Vendría, aunque ella fuera una hechicera. —Casi se podría decir que es una hechicera. —En ese caso, vendrá más deprisa todavía. —Entonces, si viene, si toma la decisión adecuada… —dijo Petronila. —¿Que es…? Petronila agachó la cabeza sin decir nada. Luego apoyó la mano sobre el pecho de él, que la observaba con una mirada penetrante mientras la luz se reflejaba con total claridad en sus ojos. Luego, de Rançun se dio la vuelta y apagó la vela sin volver a preguntar.
Unos días después, cuando Claire se encontraba en el salón con Thomas, entró un paje para conducirla hasta la cámara de la duquesa. Allí no había nadie más que Leonor, de pie junto a la chimenea, quien en seguida despidió al paje con un gesto de la mano. Claire hizo una reverencia a la duquesa. Había pasado toda la mañana ayudando a Petronila con el bebé y estaba convencida de que todavía olía a leche derramada. La madre del niño le miró a los ojos, tal como Claire siempre la había recordado: el tocado dorado sujeto con la corona, enmarcaba las gruesas trenzas de bronce de su cabello y las zapatillas rojas asomaban por debajo del dobladillo de su túnica. —Me alegro de tenerte de vuelta, Claire. No tienes nada que temer de tu padre — dijo Leonor. —Muchas gracias, Majestad —dijo Claire, juntando las manos por delante del pecho. Estaba muy contenta de haber regresado a Poitiers y de que la duquesa se www.lectulandia.com - Página 286
mostrara tan amable con ella. Aquello provocó que se le soltara la lengua—: La verdad es que me preguntaba a cual de las dos hermanas me encontraría aquí, Majestad. En cuanto pronunció esas palabras, se tapó la mano con la boca, sorprendida por su atrevimiento. —Bueno, ¿acaso estás decepcionada? —dijo Leonor, ensanchando su rostro con una sonrisa. —Majestad, las dos estáis aquí y no puedo esperar nada mejor. Y vos siempre habéis sido Aquitania —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nadie más que vos podría ser la duquesa de Aquitania. Aliviada, observó que aquello agradó a Leonor, o al menos lo encontró divertido. Parecía comportarse de manera mucho más altiva, como si hasta entonces el rey la hubiera eclipsado. —¿Fuiste con tu esposo a hablar con el duque de Normandía? —Sí, Majestad. Pero, por entonces, todavía no era mi esposo. Leonor lució una sonrisa traviesa. —Recuerdo muy bien qué clase de hombre era. Que Dios te dé fuerzas para estar con él. ¿Visteis entonces al duque de Normandía? —Oh, no mucho, Majestad. Nos llevó a la corte de su madre, en Ruán. Los enormes ojos verdes se dilataron, brillando con fuerza. —Su madre. La Emperatriz. ¿Qué clase de mujer es? Nunca la he conocido. —Es una persona enjuta y delgada como un palo, Majestad. Me pareció que era una mujer enfermiza, como si algo la estuviera carcomiendo por dentro, pero no ha perdido el deseo de meter la nariz en todo —dijo Claire, tomando aliento y procediendo a contarle a Leonor todo lo que tenía que saber—. No quiere que su hijo se case con vos. Son muy estirados en el norte; no sé cómo consiguen tener hijos. Salvo, pensó, que todos sean del duque Enrique. Leonor lanzó una repentina carcajada. Claire sonrió abiertamente y sus miradas se encontraron. —El duque Enrique le hace muy poco caso. Es un hombre duro, Majestad —dijo Claire. —Tiene a otra mujer —dijo Leonor. —No vi ninguna, pero algo he escuchado, Majestad. —Has hablado con él. —No, Majestad. Ni una vez. Pero Thomas sí. —Has hablado con su madre. —No escuchó nada importante de mi boca, Majestad. Me dijo que no le era de ninguna utilidad. Leonor lo comprendió; tenía los ojos bien abiertos y la barbilla erguida. —Supiste preservar mis secretos, Claire. Por esa razón estoy en deuda contigo.
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—Mi señora —dijo la muchacha—, soy yo la que está en deuda con vos, por todo lo que habéis hecho por mí. —No tengo la menor idea de qué es lo que nos espera. Pronto olvidaremos lo que ya ha pasado. Has visto a mi hermana —dijo la duquesa, asintiendo con la cabeza. —Sí, Majestad. —Entonces, ya sabrás que ella y yo no estamos en muy buenos términos. —Sí, Majestad, me lo ha contado. Leonor sacudió la cabeza. —Te habrá dicho por qué —le espetó. Luego esperó unos instantes, pero Claire no dijo nada, así que prosiguió con cierta melancolía—. ¿Se encuentra bien? —Sí, Majestad. Ha vuelto a ser ella misma. Creo que es lo que siempre ha deseado. La duquesa hizo un movimiento repentino, levantando las manos. Se dio la vuelta y entrelazó los dedos. —Ah, esto es una tortura. En ese caso, podré recordarla tal como realmente es. Sin embargo, no puedo estar en su compañía, que tanto me deleitaba. Nuestra relación es muy fría —prosiguió. Luego comenzó a pasear alrededor de la habitación, frotándose las manos. Finalmente, volvió a mirar hacia Claire—. Vas a volver junto a Petronila. —Sí, así me lo ha pedido —dijo Claire. —Entonces, dile… —le soltó Leonor, con los ojos centelleantes—. Dile que quiero recuperar a mi hermana. —Majestad… —Claire se agitó incómoda, levantando las manos dubitativamente—. Sois vos la que tenéis que hablar con ella, no yo. —No puedo hacerlo —dijo Leonor, dándole la espalda—. Tengo mucho miedo de lo que pueda decir. Me arrojaría a las llamas de una hoguera antes de escuchar lo que tengo que decir. Haz lo que te he ordenado. Pase lo que pase, no te supondrá ningún perjuicio. —Sí, Majestad —dijo Claire y, tras hacer una reverencia, salió de la habitación.
Claire descendió de nuevo hacia el salón comunal que, como siempre, estaba abarrotado de los hombres fieles a la duquesa. Thomas se encontraba sentado junto a la chimenea, tocando el laúd. Claire pensó en lo que la duquesa le había dicho, y en lo que le contó Petronila, y trató de imaginarse las razones de su distanciamiento, teniendo en cuenta que siempre habían estado muy unidas. Luego pensó en el duque Enrique. Sin embargo, no tenía la menor duda, el cabello que encontró en la almohada de Petronila no era el pelirrojo de Enrique. Ascendió por las escaleras y se sentó junto a Thomas, que la miró y comenzó a tocar una melodía, una y otra vez, murmurando entre dientes. Claire colocó una mano sobre su vientre. Necesitaba seguridad en su vida. Pero, para ello, era necesario ganarse el favor de la duquesa, lo cual implicaba que no podría llevar www.lectulandia.com - Página 288
un doble juego. Esperó pacientemente a que Thomas se detuviera un instante y tomara un trago de vino. —Cuando nos Íbamos de Ruán hablaste a solas con el duque, ¿verdad? —Ufff, no me acuerdo. Oh, me dio una bolsa con dinero —dijo, jugueteando con la púa entre los dedos, sin reflejar la menor emoción en el rostro. —Se te da muy mal mentir —le espetó—. Debería mentirte yo a ti sobre cómo me atrapó un día en una esquina y trató de besarme. El rostro de Thomas dibujó una mueca furiosa. —¿Hizo eso? Si es así, le mataré. —¿O acaso te estoy mintiendo? Dime lo que te dijo aquella vez en Ruán —dijo Claire, ahuecando las manos sobre su regazo. —Oh, no fue gran cosa —respondió Thomas, entrecerrando los ojos—. Recuerdo que en aquel momento… parecías estar asustada. ¿Fue entonces? Claire le miró a los ojos. —Al fin y al cabo, una mentira u otra, ¿qué importa? El músico frunció el ceño por unos instantes. Al final, depositó el laúd en el suelo. —Está bien: el duque me pidió que no perdiera ojo de todo lo que sucede aquí y que luego le informara de ello, porque me recompensaría bien. Claire sabía que el duque le habría dicho una cosa parecida. Luego pensó con tristeza que ella conocía muchos entresijos de cómo funcionaban las cortes. —¿Qué le dijiste? —Que lo intentaría… no le dije que sí. Pero no se puede decir no a un hombre de su posición. Claire dejó escapar un grito ahogado de su garganta. —¿Eres un músico o un espía? Thomas frunció profundamente el ceño durante unos instantes y luego se relajó. Sus ojos brillaban con fuerza. Se inclinó sobre ella y la besó en la boca. —Tú eres mi alma, querida. —Yo también he sido espía. Pero preferiría dedicarme a la música —dijo, y pensó que, al menos todo lo que pasaba entre Leonor y el duque Enrique y Thierry no tendría consecuencias para ella ni para Thomas. Luego apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposo y pasó la mano por su propio vientre, complacida.
Petronila escuchó el ruido que producía la excitación que sentía la corte y no pudo evitar la tentación de ir a ver qué sucedía. Entró por la puerta lateral, que se encontraba a los pies de las escaleras que conducían a la torre, y permaneció allí. Ante ella se encontraba la corte de Aquitania, una amalgama de colorido y de rostros. Los hombres, gruesos como abejas en una colmena, iban ataviados con abrigos espléndidos y las mujeres portaban cofias decoradas; todos estaban congregados en el www.lectulandia.com - Página 289
salón, hablando y mirándose los unos a los otros. Se movían constantemente, llenos de interés. Junto a la chimenea, Thomas se encontraba sentado junto a otro hombre que portaba el mismo instrumento, tal vez tratando de enseñarle algunos trucos. Claire se encontraba detrás de él, acompañada de otras tres mujeres, con las bocas abiertas de par en par y el pecho latiendo. Todos estaban cantando, pero el estruendo que se escuchaba en el salón principal era excesivo, así que apenas se podía distinguir lo que entonaban. Luego entró un grupo de mozos con una gran carga de leña que comenzaron a arrojar a la chimenea. Las personas que se encontraban cerca de Petronila repararon en su presencia y le dedicaron todo tipo de elegantes reverencias. Un hombre barrió el suelo con su sombrero. Petronila contempló que la cabecera de la gran mesa se encontraba vacía. Su hermana todavía no había llegado. A su alrededor, todo eran murmullos y reverencias. No llevaba ningún adorno pero, pensó, tampoco lo necesitaba. Salió a mezclarse con las gentes, complacida ante tanto ruido y risas. Saludó con la mano a Claire, que cantaba como si fuera a estallarle el pecho, aunque su voz resultaba inaudible en medio del tumulto general. A su espalda, alguien dijo: —Es la señora Petronila. Ella estuvo a punto de darse la vuelta y sonreírle. Una dispersa ovación llenó el ambiente y la dama volvió a saludar con la mano, provocando con ello que se escucharan más aplausos. El cocinero entró por la puerta trasera dando paso a cuatro pinches de cocina que portaban en lo alto una enorme bandeja que contenía un jabalí entero, todavía con la cabeza, con dos ciruelas negras sobresaliendo por los ojos. El animal tenía el cuerpo bañado en reluciente salsa y estaba tumbado sobre un lecho de hojas verdes. Luego se escuchó el sonido de una trompeta y toda la multitud se volvió hacia la puerta principal, comenzando a elevar sus voces en un estruendo cargado de excitación. Petronila se quedó de pie, sintiendo cómo el vello de su nuca se erizaba al contemplar que su hermana hacía entrada en la sala. Leonor llevaba una túnica de color verde bordada en oro, con algunas bandas doradas a lo largo del pecho y sobre las profundas bocamangas. No llevaba cofia, dejando que su rojizo pelo formase espirales de trenzas sobre su cabeza. El círculo dorado que formaban sus cabellos se asemejaba a la decoración de la verdadera corona. Petronila dio media vuelta y salió a toda velocidad. Todos los presentes avanzaron en dirección contraria, pronunciando a gritos el nombre de Leonor, con la intención de situarse más cerca de su esplendor.
Las trompetas todavía seguían bramando. La duquesa de Aquitania se dirigió hacia la enorme mesa, permaneció detrás de su silla y, frente ella, toda la sala comenzó a dedicarle reverencias con suma obediencia. Leonor permaneció firme, con la barbilla levantada, demostrando a todos que era ella la que gobernaba. En el otro extremo de la sala, vio www.lectulandia.com - Página 290
cómo la única persona a la que realmente quería avanzaba a toda prisa hacia otra puerta y se marchaba. Luego depositó la mirada sobre sus súbditos. Todos ellos se doblaron y le dedicaron una reverencia, formando un mar desigual de colores: oro y rojo, verde y plata, azul oscuro, púrpura. Todos la amaban. Pero aquello no era suficiente. Dejó que un sirviente le apartara la silla y tomó asiento.
Unos días más tarde, se encontraba sentada en sus aposentos privados. Ante ella había una docena de hombres procedentes de Burdeos. Ya había hablado de aquel asunto con el arzobispo, que era su señor, pero sabía que tenía que recibir a aquellos hombres, a los ciudadanos, a los mercaderes, para que el acuerdo pudiera llevarse a efecto. Se sentó con las manos descansando sobre su regazo, la espalda recta, mirando a cada uno de ellos a la cara mientras hablaba. —En las últimas semanas, ha habido problemas en el puerto de Burdeos con la entrada y salida de los barcos. Ya me habéis explicado vuestras versiones, culpándoos los unos a los otros. La medida que voy a tomar nos beneficiará a todos. He visto cómo se aplicaba en Antioquía, de cuya ciudad mi tío era príncipe, y donde los barcos han hecho uso del puerto desde los tiempos de Jesús, e incluso antes —dijo. Luego se detuvo y los miró fijamente, con las cejas arqueadas, hasta que comenzaron a mascullar y dedicarle toda clase de reverencias. —Sí, Majestad. —En primer lugar, haremos que los barcos entren y salgan del puerto por orden. Esto supone que debéis mantener un registro adecuado de sus llegadas y salidas. En segundo lugar, formad un grupo de pilotos propios, adiestradlos, y no permitáis que nadie más gobierne los barcos. En tercer lugar, debéis dejar de recurrir a los sobornos y, en su lugar, tenéis que cobrar tarifas previamente establecidas, de las cuales yo recibiré una parte proporcional. Y cuatro veces al año mi administrador irá a ver cómo se llevan a cabo los registros con el fin de asegurarse que todo está como es debido. Aquellas palabras les irritaron como si les hubieran escupido a la cara. La miraron fijamente por unos instantes, sorprendidos, y luego comenzaron a hablar todos a la vez, levantando la voz como suelen hacer las mujeres cuando se encuentran en corro. Leonor escuchó algunas frases sueltas. —… familias que han tenido pilotos durante generaciones… —No hay sobornos. —Esto es obra de Satán. —Haréis lo que os he dicho o, de lo contrario, mi tío el arzobispo de Burdeos aplicará sobre vosotros un interdicto y os quedareis sin nada. —Esta medida no funcionará —protestaron, apretando los labios como si fueran las cuerdas de una bolsa de dinero. www.lectulandia.com - Página 291
—Oh, ya lo creo que funcionará. Y mucho más, una vez que hayamos aplicado esas normas. Y me apoyaréis en mis decisiones, porque soy vuestra duquesa y estáis obligados a cumplir mi voluntad. Sus palabras consiguieron que guardaran silencio. Leonor se recostó sobre su asiento, bebió un trago de vino y dejó que mostraran su enojo durante unos segundos. A continuación, les entregó algunos regalos, absolviéndolos de ciertos impuestos y obligaciones, haciendo que se sintieran mucho más felices. Justo cuando empezaba a aplacarlos, Alys entró repentinamente. —Majestad. Está aquí. Está aquí, Majestad… Leonor sintió que le faltaba el aliento. En seguida se dio cuenta de a quién se refería. No estaba preparada. Despachó a los burgueses de Burdeos y se volvió hacia Alys. —Decidle que venga. Él solo —ordenó, comprobando su túnica y viendo que no era la mejor que tenía, aunque era de un color hermoso. Alys salió corriendo. El corazón de Leonor golpeaba con fuerza sobre su pecho. Levantó el brazo para agarrar la cofia, se despojó de ella y dejó que su cabello cayera sobre los hombros. Luego deshizo con los dedos las trenzas. Deseaba aparecer como una doncella, como una nueva mujer. Sacudió la cabeza para soltarse el cabello y se dio unas palmadas en las mejillas para que parecieran sonrosadas.
Enrique ascendió por las escaleras, adelantando a los pajes. El guardián se apartó de la puerta. Luego penetró en una habitación muy hermosa, toda cubierta de verde y oro, y en el centro de ella, encontró a Leonor con su reluciente cabellera roja. —Bienvenido, mi señor —dijo ella. El corazón de Enrique latía con fuerza después de la carrera que acababa de dar. Se sentía un tanto aturdido y expuso lo que había planeado decir. —Eres todavía más hermosa de lo que recordaba. Y, ciertamente, así era. Enrique no recordaba lo verdes que eran sus ojos. La duquesa se acercó a él y le besó, mientras él pasaba los brazos alrededor de su cintura, su cuerpo en tensión. La duquesa olía a rosas. La puerta se volvió a abrir y se cerró tras Enrique. Leonor se encontraba mirando a ese punto y tuvo un sobresalto. Se soltó de los brazos de Enrique y se apartó de él. El joven dio media vuelta y se encontró con otra Leonor. Esta portaba un bebé entre sus brazos. —Leonor, ¿le vas a decir la verdad o lo hago yo? —dijo la recién llegada. Leonor se dirigió directamente hacia su hermana, como un águila acechando a su presa, lista para matar. Petronila se puso tensa, como si fuera a repeler un ataque. Pero, alargando el brazo, Leonor lo deslizó alrededor de su cintura y, hombro con hombro con ella, se volvió hacia Enrique. —Mi señor. Contempla a nuestro hijo. www.lectulandia.com - Página 292
El caballero retrocedió un paso, con la boca abierta. Invadido por la confusión, recordó todos los rumores que corrían, los interrogantes que se habían vertido a lo largo del último año. Ella lo había engañado. Le había mentido en Saint Pierre. Le había traído el bastardo de otro. En ese caso, en Limoges… aquella no era ella. Las dos lo habían engañado. Cuando se dio cuenta del ardid, la furia se apoderó de su ánimo. Ninguna mujer se había burlado jamás de él. Aquellas dos mujeres que ahora lo estaban mirando le habían engañado. A él, a Luis, a toda la cristiandad. Sus rostros resplandecían luciendo un gesto de desafío. Sabían que habían cometido una canallada. En ningún momento se miraron la una a la otra. La primera sensación que le invadió fue un arrebato de vergüenza. Las palabras crepitaban por su garganta para maldecirlas: a la ramera, a las dos, para liberarse del compromiso. Luego contuvo el impulso y apaciguó su ánimo. No se había tomado tantas molestias para renunciar ahora al triunfo. De ese modo, cuando su cólera se aplacó, emergió su ardor. No era capaz de apartar la mirada de aquellas dos mujeres. Recordó que la duquesa tenía una hermana; así pues, aquella era Petronila. Eran tan semejantes y, sin embargo, tan distintas. Cada una más hermosa que la otra. Las bocas lascivas, los pómulos tan pronunciados, la piel como la crema. Reconoció a la mujer con la que había estado retozando en París y en Saint Pierre, y a la mujer que le hizo arrodillarse en Limoges. Leonor era un poco más alta; su hermana era un poco más menuda y su pelo tenía una tonalidad más clara. Las dos desprendían mucho atractivo, cierto aura, como si alrededor de ellas resplandeciera un brillo dorado. Enrique sintió deseos de poseerlas a ambas sin tener en cuenta lo vil de su conducta. Además, precisamente por lo que habían hecho, las veía como a dos yeguas salvajes que todavía no habían sido domadas, deseando con todas sus fuerzas colocarles las bridas y cabalgar sobre ellas. Luego se dirigió a la auténtica Leonor. —Mi señora de Aquitania. Sé que te amé desde la primera vez que te vi. Pero, hasta este momento no sabía cuánto. Has nacido para compartir una corona conmigo. Este niño, por muy inoportuno que sea, será el presagio del príncipe y las princesas que habitarán en nuestra corte. Te quiero. Sé mi esposa —dijo Enrique. Leonor lanzó un grito ahogado, se arrojó sobre sus brazos y le besó. Sus ojos, bañados por el oro, de repente se llenaron de lágrimas. Así pues, la duquesa no tenía la certeza de cómo reccionaría él. Lo había arriesgado todo por el bien de su hermana, que permanecía allí, sonriéndoles abiertamente con el bebé en brazos. —En ese caso, nos casaremos mañana. ¿Estás preparado? —dijo Leonor. La duquesa dio un giro sobre sí misma apoyándose en la mano de su amado, mientras el sol resplandecía sobre su cuerpo. Enrique escuchó cómo una puerta se cerraba silenciosamente. Petronila se había ido. Enrique posó sus manos sobre Leonor y la
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envolvió entre sus brazos.
Fue una boda precipitada, sin demasiados alardes. Durante toda la ceremonia, sin preocuparse por lo que los demás pudieran pensar, Petronila permaneció oculta en la oscuridad de la pequeña capilla del palacio, ocupando un segundo plano. A continuación, salió por una puerta lateral y se dirigió hacia el patio de la iglesia, donde esperaba una gran multitud, tan alegre como si estuvieran celebrando el Primero de Mayo. El día era soleado y agradable, con algunas pequeñas nubes salpicando el cielo y el olor de la tierra renovada inundando la brisa. Petronila se encaramó a la tapia que había junto al arco, alejada del camino, y observó cómo Leonor y Enrique salían de la iglesia. Tanto los seguidores de Leonor como los de Enrique los rodearon entre numerosos vítores y ovaciones, riendo y lanzando flores. Alys y Marie-Jeanne se abrazaron. Leonor llevaba el pelo suelto, cayendo sobre los hombros y, sin lugar a dudas, su vida acababa de dar un nuevo giro. Se había casado de nuevo y tenía un flamante y espléndido reino. Sólo Leonor, pensó, sólo Leonor podría haber hecho una cosa así, desafiando las decisiones de los hombres, sabiendo que aquella empresa era posible y luego llevándola a cabo. Se escapó de la vieja y constreñida coraza que estaba reservada para las féminas y, con ello, la hizo volar en mil pedazos, tal vez para siempre; consiguió que todo el mundo estuviera a su servicio. El largo cabello rojizo ondeaba como un pañuelo alrededor de la duquesa de Aquitania. Sobre el empedrado que se extendía delante de la capilla, su nuevo duque le cogió de las manos y la besó. Ella echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con el rostro teñido de color. Las flores rociaron su cabeza, su túnica. Enrique la volvió a apretar contra su cuerpo y le besó el cuello y la oreja. Petronila supuso que no habían esperado hasta la ceremonia para poner en marcha la verdadera labor del matrimonio. Su amante apareció tras ella y deslizó el brazo por el cuerpo de su amada. Petronila apoyó las manos sobre las de Joffre y se recostó sobre su pecho. —¿Ha sido la elección correcta? —Para Leonor, sin duda —dijo Petronila—. Para él… bueno, es lo que buscaba. Aquel día en el que llevó al bebé hasta el interior de la Torre Verde, adivinó en el rostro de Enrique lo cerca que estuvo de renunciar a todo aquello. Pero al final no lo hizo. Se merecía a una mujer como Leonor. —¿Y para ti? —preguntó de Rançun—. ¿Volvéis a ser amigas? —Sí —respondió Petronila—. Permaneció a mi lado cuando se encaró con Enrique. Además, siempre seremos hermanas. En el patio, Leonor y Enrique se cogieron de la mano, mirándose entre sí, riendo mientras el cabello de la duquesa ondeaba como una bandera de seda y el rostro de Enrique resplandecía de felicidad. El duque trataba de obligarla a ir en una dirección y ella tiró hacia la otra, inmóvil, disfrutando de aquella situación. Aquel acuerdo sería más www.lectulandia.com - Página 294
un combate que un matrimonio. Petronila levantó la mirada hacia de Rançun, que se encontraba junto a ella. —¿La echas de menos? —Ahora te tengo a ti —dijo él, besándola en el cabello—. Ven conmigo. Petronila le siguió hasta las escaleras que descendían por la muralla exterior. A los pies de las mismas, junto a la puerta, el caballo negro y el gris bereber los esperaban, con un mozo de cuadras sujetando las riendas. La crin del caballo bereber estaba adornada con varias escarapelas rojas y el animal sacudía la cabeza en un gesto de satisfacción. Petronila se acercó a él y de Rançun la siguió para ayudarle a encaramarse a la silla de montar.
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Epílogo
Este libro no es más que una interpretación novelada de algunos retazos de la historia que conocemos de la gran reina Leonor de Aquitania. Nada de lo que aparece en él contradice los pocos hechos históricos que se conocen. La política medieval se basaba en los intereses familiares, y Leonor de Aquitania llegó a ser la matriarca de la familia más importante de su tiempo. Vivió en una época que se podría denominar la Era de Leonor. Se convirtió en la reina de Francia a la edad de quince años, cuando su padre falleció repentinamente mientras se encontraba de peregrinación. Su hermana pequeña, Petronila, su compañera constante en aquellos primeros años, fue con ella a París. Leonor dominaba a su joven marido, Luis VII; flirteaba abiertamente con otros hombres en su presencia y le daba osados consejos políticos. Cuando el rey se marchó a las Cruzadas, ella cabalgó a su lado hasta Tierra Santa, donde mantuvieron disputas tan violentas que regresaron en barcos separados. El Papa consiguió que acordaran una breve reconciliación, pero en verano de 1151, cuando Leonor contaba con treinta años, coincidió con el joven duque de Normandía, Enrique de Anjou, siendo presumiblemente la primera vez que se veían. A lo largo de los siguientes meses, mantuvo una disputa con Luis para conseguir la anulación de su matrimonio. Dicha anulación se anunció el Domingo de Ramos de 1152 en Beaugency, a orillas del río Loira. Algunos jóvenes y ambiciosos nobles franceses conspiraron para secuestrar a Leonor y a su ducado en su regreso a casa, pero consiguió escapar hasta su espléndida ciudad de Poitiers, en Aquitania; una tierra rica y ancestral llena de poesía, canciones y nobles ardientes. Desde allí envió una propuesta de matrimonio a Enrique. Unas semanas después se casaron y, a lo largo de los siguientes catorce años, engendraron la estirpe de descendientes más aclamada de la Edad Media. Leonor fue reina de Inglaterra desde 1154 hasta 1189 y vivió otros quince años después como Reina Viuda, regente y duquesa. Dos de sus hijos se convirtieron en reyes de Inglaterra, y sus hijas y nietos gobernaron la mitad de los reinos de la cristianad a lo largo del siglo siguiente. Fue una extraordinaria mecenas de las artes, así como una brillante soberana, convocando cortes y dictando leyes, aportando una docena de nuevos estilos y formas de concebir el trabajo y los placeres en la Alta Edad Media. Pero, por encima de todo, elevó el prestigio de las mujeres a cotas inimaginables hasta entonces. Su matrimonio con Enrique II resultó ser todavía más tumultuoso que su enlace con Luis VII. Enrique no tenía más que diecinueve años cuando se casaron y era un hombre implacable y ambicioso, conocido por su carácter volátil, su energía incontrolable y sus
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impulsivas aventuras amorosas. Poco después de que se casaran, Enrique luchó, engatusó a los nobles y, finalmente, se hizo con el trono de Inglaterra, de tal modo que entre él y Leonor gobernaron unas tierras tan extensas que comparativamente dejaba muy pequeño al reino de Francia. Pero en unos pocos años, los esposos estaban luchando entre sí por ejercer el control del reino. Enrique tenía varias amantes y acaparaba todo el poder para sí como un dragón sobre una montaña de oro. Discutieron por sus hijos y por sus hombres de confianza y políticas. Leonor odiaba a Tomás Becket cuando este se convirtió en el amigo íntimo de Enrique y también le repugnó la forma en la que años después el rey lo asesinó. Tras el nacimiento de Juan, su último hijo, Leonor abandonó a Enrique y se fue a vivir a su espléndida corte de Poitiers. En cuanto sus hijos fueron lo suficientemente mayores, comenzó a intrigar para que atacaran a su padre. Enrique reaccionó encerrando a Leonor durante quince años. No obstante, cuando Leonor consiguió salir de su encierro, el rey había fallecido y ella todavía contaba con toda su energía. Mientras su hijo Ricardo se encontraba en las Cruzadas, gobernó como regente y en Aquitania siempre fue señor suo jure, aunque se tratara de una mujer. A los ochenta años cruzó los Pirineos para acompañar a su nieta en el viaje que la convertiría en la mujer del heredero al trono de Francia. Esa mujer, Blanca de Castilla, madre de san Luis, llegaría a convertirse en una dama tan poderosa como ella. Estableció un nuevo patrón de lo que sería la mujer en el futuro, y durante toda su vida sólo siguió su propia voluntad, falleciendo en 1204 a la edad de ochenta y dos años. Fue enterrada en Fontevraud, en la gran abadía junto al río Loira que fue sufragada por su familia y donde su efigie todavía se exhibe en la parte superior de su ataúd, aunque sus huesos hace tiempo que se han perdido.
Petronila de Aquitania, que no volvió a casarse después de que el desvergonzado conde de Vermandois se divorciara de ella, desapareció de la vida pública tras la anulación del matrimonio de su hermana y lo más posible es que falleciera al año siguiente. También se encuentra enterrada en Fontevraud. Joffre de Rançun tuvo una dilatada carrera como el rebelde poitevino más tenaz de los muchos que se levantaron contra Enrique II y contra su hijo, Ricardo Corazón de León. Luis VII de Francia se casó dos veces más y, a edad avanzada, por fin tuvo un hijo varón, Felipe Augusto, que reinó tras su muerte de forma astuta y brillante. La princesa Marie, hija de Leonor y de Luis, se convirtió en condesa de Champaña, siendo la principal impulsora del renacimiento de la música y la literatura en Troyes, y convirtiéndose en la mecenas, entre otros, de Chrétien de Troyes; en definitiva, fue una de las figuras principales de una generación de mujeres que debieron su prestigio y su poder a Leonor de Aquitania. Por último, cabe decir que existía un texto antiguo, ahora desaparecido, en el que se decía que Leonor y Enrique tuvieron un hijo llamado Felipe, que desapareció durante su www.lectulandia.com - Página 297
infancia. Su nacimiento tuvo lugar en una época en la que Leonor dio a luz a varios hijos y nadie sabe qué suerte corrió ni cómo llegó a tener un nombre tan extraño y tan poco frecuente para un angevino.
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CECELIA HOLLAND nació en Nevada (EE. UU.) en 1943, y ya a los doce años empezó a escribir sus primeros relatos. Ahora, con más de treinta títulos a sus espaldas, es una de las escritoras de novela histórica más reconocidas de su país. Sus novelas se caracterizan por un estilo narrativo incisivo y directo, sin adornos, lleno de tensión física y emocional, con personajes fuertes, centrándose no sólo en las batallas sino también en la trama política. Anteriormente se han traducido al castellano tres novelas suyas: La muerte de Atila, El cinturón de oro y Jerusalén.
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